El ocho de octubre, lunes, comenzó para Sam más o menos como todos los días. Se levantó temprano, rezó arrodillado media hora, trabajó en su huerto apenas amaneció y desayunó frugalmente antes de encaminarse hacia la Wheal Grace, con las herramientas al hombro y un paquete con el almuerzo —pan, queso y un trozo de tocino hervido frío— en un bolsillo de la chaqueta.
Descendió con Peter Hoskin, y al llegar al nivel de las 40 brazas abandonaron la escalera y comenzaron a caminar encorvados por los irregulares y lodosos corredores, por las cavernas húmedas, en busca del viejo túnel donde habían trabajado dos años antes. Como la veta sur disminuía cada vez más, Ross, Henshawe y Zacky Martin habían intentado nuevamente llegar a los viejos túneles de la Wheal Maiden. Habían contemplado el peligro de que la vieja mina desaguase en las galerías de la Wheal Grace, pero todos sabían que, al estar en una elevación, la Maiden siempre había sido una mina muy seca y, además, varios socavones aún desaguaban en el arroyo Mellingey. Por otra parte, antes de iniciarse los trabajos de la Wheal Grace se había explotado otra mina en la colina, y todo el lodo y los restos de dicha excavación habían sido volcados en la Maiden llenando los principales respiraderos. Ross señaló que le parecía más probable que Sam tendiese a trabajar hacia arriba, como correspondía a un hombre de sus convicciones religiosas, y que acabaría perforando el piso de su nueva capilla.
Se habían suscitado ciertas esperanzas a causa del descubrimiento de algunos bolsones prometedores casi al final de las galerías que ya estaban explotándose. Antes de llegar al lugar donde ahora trabajaban pasaron al lado de dos parejas, Ellery y Thomas, y los jóvenes Aarón Nanfan y Sid Bottrell, que estaban picando esas pequeñas vetas. Cuando llegaron al fondo de la galería encontraron que tenían bastante que hacer, pues la víspera, antes de retirarse, habían detonado una carga de pólvora. Se quitaron las camisas, las plegaron y depositaron sobre un saliente rocoso y comenzaron a trabajar.
Peter Hoskin era un gran conversador. Hablaba siempre que Sam estaba cerca y podía oírlo, y a veces incluso cuando no estaba. A Sam no le molestaba, pero hoy no le prestaba atención. Pensaba en Emma Tregirls. Habían pasado doce meses desde que Demelza le había conseguido empleo en Tehidy. Más de doce meses. Sam había aceptado la separación durante un año, porque no podía oponerse. Pero ahora había transcurrido el tiempo fijado. ¿Debería escribir si en poco tiempo más no recibía noticias? Pero Emma no sabía leer y a Sam le desagradaba la idea de que un tercero leyese su carta de amor. Quizá debería ir en persona y preguntar por ella. Puesto que había nacido cerca, conocía Tehidy como la palma de su mano; pero era una residencia enorme y ciertamente uno no podía acercarse a la puerta principal y llamar.
Decidió que haría precisamente eso… pero lo haría por una puerta lateral. Pediría permiso un día de la semana siguiente e iría a visitar a su madrastra y a sus hermanos. Tal vez lograra convencer a Peter Hoskin de que lo acompañase y visitara a su propia familia. Cierta vez, en circunstancias muy tristes, ambos habían recorrido juntos el mismo trayecto para atender un asunto de familia.
La mañana pasó rápidamente, y hacia el final los ojos vivaces de Peter descubrieron otra veta que prometía a casi dos metros del suelo. Llamaron a los cuatro restantes para que la examinasen y todos coincidieron en que debía invitarse a Zacky Martin para que la inspeccionara al día siguiente. Él decidiría si valía la pena comenzar a trabajar en ese sector. Después, todos volvieron sobre sus pasos, entre las carretillas, los picos, los martillos, el barrilito de pólvora, las mechas, los escombros y las planchas de madera, buscando un rincón más fresco para sentarse a comer.
Fue una reunión ruidosa ya que todos eran hombres vigorosos. Los dos jovencitos parecían complacerse con el sonido de sus propias voces y sus risas arrancaban ecos que se repetían en las galerías, a ochenta metros de profundidad. A pesar de su religión, y del hecho de que ninguno de sus compañeros era Metodista, Sam gozaba de simpatías en el grupo. Cuando quería, era un compañero muy agradable, y a veces le convencían de que imitase las voces de otras personas, lo que hacía muy bien. Al igual que los niños cuando una experiencia les agradaba, querían repetirla exactamente del mismo modo y, así, poco importaba que Sam hubiese imitado al doctor Choake o a Jud Paynter una semana antes, tenía que repetir la representación.
