Capítulo 7

En julio Drake Carne recibió a dos visitantes, uno habitual y esperado, el otro irregular e inesperado. El primero fue su hermano Sam, a quien Dios había elegido —y Sam lo aceptaba con absoluta humildad— con el fin de que ayudase a salvar a las almas extraviadas que se habían alejado de las puertas del Paraíso. Había recibido y renovado la marca de la Santidad y el fuego del Espíritu en su corazón, y así era depositario de la gloria de Cristo. Y también su humilde testigo, que jamás reclamaba para sí más que lo que podía ofrecer a otros. Empleado como trabajador destajista en la Wheal Grace, consagraba todos los momentos libres a conversar o rezar con sus amigos wesleyanos, o a contribuir prácticamente a la solución de los problemas de los pobres y los enfermos de Grambler y Sawle. Como era extraño en el distrito, ya que había llegado de Illuggan poco más de cuatro años antes, al principio se le había mirado con suspicacia, y quienes no pertenecían a su secta religiosa lo consideraban incluso con cierta hostilidad. Pero las obras buenas habían doblegado la resistencia y ahora era un hombre tan popular como podía serlo quien no se acercaba a beber a las tabernas.

Sam visitaba a su hermano dos veces por semana, aunque a medida que sus compromisos eran mayores las visitas tendían a abreviarse. Dos veces había rehusado la oferta de Drake de asociarse con él en el taller de herrería, arguyendo que su vocación era otra.

Ese martes Sam permaneció más tiempo que de costumbre y ayudó a Drake a fijar los ejes de un carro. Cuando casi habían terminado dijo:

—Hermano, me complace saber que ahora hablas con una joven.

—Sostén mejor —dijo Drake—. Ahora, aguanta mientras pongo otro clavo. —Así lo hicieron—. ¿Te refieres a Rosina Hoblyn? La he visto tres veces… y salvo en una ocasión, siempre por casualidad. Es exagerado decir que hablo con ella.

—Bien… Drake, no me corresponde dirigir tus actos, pero diré que me complacería verte unido con una joven virtuosa. No es natural pasar solo la vida. Ya sabes cómo me ha dolido que no volvieses del todo a la sociedad, pero sé que sufriste mucho estos últimos tres años y me animaría saber que estás dando los primeros pasos para salir del abismo.

Drake retrocedió un paso y con el ceño fruncido miró el carro.

—Hermano, ¿está en su nivel o no?

—Está en su nivel.

—¿De este lado? ¿Te parece que también de este lado?

—Sí… Drake, aún eres joven, y ya tienes un buen trabajo. Día tras día y mes tras mes te has elevado, trabajaste muchas horas y comiste el pan de la economía. No está en ti buscar riquezas, pero una riqueza modesta se te dará. ¿Con qué fin, hermano? Me lo pregunto y debes preguntártelo, ¿con qué fin?

—Es lo que nunca me pregunto —dijo Drake.

—Todavía no. Pues sufriste mucho. Y con el tiempo las peores heridas curarán.

—¿Lo crees? —dijo Drake.

—Te pido me disculpes, hermano, si el asunto es delicado. Pero si hablo, tienes que saber que lo hago por amor y afecto. Llega un momento en que, según creo, es necesario echar una mirada al mundo y ver dónde está tu obligación. Tal vez no tu inclinación, pero sí tu obligación. Pues tratar de ayudar a otros es el mejor modo de ayudarse uno mismo. Si ahora… si ahora te convences gracias a la oración de que tu deber cristiano era cambiar tu condición en la vida pasando de la soltería a la condición de hombre casado, te diría que pocas jóvenes podrían serte más agradables que Rosina Hoblyn.

—Eso dirías, ¿eh? —dijo Drake.

Sam miró a su hermano. Aunque aún tenía un cuerpo delgado, los años en la forja le habían conferido gran fuerza física. Tenía el tipo de músculos que se manifestaban sólo cuando los usaba. Y estaba usándolos ahora para levantar el extremo del carro, depositarlo sobre un caballete y comenzar a extraer las espigas de la rueda.

—¿Crees que sería buen esposo para Rosina si no la amo?

