Capítulo 1

Ross no volvió a Londres ese año. El desastre de la mina le tuvo atareado casi dos meses. Escribió una carta a lord Falmouth explicando la situación.

Demelza, que siempre veía el lado bueno de las cosas, afirmó que todo habría podido ser mucho peor; y Ross, por una vez, coincidió con ella. Dos vidas perdidas, esa era la tragedia; pero los mineros siempre corrían peligro. Un año antes habían muerto tres en la Wheal Kitty… y todos en accidentes sin importancia. La pérdida de uno o dos hombres por año había sido una cifra bastante natural cuando trabajaba la Grambler. En este caso, el milagro consistía en que habían perecido muy pocos en un desastre tan importante.

Algunos se habían salvado por milagro. Micky Green trabajaba aislado del resto en el nivel de 50 brazas, y había oído el estruendo del agua… Según decía, sonaba como el estallido de una caldera. Se había metido por un corredor un poco más elevado y, después de trepar a una viga de madera, había estado allí dos horas, mientras el agua le envolvía y hervía a su alrededor. Después, cuando pasó lo peor, bajó. Con movimientos prudentes, todavía hundido en el agua hasta la cintura, se había dirigido al respiradero más próximo. Uno de los Carter, un niño de trece años, se había rezagado porque no sabía nadar, y después que todos se alejaron logró llegar a la escalera —de la que Sparrock había caído poco antes para desaparecer en el fondo del pozo— y se las había arreglado para evitar los restos que caían. Así, había llegado a la superficie, con golpes en todo el cuerpo y gris como una rata.

A Sam Carne le correspondía el mérito principal de las muy escasas pérdidas de vidas; pero no era fácil agradecérselo. No bebía. Y no le gustaban las reuniones en las que inevitablemente los demás acabarían borrachos. Con una sonrisa se desentendía de las palabras de elogio y, en general, trataba de orientar la conversación hacia las perspectivas de una vida mejor. A veces incluso parecía un poco más triste que lo que hubiera sido razonable, y Demelza necesitó unos días para descubrir la verdad. Entonces, dijo:

—Oh, Sam… Oh, Sam. Cuánto lo siento. Oh, Sam, creo que en parte la culpa es mía.

—No, no, hermana, nada de eso. Hiciste lo que creías mejor. Y quizá fue mejor. Jehová eterno creyó propio agobiarme con esta carga temporal, y yo debo agradecerle el privilegio de Su compasión y Su perdón. Si he pecado, debo limpiar mi alma. Si la querida Emma ha pecado, creo sinceramente que con el correr del tiempo también su espíritu se limpiará y llegará a una vida nueva en el espíritu de Cristo.

A veces era difícil sentir verdadera simpatía por un joven que adornaba sus sentimientos personales con el lenguaje del revivalismo, pero Demelza, que conocía bastante bien a su hermano, percibió que bajo su sincera y ardiente fe religiosa Sam sufría con la misma intensidad de un hombre que ha perdido para siempre a la muchacha a quien ama con todo su corazón. Demelza también sabía que a veces, en las sombras de la noche, él despertaba y comprendía —el lado terreno y carnal de Sam debía comprenderlo— que de no haber sido por su religión habría podido casarse con Emma. Incluso hubiera podido desposarla si hubiese dado a su religión un carácter un tanto menos personal e intenso. Demelza creía asimismo que hubiera sido una buena unión; Sam hubiera moderado la alegría estrepitosa y vulgar de Emma, y esta hubiera inducido a Sam a vivir más sensatamente su propia fe.

Pero no sería así y Demelza se sentía desgraciada por la parte de responsabilidad que le tocaba. Ahora Sam, héroe de toda la comunidad, había perdido su alegría y la depresión de su espíritu afectaría por lo menos durante un tiempo su actitud hacia Dios y su rebaño.

Pronto se reanudó el trabajo en el nivel de 40 brazas de la Wheal Grace y, mucho después, en el nivel de las 50; pero eran tareas de reparación y no se extraía mineral. La gran inundación había roto las tuberías de bombeo y esa era la reparación prioritaria y esencial. Además, en muchos lugares del nivel de 50 brazas, la tierra blanda mezclada con mineral, que no parecía prometer un buen rendimiento, había sido dejada a un lado, formando grandes pilas, mientras se continuaba la explotación de las mejores vetas. La idea era ocuparse de dichos tramos cuando hubiese más tiempo y se hubiesen agotado las mejores galerías, pero el torrente de agua había barrido estas pilas, así como todos los desechos depositados en los túneles y las galerías. En definitiva, la mezcla de agua y lodo había desbordado las cavernas y bloqueado los túneles. Los hombres que descendían a medida que el agua era bombeada descubrieron que se hundían hasta las rodillas en el lodo y que no podían llegar a las vetas productivas mientras la masa de lodo y piedras no fuese extraída, cargada en cubos y enviada a la superficie.

