Capítulo 6

Ross había visitado varias veces a Dwight y Carolina, y había conocido y admirado a la pequeña Sara, una niña ciertamente pequeña, de rostro pálido, pero expresión inteligente y vivaz. Carolina comentaba que la naturaleza compensaba la estatura de la madre con una hija que era un pigmeo. Dwight dijo que estaba dispuesto a apostar que a la edad de cuatro meses Carolina no era más grande; y, ciertamente, no tenía tan buen carácter. Carolina replicó:

—Se equivoca, doctor Enys, mi carácter ha empeorado desde que me casé.

Pero hasta donde uno podía percibir sus verdaderos sentimientos, detrás del aire de frivolidad defensiva, parecía sentirse feliz con su maternidad ya que dedicaba mucho tiempo a la niña, lo cual la llevaba a descuidar, como ella misma decía, «los caballos y otras cosas más importantes».

Dwight tampoco se sentía muy bien, pero se imponía el cumplimiento de sus obligaciones de médico. A veces se hubiera dicho que lo que decaía no era tanto su salud sino su ánimo. Tan pronto pudo conversar a solas con él, Ross abordó el tema.

—Carolina también me apremia —dijo Dwight—. Me acusa de ser un pesimista nato, lo cual no es cierto; pero creo que en mi profesión es necesario prever de qué modo puede evolucionar una enfermedad y si es posible tratar de impedir un desenlace fatal. Si sé que un niño afectado de sarampión puede contraer neumonía, como ocurre a menudo, y morir a consecuencia de la enfermedad, ¿soy pesimista cuando recomiendo que se trate al niño del modo que mejor pueda evitarse la complicación?

Regresaban a caballo desde Truro, después de haberse encontrado por casualidad a kilómetro y medio de distancia. Dwight había ido a inspeccionar los progresos de la construcción del nuevo Hospital de Mineros que ahora estaba levantándose cerca de la ciudad. Ross regresaba de una comida con su amigo y banquero Harris Pascoe, y como de costumbre, el anfitrión y su invitado habían tratado de resolver los problemas del mundo.

—Desde el punto de vista financiero —había dicho Pascoe— Inglaterra está mejor, o por lo menos, el gobierno está mejor que hace un año. ¡Esas importantes donaciones de la nobleza y las casas de comercio para solventar la prosecución de la guerra! El duque de Marlborough dio 5000 libras esterlinas. El municipio de Londres 10 000. Y tres casas de comercio de Manchester —¡sólo tres!— suscribieron 35 000 libras. Las suscripciones voluntarias ya se elevan a medio millón. Eso alivia la carga de Pitt.

—Parecía enfermo cuando pronunció el último discurso en la Cámara.

—Creo que su romance naufragó. Abrigaba la esperanza de desposar a la señorita Aden, pero el asunto tomó mal sesgo. Algunos dicen que estaba tan escaso de dinero que careció del valor necesario para declararse. Bien… a veces la integridad es muy costosa. Un hombre que ha sido primer ministro del país durante tantos años…

—Irlanda es un problema terrible —dijo Ross—. ¡Qué embrollo! Persecución, insurrección, conspiración, traición. La historia de nunca acabar.

—Y entretanto, desearía saber adonde fue el general Bonaparte.

—Probablemente a Oriente.

—Pero ¿adónde? ¿A Egipto?

—Es posible. O quizás ha puesto los ojos en la India.

—Ross, ¿lamenta haber aceptado la representación de Truro?

Ross frunció el ceño.

—No lo lamento. Todavía no. Pero… estoy inquieto.

—¿Acaso usted jamás fue un hombre sereno?

—Bien… son muchas las necesidades humanas y lento el proceso encaminado a satisfacerlas. Por supuesto, me refiero a las necesidades esenciales… incluso ahora, cuando libramos una guerra por nuestra existencia misma. Harris, creo que terminaron los tiempos en que una nación combatía contra otra sin afectar a la masa de habitantes. Ahora, y sobre todo después de Carnot, la guerra es una palabra que afecta a todo el mundo. Inglaterra y todos sus habitantes luchan contra Francia y todos sus habitantes; por eso es más importante que nunca que los pobres y los desposeídos sientan que no se les olvida ni descuida. Son una parte de Inglaterra, como lo son los nobles y las casas de comercio.

Harris miró el color del vino que llenaba su vaso.