—Hermano, el amor puede llegar. Si ambos compartís el amor y el culto de Cristo, el amor llegará. Después, si el matrimonio resultara bendecido con los frutos preciosos de los hijos, tu alma de buena gana se convertirá en algo parecido a un jardín fecundo, y tú conocerías el más dulce placer de la vida.

—¿Y Morwenna? —dijo Drake.

Hubo silencio. Ninguno de ellos solía mencionarla. Quebró el silencio un solo golpe del martillo, y la espiga cayó al suelo. Drake comenzó a equilibrar la rueda.

—Morwenna está casada —dijo Sam.

—Lo sé muy bien.

—Y es esposa de un vicario, y tiene un hijo…

—Y pasa las penas del Infierno.

—Drake, tú no lo sabes.

—Lo sé. Entonces, hermano, ¿me aconsejas buscar mi propio paraíso y dejar que ella se pudra en el Infierno?

—No puedes hacer más. Drake, sufres por lo que no puede arreglarse. Estás arruinando tu vida, sufres, sufres y sufres…

—Oh —dijo Drake—. A veces olvido. —Depositó en el suelo la rueda y suspiró—. Me avergüenza con cuánta frecuencia olvido. Ningún dolor, ningún sufrimiento dura eternamente. Pero tomar a otra mujer. Eso sería aún más vergonzoso, y tampoco sería justo con Rosina. Jamás podría darle mi corazón.

—Quizá lo hagas… con el tiempo.

—Y entretanto, ¿qué le diré? ¿Qué me caso con ella por comodidad, porque necesito quién cuide mi casa y engendre a mis hijos? ¿Eso le diré?

Sam se inclinó para atarse los cordones del botín.

—Quizá no debí hablar. Quizás era mejor no preguntar siquiera. Pero me preocupas, hermano, y deseo que las escamas caigan de tus ojos y que se suavice y endulce la hiel de la amargura. Pues si Cristo así lo quiere, tienes aún mucho que vivir.

Drake caminó unos pasos y al pasar rozó el hombro de su hermano.

—Déjame un poco, Sam. Si tengo mucho que vivir, entonces bien puedes darme un poco de tiempo.

Era uno de los pocos días de buen tiempo de un segundo mes estival muy húmedo, y el viejo Pally Rogers, la barba agitada por el viento e iluminada por el sol, descendió la pendiente de la colina en su carro y saludó al pasar.

—Me parece que mucha gente vive su vida sin los problemas que nosotros soportamos —dijo Drake—. ¿Y tú, Sam? Te preocupas mucho por mi infortunio, pero ¿qué me dices del tuyo?

—¿El mío?

—Bien. ¿Qué ocurre con Emma Tregirls? Ha dejado la casa de los Choake y se ha ido a Tehidy… a kilómetros de aquí. ¿No estás en la misma situación que yo?

Sam asintió.

—Sí, hermano. Ambos tenemos el corazón lastimado. Pero el mío tiene el consuelo de la gracia del Espíritu Santo. Todas las noches ruego por Emma. Todas las noches ruego pidiendo que descubra el lazo de la iniquidad que la esclaviza. Si eso ocurriera, habría doble regocijo: regocijo por un espíritu que se ha interesado en la sangre de Cristo, y regocijo porque un ser humano tan espléndido, al mismo tiempo que se ha elevado a la gloria gracias al espíritu del Señor, llegaría también a mí como esposa para unirnos y ser una sola carne y juntos descubrir la libertad del amor perfecto, carnal y eterno.

Tocó a Drake el turno de mirar a su hermano, el hombre alto y rubio con su rostro juvenil arrugado, los ojos azules bondadosos y atentos, el andar irregular. A veces, pensó Drake, los sentimientos de Sam tenían una altura un tanto excesiva, como si proviniesen de un sermón recién preparado. Pero sabía que no era así: si las palabras brotaban con tanta fluidez era a causa de la enseñanza constante de la Biblia a sus alumnos; Sam decía esas palabras con la más profunda convicción de su corazón.

—¿Así, te sientes feliz? ¿Te complace que Emma se haya ido?

—Tengo fe —dijo Sam.

—¿Fe en que regresará?

Una sombra cruzó el rostro de Sam.