El agua había provocado desprendimientos de rocas, y en algunos lugares los puntales de madera se habían derrumbado, de modo que los techos y las paredes eran peligrosos. En un viejo libro de minería Ross había leído que «después del fuego, el agua es el elemento más penetrante y destructivo». Ahora podía comprobarlo. Como era imposible aplicar métodos normales de pago, en vista de la condición en que se encontraba la mina, Ross introdujo el antiguo sistema, es decir, el pago de quintales de la mezcla de mineral, desechos, lodo y piedras elevados a la superficie. Diariamente se hacía el recuento y se determinaba el pago, dividido por partes iguales entre todos los mineros que trabajaban en la Wheal Grace.

Al principio, habían dudado de que la bomba instalada en la mina pudiese extraer la gran masa de agua adicional. El nivel de 40 brazas pronto quedó limpio; pero pasaron casi dos semanas antes de que concluyera la reparación de las cañerías de la bomba y comenzara a descender el agua. Después, se progresó centímetro por centímetro, día tras día, y siempre con el temor de que las lluvias otoñales anularan la ventaja obtenida.

Llegó noviembre, inestable y húmedo, pero en general sólo hubo lloviznas desplazadas hacia aquí y hacia allá por los vientos. A veces, el viento soplaba tan intensamente que ahogaba el rugido del mar. Últimamente no se habían visto muchos naufragios importantes en Hendrawna, pero a mediados de mes hubo dos: una pequeña balandra que se dirigía de Truro a Dublín, cargada de sargas, alfombras y papel, y una goleta mayor, con carbón de Swansea.

La balandra se hundió de proa y el barco se destrozó frente a la Wheal Leisure. Consiguieron salvar a la tripulación de cuatro personas, pero la carga desapareció como por arte de magia en medio del viento y la lluvia. Tan pronto supo que la tripulación estaba a salvo, Ross se encerró discretamente en su casa. No deseaba que se repitiesen las acusaciones de 1790. La goleta encalló bastante más lejos, casi frente a las Rocas Negras, donde no vivía nadie. Siete de los nueve tripulantes se ahogaron. Este naufragio también fue útil para el distrito, y pocos pobres carecieron de carbón ese invierno. Durante más de un mes las arenas rojizas de Hendrawna aparecieron bordeadas de negro a modo de tarjeta de duelo.

Hacia fines de noviembre Jeremy pescó un resfriado que como de costumbre le provocó tos y fiebre. A pesar de ser hijo de padres tan saludables, tenía un pecho sumamente débil. Había mucha consunción en las aldeas. Y no sólo entre los mineros de alrededor de cuarenta años, en quienes la dolencia era consecuencia natural de las condiciones de trabajo, sino en los niños. Había familias en las que uno tras otro los hijos comenzaban a toser, enfermaban y morían. A veces, en un lapso de cinco años, desaparecía una familia entera de cinco hijos dejando a dos padres sanos sin descendencia. En otras, morían cinco o seis de un total de ocho. Y ese era el destino de los niños que sobrevivían a los peligros de la infancia y entraban en la adolescencia. Inexplicablemente, la enfermedad afectaba a ciertas familias sin que los habitantes de la casa o el cottage contiguo jamás se enfermaran.

Pero Jeremy, que había vivido condiciones excelentes, bien atendido, sin sufrir jamás privaciones, tenía el pecho delicado y por lo tanto preocupaba a sus padres. Demelza mencionó el caso a Dwight, quien le aseguró que no veía síntomas de tisis.

La tarde del día 28, Demelza descendió la escalera después de permanecer una hora con Jeremy y descubrió que entretanto Ross había regresado. Estaba leyendo un libro, de pie frente a la ventana para aprovechar mejor la luz. Incluso ahora, rara vez usaban la nueva biblioteca; la reservaban para ocasiones especiales. Demelza vio que el libro era la Mineralogía Cornubiensis, publicado veinte años antes por cierto William Pryce, cirujano de Redruth. Ross hojeaba ese libro con tanta frecuencia como Sam leía la Biblia.

Demelza se acercó a la segunda ventana. Esa tarde, las nubes tenían el mismo color de la playa; parecían pesadas bolsas de carbón desplazándose sobre el valle con la velocidad de un mundo inestable. El árbol plantado junto a la ventana estaba inclinado y se estremecía, el jardín mostraba un aire de abandono, la planta desconocida que Hugh Armitage le había dejado aplastaba sus grandes hojas verdes contra la pared de la biblioteca.