—Producto francés —dijo—. Otrora los veíamos como una nación de malditos papistas. Ahora, consideramos que son ateos revolucionarios. Desearía saber qué diferentes son en realidad de nosotros mismos. ¿Pudo conseguir monedas de plata esta mañana en Truro?

—No. Nada.

—La gente ha comenzado a atesorar la plata. Es imposible seguir el paso de los acontecimientos. ¿Vio esos… duros españoles, convalidados por la Casa de Moneda, con la efigie de nuestro propio rey estampada sobre la anterior?

—Me ofrecieron uno, pero lo rechacé.

—No necesita hacerlo. Tienen circulación legal. A cuatro chelines y nueve peniques cada uno. Pero sospecho que desaparecerán, como las restantes monedas. ¿Cree que su mina agotará la riqueza de mineral con la misma rapidez con que la prodigó?

Ross sonrió.

—Le mantendré bien informado. Aún seremos ricos un año o dos. Y quizá mucho más. Hacia el norte hay una excelente veta, apenas explorada. También ordené que reanudaran el trabajo en dirección de la Wheal Maiden.

—Ross, por ahora usted dispone de un importante saldo en cuenta… cerca de cuatro mil libras esterlinas. ¿Ha pensado en invertir algo en Consolidados? La semana pasada subieron a 71.

—Es agradable que esa suma esté disponible en su banco. Estoy buscando actividades que me interesen, como el astillero de Blewett en Looe; o los hornos de Daniell. Cuanto más extiendo mis intereses, mejor me defiendo de los caprichos de la Wheal Grace.

—Ahora que usted es miembro del Parlamento, su nombre es influyente. Oh, no tuerza el gesto, así es, le agrade o no. Habrá muchos interesados en unir su nombre con el de Poldark en diferentes empresas.

—Seré como una heredera rica… suspicaz de las intenciones de mis pretendientes… En serio, Harris, ¿cómo está mi primo?

—¿Quién? ¿Saint John Peter? —Pascoe se encogió de hombros—. Engaña a mi hija.

—Qué estúpido. Habría que darle unos golpes. ¿Qué puede hacerse con gente así?

—Esperar a que se conviertan en viejos estúpidos. John dice muy poco, pero me llegan rumores.

—¿Aún mantiene relaciones con el banco de Warleggan?

—Sí, pero casi no ha tocado el dinero de Joan. Supongo que ha concertado con ellos un acuerdo personal. Pero no conozco los detalles.

Ross gruñó, en una expresión de desagrado.

—Ojalá yo pudiese influir sobre él. Pero el razonamiento nunca fue una cualidad importante de mi primo. Quizá si hablara con el padre…

—No creo que de ese modo consiga nada. Saint John siempre habla de su padre con muy escaso respeto.

Ross volvió a gruñir, y se hizo el silencio entre ambos.

—A propósito de los Warleggan…

—¿Hablábamos de ellos?

—En cierto modo. Felizmente, aún no me he cruzado con George. ¿Imagino que está en Truro?

—Oh, sí. Todos están aquí. Creo que George está utilizando su dinero para volver al Parlamento.

—Demonios… ¿Con la ayuda de Basset?

—No, no. George ha venido comprando propiedades en San Miguel; un arreglo con sir Christopher Hawkins. Carezco de detalles, pero creo que es probable que un número importante de propiedades cambie de mano.

—De ese modo tendrá un interés creado en un distrito, pero ¿y los diputados en ejercicio?

—Ellos son un nombre llamado Wilbraham y cierto capitán Howell. Estoy seguro de que Warleggan abriga la esperanza de que alguno de ellos renuncie. No es imposible, si ofrece una suma apropiada.

Ross estiró las piernas.

—Debo irme, Harris. ¿Por qué nunca viene a vernos? Es la misma distancia en un sentido y en el otro.

—Casi siempre tengo que estar aquí —respondió Pascoe—. Mis socios no se ocupan del banco, y como usted sabe yo había confiado en que el marido de Joan interviniese activamente; pero como también sabe, considera que la actividad bancaria es usura y no quiere saber nada del asunto.

Descendieron a la planta baja. El banco estaba muy atareado con los clientes que acudían a la ciudad para intervenir en las compras y las ventas del mercado. Pascoe abrió la puerta lateral.

—George —dijo Ross, poco antes de partir—. ¿No hay modos menos costosos de obtener un escaño?