—Yo no le dije que se fuera. Ella lo decidió, y yo no pude evitarlo. La habría desposado en cualquier caso, pero ella no quiso, dijo que no lo haría si no estaba salvada y que no podía o no quería hallar la salvación. Tengo fe en que Jesús ordenará mi vida, y la suya, del modo que sea mejor a Sus designios.

Jack Trewinnard apareció en el patio con un cubo en una mano y una azada en la otra. Cuando vio que Drake estaba acompañado, con la manga se limpió de prisa la nariz y se dirigió al establo.

—Bien, hermano, creo que tenemos muy poco que decirnos. Sé que Demelza piensa lo mismo que tú acerca de Rosina, pues ella fue quien arregló y facilitó que nos conociéramos. Admito que Rosina es buena persona, una joven limpia, honesta y bonita, una joven que hará todo lo posible por complacer al hombre con quien se case. Y su persona me simpatiza. Es… buena. Y bonita. Pero… habrá que esperar un poco. Es demasiado pronto. Míralo como quieras, pero es demasiado pronto. Sam, tendrás que permitir que viva mi propia vida. Será mejor para todos nosotros.

II

El segundo y más inesperado visitante de Drake Carne apareció a fines de julio. Drake había ido a Sawle a buscar un canasto de pescado, y había dejado a cargo del taller a los jóvenes Trewinnard. Al principio, no reconoció el hermoso caballo gris ni al alto y apuesto joven que charlaba con sus dos ayudantes. El joven se volvió, vio a Drake y profirió un grito. Era Geoffrey Charles Poldark, que acababa de regresar de Harrow.

El año precedente no se habían visto. Elizabeth y George habían decidido que Geoffrey Charles pasara las vacaciones de verano en Norfolk, y para Navidad el tiempo era tan malo que los Warleggan no habían ido a Trenwith. Entretanto, gracias a la influencia del colegio y la alquimia de la adolescencia, un niño encantador, desordenado e impulsivo, se había transformado en un joven pálido, muy bien vestido y de aire lánguido.

Se estrecharon las manos, y después Geoffrey Charles tomó del hombro a Drake y lo miró con extrañeza.

—Bien, por Dios, estás exactamente como te dejé, casi como si te hubiese visto ayer. ¿Y quiénes son estos dos mocosos? ¿Tus hermanos? —Al margen de los giros verbales, su voz era muy distinta: había cambiado del todo, y sólo de tanto en tanto aparecía una nota aguda.

—Geoffrey Charles. ¡Cómo has cambiado! Casi no te habría reconocido. Regresaste para pasar un tiempo aquí, ¿verdad? Bien, me alegra muchísimo verte después de tanto tiempo.

—Mamá y yo volvimos anoche. El tío George está lidiando con la compra de unas propiedades y cree que se reunirá con nosotros la semana próxima. ¿De modo que prosperas? Caramba, eso es muy evidente.

Charlaron un rato, Drake de pie, Geoffrey Charles sentado sobre la pared baja, balanceando lentamente una pierna elegante. Entre ambos había una reserva que antes nunca había existido. Dos años atrás parecían compartir los mismos entusiasmos; ahora, no tenían nada en común.

De pronto, Geoffrey Charles dijo:

—Drake, ¿qué te ocurrió en la ceja? Parece la letra griega Z puesta de lado… ¿te lo hicieron durante el combate de lucha que según oí decir sostuviste con Tom Harry?

—No, ese fue mi hermano Sam —dijo Drake.

—¿Qué, el metodista? ¿De modo que lucha? Me gustaría verlo.

Me agradaría ver cómo tumba a Tom Harry.

—Sam perdió.

—¿Sí? ¿Y tú también perdiste?

—En cierto modo. Tuve que pelear contra tres hombres.

—¿Tres de nuestros criados?

—No estoy muy seguro de que fueran ellos. Geoffrey Charles miró fijamente a su amigo, y la pierna dejó de balancearse.

—Dímelo, Drake. Soy tu amigo. —No quiero complicarte la vida.

—Lo sé… lo hiciste una vez, y con eso sobra.

—Bien… a buen entendedor, pocas palabras. Todavía no ejerzo mucha autoridad. Los criados de Trenwith aún no tiemblan cuando oyen mis pasos. Pero lograré que la vida del señorito Harry sea de tanto en tanto un poco más desagradable. Será un pequeño aporte a la causa de la amistad.

