Capítulo 8

En Gran Bretaña había pocos hombres que predicaran con mayor frecuencia que el reverendo Osborne Whitworth las virtudes del dominio de sí mismos. Y pocos eran los que se aplicaban más severamente a sí mismos esa norma en el control de sus facultades de autocrítica. Carlos II había dicho en cierta ocasión: «Mis palabras son mías, y mis actos los de mis ministros». Ossie habría concordado con esta afirmación si previamente se hubiera asegurado de contar con un gabinete sumiso.

Sin embargo, aun así se había tomado tiempo para encontrar una justificación a la reanudación de sus conflictivos encuentros con Rowella Solway. La joven se había mostrado perversa, le había engañado y estafado de un modo bajo, le había despojado de su dinero y arruinado la relación con su esposa, una relación que hasta ese momento había sido del todo armoniosa. Había desplegado sus viles seducciones femeninas ante los ojos de Ossie, quien entonces padecía la privación voluntaria de la satisfacción carnal porque su esposa había dado a luz un hijo y estaba enferma. Le había seducido atrayéndolo a su dormitorio para allí desnudarse ante él y mostrar su naturaleza perversa e inmoral. Dominado por la pasión acumulada, él había caído en la trampa, y la joven prácticamente lo había extorsionado obligándole a continuar la relación con la amenaza de denunciarlo a su hermana, y después, mucho después, y ese había sido el peor de los ardides, había fingido que estaba embarazada de él para obligarle así —sí, había obligado a su vicario y cuñado— a pagar una enorme suma con el fin de que pudiera desposar a un bibliotecario inútil y plebeyo con quien, Ossie no lo dudaba, sin duda había mantenido una antigua relación.

Si hubiera sido católico, Ossie de buena gana hubiese pronunciado el anatema que condenara a Rowella, pero como protestante que era de la iglesia oficial y no de las sectas disidentes, estaba muy dispuesto a enviarla a las profundidades del Infierno y, aunque hombre de costumbres sedentarias, hubiera colaborado enérgicamente alimentando y atizando el fuego.

Así, habían pasado muchos meses, pero el distanciamiento entre él y Morwenna, la necesidad de buscar solaz en otro lugar —tarea muy difícil en una población tan pequeña si quería evitar murmuraciones—, las pocas veces que podía hacerlo sin riesgo, y a menudo la escasa satisfacción que extraía de todo eso cuando lo conseguía, habían determinado que su mente de nuevo se volviese hacia esa trotona que le había seducido e irritado tan profundamente. En primer lugar, había comenzado a imaginar los atroces castigos de los que era merecedora: que fuese víctima de todas las pestes de la tierra, que se le cayesen los dientes y se le pudriese la nariz, que la mordiese un perro rabioso y que corriera echando espuma por las calles para terminar muriendo entre convulsiones hundida en el lodo, que se le formaran abscesos en los oídos o que la parálisis le afectase la mitad del cuerpo, que… Y después, lamentablemente, comenzaba a pensar en el castigo que él podía infligirle con sus propias manos: quería maniatarla y castigarla con golpes de vara, la colgaría de los brazos y le clavaría alfileres… Pero lamentablemente todo eso representaba una fantasía muy inapropiada, porque llevaba a otras fantasías en las cuales él representaba un papel más importante.

Y así, un día se había cruzado con Rowella. Ella, en lugar de bajar los ojos y ruborizarse, de apresurar el paso, con aquel roce de la falda y el golpeteo de los zapatos de tacón bajo, como había hecho otras veces para desaparecer cuanto antes, le había mirado un instante y había esbozado apenas una sonrisa. Y después, las pocas veces que se habían visto, en efecto ella le había sonreído con timidez, casi como perdonándole —¡vean ustedes, perdonándole!— y una o dos veces esa sonrisa mostraba cierto aire provocativo. Más tarde, al regreso de Tregrehan, le había llegado una carta y un mes después, cuando consiguió dominar su hostilidad y su cautela naturales, Ossie ya había decidido ir a buscar los libros.

Su conducta durante esa entrevista fue intachable. Rowella había traído los libros, que esperaban empaquetados sobre un reborde de la ventana. Había preguntado solícitamente acerca de Morwenna y el niño. Le había hablado de la vida que hacía y del deseo de realizar una nueva traducción de los Comentarios de Séneca; comentó el interés del señor Solway en ampliar y mejorar la biblioteca del condado, y de la tremenda escasez de fondos. Por supuesto, subrayó Rowella, se refería a fondos para la Biblioteca. Ellos mismos eran muy pobres como sin duda podía observar el señor Whitworth. El sueldo del señor Solway, 15 libras esterlinas anuales, había sido aumentado poco antes a 16, pero incluso así tenía que trabajar todas las noches haciendo tareas de copia para un notario… es decir, todas las noches excepto los jueves, porque ese día pasaba la velada con sus padres. Naturalmente, dijo Rowella, si no hubiesen contado con el regalo generoso del vicario que les había permitido instalarse y obtener una pequeña renta, les hubiera sido imposible sobrevivir. Rowella señaló que todas las noches recordaba al vicario en sus oraciones. Todas las noches, dijo. Y quién sabe por qué, el modo de entrecerrar los ojos y el temblor de su labio inferior transformaron sutilmente esa afirmación, que de religiosa pasó a ser secular.

