Capítulo 5

Esa semana llegó a Cornwall la noticia de una incursión realizada contra la ciudad de Brujas. Según la versión inglesa, se habían destruido las esclusas del puerto, volado edificios y destrozado barcazas de invasión. A pesar de su debilidad, a veces Inglaterra podía intentar gestos de desafío. El joven clérigo Sydney Smith declaró que a su juicio la guerra entre los ingleses y los franceses ya no era un enfrentamiento ocasional, sino la expresión de una antipatía natural entre ambas razas, semejante a la que existía entre la comadreja y la rata. No especificó cuál era, en su opinión, la distribución de papeles en su analogía.

En febrero, el Directorio había ordenado al general Bonaparte que inspeccionara la flota invasora, con la esperanza de dirigirla contra Inglaterra; pero después de observar el fracaso de Hoche el año precedente, y de tomar nota de lo que había ocurrido cuando las flotas combinadas de España y Holanda se enfrentaron a los británicos, Bonaparte había rechazado la idea por entender que eran excesivos los riesgos. En cambio, se había dirigido de nuevo al sur; y en Inglaterra nadie sabía exactamente a dónde. Pero poco antes de que Ross saliera de Londres, llegó la noticia de que el general Bonaparte estaba en Marsella reuniendo una flota y un ejército.

Después llegó a Inglaterra un informe secreto, de acuerdo con el cual había partido de Marsella una gran flota en la que había embarcado el general; eran 180 barcos y llevaban 1000 cañones, 700 caballos y 17 000 hombres de las mejores tropas francesas. Por otra parte, el almirante Nelson, ascendido poco antes y beneficiado con un título de nobleza, estaba al mando de una flota enviada al Mediterráneo durante el otoño, pese a que entonces el temor de una invasión era particularmente intenso. Era una iniciativa audaz, incluso temeraria, que había suscitado la oposición de los almirantes. Pero había prevalecido la voluntad de lord Spencer. Podía considerarse ahora que había sido una decisión afortunada si las dos fuerzas se encontraban en algún lugar del Mediterráneo. Se había despachado una fragata para que informase al almirante de los movimientos del enemigo.

Esta información podía atenuar el temor de una invasión inmediata a Cornwall, pero no lo eliminaba del todo, pues Hoche aún estaba cerca y Francia disponía de la fuerza necesaria para organizar dos expediciones simultáneas. Mientras estaba en Londres, Ross había ido a inspeccionar los preparativos realizados para enfrentar al invasor en Sussex y Kent. Si los franceses desembarcaban, debían adoptarse medidas drásticas con el fin de retirar o destruir todo lo que ellos pudiesen capturar. Ross llegó a la conclusión de que en Cornwall no se realizaban preparativos suficientes del mismo tipo y decidió explicar su opinión a los grupos locales de Voluntarios y Vigilantes.

En junio se celebró una reunión de otro carácter en el seno de la familia Warleggan. Nicholas, padre de George, tenía problemas de salud desde hacía tiempo y salía cada vez menos de su propia casa. Por lo tanto, la administración y la dirección de los intereses de la familia dependían totalmente de George. Su tío Cary se ocupaba de la administración cotidiana e intervenía más activamente en el desarrollo de las empresas; pero, en general, George decidía la política comercial a seguir.

Era un día nublado, cálido y húmedo; en Truro, a orillas del río, con sus brumas, el clima era sofocante. Nicholas entró cojeando en el despacho principal del banco y trató de reasumir el mando abandonado un año antes. George le ofreció un resumen de lo que se había hecho y Cary, traspirando levemente bajo su sombrero, suministró detalles y cifras complementarias cuando Nicholas las pidió.

Poco después Nicholas, los ojos fijos en el libro mayor que tenía frente a sí, dijo:

—George, has estado realizando importantes transacciones personales. Dieciocho mil libras esterlinas en las tres últimas semanas. ¿Puedes decirnos a qué actividad las consagras?

George sonrió:

—No es precisamente una actividad comercial, padre, sino una inversión con vistas al futuro. Mi futuro.

Cary se arregló la chaqueta lustrosa y dijo:

—Nicholas, una inversión muy dudosa. Sí, muy dudosa. Una inversión destinada a promover el prestigio personal, si uno puede aventurarse a decirlo así.

George miró objetivamente a su tío, como si entre ambos no hubiera existido ningún parentesco.

—Padre, he estado comprando propiedades. En San Miguel. Algunas casas. Granjas. Una casa de postas.

—En ruinas —dijo Cary—. Todo eso se cae de viejo.

—No es exactamente así.

—¿Pero esta suma tan importante…?