—Ese asunto está muerto y enterrado —dijo Drake—. Hace mucho que no me cruzo con ninguno de ellos. Más vale olvidarlo. Hablemos de otras cosas. Tu colegio… tus nuevos amigos…

—Mi colegio. —Geoffrey Charles bostezó—. Es un lugar bastante agradable, ahora que ya me he acostumbrado y ahora que ya no soy servidor de otros alumnos. No necesito trabajar mucho, salvo para aprender un poco de latín y griego. Mi tutor del primer año fue una bestia flageladora de traseros y un bebedor de brandy llamado Harvey. «Adelante, señor —mugía—, y bájese los pantalones». Sufrí mucho con él, pero ahora mi tutor es un viejo alegre de unos cuarenta y tantos años, a quien mi bienestar nada importa mientras yo no interfiera con el suyo. ¡Y cuando regrese tendré mi propio servidor!

Drake alzó la canasta de pescado, que estaba atrayendo las moscas, y la entró en la casa. Cuando volvió a salir, su visitante no se había movido, y tenía los ojos fijos en una mancha de la chaqueta de montar de terciopelo verde.

—Y —dijo sin alzar los ojos—, el próximo semestre tomaré amante.

Drake lo miró fijamente.

—¿Qué?

Geoffrey Charles vio la expresión del rostro de Drake, y estalló en una carcajada.

—¿Sabes lo que quiere decir?

—No estoy muy seguro.

—Una amante. Una mujer. Una muchacha. Ya es tiempo.

Drake dijo con expresión severa:

—Tenía la esperanza de que no fuera eso.

—¿Por qué no? Es… parte de la vida. Y según me dijeron, una parte no muy desagradable. Drake, ¿nunca tuviste mujer?

—No.

Geoffrey Charles bajó del muro y palmeó el brazo de su amigo.

—Perdóname. Sospecho que el buen gusto no es parte de nuestro currículum. Pero con respecto a mí mismo… bien, quizá no sea el próximo semestre, pero creo que no tardará mucho. Veré las posibilidades. Muchos alumnos de los años superiores tienen sus amoríos. Y en nuestra familia es tradición empezar temprano… veo que te he ofendido.

—No soy el guardián de mi hermano.

—¡Dios mío, bien dicho! Y ahora cambiemos de tema, ¿eh? ¿De qué podemos hablar? Oí decir que el tío Ross le birló el escaño al padrastro George, y que el padrastro George jamás los perdonará.

—¿Los?

—A Ross y a la tía Demelza.

—¿Qué tiene que ver Demelza con eso?

—Bien, sólo sé lo que oí decir una vez a mi padrastro. Parece creer (o se le metió en su dura cabeza) que este acuerdo entre lord Falmouth y lord de Dunstanville se concertó gracias a cierta intervención de tía Demelza. No se me ocurre cómo pudo ser. ¡Ni siquiera sabía que ella los conociera!

—Estuvieron visitándose el año pasado. Pero tampoco me imagino cómo pudo influir sobre dos personajes tan importantes.

—Bien… El tío George cree lo que quiere creer. Mañana, antes de que él llegue, iré a visitarlos a Nampara. Apenas conozco a mis dos primos… o lo que sean. Primos segundos, ¿verdad?

Drake había vacilado un momento, pero ahora decidió formular la pregunta.

—¿Y Morwenna? ¿La has visto?

—Sólo un momento. Después de Londres, Truro parece menos que provinciano, y yo deseaba acercarme al mar apenas pudiese convencer a mi madre. Ella, Morwenna, parecía… bien. Mejor que la última vez. Pero estaba muy atareada atendiendo a un personaje eclesiástico a quien el señor Whitworth había invitado.

Los dos callaron. Al fin, Drake habló:

—El… su hijo… ¿está bien?

—Oh, sí, es un monstruo. Será tan robusto como el padre. Y necesita mucha disciplina. El señor Whitworth es duro con todo el mundo, pero no con su hijo. Sospecho que muy pronto el niño dominará la casa. —Geoffrey Charles volvió a limpiarse una mancha imaginaria de su chaqueta—. Traté de hablar a solas con Morwenna pero no pude. Lo siento.