Y así, Ossie descubrió que su propia respiración se convertía en algo parecido a un jadeo. Poco después se apresuró a partir. Pero no antes de prometer que intentaría ir con Morwenna el jueves siguiente para beber una taza de té, y que si no podía llevarla, si ella no deseaba ir, él iría solo. Y el jueves siguiente había llegado solo y de nuevo la conversación había sido muy circunspecta. Pero de pronto, en medio de una frase, Rowella había exclamado: «Oh, me duele el pie,» y con dicha excusa se había quitado las dos pantuflas, presionando el tacón contra el suelo. Como se vio, no tenía medias, y los pies, al friccionar los dedos, parecían animalitos blancos que enarcaban el lomo pidiendo caricias. Ossie los había mirado con la codicia de un glotón hambriento a quien se ofrece un plato de su alimento favorito, y así sugirió la posibilidad de volver la semana siguiente, pero esta vez por la noche.

De este modo empezó todo. Rowella no era una joven «buena,» como Morwenna. Tampoco era la mujer que veía en la respetabilidad, cualidad de su madre, el propósito principal de la vida. Tenía el talento intelectual del padre sin sus convicciones religiosas, y en lo más profundo de su ser, como una fuente oculta de energía mal encauzada, latía la sangre de su abuelo, Trelawny Tregellas, quien nunca había podido resistir la tentación de especular y había quebrado más veces que cualquiera de sus contemporáneos. El abuelo Tregellas caminaba en la cuerda floja del riesgo financiero; parecía que el riesgo era parte de la atracción. La nieta Rowella era mujer, y mostraba especial talento para asumir riesgos de otro carácter.

Para el vicario de Santa Margarita, el riesgo era más grave. Pero pensó que no debería ser así, y se convenció de ello. Ante todo, se trataba de una solución temporal. La esperanza de que pronto fuera posible enviar a su esposa a un lugar de reclusión iba de la mano con la convicción de que podría hallar un «ama de llaves» apropiada que se ocupase de los niños y la casa, y no rehusara atender también el confortamiento de su amo. De ese modo, Rowella dejaría de ser una figura necesaria en su vida.

Pero al no obtener la aprobación de la ciencia médica para sus propósitos, replanteó de nuevo su situación y comenzó a trazar diferentes planes. Si estaba condenado a continuar viviendo con su esposa, ella tendría que afrontar las consecuencias. Sus insanas aversiones podían inducirla a pensar lo que se le antojase, pero era indudable que aún poseía ese bello cuerpo que él conocía tan bien, y ciertamente más tarde o más temprano tendría que ofrecerlo a su esposo. Ossie comenzó a buscar una niñera apropiada para John Conan Osborne Whitworth. Si no podía emplear a un ama de llaves, buscaría una niñera. Llegó a la conclusión de que poco importaba la apariencia física de la candidata. Debía ser fuerte, fuerte y absolutamente fiel, consagrada en todo al niño de modo que no lo dejase solo de día ni de noche. Cuando hallase a una mujer así y comprobase que merecía absoluta confianza, obligaría a Morwenna a decidir su actitud. No era un pensamiento del todo desagradable.

De modo que todo esto era una solución temporal —sí, estaba volviendo a una antigua aberración—, pero en todo caso era menos peligroso que internarse entre los cottages cercanos al río, donde vivían las prostitutas locales. Como era clérigo, nadie podía sospechar de sus visitas a una exfeligresa que también era su cuñada. Era mucho más grave que le sorprendieran saliendo de esos horribles y ruinosos cottages. Además, de este modo no corría riesgo de enfermar. Y también era infinitamente, mil veces más excitante. Rowella era así. Él deseaba estrangularla y al mismo tiempo pensaba en ella noche y día. Y si esta vez ella tenía un hijo, no había peligro de que nadie le creyese el padre de la criatura.

Por supuesto, era más caro —un inconveniente importante—, aunque Rowella procuraba no pedir demasiado. Arthur Solway recibió encantado las 20 libras esterlinas «para libros» como donación para su biblioteca que el vicario de Santa Margarita le remitió. También vio que Rowella tenía varios pares nuevos de zapatos y que se había confeccionado dos camisones nuevos bastante bonitos, con una lanilla suave, que le llegaban sólo hasta el tobillo. Arthur se complacía en la relación con su joven esposa; ella le agradaba en la cama y en la vida cotidiana, pero la capacidad de goce del joven era limitada tanto por su espíritu ordenado y escrupuloso como por su físico. Pero como Rowella sabía de asuntos financieros mucho más que Arthur, él se contentó con la idea de que ella sabía lo que hacía cuando se permitía esas pequeñas extravagancias.

De modo que una vez por semana, los jueves, el señor Whitworth visitaba al señor Pearce, quien aun desahuciado se aferraba obstinadamente al mundo y a los secretos de su propia vida. Morwenna veía sorprendida las atenciones que su marido dispensaba al anciano, pero Ossie explicó que, si bien el señor Pearce no podía abandonar el lecho, a menudo ambos jugaban a los naipes. En la práctica, Ossie llegaba a la casa del notario poco antes del anochecer, salía tan pronto oscurecía y recorría un corto trecho que le llevaba pocos minutos. En las calles empedradas había poca gente a esa hora. Una ojeada a derecha y otra a izquierda, un golpe discreto a la puerta, y poco después esta se abría, sostenida por cuatro dedos delgados que trataban de evitar que crujiese. Arthur Solway siempre permanecía con su familia hasta las diez, y Rowella cuidaba que su invitado se retirase de la casa a las nueve y cuarto.