—A causa de un estúpido e inmoral acuerdo entre dos de nuestros supuestos nobles, el año pasado perdí mi escaño en el Parlamento. Lo sabes bien, querido padre, pues luchaste conmigo hasta el final; y así, nuestro amigo Poldark ocupó mi escaño. Bien… eso no tiene remedio. A menos que contratemos asesinos para que lo maten no podremos quitarle su puesto. Pero no veo motivo para verme privado de un lugar en el Parlamento durante mucho tiempo. Me agradó la experiencia. Esos privilegios están en venta. Y yo compro.

—No compras un escaño —dijo Cary—. Un distrito. Puedes obtener un puesto por dos o tres mil libras esterlinas. Si intentas comprar un distrito, para lograrlo pagarás cinco o diez veces más.

—En efecto —dijo George—. Pero ¿quién vende un escaño poco después de una elección? La vida es corta y no deseo esperar. Si soy dueño de un distrito puedo controlar la situación. También puedo dispensar protección: un curato a este, la designación de otro como funcionario de aduanas, un contrato lucrativo a un tercero. Es influencia y poder de otra clase.

—San Miguel es el tipo de distrito donde votan los que pagan impuestos, ¿verdad? —observó Nicholas—. Por lo que sé, es difícil y caro controlar esos distritos. George, los costos no terminan cuando uno compra la propiedad; continúan indefinidamente. La gente, es decir, los votantes, tienden a formar grupos y a venderse al mejor postor.

—Soy rico —dijo George—. Puedo permitirme pagar. Ese individuo, Barwell, ganó una fortuna en la India y también él está dispuesto a pagar sus propios caprichos. Mi fortuna se originó en el mismo condado en que nací y me propongo representarlo. Y eso es todo, querido padre, eso es todo.

—En efecto —dijo Nicholas, que contemplaba con ceño hosco las cuentas—. No discuto tu derecho a gastar como te plazca este dinero. Y apoyo tu intento de volver al Parlamento. Mientras estes atento a los riesgos…

—Creo que lo estoy. Sir Christopher Hawkins me explicó bien el asunto.

—¿Es quien te vende las propiedades?

—En parte. En otros casos, se ocupa de negociar la venta.

—¿Conoces esa letrilla acerca de Hawkins y su casa? Estuvo circulando hace más o menos un año —dijo Cary.

Un gran parque sin venados,

una gran bodega sin bebidas,

una gran casa sin alegría,

así vive sir Christopher.

Cary emitió una risita malévola.

—Sea como fuere, nos conviene tenerle de amigo —dijo Nicholas—. Hemos discutido con los Boscawen —me temo que irreparablemente— y estamos en términos menos amistosos que antes con Basset… Hawkins será un aliado necesario en las altas esferas.

—Lo tengo muy presente —dijo George.

Durante un momento no pudieron continuar conversando porque Nicholas tuvo un acceso de tos. Cary miró a su hermano con una expresión parecida a la de un buitre.

—¿Probaste el té de caracoles? —preguntó—. El último invierno, cuando me atacó la gripe y tenía el pecho muy mal, conseguí buenos resultados. Eso, y el alcanfor detrás de las orejas.

George alcanzó una copa de vino a su padre y este sorbió la bebida.

—Por Dios —dijo Nicholas—, jamás en la vida padecí de los bronquios… hasta que fui a Trenwith, cuando nació Valentine. Sufrí un enfriamiento en ese dormitorio cruzado por corrientes de aire, y creo de veras que esa vieja bruja, Agatha Poldark, me echó un maleficio cuyos efectos aún sufro.

—Agatha nos echó el maleficio a todos —dijo George con acritud—. Incluso a Valentine. Si tenemos otro hijo, me ocuparé de que nazca aquí o en Cardew.

Nicholas se enjugó los ojos con un pañuelo rojo.

—¿Hay novedades en ese sentido?

—No dije eso.

—De todos modos, hijo, un niño no basta para asegurar la herencia. Sería mejor…

—Yo basté —dijo secamente George.

—Hablando de la herencia —dijo Cary, mientras jugaba con la pluma de escribir—. Supongo que ambos sabéis que la enfermedad de Nat Pearce está mostrando una tendencia pútrida, y que el cirujano le da pocas semanas de vida.

Nicholas movió la cabeza y suspiró.

—El viejo Nat. ¿De veras? Caramba, apenas tiene tres años más que yo. Lo conozco desde que yo tenía veinte años. Su padre también fue abogado, pero murió joven, y Nat heredó el estudio cuando apenas había empezado a trabajar. —Se limpió la boca y volvió a toser—. Por supuesto, entonces era socialmente muy superior a la gente como yo. Ha pasado mucho tiempo. No teníamos, ni mucho menos, la riqueza que ahora hemos acumulado, y sin embargo no son más de cuarenta años.

