Capítulo 9

La celebración de una gran fiesta en Trenwith fue idea de George, y de ningún modo de Elizabeth. Era una de las más bellas residencias rurales, con tres o cuatro salones de recepción de elegante y atractivo diseño, pero carecía de dormitorios atractivos. En general, los Tudor eran así. Había unos quince dormitorios, además de los cuartos destinados a los criados, pero los mejores estaban ocupados por George y Elizabeth, los siguientes por los padres de Elizabeth y el resto tenía tal profusión de paneles y pequeñas ventanas que resultaba muy oscuro. Incluso algunas habitaciones eran pequeñas, tenían formas caprichosas y mostraban escasa pulcritud.

Era una casa visiblemente diseñada para la reunión vespertina o el almuerzo espléndido, no para invitados que se quedaban a pasar la noche. Pero estaba tan aislada que muy pocos amigos locales podían llegar y partir el mismo día; los demás debían alojarse allí viéndose obligados a arreglarse con lo que se les ofrecía. Excelente si se trataba de los Tudor, para quienes una cama era una cama, ¿y qué importaba el resto? No tan bueno para quienes, doscientos cincuenta años después, esperaban un poco más.

Esta situación preocupaba a Elizabeth más que a George. Ella era la anfitriona, de ella dependía la comodidad y el placer de los invitados, algunos de los cuales ni siquiera conocía, ya que eran amigos de George con quienes él se había relacionado en Londres. Más aún, cuatro llegaban de Londres en un viaje larguísimo que implicaba afrontar muchas molestias y gastar bastante dinero. (Los habitantes de Cornwall no se interesaban en viajar hacia el este, y los londinenses rara vez o nunca venían al oeste). Presumiblemente, permanecerían en la casa varios días antes de volver a viajar. Además de la incomodidad de los dormitorios, había que lidiar con la ineficacia de los criados.

Pero George no estaba dispuesto a aceptar otro tipo de reunión ni otro lugar. La residencia de Truro era incluso más inadecuada, y George no estaba dispuesto a invitar a sus amigos a Cardew, como proponía Elizabeth. A semejanza de muchos hombres que han triunfado en el mundo y aspiran a ascender todavía más, George se sentía un poco embarazado por sus padres. En Trenwith, era inevitable aceptar la molestia representada por los padres de Elizabeth, pero por lo menos se los reconocía instantáneamente como lo que eran —más o menos como cucharillas de plata al lado de la vajilla de latón— y podían alternar con los mejores.

El jueves debía celebrarse una gran reunión con almuerzo. Se haría música en la minúscula galería destinada a ese fin, pero no se bailaría en el salón que estaba debajo, pues cuando Geoffrey de Trenwith había terminado la construcción, en 1509, también había construido y asegurado definitivamente a las losas del piso del salón una de las mesas de roble más largas y formidables del mundo; y salvo que se excavara el piso y se aserrara la mesa, dividiéndola en pedazos para pasarla por la puerta, no había modo de retirarla de allí.

El martes y el miércoles llegaron los invitados provenientes de lugares lejanos. El jueves el tiempo se mostró compasivamente estable, de modo que por la mañana pudieron dedicarse a pasear y a recorrer los terrenos, y alrededor de mediodía llegaron los caballeros locales. El viejo sir John Trevaunance, que ahora tenía cerca de sesenta y cinco años y que continuaba soltero, con Unwin Trevaunance, representante de Bodmin en el Parlamento y hombre que con sus molestas extravagancias y su crónica escasez de dinero vivía mal que bien de las donaciones de su hermano, otorgadas de mejor o de peor talante. Sir Hugh Bodrugan, con su joven y deslenguada madrastra, y Robert, el sobrino de ambos, que también era heredero aunque se desconocía de qué bienes, si se exceptuaban algunas tierras y una casa en ruinas. Lord Devoran, amigo de Ross, con su sobrina Betty, una muchacha robusta y de gruesas piernas quien inmediatamente paseó los ojos por el grupo de invitados para comprobar si allí había algún hombre prometedor con quien poder acostarse. El doctor Choake, que ahora cojeaba mucho y que sólo se sentía cómodo a caballo, con su frívola esposa Polly, que ahora usaba peluca para disimular los cabellos canosos y que según las murmuraciones tenía un asunto con su criado.