De modo que esta vez todos rieron de buena gana y sobre todo a costa de la expedición de pesca de Jud y los comentarios de Prudie. Después, se serenaron un poco y hablaron de la gran recepción ofrecida por los Warleggan, de la comida que habían servido y los vinos y los licores que habían bebido: Char Nanfan y otros habían ido a ayudar en la cocina y por lo tanto estaban enterados de todo. Ellery habló después del bulldog de Tholly Tregirls; pero entonces ya era hora de regresar al trabajo.
Una hora después, Sam retiró el pico del suelo relativamente blando donde estaba cavando y descubrió que el extremo estaba húmedo. Al principio pensó que era una filtración común, hecho muy frecuente. Se inclinó hacia adelante, de modo que la vela del sombrero iluminó el lugar donde había clavado el pico. Un fino hilo de agua corría sobre el piso del túnel.
—¡Peter! —gritó—. ¡Ven aquí! ¡Mira esto!
Peter estaba retirando una carretilla, pero el apremio de la voz de Sam lo movió a dejar todo y regresar. Miró fijamente.
—¡Dios todopoderoso! —exclamó.
Mientras miraban, el ancho del hilo de agua se había duplicado.
—Vuelve. Vuelve y avisa a todos. ¡Que salgan de aquí!
—Sí, pero no crees que…
—¡Vete! ¡De prisa! ¡Que salgan de las galerías!
Ahora el agua salía como si brotase de una cañería de poco diámetro y por su propio impulso llegaba a un metro de distancia. La abertura se ensanchaba a cada momento. Tal parecía que se habían comunicado con la Wheal Maiden y que la vieja mina de ningún modo estaba seca.
Estaban a cuarenta brazas de profundidad y probablemente habían alcanzado los niveles inferiores de la Maiden. Si esas excavaciones no habían sido drenadas, sin duda se habría reunido mucha agua en ese sector de la vieja mina y por los túneles y los respiraderos seguramente llegaba casi hasta la superficie. Y ahora al fin se le ofrecía una vía de salida.
Sin detenerse a recoger la camisa ni las herramientas, Sam corrió detrás de sus compañeros, un revoltijo de sombras proyectadas sobre las paredes y el techo de la galería, mientras el agua le perseguía y gorgoteaba alrededor de sus tobillos. A menos de ochenta metros de donde habían estado trabajando se había excavado un respiradero que comunicaba con el nivel inferior, donde se explotaban las valiosas vetas de estaño. Unos cuarenta metros más allá estaba el primer respiradero, provisto de una escalera que subía al nivel de 20 brazas y al túnel que allí se abría.
Sam los alcanzó en la caverna donde habían almorzado.
—¡Subid! —gritó—. ¡Avisad allá arriba!
Comenzó a descender al nivel inferior, y gritaba mientras descendía. En mitad del descenso cayó sobre él una masa de agua y lo arrojó junto a la escala. Medio ahogado, medio aturdido, tanteó buscando el peldaño siguiente, y el siguiente, y al fin llegó al nivel inferior. El agua ya caía como un estrepitoso torrente. Como el respiradero había sido excavado tres brazas más abajo que el último nivel, Sam pudo saltar a un lado y adelantarse un poco. Pero según caía el agua, en dos o tres minutos llenaría el fondo del respiradero.
Comenzó a correr a tientas por el túnel, que aquí era estrecho y oscuro. Había perdido el sombrero y por lo tanto la vela, y le pareció que pasaban minutos antes de tropezar con una carretilla y después con una pila de escombros. De allí pasó a una cámara abovedada, donde las minúsculas luces parpadeantes le indicaron que había mineros trabajando. Las luces parecían luciérnagas, pero eran amarillas y no verdes. En el instante mismo en que entró hubo una breve explosión, y Sam percibió el olor acre de la pólvora. Los mineros acababan de detonar una carga.
Comenzó a gritar, a gritar con toda su voz entrenada en las asambleas religiosas, pero ninguna ceremonia revivalista en los grandes anfiteatros wesleyanos le había impulsado a gritar con tanta vehemencia. Cesó el trabajo; los hombres que estaban más cerca dejaron las herramientas y se aproximaron.