II

En la Wheal Grace se había iniciado un movimiento de adaptación a la nueva situación: a medida que llegaba el momento de redistribuir las vetas, los tributarios abandonaban le socavones menos rentables de la veta sur y concertaban acuerdos para continuar en la veta norte. Después de dedicarse durante un año a abrir galerías y fijar puntales, los destajistas como Sam Carne y Peter Hoskin comenzaron a buscar la unión con la antigua Wheal Maiden. No se despidió a nadie porque había trabajo para todos. Pero Ross se alegró de no haber ampliado las operaciones como había tenido la tentación de hacer en el primer impulso del entusiasmo, sobre todo porque el precio del estaño no había aumentado tanto como se había previsto en vista de la prolongación de la guerra.

Pasó el verano con Demelza y los niños y a veces reaparecía la antigua y fraternal alegría. También había momentos difíciles, súbitas y afiladas desgarraduras en el dominio de sí mismos, situaciones que demostraban la existencia de peligros latentes; de todos modos, nada irritante ni mezquino. A veces Ross se preguntaba si existía una pareja cuyos miembros se molestasen mutuamente menos que ellos. Siempre existía la posibilidad de una guerra abierta… pero nunca había escaramuzas.

Cuando llegó septiembre, Ross comenzó a considerar con desagrado la idea de regresar a Londres. Por supuesto, no estaba obligado a asistir regularmente a las sesiones de los Comunes. Salvo que fuesen hombres designados especialmente por el gobierno, la mayoría de los diputados iba y venía a Londres de acuerdo con su capricho, y asistía a las sesiones de la Cámara del mismo modo que se podía concurrir a un club; cada uno discutía con los amigos los problemas nacionales y votaba aquí y allá en cuestiones que le interesaban personalmente. Pero para la mayoría actuar así era más fácil que para Ross. Tres cuartas partes de los representantes de Cornwall no procedían de la región y vivían en Londres y sus alrededores. Por lo menos dos se vanagloriaban de no haber estado jamás en Cornwall. Si uno vivía en Twickenham o Guilford o Tunbridge Wells era mucho más fácil adoptar esa actitud indiferente, ir a Westminster un día y, si a uno le acomodaba, volver a casa dos días después. En el caso de Ross, eran cinco días de viaje de ida y otros cinco de vuelta, un procedimiento caro y sumamente aburrido. La gente como lord Falmouth y lord de Dunstanville tenían casa en la ciudad de Londres y emigraban con su familia parte de cada año. Ross no podía llevar a Demelza y los niños para instalarlos en habitaciones amuebladas… o si podía hacerlo, no lo deseaba. Tampoco le agradaba la idea de proponer a Demelza que le acompañara y dejase en casa a los niños.

En agosto prepararon dos barriles de cerveza fuerte, y Jeremy, siempre dispuesto a hacer travesuras, siempre deseoso de favorecer a sus amigos, los nuevos Flujo y Reflujo, les dio de beber los restos de cerveza de ambos barriles. Cuando Demelza salió al patio los cerdos habían caído en un sopor alcohólico y Jeremy lloraba porque creía que los había envenenado. Los animales durmieron el resto del día; eran dos montañas de carne pálida y velluda que roncaban y a los que nadie podía despertar. A la mañana siguiente, gracias a una feliz coincidencia —pensó Ross— sir Hugh Bodrugan llegó a la casa con la esperanza de que Ross estuviese en la mina. Venía con el propósito de admirar a sus maravillosos cerdos de Berkechire, y ver si podía dar a Demelza un par de pellizcos en los lugares más delicados.

No fue así. Demelza estaba en la casa y gozaba de perfecta salud, pero demostró más habilidad que nunca para mantener a distancia a su vecino. Con él atravesó la casa y entró en la cocina, donde nunca había estado antes, y allí fue mirado temerosamente por un par de criadas y una mujer de más edad. Después, el visitante y la dueña de la casa salieron al patio del fondo, donde Ross estaba sentado en un barrilito, desternillándose de risa, mientras Gimlett trataba de sacudir el sopor de los cerdos. Primero, levantaba a Flujo sobre las dos patas delanteras y trataba de movilizar después las dos traseras. Lo lograba, pero entonces las dos delanteras se doblegaban, más o menos como hubiera podido ocurrirle a un caballero borracho en una calle de la ciudad, y el cuerpo enorme y curvilíneo se derrumbaba lentamente, el hocico hundido en la paja y la tierra. Reflujo estaba mejor y podía sostenerse sobre las cuatro patas, pero estas no coordinaban y el animal se balanceaba a un lado y a otro, como si hubiera estado en una embarcación sacudida por un mar tormentoso. De tanto en tanto se apoyaba en una pared y casi caía. Le temblaba el hocico y abría la boca en una suerte de bostezo cavernoso.

—Por Dios —dijo sir Hugh—. ¡Están atacados de vértigo! Una enfermedad bastante común en los caballos, pero que nunca había visto en los cerdos. Señora Demelza, cierta vez usted curó con su magia a mi valioso caballo. ¡Haga algo por estos animales, porque de lo contrario morirán antes de la noche!

—¿No huele nada? —preguntó Ross.

—¡Por supuesto, señor, huelo algo! Muéstreme una granja sin olor y me buscaré una nariz nueva. Eso es natural en la vida animal, aunque admito que el zoológico de Connie hiede como una cloaca a primera hora de la mañana.

—¿Y suele oler a taberna?

Sir Hugh lo miró frunciendo las cejas espesas.

—Caramba, caramba, ahora que lo pienso… Maldición, ¿bebieron cerveza?

—Mi hijo trató de ayudarles.

—Que me cuelguen, ¿dónde puedo sentarme? —Miró alrededor y encontró otro barril. Allí se sentó y comenzó a reír.