Sir Christopher Hawkins, con su rostro de expresión cínica y al mismo tiempo digna, llegó solo. Se rumoreaban muchas cosas acerca de él, pero nada se sabía de cierto. Siguieron John y Ruth Treneglos. John tenía cierta dificultad en los ojos y los cerraba y abría como si estuviesen expuestos al sol; Ruth, que tenía poco más de treinta años, comenzaba a engordar, quizá como consecuencia de la sucesión de hijos que había ofrecido a su marido en los últimos diez años. Un año atrás, y a su debido tiempo, la señora Teague había sido llamada a reunirse con sus antepasados, pero las cuatro hermanas de Ruth se contaban entre los invitados, todas ellas solteras y probablemente todas destinadas a continuar en esa condición, a vivir en la casa de su madre y a demostrar una mente más estrecha y un carácter más agrio a medida que pasaban los años. Se invitó al reverendo Osborne Whitworth y a su esposa, así como al doctor Enys y a su mujer. Dwight había vacilado mucho antes de aceptar; cuando Carolina sostuvo que rechazar la invitación de un vecino tan próximo equivalía a infligir una ofensa innecesaria, Dwight había propuesto que aceptaran para después él retirarse arguyendo que un paciente había sufrido un ataque súbito. A lo que Carolina contestó:

—Querido, tengo marido. Todos lo saben. Es una situación en la cual puedes cumplir tus deberes conyugales casi sin esfuerzo, excepto el de ponerte un traje nuevo. Además… estará Unwin. —De modo que Dwight se sometió.

De este grupo, los Devoran, los Whitworth y sir Christopher Hawkins tendrían que pasar la noche en Trenwith. Los cuatro visitantes que venían de Londres eran el señor John Robinson, el señor y la señora Hanton y el capitán Monk Adderley.

El señor Robinson parecía tener setenta años o aun más, y cuando llego el tramo final el viaje lo había trastornado de tal modo que inmediatamente se acostó y no volvió a vérselo sino cuando que la fiesta estaba culminando. George explicó que el señor Robinson había sido durante años íntimo colaborador de Pitt, que había contribuido a organizar y distribuir los escaños durante los períodos electorales calculando las pérdidas y las ganancias y que había negociado con las personas que controlaban los distritos para determinar qué escaños podían considerarse partidarios seguros de Pitt. No había representado ese papel durante la última elección, y con el fin de que se le excusara había aludido a su avanzada edad; pero aún era un hombre influyente. Lo que él no sabía acerca del funcionamiento íntimo de la Cámara de los Comunes carecía de importancia. En Westminster se había acuñado la frase de que él podía obtener un nombramiento o negociar un acuerdo «en un abrir y cerrar de ojos». Últimamente, esta frase hecha había circulado por todo el país. Sin duda su amistad y su consejo serían muy valiosos al hombre que deseara actuar en política.

El señor y la señora Hanton no tenían relación con el Parlamento, pero Elizabeth calculó que el linaje del señor Hanton era muy parecido al de George. Hanton había invertido mucho en la Compañía de Indias Orientales, hacía dos años que había regresado de Bengala, había comprado una propiedad importante en Surrey y tenía intereses bancarios e industriales en los Middlands. A semejanza de los Warleggan, Hanton se veía en dificultades para eliminar los signos que delataban sus orígenes. Que se le invitara a una reunión de esta jerarquía era un modo sutil de halagarlo; y el halago podía comprometer su amistad, tan valiosa para George —aunque en diferente sentido— como la de John Robinson.

El cuarto invitado, el capitán Monk Adderley, era el más sorprendente de los cuatro, pues al principio Elizabeth no alcanzó a comprender qué provecho podía obtener George en su caso. Adderley tenía veintiocho años, era un hombre delgado de figura erguida, tenía modales suaves y corteses y gozaba de formidable reputación. Había servido ocho años en el ejército, principalmente en India y China, y corría el rumor de que varias veces se había batido en duelo dando muerte a dos oficiales. Le habían separado del ejército tras sufrir una grave herida en la cabeza, en el transcurso de otro duelo. La bala le había arrancado parte del cráneo, y la placa de plata aplicada después de la trepanación había afectado, según algunas versiones, su razón, aunque nadie podía deducir tal cosa de su perfecta conducta social. Durante los últimos años había representado al distrito más corrupto de Shropshire, el Castillo del Obispo. En el Parlamento lo conocían —las pocas veces que acudía a las sesiones— por sus intensos sentimientos anticatólicos y antifranceses.