Si algunos se mostraban poco dispuestos a recibir su mensaje cuando le oían en la aldea, ahora recogieron este con increíble velocidad. Los mineros viven acechados por peligros permanentes. Temen sobre todo los incendios, los derrumbes y las inundaciones; y ahora Sam anunciaba una inundación. En pocos segundos habían dejado todo y corrían por el camino que habían seguido para venir entrando por el estrecho túnel que era la única vía de salida. Sam siguió adelante, gritando para advertir a los que trabajaban más lejos. Pero también estos vinieron de prisa; no era necesario convencerlos, sólo había que pronunciar una palabra. Sam pasó frente a cada uno, avisándoles de la inundación que les amenazaba, del peligro del pozo profundo que ahora ya se habría llenado a causa de la inundación del respiradero, previniéndoles que tratar de subir por donde el propio Sam había descendido era suicida. Debían atravesar a nado el respiradero para pasar al túnel norte, que estaba del lado contrario y que se elevaba en una ligera pendiente; después, había que arreglárselas para llegar al respiradero principal. Si llegaban allí probablemente estarían a salvo… si bien uno de ellos debía avisar a los mineros que trabajaban en la veta norte.
Pronto la caverna estuvo vacía y a oscuras: Sam miró alrededor… no quedaba nadie. Echó a andar detrás de la última vela. Apenas había avanzado unos metros cuando se encontró con el agua hasta la cintura y después hasta las axilas; los hombres que iban adelante elevaban aún más el agua a causa del movimiento de sus cuerpos en un espacio tan limitado. A medida que el agua subía, el aire faltaba… y Sam comenzó a sentir que le zumbaban los oídos. El peligro estaba en el respiradero: los hombres podían atravesarlo de dos en dos. Cuando Sam llegó chocó con el hombre que estaba delante. Había más de doce esperando su turno y el agua que caía de lo alto ahora arrastraba piedras y tablas y todo lo que encontraba a su paso. Atravesar a nado esa cascada, sin tener la certeza de que del lado opuesto el túnel podía ofrecerles un refugio más o menos seguro, exigía coraje y audacia. Un hombre rehusó el desafío, y resolvió intentar el ascenso por la escalera del respiradero. Subió unos siete metros y después cayó al agua con gran estrépito, alcanzando casi a uno de los nadadores para desaparecer después en las oscuras aguas del fondo.
—El Señor es mi luz y mi salvación —gritó Sam, y su voz se impuso al tumulto—. ¿A quién he de temer? El Señor es la fuerza de mi vida. Entonces, ¿por qué debo temer?
Faltaban cinco… después, cuatro y tres; finalmente, dos, y todos se sumergían y nadaban bajo el agua para reducir el golpe de la cascada. Llegó el turno de Sam.
—¡El Señor es mi luz! —se dijo, respiró hondo y hundió la cabeza en el agua que ya le llegaba a los hombros. El golpeteo en la espalda le indicó que estaba bajo el chorro principal. La distancia no importaba… diez brazadas, pero cuando creyó que llegaba tropezó con un par de piernas que le rozaron la cara. ¿Estaba bloqueado el túnel por los hombres, o estaba aún más bajo? ¿Se estarían agitando y ahogando? El corazón le latía aceleradamente, le dolían los pulmones. Un pie le golpeó en el pecho y le obligó a retroceder. Se apartó con cautela, emergió a la superficie y pudo respirar hondo porque la cascada no alcanzaba a tocarlo. Un hombre flotaba boca abajo; lo aferró por los cabellos y lo empujó hacia el lugar donde debía estar la entrada del túnel. Pero reinaba una densa oscuridad y Sam no estaba seguro.
Oyó una voz en la oscuridad. Trató de acercarse.
—Sam… ¿eres tú, Sam? ¿Dónde está Bill?
Con el pie tocó el borde del túnel, una mano aferró la suya y tiró; Sam continuaba asiendo los cabellos del hombre. Ahora, oyó los gritos de algunos hombres un poco más lejos. Se puso de pie, se golpeó la cabeza contra el techo y sintió el agua que le llegaba a la boca; tenía la nariz apenas encima del agua. Apretó fuertemente la mano que le sostenía.
La mano comenzó a tirar. Estaban formando una cadena. Era probable que el suelo se elevara lentamente. Pero el nivel del agua también subía, de manera que su situación no mejoraba. Adelante, alguien seguramente había tropezado, porque Sam oyó un grito ahogado, un chapoteo y cierta conmoción. Poco después se reanudó la marcha.