—Dentro de un mes comenzaremos a trabajar nuevamente en el nivel de 50 brazas —dijo Ross—. Es decir, sólo habremos perdido la producción de tres meses… eso es todo; quiero decir, si nos referimos únicamente a las pérdidas y las ganancias.

—Nadie piensa así, Ross.

—A veces me lo pregunto. Mira lo que dice Pryce: «En ciertos lugares, sobre todo cuando se abre un nuevo socavón que se acerca a una vieja mina abandonada mucho antes, inesperadamente se ofrece salida a gran cantidad de agua sin que nadie crea que esté cerca, y así todos perecen instantáneamente. Por lo tanto es necesario adoptar grandes precauciones, debiéndose perforar un orificio con un barreno de hierro hasta la profundidad de una braza o dos, de modo que antes de atacar el terreno con un pico se tenga oportuno aviso de la proximidad del agua. Sin embargo, es posible que este consejo no sea recibido de buen grado por quienes estén impacientes y quieran enriquecerse cuanto antes, por quienes aprecian el dinero más que la vida de sus semejantes».

—¿Qué significa eso? Cuando todo ya ha ocurrido, todos pueden ser muy sabios…

—Cabe presumir que yo estaba impaciente por enriquecerme y que un poco de dinero me pareció más valioso que la vida de mis semejantes.

Demelza se recogió impaciente los cabellos.

—Sabes que eso no es cierto, ¿por qué lo dices entonces? Para ti lo importante no fue nunca el dinero. Por ejemplo, cuando la mina fracasó… vivíamos al día y afrontábamos ciertos riesgos. Pudiste reprochártelo entonces, no ahora.

Ross cerró el libro.

—De todos modos, las palabras de Pryce me inquietan.

—En ese caso, no las leas.

Ross sonrió.

—Cuanto más oigo tu razonamiento, más «especioso» me parece.

—No sé qué significa «especioso» —dijo Demelza, los ojos fijos en una pequeña herida del pulgar.

—Bien… en realidad, tampoco yo lo sé. Plausible, pero no verdadero… creo que significa eso.

—Suficiente. Bien, tu esposa «especiosa» cree que es hora de que dejes de agobiar tu conciencia con argumentos «especiosos» según los cuales tienes la culpa de los errores de todo este mundo «especioso».

—Pronto parecerá que es mala palabra.

—Eso es —dijo Demelza.

Ross rio y recogió el libro.

—Lo devolveré a la biblioteca. Y allí dejaré también mi intranquila conciencia. —Miró por la misma ventana elegida por Demelza—. Dios, mira esas nubes.

—¿Fuiste ayer a la Maiden?

—Sí. Está bastante seca, pues toda el agua ha pasado a la Grace. El lugar está seco… es decir, excepto el lodo maloliente. Pero el aire está tan enrarecido que es difícil internarse. El lodo y los desechos taparon los respiraderos, en lugar de impedir la acumulación del agua la encerraron y por los respiraderos no entra aire.

—No me gusta que bajes a las galerías —dijo Demelza—. Siempre recuerdo lo que le ocurrió a Francis.

—Él fue solo. Además, ¿pretendes que rehuya las tareas que encomiendo a otros?

—No —dijo Demelza—. Puedo soportarte como eres. Pero no quiero perderte como eres.

Ross apoyó la mano en el brazo de Demelza.

—¿Estás inquieta por Jeremy?

—No, no. Pero desearía que desapareciese la fiebre. Por la ventana alcanzaban a ver algunas luces que comenzaban a encenderse en la mina.

—¿Deseas que llame a Dwight? Podemos enviar a Betsy Carter.

—Prefiero no molestarlo. Según me dijo, Sara no se siente muy bien.

Ross la miró.

—¿Sara?

Demelza lo miró fijamente.

—Sara. Su hijita. ¿Por qué tienes esa expresión tan extraña?

—¿Yo? No. Sólo que no sabía a quién te referías.

—Se resfrió, como Jeremy. Hay muchos enfermos. La mitad de la región estornuda y tose.

—Ah —dijo Ross—. Bien, sí. Imagino que así es. —Palmeó de nuevo el brazo de Demelza, y después de atravesar el comedor entró en la biblioteca.

Demelza echó carbón al fuego y contempló la columna de humo que se difundía en la habitación al formar el viento irregular remolinos alrededor de la chimenea. Después, se acercó al piano y comenzó a ejecutar una pieza que conocía de memoria, una sonata simplificada de Scarlatti que la señora Kemp le había enseñado.

Ross entró de nuevo.

—Había olvidado algo —dijo—. Tengo que hacer en la mina. Me llevará una hora. Bien… volveré a tiempo para cenar.