Durante todos los años en que lo había conocido, Demelza nunca lo había visto reír francamente. (Tal vez uno no reía cuando la sensualidad lo dominaba, como era siempre el caso cuando él la veía). Era un sonido horrible, mezcla de rugido de león y rebuzno de asno, que provocó la aparición de caras asustadas que asomaron por la puerta de la cocina y que Jack Cobbledick saliera del establo donde trabajaba. Incluso obligó a reaccionar a Reflujo. Permaneció un momento inmóvil, sostenida por las cuatro patas, después miró fijamente a esa extraordinaria aparición velluda que le mugía, y se volvió, la cola moviéndose como un gusano excéntrico, para hundirse en el rincón más oscuro de su pocilga.

Un rato después, sir Hugh Bodrugan volvió cojeando al salón, y para recorrer ese trayecto pidió el apoyo del brazo de Demelza. Una vez en el interior de la casa, rechazó el suave vino de Canarias, aceptó en cambio una copa de brandy y se instaló en el mejor sillón con las piernas cortas y robustas extendidas ante él, mientras una lágrima le descendía de tanto en tanto por la mejilla.

Advirtió decepcionado que Ross se reunía con ellos y que, a pesar de las alusiones, no tenía la más mínima intención de ir a la mina. Poco después, sir Hugh, que había puesto a mal tiempo buena cara, señaló que se alegraba de que Ross se hubiese negado a venderle una parte de la Wheal Grace, pues según había oído decir era probable que la mina cerrara antes de un año. Ross dijo que él bien sabía que sir Hugh era aficionado al juego: ¿estaba dispuesto a apostar mil guineas a que la Wheal Grace seguiría abierta cuando comenzara el nuevo siglo? Sir Hugh, que nunca se sentía cómodo con Ross, pues uno nunca sabía cómo podía reaccionar ese hombre, era del todo imprevisible y tenía mal carácter, bebió su brandy de un trago y extendió la copa pidiendo más:

—No, señor, porque eso es más o menos lo que habría perdido si hubiese hecho la inversión. —Esta expresión de lógica inatacable convenció a sir Hugh de que él había dicho la última palabra, de modo que cambió de tema—. Está mejorando la situación de la guerra, ¿eh? Francia al borde del conflicto con Estados Unidos. Ese orate de Paul es cada vez más antifrancés. Dicen que antes de Navidad iniciaremos negociaciones con él. Y esta rebelión de Irlanda está convirtiéndose en un desastre.

—Y Hoche ha muerto —dijo Ross.

—¿Quién?

—Hoche. El general Hoche. A los treinta y un años. Un general tan grande como Bonaparte. Lo que significa que es mucho menor el riesgo de invasión a Inglaterra.

—¿Y qué me dice de Bonaparte? ¿Qué planes perversos está maquinando?

—El último informe llegado de Constantinopla afirma que en julio desembarcó en Egipto, ocupó Alejandría y avanzaba hacia El Cairo.

Sir Hugh se rascó bajo la peluca.

—Ustedes los jóvenes están bien enterados, ¿eh? Y más ahora que es usted miembro del Parlamento… ¿Qué hacen allí? Sospecho que hablar. Muchas palabras, señor. Producen palabras. ¡Poldark, si con palabras pudiese trabajar su mina, creo que las encontraría abundantes en Westminster; podría embotellarlas, como se hace con esos gases, y soltarlas aquí para mover las máquinas! Sir Horace no sé cuántos podría embarcarlas en sus naves y usarlas como metralla de sus cañones —Hugh Bodrugan retumbó con el regocijo subterráneo al que Demelza estaba más acostumbrada—. Pero tal vez pueda ofrecerle algunas noticias locales. ¿Está invitado a esa fiesta que ofrece Warleggan en Trenwith a fines de mes?

—¿Le parece que pueden invitarnos? —preguntó Ross.

Hugh rio de nuevo.

—No. Según sopla el viento, señor, creo que no pueden invitarlo. Pero la gente afirma que será un acontecimiento importante. Mucha gente local, como ya se imaginará: los Trevaunance, los Treneglos, los Teague, los Choake, los Devoran y los Hawkins. Pero también personajes venidos de lejos… Según oí decir, varios miembros del Parlamento. A George Warleggan le falta educación, pero le sobra iniciativa. Oigo decir que pronto volverá al Parlamento. Prefiero que sea él y no yo. No quiero ir a ese local ruidoso a escuchar día tras día a tantos individuos que charlan incansablemente, del mismo modo que no me gusta permanecer sentado en mi retrete después de haber resuelto el problema que me llevó allí.

—Bien dicho —comentó Ross—. Entonces, supongo que no irá a Trenwith.

—¿Yo? ¿Que no iré? Caramba, que me cuelguen, no quiero empolvarme y acicalarme como un petimetre, pero Connie desea ir y, ¡por Dios!, si Connie desea ir sospecho que ambos iremos. —Sir Hugh Bodrugan comenzó a palpitar de risa.

—¿Le parece divertida la perspectiva? —preguntó Ross.

—No, estaba pensando en los cerdos. La próxima vez que organicemos una fiestecita, Dios sabe que en estos tiempos no son frecuentes, pienso ensayar el brebaje con un par de habitantes de mi pocilga. ¡Será un entretenimiento interesante!

III

En Cornwall las noches rara vez son cálidas, pero durante la última semana de agosto el tiempo se serenó en mar y tierra, y no soplaron las brisas de costumbre. Una tarde que Ross volvía a su hogar desde Grambler se encontró con Paul Daniel y le preguntó:

—Paul, ¿cuál será su próxima noche de pesca?