El suelo se elevó bruscamente casi un pie y felizmente el techo también lo hizo, de modo que la cabeza y los hombros de Sam quedaron fuera del agua. Muy lejos, en la dirección que seguían, un débil resplandor quebró la oscuridad absoluta; quizás alguno de los que trabajaban en la veta norte había venido a ayudar.
Sam gritó al hombre que estaba delante:
—¿Puedes darme una mano…? Bill… creo que es Bill… está mal.
Pusieron de espaldas al hombre inconsciente y le sostuvieron la cabeza sobre el agua. Probablemente era Bill Thomas, pero no podía asegurarlo. Sam ni siquiera sabía quién le ayudaba. Cargaron al hombre sobre la espalda de Sam y, paso a paso, continuaron la marcha. A veces el nivel del agua subía y el techo del túnel descendía, de modo que Sam tenía que hundir la cara en el agua para evitar que el herido se hiriese al rozar contra el techo de roca.
La luz se aproximó. Quizá no fuera aún la salvación, pero al menos significaba que podrían ver.
Sam había olvidado que se había excavado una prolongación cerca del respiradero principal; pero ahora vio velas que parpadeaban del lado opuesto y comprendió que tendría que seguir nadando. Sam y el hombre que le había ayudado —era Jim Thomas, hermano de Bill— se echaron a nadar y consiguieron pasar con su carga. Del lado opuesto estaba Zacky Martin, que había descendido apenas se dio la alarma; le acompañaban seis o siete hombres, desnudos hasta la cintura, y el grupo colmaba el estrecho túnel que allí se abría. Sam y Jim fueron retirados del agua y los demás hombres levantaron a Bill.
Ahora la situación había mejorado, ya habían pasado lo peor y se cambiaron palabras y noticias. ¿Quién faltaba? ¿Qué altura había alcanzado el agua en la veta sur? La veta norte tenía un metro veinte de agua o tal vez más, pero todos estaban saliendo bien del aprieto. Sólo dos hombres habían estado trabajando a mayor profundidad… uno de ellos había conseguido subir trepando como un mono; el otro había sido arrastrado por el agua pero existía la posibilidad de que pudiera salir por uno de los viejos respiraderos que se abrían más al norte. ¿Quién había quedado del lado sur? Nadie, dijo Sam. O si aún quedaba alguien, no saldría vivo. Era mejor que todos subieran, aconsejó Zacky con amargura. No había nada más que hacer allí abajo.
Entraron en otro túnel, pero ahora el agua sólo les llegaba hasta la cintura y contaban con la ayuda de otros hombres. Sam comenzó a sentirse mal. Comprendió que tenía el cuerpo magullado y lastimado, pero ahora veían una luz que no era amarilla. Una luz muy difusa porque no caía directamente, que entraba por un respiradero inclinado que formaba una docena de ángulos en el trayecto y que se veía interrumpida por una docena de plataformas. Pero para los mineros representaba la luz natural y la seguridad. Ahora, los que se habían salvado comenzaron a subir ochenta metros de escaleras para llegar a esa luz.
II
Ross estaba en casa cuando uno de los niños Martin llegó corriendo a avisarle de la catástrofe. Dejó la pluma y salió a toda prisa de la casa y a la carrera subió la colina en dirección a la mina. Demelza, que tenía que atender a sus dos hijos, interrogó al niño y tras dejar a Jeremy y Clowance a cargo de Jane Gimlett, con instrucciones rigurosas de que no debía permitírseles que la siguieran, corrió detrás de Ross.
Cuando llegó, Ross ya estaba descendiendo por el respiradero principal. A diferencia de la vez anterior, cuando se había desplomado una caverna entera llenando de escombros las galerías, en esta ocasión ningún ruido había avisado a quienes estaban en la superficie. El primero en dar la alarma había sido el joven Sid Bottreil, que había subido de prisa proclamando a gritos la novedad. Zacky Martin estaba a cargo de la mina y su primera preocupación fue contener la inundación y reducir la pérdida de vidas, de modo que sólo cuando el mayor de los hermanos Curnow pidió instrucciones acerca de la máquina de bombear alguien pensó en llamar a Ross.
Zacky estaba llegando a la superficie, y se encontró con Ross en el nivel de veinte brazas.
—Es inútil que baje, capitán. Todos están subiendo. Hemos evacuado ya las dos vetas. Los pocos que trabajan en el nivel de treinta brazas no corren peligro.
—Muertos —dijo Ross—. ¿Quiénes se han ahogado?
—Es difícil estar seguro, pero creo que pocos, o nadie. Se dio la alarma a tiempo.
—¡Dios maldiga la Maiden! —exclamó Ross—. Jamás debimos acercarnos a esas galerías.