—Las cosas han cambiado mucho —dijo Cary—. Ahora, somos los dueños del señor Nathaniel Pearce.

—Mucho será el beneficio —intervino George—. Está comido de deudas.

Cary se escarbó la nariz y examinó con cuidado las muestras extraídas de su apéndice nasal.

—Sobrino, si tú puedes gastar tu dinero comprando a elevado precio propiedades en ruinas para agregar dos letras a tu nombre, yo también puedo ser extravagante a mi modo. Me precio de saber más que nadie acerca de esta ciudad y de las actividades de sus habitantes, y tengo motivos para conocer muy bien los asuntos del señor Pearce. Y te aseguro que cuando el señor Pearce fallezca ciertas personas de esta ciudad se sentirán muy impresionadas… sobre todo cuando salgan a luz los detalles de todos sus asuntos.

George entrecerró los ojos.

—No me habías dicho nada. ¿Quieres decir que estuvo usando en beneficio propio parte de los capitales que se le confiaron?

—Eso quiero decir.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo él mismo? ¿Los Boscawen están comprometidos en eso?

—Lamentablemente, sospecho que no es así. O en proporción muy reducida. El señor Curgenven, que administra los asuntos de Boscawen, vigila muy de cerca todas las transacciones, legales y mercantiles. Pero hay otros.

—¿Quienes?

—Por ejemplo, el fideicomiso Aukett. Cuando la señora Jacqueline Aukett falleció, dejó tres nietos menores de edad y se designó al señor Pearce administrador. También el fideicomiso de la familia Trevanion. Y otro relacionado con Noakes Peto y sus fábricas…

Se hizo el silencio. La respiración de Nicholas parecía una marmita en la que el agua comenzaba a silbar.

—Tío Cary, ¿no te muestras un tanto selectivo? —dijo George—. ¿Es casualidad que todas las personas que mencionas utilizan los servicios del banco de Pascoe?

—No es casualidad —dijo Cary—. No es casualidad. Pues en estos casos el banco de Pascoe, o el propio Pascoe, ha participado de los fideicomisos.

Nicholas cerró el libro y con sus anchos dedos tamborileó sobre la tapa.

—Cary, ¿no supondrás que en todo esto hay riesgos para el banco de Pascoe?

—No supongo ni dejo de suponer. Dependería de la presión que pueda ejercerse en el momento adecuado. No olvidéis que tengo en mi poder al yerno de Pascoe.

—Sé que aún usa nuestro banco, pero no conozco los detalles —intervino George.

—Poco después de casarse con la hija de Pascoe me dijo que pensaba cambiar de banco… después de cancelar lo que nos debe con fondos de la dote de su esposa. Pero le convencí de que no diese ese paso. Lo persuadí de que continuase aquí, y con ese fin aproveché su vanidad y su codicia.

—Una tarea que sin duda no fue muy difícil —dijo George—. De todos modos, explícanos qué hiciste.

—En realidad, Saint John Peter no desea atarse a su suegro, a quien en cierto modo desprecia porque considera que no es más que un banquero; por lo tanto, le propuse renovar los documentos que nos firmó, y hacerlo con una tasa de interés muy baja. Le dije que por razones de prestigio deseábamos que continuara siendo uno de nuestros clientes. Algunos tontos son tan vanidosos que creen todo lo que se les dice. Le señalé que el dinero que podíamos ofrecerle rendía un 2 por ciento menos que lo que podía obtener con su nuevo capital —la dote de su esposa— en el banco de Pascoe. Por lo tanto, podía continuar tratando con nosotros, y al mismo tiempo ni su esposa ni su suegro conocerían el monto de sus deudas.

—¿Y lo aceptó?

—En vista de su carácter, ¿qué se lo impedía? Y desde entonces, teniendo en cuenta el género de vida que lleva, han aumentado la magnitud y el número de las deudas.

—Lo pensaste bien, Cary —dijo George—. Seguramente lo vienes planeando desde hace años.

Nicholas Warleggan continuaba meditando en la observación que él mismo había formulado.

—Pearce no tiene importancia suficiente, ni la tienen sus asuntos, para afectar al banco de Pascoe. Pascoe sobrevivió a la crisis de 1796, cuando todos sentimos la fuerza de la tormenta. Probablemente era vulnerable hace años; pero ahora debe poseer importantes reservas.

—Padre, en el negocio bancario nadie tiene reservas importantes —observó George—. Ni siquiera nosotros, si a eso vamos. Pero todo depende de las sorpresas que Cary tenga guardados en la manga.

