Tras cesar las persecuciones organizadas por el señor Tankard, que obedecía las órdenes del señor George Warleggan, el taller de Drake Carne prosperó. Aun en tiempos de guerra y de escasez, incluso en épocas de crisis, la gente necesitaba un herrero, sobre todo si era capaz de fabricar una buena rueda. Cuando comenzó, Drake había tenido la gran ventaja de recibir un taller en funcionamiento, aunque un tanto decaído, por lo que no había sido necesario formar una clientela compitiendo con otros artesanos. «Pally» Jewell había trabajado allí cuarenta años; la diferencia era que ahora estaba un joven en lugar de un viejo.
Decíase con acritud de los metodistas que prosperaban más que otros. La razón era sencilla: una vez que habían aceptado del todo la fe evitaban el juego, las mujeres y la bebida, de modo que fuera de sus reuniones religiosas, salvo trabajar, no tenían mucho que hacer. Aunque consideraba poco importantes los bienes de este mundo, Wesley nunca había prohibido que sus partidarios prosperasen, mientras lo hicieran con espíritu religioso, con modestia y sobriedad. Y era lo que le ocurría a Drake, e incluso con mayor rapidez que a la mayoría; pues la pérdida de Morwenna le había dejado sin el solaz de una esposa y la distracción de una familia. Trabajaba. Del alba al anochecer… y a menudo a la luz de las velas, Drake trabajaba. Anexas al taller había tres hectáreas de tierra que él cultivaba y que producían sobre todo forraje, que vendía a las grandes casas de los alrededores. (Por supuesto, con excepción de Trenwith). Tenía gallinas, cabras y unos pocos gansos. Si por una razón cualquiera disminuía el trabajo, se dedicaba a fabricar palas, picos y escaleras, y las minas se los compraban. Poco antes había tomado como ayudantes a dos niños de doce años, los mellizos Trewinnard. Depositaba dinero en el banco, no porque lo creyera necesario, sino porque tenía que darle un destino.
Su hermano Sam continuaba viniendo todos los martes y los sábados, y ambos charlaban un rato y rezaban. Drake había renunciado a la participación integral en la vida de la redención, y si bien aún era miembro de la congregación, nunca había retornado a ella como Sam lo hubiera deseado (deseo por el cual oraba todas las noches). Sam, cuya religión había sido la causa de que no conquistase a Emma Tregirls, se ajustaba inflexiblemente a sus propias normas morales y no veía razón para renunciar a su convicción de que el amor divino regía y debía continuar rigiendo el espíritu de las personas que moraban en Cristo. De buena gana y con alegría habría desposado a Emma aunque ella no se hubiera convertido; pero pese a que lo amaba, Emma no podía aceptar el hecho de que él la juzgara necesitada de redención.
Cierto día, Drake recibió una nota de Demelza preguntándole si podía dedicar unas horas a instalar una nueva campana de chimenea que había comprado para la biblioteca. «No te he visto durante todo este mes», escribió. «Hemos estado muy atareados recogiendo el heno. La tormenta arruinó todos los campos menos uno pero el resto lo recogimos y felizmente todo salió bien. Ross volvió de Londres y se le ve tan pálido como si hubiera vivido en una bóveda pero está bien y ya es conocido en la Cámara de los Comunes. Aunque él lo niega. ¿Tienes tiempo de comer con nosotros? Conoces a cuatro personas a quienes les agradará, entre ellas tu amante hermana Demelza».
El jovencito esperaba —era Benjy Ross Cárter, que ahora tenía trece años y una cicatriz en la cara, aunque no en la misma mejilla y no muy distinta que la que ostentaba el hombre por quien le habían llamado Ross—, de modo que Drake dijo que iría a eso de las cuatro del miércoles siguiente. El miércoles, después de dejar la forja a cargo de Jack Trewinnard, el mayor por media hora de los dos mellizos, Carne se dirigió a Nampara y se ocupó de la instalación solicitada.
Era una tarea sencilla, y Drake pensó que un peón cualquiera podía haberlo hecho, pero satisfizo la petición de su hermana para después beber té con ella en el viejo salón que, a pesar de las reformas y las ampliaciones, continuaba siendo el centro vital de la casa.
Demelza tenía muy buen aspecto y estaba especialmente bonita, florecía a intervalos regulares, como una planta perenne. Los niños estuvieron un rato alrededor de Drake y después salieron. Ross seguía en la mina.
—Hermana, tienes dos hermosos niños —dijo Drake.
—Malcriados —dijo Demelza.
—¿Cómo?
—Malcriados. Lo afirma Jud.
Drake sonrió.
—Nacieron en una familia mejor que la nuestra.
—El padre es un poco distinto.
—Y también la madre.
—¿Nunca conociste a nuestra madre, verdad?
—No la recuerdo. Tú eras… tú fuiste siempre la madre de los seis.
—Yo la conocí hasta los ocho años. Después… conocí a su familia. Cuando uno es tan joven, no piensa, no compara ni se extraña. Después, es distinto. A menudo me pregunté asombrada por qué se casó con nuestro padre. Ella era huérfana… creo que hija de madre soltera; pero su tía la crio en la granja. Cuando yo era pequeña, me acunaba contándome cosas de los patos, las gallinas y los gansos. Era bonita. Por lo menos, eso creo. Hasta que los hijos y la pobreza la arruinaron. Desde que tengo memoria, nuestro padre siempre volvió a casa después de beberse todo lo que había ganado.
—Nuestro padre siempre fue un hombre apuesto, ¿verdad?