—Hoy. El tiempo es bueno y creo que podremos recoger mucha pesca.

—¿Y después a cazar conejos?

—Eso creo.

—No entre en la propiedad de Treneglos. El señor John está ahora a su cuidado y en eso es muy puntilloso.

—No salimos de la costa. Es decir, generalmente. —Paul Daniel dirigió una mirada de complicidad a su interlocutor.

Ross sonrió.

—¿Cuántos serán esta noche?

—Oh… más o menos una docena. Zacky Martin, Henry Curnow, Jud Paynter, Tregirls, Ellery, Hoblyn; usted los conoce a todos.

—¿Jud? ¿No es demasiado viejo?

—No es demasiado viejo para sostener el extremo de la línea… y para usar su astucia.

Ross elevó los ojos al cielo.

—¿Aceptarían a uno más?

—¿Se refiere a usted? Bien, sería muy agradable. Como en los viejos tiempos.

—¿Cuándo salen?

—Creo que a eso de las once. Curnow sale de la mina a las diez, y a medianoche hay marea baja.

—Allí estaré.

En Cornwall se ha practicado la pesca con línea y con red durante siglos. Era una valiosa fuente adicional de alimentos. Se practicaba no en minúsculos puertos y bahías de pescadores, donde la actividad tenía carácter comercial, sino en las extensas playas donde el mar rompía y la arena se prolongaba lisa kilómetros y más kilómetros. En estas playas, donde el mar crecía y retrocedía dos veces por día en grandes extensiones, donde no había rocas ni riscos que contuviesen la marea del Atlántico y donde inevitablemente las aguas eran poco profundas y la arena firme, podían pescarse diferentes especies marinas: caballas, lenguados, lobinas, rayas e incluso trillas, eran capturados con redes y líneas dispuestas hábilmente.

Durante su infancia Ross había participado de estas actividades de pesca. Alentado por su padre, por Tholly Tregirls y en menor medida por Jud Paynter, se había acercado al mar a diferentes horas del día y en todas las estaciones, desde los momentos en que la luna del verano proyectaba las suaves sombras de los hombres que trabajaban en la tibieza de la playa, hasta las frías noches de febrero, cuando la cellisca hería la piel desnuda como si de proyectiles disparados por una cerbatana se tratara.

En la pesca con línea, se dejaba en la playa con la marea baja un cordel fuerte al que estaban unidos unos cincuenta anzuelos con carnada. A veces se lo arrojaba con el extremo unido a una piedra pesada de modo que esta sirviese de ancla. Horas después, cuando la marea ya había subido y de nuevo bajado, uno veía el resultado recogiendo la línea y comprobando lo que había quedado en los anzuelos. La pesca con red era más complicada. Se bajaba a la playa una red liviana de malla estrecha, hecha con hilo fino o incluso algodón; el extremo superior de la red estaba provisto de corchos que le permitían flotar, mientras el extremo inferior tenía pesas no muy considerables que la mantenían sujeta al fondo o cerca del mismo. Un hombre, o dos, si la red era grande, se internaba nadando con el extremo de la línea, mientras uno o dos hombres más sostenían en la playa el principio de la red. Después que los nadadores se habían internado en el mar, alejándose doscientos o trescientos metros, viraban y nadaban paralelamente a la playa, después volvían, siempre sosteniendo la red en las manos —o atada a la cintura— de modo que describían en el mar una especie de semicírculo. De regreso en la playa, comenzaban a atraer la red abrigando la esperanza —generalmente no se veían defraudados— de haber atrapado peces en todo el proceso. También se practicaba con marea baja, en parte porque era el momento en que aparecían los peces, y en parte porque la marejada no era tan intensa entonces.

Esa noche, cuatro grupos y no sólo uno, practicaban la pesca con red. Cuando era niño, Ross a menudo se había preguntado qué criterio seguían los pescadores, pues a veces transcurrían cuatro o cinco días de tiempo perfecto sin que se desarrollara actividad y, de pronto, todos bajaban a la playa y trabajaban febrilmente. Nunca había conocido a nadie que explicase los motivos de la actitud adoptada; quizás en todo eso actuaba un instinto tribal.

Esta vez, la red más próxima estaba exactamente debajo de la Wheal Leisure, la vieja mina enclavada en tierras de Treneglos, cerca de la cual, en la boca de salida del viejo socavón, se había encendido una luz. Provenía de un barril de cerveza que muchos años antes se había llenado con cera en cuyo centro se había hundido una cuerda empapada en salitre. De tanto en tanto se agregaba cera y a veces se renovaba la mecha, pero se hubiera dicho que el viejo barril era eterno. Cuando se encendía la mecha, se obtenía una gran llama que daba no sólo luz sino algo de calor, por lo que alrededor del barril siempre se reunían algunos pescadores dedicados a beber ron. La bebida era un aspecto de la pesca tan importante como el pescado.

Mientras Ross se acercaba a la escena, una carcomida media luna comenzaba a elevarse sobre las dunas, como un penique falso mordido por la mitad. Tres hombres estaban en cuclillas al lado del barril y uno de ellos bebía de una botella. No es preciso decir que era Jud Paynter. Vestido con pantalones de remendada pana marrón, las perneras arremangadas sobre las gruesas botas, una camisa, una chaqueta y un saco sobre los hombros, con un viejo sombrero de fieltro encasquetado hasta las orejas, parecía ataviado para una vigilia de diciembre en su tumba, más que para una noche de pesca en el templado aire de septiembre.