—Pascoe, Tresize, Annery y Spry —murmuró despectivamente Cary, y se arregló la vieja chaqueta, como si los nombres mismos lo hubieran incomodado—. Esas son sus reservas. Saint Aubyn Tresize quizá tiene prestigio, muchas tierras y algunas casas en Hayle… pero carece de peso real. Frank Annery es un notario más o menos relacionado. Spry es cuáquero y como la mayoría de los cuáqueros, un hombre cálido. Pero a los hombres cálidos no les agradan los vientos fríos.

Afuera se oyó el estrépito de los cascos sobre los adoquines y los gritos de los caballerizos; un grupo de caballos retornaba a los establos de la posada del Gallo de Pelea después de realizar su ejercicio cotidiano.

—¿Cuánto nos debe Saint John Peter? —Alrededor de doce mil libras esterlinas.

—¿Qué hace ese estúpido con su dinero? —preguntó George.

—Sobre todo, se dedica a la caza. Es maestro de la Sociedad de Caza, y mantener ese estilo cuesta. Además, se ha vinculado en Saint Austell con cierta mujer de gustos caros.

Se hizo el silencio.

—A propósito, Ross Poldark posee un importante saldo en el banco de Pascoe. Más de cuatro mil libras esterlinas el mes pasado. Quizá podamos matar dos pájaros de un solo tiro —dijo Cary

—Me extraña que sepas tanto, hermano —contestó Nicholas.

Ciertos movimientos preliminares en las comisuras de la boca de Cary sugirieron que quizá se proponía sonreír.

—Pascoe tiene un empleado llamado Kingsley. Gana poco, y ahora puede permitirse unos pocos lujos que antes le estaban vedados.

—También me gustaría saber —dijo Nicholas— adonde nos llevará todo esto y de qué sirve este rencor permanente. Ahora somos muy importantes, poseemos intereses muy amplios y no necesitamos perder tiempo y dinero ajustando viejas cuentas. George, tienes razón cuando tratas de volver al Parlamento. Eso significa mirar hacia adelante, prepararse para el futuro. Un diputado. Un diputado en los Comunes tiene muchas oportunidades de promover sus propios intereses. Pero ¿el banco de Pascoe? ¿Ross Poldark? ¿Vale la pena tomarse tanto trabajo?

Cary pensó contestar, pero George habló primero.

—Padre, sé que de todos nosotros eres quien demuestra mayor magnanimidad, y me parece que tu actitud es admirable. También yo puedo mostrarme magnánimo a veces, pero preferiblemente con mis amigos. También me sorprende un poco tu actitud, en vista de lo que dijiste poco después de la elección, cuando lord Falmouth te dispensó un trato tan despectivo y consiguió imponer la candidatura del capitán Poldark, en lugar de la de tu propio hijo.

Nicholas asintió y extendió la mano hacia el bastón.

—Así es. Pero lo dije en el calor del momento. Quizá, cuando se ha estado tan enfermo como yo lo estuve este invierno, se llega a tener… opiniones distintas, diferentes perspectivas. —Con esfuerzo se puso de pie—. No importa. No fue más que una observación. Iré a buscar a tu madre. Es decir, si ha regresado de sus compras.

II

La señora Warleggan aún no había regresado de sus; compras, que estaba realizando en compañía de Elizabeth.

La relación de Elizabeth con su suegra era delicada y no muy cómoda, pues Mary Warleggan no había desarrollado su personalidad al mismo tiempo que se elevaba socialmente, y seguía siendo la sencilla campesina que era al casarse, cuarenta años antes. Entonces, cuando era la única hija sobreviviente de un pequeño pero próspero molinero, había llevado a cabo lo que todos consideraban una unión desventajosa, al aceptar al hijo de un herrero, y sobre todo al hijo del viejo Luke Warleggan. Poco importaba que el novio fuese un hombre fuerte y ambicioso, y que alentase elevadas aspiraciones. Pero Nicholas —a quien jamás habían llamado Nick y quien disputaba con el hombre o el amigo que le llamase de ese modo— pronto había obtenido préstamos con la garantía del molino y la tierra. Después del fallecimiento de su suegro lo había vendido todo, y con su esposa y su hijo había salido de Idless, con el propósito de organizar una de las nuevas fundiciones a orillas del arroyo Camón. Había comenzado a importar mineral de hierro de Pentyrch y Dowlays, cerca de Cardiff, y hierro fundido en barras de Bristol. Con esta materia prima fabricaba las herramientas necesarias para abastecer a las minas y los cottages: tornillos y clavos, piedras de amolar, mamparas de chimenea, alambre, plomo rojo y en lingotes, marmitas, hervidores y palanganas. Después, inauguró otras líneas de producción: ruedas para las estamperías de estaño, la manufactura de aleaciones a partir del estaño y el cobre de la región, y más tarde la fabricación de máquinas de vapor para las minas. Había aprendido a emplear personal eficiente, al que pagaba buenos salarios que no podían obtener en otros lugares, pero del que exigía la máxima eficiencia; así, Nicholas había extendido sus actividades a todo el condado, y como resultado del crédito otorgado a las minas poco a poco había comenzado a desarrollar actividades bancarias. Una oficina inaugurada en Truro se convirtió muy pronto en centro de sus finanzas; y Cary, que se había ocupado de administrar la fundición, fue destinado a supervisar todas las operaciones financieras hallando de ese modo su verdadera vocación en la vida.