—Oh, sí. Pero seguramente desea acabar controlando los dos escaños de San Miguel. Y después, quizá pueda ampliar su influencia. Si controla diputados y puede ponerlos a disposición del gobierno, estará en condiciones de pedir favores. Pitt es muy escrupuloso en su vida personal, pero no vacila en comprar el apoyo que necesita para desarrollar su política.

—No siga —comentó Ross—. Tengo el estómago delicado.

II

Y así, poco después encontró a Dwight, y juntos cabalgaron de regreso al hogar, soportando las ráfagas de viento y los ocasionales jirones de bruma. Junio había sido un mes húmedo. El sol se ocultaba casi siempre a causa del viento del suroeste que empujaba interminables doseles de nubes. A Demelza le hubiera gustado saber de dónde venía todo eso. Se preguntó si alguien se ocupaba, más allá del horizonte, en fabricar nubes.

Así, en vista del tiempo tan desagradable, quizá no podía sorprender que Dwight pareciera más silencioso y retraído que nunca. Ross no veía en ello ningún inconveniente: el aire limpio parecía más fresco después del hedor de Londres. Necesitaba sol para el heno y vientos más secos que evitaran el ataque del añublo a sus patatas; pero no estaba de humor para quejarse.

Ahora, Dwight dijo:

—¿Cómo va todo entre usted y Demelza? ¿Bien?

—¿Qué? ¿No debería ser así?

—Bien, Ross, soy su amigo más íntimo además de su médico, y por eso me atreví a preguntar… sé que el año pasado hubo momentos difíciles. No deseo parecer entrometido.

Ross sofrenó su caballo.

—Si por momentos difíciles se refiere a la pasión de Demelza por el teniente Armitage… bien, sí, concedo que fueron difíciles. ¿Qué puede hacerse para luchar contra un joven valeroso y en muchos sentidos admirable, pero enfermo… mortalmente enfermo según se vio después, que intenta, y logra o fracasa… no lo se… convertirlo a uno en cornudo? ¿Y qué puede hacerse con una esposa cuya fidelidad hasta aquí había sido absoluta, cuando uno la ve como un arbolillo joven azotado por un huracán, que se dobla hasta el suelo, y quizá sale volando, arrancado de raíz?

—Oh… no estoy seguro de que…

—Pero ¿quizás usted sabe más que yo? Carolina fue la única confidente de Demelza.

Dwight sonrió y se encasquetó más firmemente el sombrero.

—Ross, todos mantenemos relaciones muy estrechas. Incluso diría que relaciones peculiares. A veces, me parece que usted conoce a Carolina mejor que yo. En vista de la situación, ¿cree por un instante que la confidencia que Demelza le hizo podría jamás llegar a mis oídos?

Ross asintió.

—Dwight, hay que reconocer que un hombre celoso es suspicaz.

—Armitage ha muerto. Para bien o para mal, todo ha concluido. Ya no existe. Ross, conserve lo que tiene. Es un hombre afortunado. Y sobre todo, olvide. Si permite que la herida se encone…

—Vea, a pesar de todo —pues mucha gente cree que somos la pareja más feliz— mi relación con Demelza nunca fue muy serena. A lo largo de once años hemos sobrevivido a toda una serie de tormentas… y quizá pueda afirmarse que en la mayoría de los casos la culpa es mía. Ahora, debemos tratar de capear una tormenta provocada por ella.

—Lo cual siempre es más difícil.

—¿Verse ofendido más que ofender? Por supuesto. Si formulamos así el problema, tendré que sentirme avergonzado. Pero uno no siempre se comporta racionalmente. Los sentimientos se originan en las profundidades de nuestras entrañas… y dominarlos exige control, un control férreo de la lengua, los ojos e incluso los pensamientos…

Habían llegado al punto en que los caminos se separaban; Dwight debía doblar hacia la izquierda, en dirección al declive donde se alzaba el molino de John Jonás, con los cuatro cottages en la loma vecina y la chimenea de una mina clausurada apuntando al cielo; después debía salvar un kilómetro y medio de páramo para llegar a Killewarren. Ross continuaba en línea recta hasta la encrucijada de Bargus, y de allí seguía en dirección a Grambler y a Nampara.

—Dwight, hemos conversado de mis problemas, y creo que no nos ocupamos mucho de los suyos.

—¿Por qué dice eso?

—Hace un momento me dijo: «Usted es muy afortunado». Aun suponiendo que sea la verdad, percibo allí un significado especial.