—¿Quién podía saberlo? Las minas son criaturas extrañas.
Siempre se dijo que era una mina muy seca. Su propio padre lo afirmaba a cada momento. Después que la Grace fracasó, un día me dijo: «Lástima que no podamos volver a trabajar en la Maiden… siempre fue seca como una virgen». Sí, eso solía decir.
—¿Dónde comenzó? ¿Sam Carne y Hoskin estaban trabajando? ¿Están a salvo?
—Hoskin ya ha subido. Sam aún está abajo pero ya viene. Por lo que oí decir, bajó al nivel inferior y consiguió que los tributarios pudieran salir. Dicen que tres minutos más… o un minuto… y hubiera sido demasiado tarde.
—Entonces, ¿quiénes se han perdido?
—Me parece que han sido dos. Sid Bunt en el nivel de 60 brazas, y Tom Sparrock, que intentó trepar pero fue barrido por el agua. Ahora suben a Bill Thomas. Está inconsciente, pero no sabemos nada más. Por lo que sé, eso es todo.
—¿Dónde está Henshawe?
—Fue a Renfrew, a comprar aparejos. Enviaron un mensajero a su casa, pero aún no ha vuelto.
Ross permaneció en la plataforma del nivel de veinte brazas mientras frente a él desfilaban los mineros. Todos estaban empapados, pero en general no habían sufrido nada peor. Uno tenía una herida en la cabeza. Otro se había lastimado el pie. La mayoría estaban descalzos, pues se habían quitado las botas para nadar. Seguramente necesitarían botas nuevas, y mucho más que Jud.
Apareció Sam, alto y desmañado, en el rostro una expresión espectral debido a la luz parpadeante. Ross le estrechó la mano y le formuló una pregunta o dos, pero no le retuvo, pues a pesar del calor estaba temblando y tenía la piel casi azul. Ross permaneció un rato estrechando la mano de cada hombre que pasaba, formulando de tanto en tanto una pregunta. A medida que fueron apareciendo los rostros conocidos, Ross comenzó a tranquilizarse. En efecto, parecía que las bajas eran tan reducidas como había pensado Zacky. Se suspendió el trabajo en la mina por el resto del día. Al enterarse de la novedad, la media docena de hombres que estaban explorando los niveles superiores, dejaron las herramientas y subieron a la superficie. Cuando se supo cuál había sido la suerte corrida por todos los obreros, Ross también subió por la escala.
Habían encontrado a Dwight en su casa, y el médico estaba curando las lesiones poco importantes; trabajaba en el cobertizo que se levantaba junto a la sala de máquinas. Le ayudaba Demelza, la señora Zacky y tres mujeres más. Aunque aparentemente no había mucho que hacer. Bill Thomas estaba tendido en un rincón del piso, cubierto con una manta, semiconsciente, pero recuperándose lentamente. Demelza dijo a Ross:
—Dwight hizo algo muy extraño: puso a Bill Thomas boca abajo y le extrajo agua, tanta que parecía increíble, y después volvió a ponerlo de espaldas, y acercó su boca a la boca de Bill y sopló. Sopló y sopló y sopló, y después de largo rato… el hombre parpadeó y vomitó más agua, y ahora míralo. Parece que está mucho mejor. Dwight dice que se curará del todo.
Ross oprimió el brazo de Demelza, pero no habló.
—Las vetas… las dos vetas… ¿están inundadas?
—Totalmente. Pero atenderemos eso a su debido tiempo. Nuestra vieja bomba tendrá que trabajar más. Perderemos semanas… quizá meses. Pero sólo me importan las vidas de los mineros… ¿Dónde está Sam?
—Le vendaron el brazo y volvió a su casa.
—Dicen que le debemos mucho.
—Sí, también yo oí decir eso.
—Mañana tendré que agradecérselo.
—Iremos ambos —dijo Demelza.
III
Sam había regresado a su casa. Aún restaban una hora o dos de luz pero se encontraba sin fuerzas para ocuparse del huerto.
En ese momento no podía recordar si esa noche había reunión de feligreses. ¿Qué día era? ¿Martes? No, lunes. No estaba seguro. Bien, la víspera había sido fiesta de guardar. Por lo que esa noche debían reunirse… en la casa construida en la colina, una casa levantada con piedras de la misma mina que hoy había provocado el desastre. Desde su inauguración era denominada la Capilla Maiden. El lunes, a las siete, se leía la Biblia y Sam generalmente conversaba con diez o doce conversos, que se sentaban y escuchaban para después formular preguntas y hablar del efecto producido en ellos mismos por los pasajes que habían leído.