—No… Quizás es mejor así. —Drake miró el ceño enarcado de Geoffrey Charles—. ¿De qué sirve tratar de prolongar algo que terminó hace mucho? Ella tiene su propia vida, y bastante atareada por lo que sé. Está casada, es la esposa de un vicario y tiene un hijo. Si tratamos de revivir viejos recuerdos, sólo conseguiremos sufrir. No te agradecerá que lo intentes, y yo no debo desear que lo hagas. Aquí tengo mi propia vida y… debo pensar en eso. El pasado está muerto, Geoffrey Charles, por mucho que ello nos amargue.

Geoffrey Charles miró a uno de los Trewinnard que arrastraba una carretilla cargada de leña.

—¿Cómo sabes quién es quién?

—Jack tiene una cicatriz en la mano y otra en la rodilla.

—Entonces, ¿si los dos asoman la cabeza sobre el borde del muro, no los puedes distinguir?

—No importa. Si llamo a uno, los dos vienen corriendo.

—Drake, me alegro que digas esto acerca de Morwenna. Ahora que soy un poco mayor comprendo cuánto… sufriste entonces, especialmente ese invierno largo y oscuro. ¿Recuerdas las primaveras que solías traer? Pero todo eso pasó. Toda esa época está muerta. Haces bien en hablar así.

Drake asintió.

—De todos modos, de nuevo hemos tocado un tema muy triste. Háblame de ti y de Londres. ¿Cuánto tiempo te quedarás en Trenwith?

—Hasta mediados de septiembre. Así que nos veremos a menudo.

—Geoffrey Charles, no puedo ser como tus condiscípulos. No está en mí… hablar de las mujeres como tú lo haces. Creo que tal vez ya no perteneces a mi mundo. Después de todo, también yo soy metodista, aunque mucho menos que Sam. Vivo aquí y trabajo en mi forja… soy un artesano que se gana la vida. Pero tú eres un caballero joven —futuro señor— que va a un colegio en Londres y que después sin duda irá a Oxford o Cambridge, o lugares así. Conocerás a mucha gente y muchos jóvenes excelentes, con ideas apropiadas para su situación en la sociedad. —No pertenezco a ese mundo y jamás perteneceré.

Geoffrey Charles asintió.

—De acuerdo. Que me cuelguen, estoy de acuerdo con todo lo que has dicho. Mi caballo está inquieto, de modo que debo irme. Tienes razón, Drake. Por Dios, deberíamos tratarnos como perfectos desconocidos. Pero, Drake, espero que toda mi vida pueda pertenecer a estos dos mundos… el mundo de la gente importante y la moda, si se me acepta y, por Dios, si puedo permitírmelo. El mundo de los elegantes y las muchachas atrevidas y dispuestas, un poco de naipes aquí y allá, unas copas y el amor… Pero también, también, por Dios, pertenezco a estas tierras malditas donde mis antepasados construyeron Trenwith hace siglos, y este mundo incluye a Santa Ana y Grambler, la ruinosa iglesia de Sawle y el gruñón Jud Paynter, el predicador Sam Carne y el manco Tholly Tregirls, la dulce Beth Nanfan, la hija de Char Nanfan, y muchos, muchos otros. Pero de todos ellos, la persona a quien reclamo la confianza y la amistad más ilimitadas es al herrero Carne, del taller de Pally, en el valle que está cerca de Santa Ana. Y así están las cosas. O lo tomas, o lo dejas. ¿Qué me dices?

Saltó el muro, montó su caballo y desenganchó las riendas, pero permaneció un momento para ver qué efecto había producido en Drake el largo discurso. Drake no dijo nada, se limitó a extender las manos y durante un momento se las estrecharon fuertemente. Después, Geoffrey Charles emitió su risa quebrada, aún no del todo masculina, y comenzó a remontar el valle.