Así había comenzado la fortuna de la familia; y el hijo de Nicholas, que había heredado el dinamismo de su padre y tenía un ojo muy atento a las posibilidades de lucro, había aumentado de tal modo la fortuna de los Warleggan que, con el correr del tiempo, Mary Lashbrook, la hija del molinero, se había convertido en dueña de una gran mansión levantada a unos diez kilómetros de Truro, una residencia con treinta dormitorios y doscientas cincuenta hectáreas de prados y bosques. Más embarazoso aún era el hecho de que su único hijo había decidido desposar a esa bella, joven y empobrecida viuda, cuya familia tenía el linaje quizá más antiguo de Cornwall. (En efecto, dos años antes había sobrevenido una escena muy ingrata durante una cena en Trenwith, a la cual piadosamente no se había invitado a Nicholas y Mary Warleggan. Era una cena ofrecida al gran sir Francis Basset —como se lo llamaba entonces—, a su esposa, y a otros miembros de la alta aristocracia de la región. En el curso de la conversación, Basset había observado de pasada que su familia había llegado al país con el Conquistador, y Jonathan Chynoweth, el inútil y distraído Jonathan, había dicho inmediatamente: «Mi querido señor, no veo de qué se felicita. Los registros de mi familia se remontan a dos siglos antes de la Conquista. Los habitantes de Cornwall consideramos usurpadores a los normandos»).

Así, quizá fuera comprensible que las dos señoras Warleggan se viesen en dificultades para hallar un terreno común. Si Mary hubiese podido convencerse de que Elizabeth en verdad adoraba a George, como lo hacía su propia madre, tal vez la situación hubiese sido muy distinta. Pero Elizabeth se mostraba demasiado fría, demasiado lejana, demasiado patricia para compartir los sentimientos que en aquel caso hubiera sido posible compartir. No cabía comentar con ella la salud de George, ni su presunto exceso de trabajo, ni la posibilidad de suministrarle polvos biliosos para calmar sus malhumores. Valentine era el tema que más podía aproximarlas, pero en este punto Elizabeth tenía todas las manías de la madre moderna y no veía con buenos ojos las supersticiones pasadas de moda.

Mary no creía que en Elizabeth hubiese verdadera mala voluntad. Por ejemplo, esa tarde Elizabeth hubiera podido formular una excusa, de modo que su suegra fuese sola a casa de la señora Trelask. Sin embargo, ahora las dos mujeres caminaban juntas en la tarde brumosa y húmeda, cruzaban las calles, resbalando y tropezando aquí y allá, sosteniendo la falda con la mano, entre los transeúntes, algunos de los cuales las reconocían y saludaban cortésmente. Y en casa de la señora Trelask, Elizabeth no sólo ayudó a Mary a elegir una tela de seda, sino que encargó un bonete para sí misma; y después dijo:

—¿No conoce a mi prima? ¿Mi prima Rowella, la que se casó con el señor Solway, el bibliotecario? Está en la calle próxima. ¿Vamos a visitarla y la convencemos de que nos ofrezca una taza de té?

De modo que fueron a visitar a Rowella. La señora Warleggan sabía muy bien que Rowella había hecho un matrimonio poco ventajoso, y en secreto admiraba a Elizabeth por no avergonzarse del hecho. Llegaron a la puerta de la casa; era una de seis casitas levantadas en una terraza, mal construidas, con los techos que necesitaban arreglos, los marcos de las ventanas torcidos y los ladrillos ya cubiertos de moho; y por la puerta, cuando ya estaban muy cerca, salió un joven robusto, de rostro redondo, vestido con elegancia, en quien un transeúnte hubiera reconocido inmediatamente a un clérigo.

—Caramba, Osborne —dijo Elizabeth—. ¿Está Rowella? Venimos a verla.