Demelza asintió, los cabellos sobre la frente, la lengua entre los dientes y los labios en un gesto habitual cuando tocaba el piano. Pero de pronto oyó los cascos en los adoquines y pasó a la cocina.

—¿Salió a caballo el capitán Poldark? —Sí, señora. John se lo ensilló.

—¿Para ir a la mina?

—No lo sé, señora. Solamente sé que ordenó a John que ensillara a Sheridan.

II

Caía la tarde cuando entró por el portón de Killewarren. Una casa sin forma, larga, baja, construida sin el auxilio de arquitectos. El sendero y los jardines estaban mejor cuidados que en los tiempos de Ray Penvenen. Pero el viento había quebrado la rama de un viejo pino que se balanceaba en el aire. Sheridan se sobresaltó y se desvió a un lado. Había tres o cuatro luces encendidas.

Cuando golpeó a la puerta, Bone le atendió. Había sido el criado personal de Dwight antes de su boda y había acompañado a Ross en la aventura en tierra francesa.

—Oh, buenas tardes, señor; entre. Qué viento, ¿eh? ¿Desea ver al amo?

—A él o a la señora Enys, o a ambos.

—Sí, señor. Por favor, entre aquí. Le diré que usted ha llegado.

Bone lo llevó a un saloncito de la planta baja. Las mejores habitaciones estaban en el primer piso y el gran salón se encontraba sobre los establos.

Dwight entró en la habitación. Aunque estaba vestido, afeitado y con los cabellos bien cepillados, Ross recordó la ruina humana que había rescatado de la prisión de Quimper. Era la expresión de sus ojos.

Dwight sonrió.

—Bien, Ross. ¿No se siente bien Jeremy?

—Jeremy se curará. Pero Demelza me dijo que Sara estaba… enferma.

—Tiene un resfriado.

—¿Es todo?

Dwight hizo una mueca.

—Será suficiente.

—Oh, Dios mío. ¿Lo sabe Carolina?

—Sí… Creí que tenía que decírselo.

Ross golpeó la bota con el látigo.

—No puedo ser útil. Pero tenía que venir.

—Se lo agradezco.

—No… ¿Cómo lo afronta Carolina?

—Muy bien —dijo una voz desde la puerta.

Carolina, como siempre ese alto tallo de una flor, los cabellos rojos, los ojos verdes, la nariz salpicada de pecas. La única diferencia era que ahora sus labios no tenían color.

—Carolina…

—Sí, Ross, un tanto molesto, ¿verdad? ¿Ya se lo había dicho Dwight?

—Me había advertido que podría ocurrir.

—Confidencias entre hombres, de las cuales se excluyen a las esposas y madres… Sí, impresiona bastante, pero Carolina lo toma bien, con toda la dignidad y el estoicismo de una dama educada.

—Le serviré algo, Ross —murmuró Dwight.

—… Carolina, no sé qué decir. Ni siquiera sé por qué vine; pero sentí… —De pronto, vio que tenía en la mano una copa de brandy.

Carolina miró la copa que Dwight le había entregado.

—Es evidente que mi marido desea convertirme en borracha. ¿O quizá cree que la bebida suaviza los perfiles de la tragedia y la convierte en un pesar más tolerable? ¿O se trata de brindar por algo o por alguien?

—Carolina —dijo Dwight— no engañas a nadie. Siéntate. Si te serenas un momento…

Ella sorbió su bebida.

—Sabe, Ross, dije que no deseaba a la desdichada criaturita… y era cierto. Los animales son mucho más agradecidos y nos recompensan mejor. Pero después de algunos meses, tengo que confesar que se me metió en el corazón. El pobre Horace está muy decaído porque le tengo olvidado. Bien, bien, Sara Penvenen. Ave atque vale. Cómo se habría molestado mi tío al ver que su sobrina nieta se quedaba tan poco tiempo entre nosotros.

Durante un rato nadie dijo palabra. Una rama delgada, quebrada por el viento, golpeaba la ventana, como un pájaro que intenta entrar.

—¿Ella…? ¿Cuánto tiempo? —preguntó Ross.

—Creo que unas horas —respondió Dwight.

—Tendría que haber traído a Demelza.

—No, no —dijo Carolina— eso hubiera sido el peor error. Ustedes son fuertes y pueden apoyarme. Soy una mujer dura y me las arreglo sola. Pero Demelza… Demelza no se mostraría tan… formal; no tendría el mismo… dominio de sí misma, ni una actitud tan… digna. Demelza no comprende la dignidad y… todo lo que ella representa. —Carolina bebió otro sorbo de licor—. Creo que Demelza lloraría… y eso, eso, bien… lo arruinaría todo…