De modo que necesitaba mejorar para asistir a la reunión. En todo caso, se sentiría mejor después de ponerse ropa seca, prepararse una taza de té y cortarse un pedazo de pan… tal vez le conviniera pasar una hora con los pies levantados. Por esta vez necesitaba descansar un poco… tomarse un rato libre en horas del día.
Raspó un pedernal para producir chispa y encender las astillas y pedazos de madera que estaban depositados en el hogar. Después, vertió un poco de agua de la jarra en un hervidor y lo puso al fuego. Una pulgarada de té en una taza y una cucharadita de azúcar. Diez minutos después vertió el agua en la taza y removió el contenido. Recordaba vívidamente las escenas de esa tarde. Agradecía a Dios el que se hubieran perdido tan pocas vidas. Agradecía al Padre Celestial que hubiese considerado propio salvar la vida de Su humilde servidor, de modo que Su voluntad pudiese ejecutarse humildemente en la tierra, y que él, Sam Carne, pudiese continuar transitando por el ancho y glorioso camino de la salvación.
Todas las mañanas, cuando abría los ojos, le asaltaba ese pensamiento excelso y maravilloso. Ahí estaba él, humilde minero de un desolado rincón de Inglaterra, un hombre a quien Dios había elegido como Su indigno instrumento para promover Sus propósitos divinos. Gracias a él, crecía constantemente el número de almas pecadoras que hallaban la compasión y gozaban de la libertad del amor perfecto. No debía estar allí, bebiendo té y masticando pan con jalea, sólo porque le dolían las lastimadas piernas, le zumbaba la cabeza y sentía malestar en el estómago a causa del agua hedionda que había tragado. Debía dominar esa debilidad y pronto conseguiría reaccionar y ocuparse de los asuntos de Su Padre Celestial. Sin duda, la gente de la mina estaba angustiada. Sería necesario reconfortar a las viudas. Era casi seguro que Tom Sparrock había muerto, él le había visto con sus propios ojos. Jane Sparrock era una mujer amargada —Tom siempre le había sido infiel—, pero de todos modos sufriría. Sid Bunt venía de Santa Ana y Sam apenas conocía a su esposa…
Un golpe en la puerta. Una cabeza se asomó. Beth Daniel, la esposa de Paul.
—Ah, he venido a ver cómo estabas. Pensé traerte un poco de té pero veo que te adelantaste.
Beth Daniel no era una metodista muy convencida, pero siempre deseaba ayudar al prójimo. Sam se lo agradeció y dijo que ahora estaba bien, que se sentía muy bien.
Manipulando su delantal Beth dijo:
—Tengo un poco de algo más fuerte si lo deseas. Te lo puse en el té, querido, así tendrá otro sabor y te hará sentir mejor.
Sam le dio las gracias de nuevo pero rehusó.
—Beth, el té es suficiente. De todos modos, muchas gracias.
Hablaron del desastre y del modo en que el doctor Enys había logrado que Bill Thomas reaccionara… soplándole aire en los pulmones. Después, Beth dijo:
—Ah, mientras estabas en la mina vino Lobb… trajo el Mercury para el capitán Poldark. Dice que Inglaterra ha conquistado una gran victoria. El capitán Poldark estaba tan entusiasmado que sirvió una copa de ron a todos sus criados. En el Nilo… o un lugar así. El almirante Nelson destruyó algunos barcos franceses. Dicen que hundieron doce barcos, o por lo menos eso dice el capitán Poldark. Doce de trece barcos franceses. Nunca se vio una cosa así. Eso dice el capitán Poldark… ¡ni en los tiempos de la Armada!
—Ojalá ahora termine la guerra —dijo Sam.
—Ah, querido, Dios te oiga. El capitán Poldark dice que desde aquí hasta Londres repicarán todas las campanas. Y espero que también repiquen en Sawle.
—¿Cuándo fue eso, Beth?
—Oh, creo que hace varias semanas. En agosto. —Beth se interrumpió, y chasqueó los dedos—. Ahora, casi me olvido de lo que vine a decirte. Después de estar en Nampara, Lobb vino aquí y golpeó a tu puerta, entonces yo me acerqué y le dije: «Sam está en la mina, así que no hay nadie en casa». Y entonces él me contestó: «Tengo una carta para Sam Carne, aquí la tiene», y entonces yo le contesté que me la entregara, y que ya te la daría… es decir, si la encuentro en el fondo de mi bolsillo.