III

Más o menos a la misma hora, Dwight recibió una carta. Estaba firmada por Daniel Behenna y Dwight la miró sorprendido. Aunque muy pocas veces eran rivales, porque atendiendo a los deseos de su esposa Dwight había limitado su práctica a los distritos rurales más cercanos a Killewarren, el criterio con que los dos profesionales consideraban su tarea difícilmente hubiera podido discrepar más. Las relaciones que ahora mantenían nunca habían sido más que expresión de una helada cortesía. La carta decía así:

Señor:

Sin duda, usted recordará la ocasión, hace dos años, en la que durante cierto período usted atendió a mi paciente la señora Morwenna Whitworth, esposa del vicario de Santa Margarita en Truro. En ese momento ella sufría las secuelas de un parto prolongado y difícil. Más tarde, como usted recordará, los Whitworth prescindieron de sus servicios y volvieron a llamarme.

La señora Whitworth de nuevo está enferma, pero parece que ahora se trata de un estado de considerable desequilibrio mental, y por mi parte considero que la opinión que usted ofrezca será valiosa. Poco podemos sondear las influencias de carácter atmosférico, cósmico o telúrico que gravitan sobre el cerebro humano, y por mi parte me limitaré a decirle que si pudiéramos realizar una consulta acerca de los síntomas que esta infortunada mujer muestra ahora, tal vez obtengamos mejores resultados de que sería posible de otro modo.

Tengo el honor, señor, de manifestarme

Su seguro servidor

Daniel Behenna.

Era una carta extraña, pensó Dwight. No era el estilo natural de Behenna, a menos que su estilo natural fuese escribir cartas que contradecían su carácter. Era indefinida —el único defecto que nunca se manifestaba en el doctor Behenna— y parecía, quizá sólo parecía, pedir ayuda.

Dwight replicó:

Señor:

Me ha honrado recibir su carta del día 18. Complacido asistiré a esta paciente, en carácter de médico de consulta, y será un privilegio discutir con usted su estado, antes y después de mi visita. La única condición que formularé es que cuando vea a la señora Whitworth tendrá que ser a solas.

Si usted puede aceptar esta condición, le ruego disponga la hora y la fecha, y yo procuraré ajustarme a las mismas.

Soy de usted, señor, su obediente servidor.

Dwight Enys.

El miércoles de la semana siguiente montó a caballo y se dirigió a Truro, se reunió con el doctor Behenna en el estudio del vicario y diez minutos de tensa conversación le pusieron al tanto de los hechos. Después, fue conducido a la habitación del primer piso donde la señora Whitworth le esperaba.

Morwenna, los ojos llenos de lágrimas, lo recibió como se recibe a un amigo muy querido, tomando entre las suyas la mano del médico. Apenas sonrió, pero lo hizo con una sonrisa luminosa, la misma que a veces ella solía usar, y le indicó la silla donde podía sentarse mientras conversaban.

Hablaron unos cuarenta minutos. En cierto momento, Morwenna rompió a llorar, pero se contuvo rápidamente, se disculpó, se sonó la nariz y se manifestó dispuesta a contestar la pregunta siguiente. Dwight advirtió que se mostraba más vehemente de lo que él la había conocido jamás, y que a veces sus ojos parecían extraviarse. Pero respondió a todas las preguntas del médico, incluso a las que encerraban algún ardid, y lo hizo con prontitud y certidumbre. Cuando no hubo nada más que preguntar, Dwight practicó un examen, le tomó el pulso, le auscultó el corazón y los pulmones por delante y por detrás, levantó los párpados, le ordenó que mostrase la fuerza del apretón de cada mano y el movimiento de las piernas; examinó las uñas, el cuero cabelludo, las venas y los tendones del cuello. Después, le estrechó gravemente la mano, le dirigió una sonrisa tranquilizadora, cerró su maletín y salió.

En el salón de la planta baja le esperaban su colega y el vicario. Era un momento difícil para el señor Whitworth. A Dwight Enys le desagradaba profundamente el clérigo, y esa antipatía se había visto confirmada durante el período en que el médico había asistido a Morwenna. Osborne se había sentido muy aliviado cuando, atendiendo a su propia salud, el doctor Enys había dejado de visitar a los pacientes que vivían en Truro. Ossie había abrigado entonces la esperanza de no verlo nunca más, y menos aún en su propia casa y emitiendo opinión médica acerca de su propia esposa. Ossie estaba muy irritado con Behenna y olvidó pronunciar su sermón de elogio a los médicos. Behenna había examinado tres veces a Morwenna —tres visitas que sin duda habría que pagar— sin comprometer una opinión definitiva en ningún sentido. Comprendía perfectamente la importancia de la queja del señor Whitworth, que reconocía que la señora Whitworth mostraba una condición mental muy inestable, pero afirmaba que él no estaba en condiciones de redactar la carta definitiva que Ossie le pedía si no contaba con la opinión de otro médico que apoyara la suya.