—Ah, Jud —dijo Ross—. ¿Atareado como siempre? ¿A quién estuvo enterrando esta semana?

Jud no permitió que la súbita aparición de su expatrón, emergido de las sombras, perturbase el ritmo de su nuez de Adán. Bajó la botella y se limpió la boca con el dorso de la mano. Después, se lamió la mano para evitar la pérdida de una gota.

—Ah, capitán Ross. Bromeando como siempre, ¿eh? Como dice Prudie: «El capitán siempre con sus bromitas».

—¿Cómo está Prudie?

—Oh, con mucho dolor de muelas y un humor de cangrejo. Se sienta en un rincón y le molesta todo lo que yo hago, ¡como si fuese culpa mía! Me alegro de no estar en casa. ¡Si no fuera así, no habría venido aquí en medio de la noche a perder horas de sueño!

—Más bien, por lo que veo, lo compensa con algunos tragos.

—Bien, capitán, es mi único consuelo. Una copa y un poco de tabaco. Soy viejo, eso es indudable. Enterrar a la gente es tarea muy dura. Más que plantar patatas. ¡Más que buscar estaño! No es justo que yo deba hacer eso. ¡No es propio!

Ross abrió su bolsa.

—Traje dos jarros de ron para aumentar las existencias. Pero no es todo para usted, Jud.

Jud mostró los dos dientes en lo que parecía un rezongo, pero que piadosamente podía pasar por sonrisa.

—Capitán, ha habido mucho movimiento en la casa grande. Lo vi con mis propios ojos. ¡Qué carruajes! Y la gente que va y viene. ¡Viejos con pelucas montando magníficos caballos! Y la pobre gente, la gente de Grambler, mirándolo todo con ojos de susto. Se preparan para mañana. Capitán, ¿usted no irá?

—No —dijo Ross.

—Bien, bien —dijo Jud, mirando a Ross con expresión astuta—. Creo que lo que ese hombre, Warleggan, hace es una verdadera vergüenza. ¿Y qué hizo? Se lo diré. Las empalizadas. Y los guardias. Eso no es la ley de Dios, ni orden suya, porque El dice que no hay que mover los mojones del vecino. ¡No es cristiano!

—¿Dónde está Paul?

—Aquí viene —dijo Ellery, que cortésmente se había puesto de pie al llegar Ross.

Caminando por la playa venían hacia ellos Paul Daniel y su hijo mayor Mark, llamado el joven Mark para distinguirlo del tío fallecido, y Jacka Hoblyn, el padre de Rosina. El joven Mark apareció desnudo y chorreando agua.

—Hola, señor —dijeron al acercarse, y Paul agregó—: Recogimos una vez la red; conseguimos poco, pero la marea todavía no está en su punto. Zacky y Henry están clasificando el pescado y limpiando la red.

—¿No usaron la red grande? —preguntó Ross.

—Queremos hacerlo después. Pero es muy pesada para los más jóvenes, así que quiero llevarla yo mismo.

—¿Cómo están los demás?

Paul volvió los ojos hacia la playa, hacia el lugar donde grupos de figuras oscuras apenas podían verse en la luz ocre que una bruma baja había conferido a los rayos de la luna.

—Creo que todavía no la han sacado. Zacky dice que pesquemos más allá, al fondo.

Con la marea alta había llegado una marejada regular; pero ahora, casi al final de la marea baja, sólo se veía una fina línea blanca, como una pincelada que dividiese los dos elementos.

—Yo la llevaré —dijo Ross—. Que Jud sostenga el otro extremo.

Hubo un momento de vacilación. Jacka murmuró y se frotó la nariz con los nudillos.

—Creo que será mejor que vayamos dos —dijo Paul—. Esta red es muy pesada cuando se humedece.

—No es más pesada que muchas de las que llevé hace veinte años.

—No, pero…

Ross miró a los hombres.

—¿Creen que me ablandé y engordé tanto que ahora no puedo hacerlo?

Jacka lo miró hostil y escupió.

—¿Ya ha nadado en el mar este año? —preguntó Paul.

—Mucho vivir en Londres. Creo que a Londres no llega el mar, ¿verdad? —murmuró Jacka.

Jud extrajo la pipa de la boca y comenzó a llenarla con una horrible mezcla preparada por él mismo.

—No, capitán, piénselo. Usted vive demasiado cómodamente. Todavía no es tiempo de medirle la última sábana. Vaya a pasear por la playa y déjenos el resto.

Ross sonrió en la oscuridad. En general, los hombres temían por su seguridad; pero Jud sólo pensaba en que si Ross entraba en el mar él tendría que sostener el otro extremo de la red y permanecer al borde de la playa, quizá con los pies bajo varios centímetros de agua, la cuerda arrollada alrededor de la cintura, esperando mientras él arrastraba el aparejo. Y después, cuando Ross regresara a tierra, Jud tendría que arrastrar su propio extremo a lo largo de la costa. Si Ross no se zambullía era probable que se permitiera a Jud permanecer sentado al lado del barril, fumando su pipa y bebiendo pacíficamente su ron.

—La preocupación de ustedes por mi salud me conmueve profundamente —dijo Ross—. Ustedes saben que sólo tengo tres o cuatro años menos que Paul. Paul ahora no está nada bien y a lo sumo podría pelear con su propia sombra. Sé que mi vida es muy cómoda, pues me paso el tiempo en Londres, sentado en los salones de mujeres ricas y bellas, y por todo eso de buena gana reconozco cuánto les preocupa mi salud y mi comodidad y estaría dispuesto a renunciar a mis propósitos. Salvo una cosa: no puedo soportar la idea de desilusionar a Jud.