—Oh, creo que aludí a una posible comparación con la mayoría de mis pacientes, los ricos y los pobres. Forman un grupo lamentable que me llevan a pensar que la salud es la primera condición de la vida. Si no hay salud… el resto nada significa.

—Bien, supongo que si son sus pacientes, cuando le llaman es porque están enfermos. Por mi parte, conozco a mucha gente sana. Por supuesto, la salud es una necesidad esencial que quienes la poseen no la aprecian hasta que la pierden. Pero se diría que esto tiene una sugerencia personal. ¿No es así? Usted me dijo que su salud no es del todo mala. De lo cual deduzco, Dwight, que el problema es otro.

En la bifurcación del camino ambos habían sofrenado los caballos. Sheridan, la montura de Ross, se mostraba inquieta y deseosa de volver a casa.

—Quizás en otra ocasión podamos hablar de ello —dijo Dwight.

—No tengo prisa. Descendamos un momento. ¿Se trata de algo en lo que pueda ayudar?

—No… —Dwight palmeó el cuello de su caballo—. No hay necesidad de desmontar. Puedo decírselo en pocas palabras si desea oírlo. Sara no vivirá.

Ross lo miró.

—¿Qué?

—¿No observó que la niña tiene un leve matiz azulino en los labios? Es poco visible, pero como soy médico además de padre, no me pasó inadvertido. Nació con un defecto congénito del corazón. Un soplo. Quizás incluso una perforación… no lo sé… y no puedo saberlo.

—Dios mío —dijo Ross—. ¡Dios mío, Dios mío!

Dwight entrecerró los ojos y miró el cielo incoloro.

—Cuando uno ve, como yo veo, centenares de niños traídos al mundo en la pobreza, la sordidez y la privación, muchos con la ayuda de una torpe partera que maltrata a la madre, que muerde el cordón con los dientes y da al niño unas gotas de gin para calmarlo, y todos, o casi todos, por lo menos durante los primeros meses de vida, y al margen de lo que ocurra después, casi siempre se desarrollan perfectamente, es muy extraño contemplar la paradoja de una niña rica, asistida por su propio padre y criada con todo el cuidado y toda la atención que se dispensan a una princesa, una niña que tiene un defecto, y un defecto que no puede curarse ni siquiera apelando a toda la destreza adquirida por el hombre.

Era un discurso largo, y lo pronunció con tal fluidez que Ross comprendió que su amigo lo había pensado, con las mismas palabras u otras análogas, noche y día durante los últimos meses.

—Dwight, no sé qué decir. Imagino… ¿Carolina no sabe nada?

—No. No puedo decírselo. He pensado hacerlo de diferentes modos. Hablarle con circunloquios, o escribirlo. Es imposible. La vida debe seguir su curso.

Ross tiró bruscamente de las riendas para aquietar a Sheridan. El caballo sacudió la cabeza y de su boca brotó un hilo de espuma.

—No debe decírselo a Demelza. No temo que ella hable, pero se le leería en la cara, —dijo Dwight.

—Dwight, esto es lo peor que nos ha ocurrido… a los cuatro… desde la muerte de Julia. Pero, perdóneme… mis conocimientos de medicina son sumamente limitados. ¿Es posible tanta certeza?

—Sí… desgraciadamente. En todo caso, nada es seguro en esta vida, pero pocas cosas podrían ser más seguras que lo que acabo de afirmar. Ya vi la misma enfermedad media docena de veces… en realidad con más frecuencia cuando era estudiante en Londres. Es fácil descubrir la dolencia. Se aplica el oído al pecho del niño. El latido cardíaco normal es un suave tump-tump. El corazón de Sara late hush-hush.

—Dwight, permítame acompañarlo un trecho.

—Si lo desea. Pero no hasta Killewarren, pues Carolina se extrañará si no entra. Y la expresión de su rostro en este momento lo traicionaría.

Ross se pasó por la nariz el guante de montar, y los dos jinetes avanzaron lentamente hacia el molino de Jonás. Sheridan rehusaba alejarse de su establo.

Después de un rato, Ross dijo:

—Pero la niña parece… vivaz, despierta, en general muy bien. ¿No hay otros síntomas?

—Todavía no. Y quizá no aparezcan. Ross, se trata sencillamente de esperar la primera infección. Puede ser este año o el próximo; en todo caso, su corazón no dispondrá de recursos para afrontarla.