Al observarle, sorprendía un poco descubrir que el padre era un rico comerciante de Bristol y hombre a quien no interesaba mucho la vida elegante. Más aun, se afirmaba que el único duelo rehusado por Monk le había sido propuesto poco después de cumplir veintiún años, cuando su conducta encolerizó de tal modo al padre que el anciano lo desafió. Monk había rehusado el duelo con el argumento de que su padre no era un caballero.

¿George Warleggan y Monk Adderley? Elizabeth, perseguida por el joven con un despliegue de felina cortesía, meditó un momento. No era difícil comprender el valor de George para Monk, pues el joven miembro del Parlamento estaba muy endeudado. El valor de Monk para George se definió más claramente a medida que pasaron los días. Al margen de su origen, Adderley había sido completamente aceptado por la sociedad. Había adoptado una actitud aristocrática, y con cierto refinamiento. Bebía, jugaba y tenía aventuras galantes, todo con el gusto más exquisito. Pertenecía a los mejores clubes y por doquier su figura se destacaba. ¿Qué mejor amigo podía tener George si se proponía regresar a Londres?

Quizá también había que pensar en la atracción de los contrarios. Adderley tenía el tipo de brillo que George podía admirar y al mismo tiempo despreciar: la apostura militar, el atuendo excesivamente refinado, la voz arrastrada, el descuidado menosprecio del dinero, la conversación frívola, todo unido a una reputación de ferocidad.

El almuerzo comenzó a las tres y se prolongó hasta las seis. A pesar de la escasez de tiempo de guerra y las apelaciones a la conservación patriótica de los alimentos, no se habían ahorrado gastos ni vituallas. Todos almorzaron y bebieron alrededor de la gran mesa de Geoffrey de Trenwith, y cuando las damas se retiraron los hombres continuaron bebiendo oporto, charlando, discutiendo y riendo. Desde la galería los músicos tocaban discretamente sus instrumentos de modo que no dificultaban la conversación. A las ocho se sirvió el té y muchos hombres se retiraron al salón de invierno para jugar quadrillé, whist, u otros juegos. Las damas pasearon por los jardines y admiraron el lago ornamental, del que hacía mucho había sido desterrado el último y estridente sapo. Geoffrey Charles, ataviado con su mejor traje, caminaba al lado de Dwight Enys, quien nunca había demostrado interés por los naipes y que ahora conversaba con la única persona de la casa que le interesaba personalmente, pese a que en la ocasión estaba un tanto molesto por la conversación intencionadamente atrevida de Geoffrey Charles.

A medida que caía la tarde, los grupos de paseantes comenzaron a entrar en la casa. Se encendieron docenas de velas y de las altas ventanas con antepecho partieron temblorosas luces que se proyectaron sobre los prados, los arbustos y el lago. Aumentó el volumen de la música y a pesar de la mesa algunas personas trataron de bailar en el salón. Después de comprobar que sus padres se habían acostado —otra de sus responsabilidades— Elizabeth bajó la escalera, consciente de que el momento más difícil del día había pasado. Sin duda, la cocina era un caos, pero todo eso estaba bien disimulado. A las once, la cena sería una comida liviana: carne de ave hervida y fría, un poco de tocino, lengua, pierna fría de carne de cordero asada, pasteles y jaleas con vino de Canarias y otros vinos suaves; en definitiva, no preveía dificultades. Cuando todos entraron, Elizabeth decidió salir para tener un poco de paz y tranquilidad.

El mejor lugar para caminar era el amplio prado que se extendía bajo el bello salón del primer piso. Elizabeth sabía que ese día se había cortado y alisado la hierba, de modo que no podía acumularse mucho rocío por lo que no era probable que se le mojasen las pantuflas. Además, la luz de las ventanas del salón le permitiría ver por dónde caminaba. Sólo necesitaba cinco minutos para tomar un poco de aliento; después, podía volver a sus obligaciones. Deseaba estar sola.

Su relación con George nunca había sido más cordial. Las dificultades del último año y del que lo había precedido, la casi ruptura de su matrimonio a causa de las sospechas de George acerca de la paternidad de Valentine, se habían esfumado. Nunca se sabía exactamente qué pensaba George, pero podía deducirse bastante de su actitud hacia Valentine: de nuevo mostraba calidez y consideración por lo menos hasta donde George era capaz de exhibir tales cualidades. Su actitud hacia ella era tan posesiva como siempre, pero a Elizabeth le parecía que demostraba una confianza más firme. Ya no la seguía cuando estaba en Truro y las felinas atenciones de Monk Adderley no parecían inquietar a George.