Se oyeron risas, que aumentaron poco a poco. Mientras hablaba, Ross había comprendido que el sarcasmo que estaba usando, las largas frases, no correspondían a ese público. De modo que en cierto sentido él había cambiado y por eso mismo se sintió aliviado cuando comprendió que habían entendido la broma.

Comenzó a quitarse las ropas.

—Vamos, muchacho —dijo Jacka Hoblyn, aferrando el brazo de Jud—. Deja el jarro… continuará aquí dentro de media hora.

Pese a sus protestas, Jud fue obligado a ponerse de pie. Siempre renegando, acercó un pedazo de paja al barril de cera y con él encendió su vieja pipa de arcilla. Después, el sombrero firmemente encasquetado, caminó de mala gana en pos de Ross y Paul Daniel, que insistía en llevar la red hasta el borde del agua.

Allí se detuvieron un momento, contemplaron el mar murmurante y volvieron los ojos hacia las figuras de los demás pescadores, pensando por dónde convenía comenzar. A veces ayudaba el aspecto del agua cuando formaba espejos poco profundos sobre la arena, o el movimiento de las olas pequeñas. Se obligó a Jud a pisar la arena húmeda, y le ataron la cuerda a la cintura de modo que un tirón súbito no se la arrancase de las manos. Ross se quitó la camisa y la entregó a Jud, recibió el peso de la red sobre el hombro y, desnudo, entró en el agua.

El agua estaba fría pero provocaba un efecto vigorizador; las olas lo salpicaron con sus duchas de espuma fría mientras se internaba con el agua hasta la rodilla, hasta el muslo, hasta la cintura… después, comenzó a flotar.

Apenas comenzó a nadar se preguntó por qué no había hecho lo mismo antes. No se trataba sólo de su viaje a Londres, hacía años que no pescaba de este modo. Era distinto de los despreocupados baños en horas del día, de las caminatas por la playa con los niños, de los galopes a caballo con Demelza; esta era una actividad esencialmente masculina, esencialmente concreta —si se podía usar esa expresión—, esencialmente utilitaria y plebeya, de la gente común que labraba la tierra, surcaba los mares y vivía con sencillez en condiciones muy difíciles. A semejanza de su padre, y a diferencia de Francis y del padre de Francis, Ross siempre había tenido algo que ver con este mundo: era parte de sí mismo, un ingrediente de su estructura innata, del mismo modo que el nombre de Poldark era parte de su personalidad. Que hubiese desposado a la hija de un minero había confirmado ese nexo, aunque no lo hubiera creado.

Mientras nadaba, había ido soltando la red que llevaba enganchada del hombro y que sostenía con los dedos; ahora, yació de espaldas para recuperar aliento y alzó la cabeza para ver cuál era la distancia que le separaba de la playa. La figura de Jud era como un mojón en medio de un campo, una línea solitaria. Paul había caminado por la arena en dirección al lugar donde podía calcularse que Ross volvería a tierra. Había recorrido unos ciento cincuenta metros. El mar estaba sereno y un suave movimiento de ascenso y descenso batía las lentas olas que avanzaban hacia la costa. Otros cien metros bastarían: la red se desplegaría por completo.

Continuó nadando y viró para seguir paralelamente a la costa, y al hacerlo se encontró inmerso en una poderosa corriente que intentaba arrastrarle en dirección contraria. Comprendió que había caído en un vellow.

Se denomina vellow a una corriente intensa que de tanto en tanto aparece en las playas de Cornwall con marea baja; es resultado de las pendientes del fondo arenoso, y a su vez las provoca. Es irresistible cuando se manifiesta con toda su fuerza. Para el forastero es fatal, porque trata de nadar hacia la costa, se agota y la corriente lo arrastra y lo ahoga. Para el nadador que conoce bien esas playas no es peligroso, pues se deja llevar por la corriente y después, cuando su fuerza comienza a disminuir, se aparta nadando y en el momento oportuno vuelve a tierra.

Mientras la corriente lo aferraba y trataba de arrastrarlo, Ross recordó vívidamente cierto día de marzo, cuando él tenía dieciséis o diecisiete años. Había bajado a la playa con su padre y algunos hombres durante una noche fría y desapacible y se internaron con la red todo lo que era necesario. Se vio atrapado por un vellow excepcionalmente violento y, según era la costumbre, Ross soltó la red y se dejó llevar por la corriente. Finalmente, consiguió tocar la playa a más de tres kilómetros de distancia y tuvo que regresar desnudo, mientras el viento le cortaba la piel y le salpicaba de arena el cuerpo. Cuando al fin llegó, su padre estaba de pie al lado del barril, mirando a los dos hombres que clasificaban el pescado extraído de una de las redes. Lo único que él le dijo fue: «Bien, hijo, tardaste mucho».

De modo que la única actitud apropiada en esta ocasión era desprenderse del resto de la red, hacer señas a Jud —si él estaba mirando— y dejarse llevar por la corriente hasta sentir que aflojaba su presión. Pero Ross se sentía fuerte, no tenía frío, y estaba irritado por la evidente preocupación de personas como Paul Daniel, que sospechaban que la vida en Londres le había ablandado. Por mucho que afirmase que se había encontrado en un vellow, siempre habría alguien que diría que el capitán Poldark se había quedado sin aliento y había decidido abandonar la red cuando aún podía hacerlo.