Procedió a extraer un frasquito de medicina que contenía brandy, después un trozo de cordel, dos broches para ropa y un trapo sucio. Finalmente, apareció la carta. Sam miró la escritura: era irregular y tosca y su nombre estaba escrito sin la e final. Comenzó a latirle el corazón.
Era evidente que Beth esperaba que Sam abriese la carta allí mismo y si era posible que le ofreciese una idea de su contenido. Para las personas de su clase social, las cartas eran acontecimientos excepcionales. Y así, permaneció allí, charlando unas veces de la mina y otras de la victoria, desviando en ocasiones los ojos hacia la carta que Sam sostenía en la mano. Pero como Sam no quería romper el sello mientras la mujer estuviese allí, al fin dio unos pasos y depositó la carta sobre el tosco reborde de la chimenea que el cuñado de Beth había construido otrora, cuando había levantado ese cottage para su infiel y frívola esposa. Después, se volvió y sonrió a Beth con su sonrisa melancólica y atractiva, y así ella comprendió que no podría enterarse de nada. Así que se dirigió a la puerta, sin dejar de elogiar a Sam por lo que había hecho en la mina y decir que probablemente Paul le debía la vida (lo cual no era cierto, pues Paul había estado trabajando en la veta norte), y un instante después se marchó.
Sam permaneció de pie en la puerta y la vio alejarse tras un repliegue del terreno en dirección a su cottage de Mellin. Después, entró y recogió la carta. Sintió que no podía abrirla. Sintió que primero debía rezar. Pero ¿con qué propósito? No por su propia felicidad; ni siquiera por la de Emma. Sólo podía rezar por su alma. Y eso había hecho todas las noches desde el día que se habían separado. ¿Podía agregar algo ahora, una súplica especial o diferente?
Se arrodilló al pie de la cama durante unos instantes sin decir ni pensar nada, y después volvió a incorporarse y rompió el sello.
Querido Sam:
No sé escribir, tú bien lo sabes, de modo que pedí a mi buena amiga Mary que escribiese para mí.
Sam querido Sam querido Sam pedí a mi buena amiga Mary que te escribiese esto que yo lo pienso con mucha sinceridad. Pero Sam voy a casarme con el segundo lacayo. Es bueno y tiene diez años más que yo pero es bueno y alegre y me considera y creo que me quiere de veras. No es un salvaje como Tom ni un hombre bueno como tú pero tiene buenos modales y trabaja bien y no descansa y él me gusta y su compañía me agrada.
Mary dice que le estoy pidiendo que escriba algunas palabras muy difíciles pero todavía no he terminado Sam quiero que sepas que si todas las cosas fuesen tan simples como tendrían que ser me casaría contigo y con nadie más. Pero no es así y nunca podría ser así porque tú eres un hombre de Dios y yo no soy nada más que una muchacha alegre. Así que Sam todo es malo. Eres un hombre tan bueno que no conoces el mundo como yo. Si me caso contigo y voy contigo a la capilla la gente me mirará mal y dirá qué hace esa descarada quién se cree que es ella y por qué se casó con Sam nuestro predicador. Esa que la vimos bebiendo en la taberna de Sally bebiendo con todos y caminando del brazo con todos los hombres y quién sabe qué hicieron cuando estaban detrás del heno. Y todos sabemos que tuvo suerte si no le pasó nada peor. Y se casó con Sam nuestro predicador y no está bien que venga aquí y si Sam piensa distinto es porque está loco o porque no es tan santo como dice.
Sam querido Sam querido Sam miro a mi buena amiga Mary que escribe esto para mí y dice que no escribirá más pero como yo le pago un chelín por escribir tiene que escribir más le guste o no le guste. Si tú piensas diferente si tú dices que la Biblia escribe cosas diferentes y que las malas mujeres se redimen eso tal vez sea cierto en tiempos de la Biblia pero no es así ahora no soy tan mala, como tú sabes, de ningún modo soy tan mala como muchas mujeres de la Biblia, pero lo que le importa a tu gente a toda esa gente que reza es la reparación tú puedes creer que son tan buenos como tú pero nunca lo serán. No querrán aceptarme como tú quieres aceptarme y entonces tendrás que pelearte con ellos. Entonces querido Sam qué pasará si voy a beber una copa en la taberna de Sally y tú no lo sabes y una de esa gente tuya que reza entra y me ve. No todo esto no funcionaría para nada.