Elizabeth se sentía feliz por haber recuperado a Geoffrey Charles, algo preocupada por su aire de juvenil corrupción pero al mismo tiempo encantada por sus modales y su nueva elegancia. Continuaba viendo a Drake, pero el tema no había provocado una renovación de los viejos enfrentamientos entre él y su padrastro. La vida era más propicia que lo que había sido durante mucho tiempo.

Se inclinó para mirar una gran mariposa que aleteaba sobre el borde de una margarita y al hacerlo alguien se movió en las sombras. Elizabeth se sobresaltó.

—Buenas noches, Elizabeth —dijo Ross.

—¡Dios mío! —exclamó Elizabeth.

—Ni Dios ni Demonio. Sólo un intruso a quien lamentablemente acabas de sorprender.

—¿Qué haces aquí?

Ross se encogió de hombros.

—Me meto en casa ajena.

—¿Con qué propósito?

—Bien… como sabes, esta casa en parte es mía por lo menos sentimentalmente. Mi padre nació aquí y durante toda mi niñez y mi adolescencia yo también acostumbraba venir. Soy… bien, ahora soy el más viejo de los Poldark. Sentí el caprichoso deseo de descubrir por mí mismo qué clase de fiesta ofrecíais… la fiesta a la que no hemos sido invitados.

—¡Debes estar loco! —dijo Elizabeth, horrorizada—. ¡Venir aquí… arriesgando tanto!

—Creo… creo, Elizabeth, que once meses en el Parlamento han ejercido sobre mí una influencia moderadora. Poco a poco me he… adaptado. Me pareció que era tiempo, por el bien de mi alma, de evitar una adaptación excesiva a las normas aceptadas.

—Pero si te ven… ¡Por Dios, vete!

—No… Creo que esta noche no hay peligro. George no se arriesgaría a provocar un escándalo frente a tantos invitados. No quiero decir que yo desee una prueba de fuerza… ni ahora ni nunca. —Alguien movió una vela tras la ventana de una habitación de la planta baja y la luz cayó sobre el rostro de Ross, mostrando los huesos salientes, la cicatriz, los párpados pesados—. Tampoco he intentado hablar con nadie; pero cuando apareciste, no pude resistir el deseo de hablarte.

Elizabeth se tranquilizó un poco y dijo:

—Vine… para respirar aire fresco.

—¿Está aquí Geoffrey Charles?

—Sí. Hace un momento estaba paseando por el jardín. Pero te ruego que no intentes hablar con él esta noche.

—No pienso hacerlo. Lo vi en Londres.

—Sí, ya me lo dijo. Eso… lo complació mucho. —Se tocó el pañuelo—. Ross, seguramente lo hallaste muy mundano. Blasé. Y tan joven.

—No tiene importancia. Francis era igual. Ya cambiará.

—¿Crees que se parece a Francis?

Ross vaciló, tratando de ofrecer una respuesta considerada.

—Sí, en los mejores aspectos.

Se oyó una salva de risas que venía de una ventana abierta. Alguien fue a detenerse frente a las velas.

—¿Y Valentine? —dijo Ross.

—Está bien. Ahora, por favor, vete.

—¿Y tú y George? Necesito saberlo.

—No tienes derecho…

—Después de nuestra conversación, hace un par de años…

—Yo no busqué esa conversación. Y jamás debimos sostenerla.

—Pero lo hicimos.

—Entonces, olvídalo. Por favor, olvídalo.

—Con mucho gusto. Si me explicas cómo puedo hacerlo. Desde ese día, mi mente está intranquila.

Elizabeth vaciló.

—Todo ha concluido… todo ha terminado.

—Me alegro mucho. En bien de todos. La sospecha…

—Renacerá únicamente si hay motivo. Por ejemplo, tu presencia aquí…

—Señora, ¿le molesta este caballero? —les interrumpió una voz cantarina, afectada pero de ningún modo femenina.

Un hombre emergió de las sombras. Un hombre alto y pálido con los cabellos cortos del soldado, los labios finos en una sonrisa tensa y los ojos muy celestes que parecían casi ciegos en esa media luz. Vestía un traje de satén crema, con botones y una corbata escarlata. Era imposible saber cuánto había oído.

—¡Oh! —dijo Elizabeth. Se detuvo un momento y tragó saliva—. No… de ningún modo. No, no es eso.

—¿Por qué cree probable que yo esté molestando a la señora? —preguntó Ross a aquel hombre.