A juicio de Osborne todo eso era mera tontería, sobre todo viniendo del hombre de carácter fuerte que era Behenna. El nombre del médico a quien debía invitarse para que respaldase dicha opinión le pareció tan desagradable que el vicario casi renunció del todo a la idea. Persistió únicamente porque estaba convencido de la virtud y la justicia de su causa.

Y en eso estaban ahora: dos médicos y un marido, los tres con aire grave, de pie entre los altos muebles, comentando la condición mental de la joven alta y morena que esperaba angustiada en la habitación del primer piso.

—Doctor Behenna, señor Whitworth, como ambos están aquí presumo que desean que me dirija a ambos —empezó Dwight—. He examinado a la señora Whitworth y he conversado con ella. Habría preferido un examen más prolongado, pero no creo que ello hubiese influido en el resultado. Señor Whitworth, veo que su esposa se encuentra en un estado de intenso nerviosismo, muy emocional y desagradable. Es evidente que padece una tensión prolongada y no me atrevo a afirmar que en el futuro no llegue a… por lo menos, a cierta inestabilidad emocional. Pero por el momento me parece absolutamente cuerda. En el breve lapso de que disponía hice todo lo posible para descubrir síntomas de alucinación, catalepsia, folie circulaire, melancolía mórbida, manía inhibitoria, incapacidad para concentrarse, o cualquier otro indicio de que esté perdiendo la razón. No hallé nada de todo eso.

El único sonido en el cuarto fue la respiración pesada de Ossie.

—¿Y eso es todo lo que puede decir?

—No. No todo. En mi opinión, su salud física es mejor que lo que era hace dos años. Me refiero a su salud física. Pero es evidente, vicario, que usted tiene una esposa que padece ciertas neurosis, y que en ese sentido debe considerarse una mujer de salud delicada. Quizá siempre mantenga ese estado. No lo sé. Pero es evidente que necesita atención… bondad… consideración…

—¿Sugiere que no recibe nada de todo eso?

—No sugiero nada. El hecho de que su salud física sea mejor que hace dos años puede indicar que el cuidado que usted dispensó a su bienestar no ha sido inútil.

El doctor Behenna extrajo su pañuelo y se sonó la nariz.

—¿Y qué me dice de sus amenazas de asesinar a nuestro hijo? —dijo Ossie.

Dwight desvió los ojos hacia el jardín, donde los árboles se inclinaban hacia las aguas del río.

—¿Hizo algo para dañar al niño?

—¿Negó haber formulado tales amenazas?

—No…

—¡Y bien! —dijo Ossie.

—Comprendo su dilema, señor Whitworth, y simpatizo con él. Pero ¿no le parece que es el tipo de amenaza que probablemente nunca ejecutará?

—¿Cómo puedo saberlo? La existencia misma de esta amenaza, a mi juicio, demuestra su locura, demuestra que en realidad es una mujer perversa. Le recordaré, como recordé al doctor Behenna, que la Iglesia ve en la locura el juicio de Dios que recae sobre los malvados. Cristo rechazó a los espíritus perturbados y los expulsó. El hombre bueno o la mujer buena no están expuestos a tales extravíos.

—Señor Whitworth, no estoy en condiciones de discutir sobre teología con usted, pero le recuerdo que esa teoría se ha visto recientemente muy afectada por la dolencia del rey y por el hecho de que su perturbación mental obligó incluso a aplicarle una camisa de fuerza —contestó Dwight—. Según oí decir, después se recuperó muy bien. Pero creo que todos considerarían una doctrina subversiva sostener que la locura del rey ha sido el castigo infligido a sus pecados.

Ossie guardó un hosco silencio.