Y así es la cosa querido. Me siento un poco triste ahora que mi buena amiga Mary escribe la carta y tengo lágrimas en la cara y en las manos porque es triste decir adiós a nuestro mejor amor. Pero Ned Artnel me quiere de veras y a mí seguramente él me gustará y así son las cosas. Te casarás con una buena mujer hay muchas por ahí y me olvidarás. No me olvides nunca porque yo nunca te olvidaré pero no puede haber felicidad si nos casamos y un día sabrás que lo que te digo ahora es la verdad de Dios.
Tu siempre amante
Emma
Después de concluir la lectura, Sam volvió a releer cuidadosamente la carta. Finalmente, la plegó y la devolvió al borde de la chimenea, se acercó a la puerta y contempló la escena. Campos cosechados, teñidos de marrón suave, uno tras otro, prolongándose en los páramos que conducían a playa Hendrawna. E Inglaterra había conquistado una gran victoria. Las únicas casas que él podía ver eran la casa desierta sobre la colina y una o dos chimeneas de casa Mingoose que se elevaban sobre los árboles batidos por el viento. Un cielo sin nubes. El mar tranquilo. El humo que brotaba de la chimenea de un cottage de Mellin se elevaba perezoso hacia el cielo. Una vaca mugía en una zanja del valle. E Inglaterra había obtenido una gran victoria.
Después, la escena se confundió y Sam comenzó a sollozar con el rostro hundido en las manos. Lloró ruidosamente, como un niño, herido y lastimado. Durante un rato no pudo contenerse, jadeaba y se atragantaba, y después vomitó parte del agua hedionda y el té que había bebido.
Durante un rato lloró más serenamente. Al fin extrajo del bolsillo un trapo y trató de secarse los ojos, la nariz y la boca. De los ojos aún brotaban lágrimas. Nunca se había sentido tan solo.
Entró en el cottage y vertió un poco de agua sobre las hojas de té; pero el líquido estaba medio frío.
—El Señor es mi fuerza y mi Redentor. Bendito sea el nombre del Señor.
Se sentó y comenzó a recitar varios de los pasajes importantes del Libro de Oraciones que había aprendido de memoria.
—Oh, Dios mío, que eres fuente de paz y amante de la concordia, en quien reside nuestra vida eterna, cuyo servicio es la libertad perfecta. Defiende a tus humildes servidores de todos los ataques de sus enemigos…
Le ayudó. Pronto se sintió mejor. Pronto. Los tropiezos de la vida temporal eran nada comparados con las alegrías de la gracia perdurable y futura. Pronto.
Pero la herida infligida a Sam era doble. Había deseado a Emma para sí mismo, para tenerla consigo en la enfermedad y la salud mientras ambos vivieran, pero también la había querido como alma conquistada para Dios, como una de sus almas más preciosas. Si él hubiera podido llevarla a Dios y desposarla, habría sentido que su vida era feliz. Ahora, se sentía vacío. Durante un momento el espíritu eterno de la salvación pareció debilitarse en él. Llegó a pensar que quizá no hubiera debido luchar y esforzarse tanto esa tarde.
Era blasfemia y sacrilegio pensar así; lo sabía. Quizás haber pensado en ello siquiera un instante fuera el peor de los pecados. Los malos pensamientos eran como las aves de presa: no se podía prohibir su existencia, pero debía evitarse su agresión. Con el corazón helado recogió su Biblia. Acercó una silla a la mesa que él mismo había fabricado y comenzó a leer. Cuando oscureció, encendió una vela y continuó. Leyó todo el Evangelio de san Juan y continuó con algunas de las epístolas.
Así lo encontró Ena Daniel… la cuñada de Beth y una de sus feligresas más fieles. Pidió que la disculpase, pero ya estaban todos reunidos en la casa de oraciones y habían estado esperando mucho tiempo. Todos sabían que seguramente se sentía un poco fatigado después de los terribles episodios de esa tarde; y aunque no deseaban comenzar sin él, Jack Scawen intentaría de buena gana reemplazarlo si él accedía a prestarle la Biblia.
Ena Daniel se sobresaltó al ver la mirada vacía que Sam le dirigió —era como si en la inundación de la mina Sam hubiese perdido definitivamente el brillo de los ojos—, pero después de unos momentos él se pasó la mano por la cara y realizó el esfuerzo de esbozar su conocida sonrisa.
—Caramba, no, Ena. Estoy perfectamente bien. Sólo… un poco lastimado, por así decirlo. Sólo un poco lastimado. Espera a que me cambie de camisa e iré contigo.