El recién llegado murmuró:

—Señor, no tengo el honor de conocerlo.

—Capitán… Capitán Ross Poldark, mi primo —dijo Elizabeth—. El capitán Monk Adderley.

—Su servidor, señor. Confieso que cuando le vi conversando con la señora Warleggan pensé que usted era un mísero trovador que había venido a cantar frente a nuestras ventanas en noche tan agradable y que era despedido sin la correspondiente pourboire.

—Canto mal —dijo Ross—, y acepto pourboires incluso con menos elegancia.

—Qué lástima. Por principio, siempre acepto lo que las mujeres me ofrecen.

—Venga, debemos regresar. Las damas —las otras damas— lo extrañarán —dijo Elizabeth a Adderley, y como él no se movió, lo tomó del brazo.

—Un momento —dijo Adderley—. Ese nombre, Poldark, me dice algo. ¿No es miembro de la Cámara?

—Sí —dijo Ross.

—¿Un nuevo miembro?

—Así es. No recuerdo haberle visto allí.

—Ni es probable que me encuentre. Rara vez asisto. —Monk Adderley rio suavemente, con un sonido melodioso pero afectado—. Esos viejos son muy aburridos y se lo toman todo muy en serio y ese es casi el peor defecto de un caballero.

—Casi el peor —concordó Ross—. Buenas noches, Elizabeth.

—Buenas noches.

—Su nombre me recuerda algo —dijo Adderley—. Un recuerdo confuso. No sé exactamente qué es. A propósito, yo pertenezco a lord Croft. ¿Y usted a quién pertenece?

—Nadie me posee —dijo Ross.

—Bien, que me cuelguen. ¿No defiende los intereses de nadie? Los distritos de Cornwall están tan corrompidos como un canasto de huevos podridos.

—El interés de lord Falmouth —dijo Ross.

—Ah. Bien. Y usted no es uno de los huevos podridos, ¿eh? A eso me refiero. Venga a verme cuando esté en Londres. Todo el mundo sabe dónde vivo. Jugaremos a los dados.

—Gracias —dijo Ross—. Ojalá sea muy pronto. Me encantará.

Cuando se volvió no alcanzó a oír el comentario de Monk Adderley a Elizabeth; pero imaginó que era una frase burlona.

II

Al llegar a Nampara Demelza le esperaba en la sala, si bien fingía que estaba repasando la ropa de Clowance. Se había puesto un vestido azul marino de cintura muy ajustada. Tenía los cabellos sueltos, pero como se los había recortado pocos días antes apenas le llegaban a los hombros.

—Es tarde y aún estás levantada —observó Ross.

—Clowance está reventando toda su ropa. Si no ponemos cuidado, se convertirá en un barril de grasa.

—Espera un par de años, hasta que comience a crecer; ya verás que adelgaza tanto como Jeremy. —Se quitó el pañuelo y frunció el ceño a su propia imagen reflejada en el espejo.

—Ross, ¿saliste a pescar otra vez?

—Podría decirse que sí. En aguas turbulentas.

La cinta de uno de los vestidos de Clowance comenzaba a deshilacharse. Demelza la cortó.

—¿Fuiste a ver a Elizabeth?

—No exactamente. Fui a ver mi antiguo hogar… a ver qué clase de gente invitan los Warleggan y por qué arman tanto escándalo acerca del asunto. Por supuesto, no entré.

—Ross, fue… peligroso.

—No, no es peligroso. Conozco muy bien los caminos secretos. Francis y yo solíamos explorar los túneles, los que excavaron y abandonaron hombres anteriores a la reina Ana.

—Pero… —dijo Demelza, vacilante—. No es lo que habrías hecho hace un año.

Él la miró.

—No… No… aunque sostuve varios choques con George desde que él vino a vivir en Trenwith, nunca fui yo quien los provocó. La última vez fue cuando arrestaron a Drake… y, por supuesto, durante las elecciones del año pasado… —Asintió lentamente—. Pero tienes razón si crees que estaba dispuesto a vivir y dejar vivir. Había lugar para los dos en el mundo… eso creía… y aún lo creo. Yo… con mi visita de esta noche no busqué choques ni roces. Fue sólo… como ya te dije, el deseo de ver…

—¿Y viste algo?