De modo que comenzó a nadar contra la corriente y no soltó la red. No intentó acercarse a la costa, y en cambio quiso cumplir su propósito inicial, que era llevar el extremo de la red cerca del lugar donde debía esperarle Paul Daniel.

Pronto advirtió que no avanzaba. Nadando con todas sus fuerzas, lo único que conseguía era permanecer en el mismo sitio. La parte de la red que aún sostenía le pesaba mucho en el hombro. Las olas, como ocurría siempre en esos casos, eran más altas, de modo que ahora no podía levantar la cabeza fuera del agua para ver las figuras que esperaban en la playa. La corriente quería llevarle mar adentro. En realidad, estaba lográndolo y para el caso poco importaba que él lo aceptara o no. Dependía de la magnitud del vellow cuánto debía profundizar en el mar antes de poder iniciar el regreso. Pero Ross se obstinó y no soltó la red. Pensó que si Jud sostenía el otro extremo, más tarde o más temprano se vería frenado.

Después de unos diez minutos, comenzó a sentir frío. No era nada importante, pero comprendió que a los treinta y ocho años uno se enfría con más rapidez que a los dieciocho. Poco a poco había soltado otra parte de la red, y así el peso que aún sostenía en realidad era muy pequeño. Pero era más de lo que él hubiera deseado. No se sintió alarmado. No se vive tanto tiempo tan cerca del mar y en contacto tan íntimo con él, para acabar considerándolo un enemigo. Por supuesto, uno respeta sus rabietas, pero sabe afrontarlas. O por lo menos, eso cree.

Permaneció de espaldas unos minutos admirando la media luna. Había palidecido a medida que se elevaba sobre las dunas. La moneda medio mordida había pasado del cobre al anaranjado. Ahora tenía color limón y media hora más tarde se decoloraría del todo. A su alrededor las olas resplandecían y brillaban. Los rayos de la luna bañaban el agua de modo que las sombras bailoteaban. A decir verdad, hacía bastante frío. Demelza descansaba en su cama, lo mismo que sus dos hermosos hijos. Nampara dormitaba en su cómodo refugio del valle, a un lado del Campo Largo. Era probable que desde aquí, si alzaba la cabeza, pudiese ver las chimeneas. «Señor, antes de contestar a los argumentos esgrimidos en apoyo de esta moción por el honorable miembro que representa a Stockbridge, ruego que el escribiente lea la alocución que esta Cámara dirigió a su Majestad el 6 de abril próximo pasado, a la cual aludió el honorable caballero, aunque declinó leerla…». Ross Poldark, miembro del Parlamento. Cómo se hubiera reído su padre. ¡Respetabilidad! ¡Mi querido Ross! ¿En qué estás pensando? Pero su propio padre, después de una juventud irregular y disipada, había desposado a la joven a quien amaba y, tras una breve vida conyugal, Grace Poldark le había sido arrebatada con profundo dolor y gran pesar. Y Joshua había retornado a sus viejas costumbres.

Pero Ross no había perdido a su esposa; y su familia, y hasta cierto punto su mina, prosperaban, de modo que quizás en su caso, si bien no cabía buscar la respetabilidad, si llegaba sin haber sido solicitada no era cuestión de menospreciarla. «Señor Presidente, el honorable miembro por Ilchester ha sugerido que la esclavitud es un estado que la Cristiandad puede tolerar. ¿Puedo informar al honorable miembro…?».

De pronto advirtió que estaba en aguas calmas. Muy a tiempo, pues había comenzado a temblar. Qué extraño; no era frecuente que las cosas se desarrollasen así, que uno saliera de un vellow cuando aún estaba luchando. Triunfante, con el extremo de la red todavía enganchado al hombro, comenzó a nadar hacia la costa. No era lejos, pero le llevó bastante tiempo. Avanzó con dificultad, ya que el frío era cada vez más intenso, hasta que la rodilla inesperadamente rozó la arena. Se puso de pie y sintió que las olas rompían a poca distancia. Trastabilló, casi cayó y caminó en aguas poco profundas. Trató de dominarse. No debía temblar. Como si nada extraño hubiese ocurrido, se acercó a las dos figuras que le esperaban. Vio que una de ellas era Paul Daniel y la otra Jim Ellery. Se les veía extraños, agazapados como si los hubiese acometido un intenso dolor resultado de un ataque de cólico. Cuando llegó a ellos, los dos hombres se enderezaron y Paul, el rostro angustiado, recibió la cuerda de la red.

—Bien —dijo con voz débil—, por cierto que hizo un buen trabajo. Le atrapó un vellow, ¿verdad? Me lo imaginé. ¡Pero no soltó la red! Y Jud… el vellow era muy fuerte. No pudo desatarse a tiempo… Y entonces… ¡lo arrastró!

Ross volvió los ojos hacia el mar, que ahora le parecía más amistoso. No lejos, pero a distancia suficiente para verse obligado a nadar, estaba Jud, el sombrero firmemente encasquetado, la pipa en la boca, fumando vigorosamente a causa del esfuerzo, como un monstruo marino de las profundidades echando fuego por las fosas nasales. Era evidente que aún trataba de desatarse la cuerda asegurada a la cintura.

Pero era mejor que no lo intentase porque en ese caso la corriente se lo llevaría.

Paul Daniel escupió un par de veces a la oscuridad bañada de luz de luna.

—Vean, si tiramos suavemente de esta cuerda, quizá no saquemos pescado pero, si Dios lo permite, salvaremos a Jud Paynter de una tumba de agua.