Behenna, que temía que su propio futuro como médico de los Whitworth estuviera amenazado, intervino para decir:

—Doctor Enys, como sin duda usted sabe, el problema es que la señora Whitworth niega al señor Whitworth el ejercicio de sus legítimos derechos conyugales y profiere esa amenaza cada vez que él intenta ejercerlos. Ni legal ni moralmente ella tiene excusas para proceder así. El sacramento religioso los unió en santo matrimonio. Nadie puede separarlos. Y una esposa no puede negarle al marido lo que le prometió en el acto del casamiento.

Ossie se lamió los labios.

—¡Exactamente!

Dwight lo miró, y su mirada no era muy amable.

—Usted usa esas palabras, esas palabras… neurosis y todo lo demás —intervino Ossie—. ¿No piensa que yo también sufro? ¡Contradice la voluntad de Dios que continúe una situación así!

—Señor, en eso concuerdo con usted —dijo Behenna.

—Doctor Behenna, no niego la realidad del problema. Ni intento restarle importancia. Pero ¿puede nuestra profesión resolver este problema? Se nos pregunta si aceptamos escribir una carta confirmando la opinión del señor Whitworth en el sentido de que su esposa es incurable, y por lo tanto debe ser encerrada. Mi respuesta es negativa; y la suya sin duda confirmará lo que yo digo. Aunque la encuentre muy tensa, la señora Whitworth está tan cuerda como la mayoría de las mujeres a las que veo diariamente… y en general, me parece incluso más encantadora. No es asunto de nuestra incumbencia dictaminar acerca del éxito o el fracaso de un matrimonio… gracias a Dios, pues personalmente veo muchos en la misma condición. Señor —dijo como volviéndose hacia Ossie—, no puedo ayudarle. Ni lo haría, si en ese sentido pudiese hacerlo. Quizá mi educación sea diferente, pero de todos modos creo que si un marido no puede conquistar a su esposa apelando a la bondad, la simpatía, las pequeñas atenciones y las demostraciones de amor, tiene que prescindir de ella. Si esa no es su opinión, yo no puedo modificarla. Pero es un dilema que usted mismo debe resolver.

Recogió su maletín e inclinó la cabeza en señal de despedida a los dos hombres.

—Veo que mi caballo está esperando, de modo que no los retendré más tiempo.

Se retiró. El doctor Behenna salió cinco minutos después. El señor Whitworth jamás predicó el sermón acerca de la excelencia y el valor de los médicos.

IV

Más o menos por esa época, sin que los habitantes de Cornwall tuviesen conocimiento del hecho, aunque eran más importantes para su futuro que los Ross Poldark o incluso los lord de Dunstanville de su mundo, dos hombres se mostraban muy activos en el Mediterráneo. Uno de ellos, un general francés, había desembarcado con sus tropas en Alejandría, y después de ocupar la ciudad había derrotado a los mamelucos apoderándose del Cairo. Era un hombrecillo que vestía un uniforme mal cortado y peor conservado, con los cabellos escasos y desordenados que le caían sobre la frente como si acabara de levantarse de la cama. Un hombre con una nariz huesuda y prominente, una boca dura, los ojos penetrantes, una tez cetrina que con mucha frecuencia aparecía desfigurada por una dolencia de la piel, y un francés con evidente acento corso. Un hombre a quien su ejército adoraba y a quien estaba dispuesto a seguir hasta los confines de la tierra. El otro era un almirante inglés, un individuo de constitución frágil y enfermiza, los cabellos color arena que ya encanecían, que había perdido un ojo cuatro años antes y un brazo el año anterior, que ahora necesitaba que le cortasen la comida y que a menudo agitaba el muñón del brazo cuando estaba excitado o irritado. Después de muchas marchas y contramarchas había vuelto por segunda vez a las cercanías de Alejandría para ver los mástiles de la flota francesa en las bocas del Nilo y en los canales cercanos a la isla de Abakir. Era un hombre a quien sus marineros adoraban y por quien estaban dispuestos a ir hasta los confines de la tierra. Ambos personajes, o por lo menos parte de las fuerzas que ellos mandaban, se disponían a librar una batalla de cuyo resultado dependería el futuro de la mayor parte de Europa y África del Norte, e incluso de Asia.