—Un poco. Encontré a Elizabeth que paseaba por el jardín y hablé con ella. No le agradó mucho verme… y eso es comprensible. Parece que al fin su matrimonio con George es más estable. Así me lo dijo, aunque no me explicó las razones del cambio. Pero puedo adivinar las causas y suponer que la nueva situación es permanente. Sin duda, así lo desea ella… No desea complicarse la vida con sentimientos de celos, fundados o infundados… que volverían a envenenarle la vida si él me descubriese en su propiedad, conversando con su esposa.

—¿Y tú, Ross?

Él se encogió de hombros con cierta impaciencia.

—Ya te lo dije… te lo expliqué muchas veces. No hay nada nuevo que agregar.

Demelza plegó el resto de los vestidos y permaneció un momento de pie, la rodilla apoyada en la silla, el talón levantado.

—Pero mientras cambiábamos esas pocas palabras, se acercó otro hombre. Olvidé el nombre que Elizabeth mencionó, pero te aseguro que sentí que se me erizaban los cabellos.

Demelza se acercó a Ross.

—Ross, lo que hiciste no estuvo bien. Oh, no me refiero a Elizabeth. Lo digo porque tu actitud responde al sentimiento de enemistad, de… de desafío. Hace unos años dijiste que teníamos todo lo que deseábamos. Dijiste exactamente que había que vivir y dejar vivir… ¿Procedes así porque consideras que yo te he fallado?

Él le palmeó la mano.

—Quizás ambos hemos fallado… por lo menos un poco. Pero no exageremos, no provoquemos una tormenta en un vaso de agua… no fue más que un acto poco razonable… si prefieres llamarlo así. Tienes que afrontar el hecho —lo sabes muy bien desde hace tiempo— de que no siempre soy razonable.

Demelza suspiró. Nada podía agregar a la observación de Ross.

—Oí decir que anoche casi ahogaste a Jud, al mostrarte poco razonable, aunque de otro modo.

—¡Jud ni siquiera se mojó la pipa! Nada bastante bien, siempre fue buen nadador. Pero tendrías que haber oído su vocabulario cuando lo sacamos del agua tirando de la línea como si hubiera sido un pez varado en la playa. Había perdido sus botas… y eso lo enfureció especialmente. Allí estaba, de pie, descalzo y chorreando agua por todas partes, incluso por el ala del sombrero, hirviendo de indignación.

—Le regalaré un par de botas viejas —dijo Demelza.

—Lo peor —continuó Ross—, es que hoy le aplicaron un nuevo mote. Le llaman Jud Sardina. Me temo que de puro fastidio le dará un ataque.

—Sobre todo le desagradan los niños —dijo Demelza—. Le gritan cosas desde lejos. Estuvieron preguntándole durante un buen rato cómo era el arcángel Gabriel.

—A propósito —dijo Ross—. Anoche Jacka Hoblyn habló seriamente conmigo. Desea saber si conozco las intenciones de mi cuñado acerca de Rosina.

—¿Y qué le dijiste?

—Que no tenía la más mínima idea. Drake ha visto cuatro veces a Rosina, y Jacka dice que si sus intenciones no son serias no debe alejar a otros posibles candidatos.

—¡No hay otros candidatos! ¡Si Jacka no se anda con cuidado lo echará todo a perder! No conviene empujar o apremiar a Drake.

—Bien, es hora de acostarse. O más que la hora de acostarse.

Ross apagó la vela que ardía sobre la ventana al tiempo que la abría para permitir que saliera una mariposa, y después volvió a cerrarla. Demelza apagó las dos velas restantes, sostuvo en la mano la cuarta y junto a la puerta entreabierta esperó a su marido. La luz parpadeante apenas permitía ver sus cabellos oscuros y la piel clara, la expresión pensativa, la silla tapizada de terciopelo a un lado, una copa de vino medio vacía, al lado la botella oscura. La conversación había pasado rápidamente de lo grave a lo ridículo, una variación de tono a la cual estaban bastante acostumbrados. Era un aspecto amable de sus mutuas relaciones; aunque en esta ocasión no resolvía el problema que afrontaban.

—Ross… —dijo Demelza.

—¿Sí?

—No, nada.

Ross se acercó a la puerta y con el brazo rodeó los hombros de Demelza. Así subieron la escalera, aparentemente en actitud de perfecto compañerismo. Pero algo molestaba a Demelza.

—Te he fallado —dijo.

—Quizá yo también te defraudé —replicó Ross… no con indiferencia, pero un poco como de pasada, como si se tratara de un hecho observado y aceptado por ambos. Quizás así fuera. Quizás él estaba en lo cierto. Pero no había que decirlo así.

No había que decirlo así.