—No lo sé de cierto. Es difícil saberlo cuando la gente alcanza cierta edad. ¿Fue apuesto el doctor Choake? ¿Lo fue Tholly Tregirls? ¿O Jud?
Drake se echó a reír.
—Debo marcharme, hermana. Gracias por el té. Jeremy comenzará muy pronto a ir a la escuela, ¿no?
Demelza frunció el ceño ante la idea.
—Trato de enseñarle lo que sé y después podrá tener un tutor cierto tiempo. No lo retendré si quiere marcharse, pero es terrible arrancar de su hogar a un niño de siete u ocho años. Ross no abandonó la casa hasta que su madre murió, y él ya tenía diez años.
—Por supuesto —dijo Drake—, y Geoffrey Charles tenía once cuando lo enviaron a Harrow.
El tema era tan delicado que durante unos instantes ninguno de los dos habló.
—Aquí viene Ross.
Charlaron agradablemente un rato, y Ross rehusó que le preparasen té nuevo y bebió una taza del líquido contenido en la tetera, pidió a Drake que fuese una mañana a la mina, pues poco antes habían recibido un envío de herramientas, tornillos, clavos y alambres despachados desde Bristol. Ross sospechaba que la calidad era inferior, pero no estaba seguro y por lo tanto no podía quejarse.
Drake dijo que volvería el lunes siguiente a las siete, y ya se dirigía a la puerta cuando Demelza dijo:
—Creo que Rosina Hoblyn se va también. ¿La conoces, Drake? Viene de Sawle y vive con su familia. Me hace trabajos de aguja y mercería.
Drake vaciló.
—Creo que la he visto otras veces.
—Le he regalado una banqueta… Ross, ya sabes cuál, la más vieja, la que estaba en el antiguo dormitorio. Creo que le servirá, pero Rosina cojea un poco y tiene mucho trecho que andar.
Demelza se acercó a la puerta y llamó.
—Rosina.
—Sí, señora. —Rosina se acercó a la puerta, aguja en mano. Cuando vio a los dos hombres pareció sorprendida.
—¿Ya te vas? Seguramente ya has terminado.
—Oh, sí. Estaba agregando una puntada o dos aquí y allá, y esperando que usted viniese a comprobar que todo estaba bien.
—¿Conoces a mi hermano, Drake Carne? Sigue el mismo camino que tú; vive en Santa Ana, de modo que no necesita desviarse y puede llevar la banqueta.
—Oh, señora, puedo arreglarme. No pesa mucho y estoy acostumbrada a acarrear agua y a hacer cosas así.
—Bien —dijo Demelza—, Drake sigue el mismo camino y ya se marchaba. ¿Tienes algún inconveniente, Drake?
Drake meneó la cabeza.
—Entonces, ve a buscar tu gorro.
La joven desapareció, y regresó poco después llevando el canasto y la banqueta. Entregó esta a Drake, y ambos salieron, cruzaron el puente de madera y comenzaron a subir el sendero que atravesaba el valle.
Ross y Demelza los vieron alejarse.
—¿Es otro de tus experimentos matrimoniales? —preguntó Ross.
Demelza entrecerró los ojos.
—Esa leve cojera continúa a pesar de todo lo que Dwight pudo hacer. Es una buena muchacha.
—Nunca vi una manipulación más flagrante.
—¡Oh, no es eso! No lo creo… pero como ambos vinieron aquí al mismo tiempo…
—Porque tú los invitaste.
—Ross, Drake necesita esposa. No quiero que se le vaya la juventud viviendo en la decepción y la soledad. Quiero verlo… otra vez contento, como era antes. Es mi hermano favorito.
Ross se sirvió otra taza de té. Pero de la tetera sólo obtuvo un resto oscuro.
—Tienes cierta razón. Pero debes andarte con cuidado: los casamenteros a menudo se queman los dedos.
—No haré nada más. Sólo… reunirlos una o dos veces… eso es todo.
Ross bebió la segunda taza de té.
—¿Menciona Drake a Geoffrey Charles cuando está contigo?
—Hoy lo mencionó. ¿Por qué?
—Verá que Geoffrey Charles cambió mucho… es decir, si mi sobrino vuelve a casa este verano. Fui a verlo cuando estuve en Londres. No te lo dije, pero lo llevé a Vauxhall. Me pareció lo más apropiado.
—A George no le agradará.
—George puede irse al demonio. Escuchamos música, esquivamos a las rameras y bebimos una copa de vino en los jardines; después, fuimos a la Rotonda para admirar las estatuas. Lo dejé a las siete. Ha cambiado. Está muy… crecido. Me dijo que el próximo semestre lord Aberconway será su estudiante-servidor.
—Bien, así son los varones, ¿verdad? De pronto, crecen. No es posible evitarlo. Pero lamento que no haya cambiado para bien.
—En fin, no digo que ahora sea una persona desagradable —lejos de ello— es muy buena compañía. Ocurre sencillamente que estos años pasados en Harrow lo han convertido en un joven muy mundano. ¿Sabes cuál fue mi sensación particular cuando caminaba con él? Sentía que su padre había renacido. Por supuesto, conocí a Francis desde la niñez, pero recuerdo con particular vivacidad su adolescencia. Geoffrey Charles se ha convertido en la viva imagen de su padre. Y así como Francis me agradaba… casi siempre… simpatizo con Geoffrey Charles. Es ingenioso, vivaz, quizás un tanto inestable ahora… pero de todos modos excelente compañía.
—Pero no para Drake.
—No creo que esos dos mantengan mucho más tiempo su relación.
II
Mientras caminaban por el sendero y atravesaban el páramo en dirección a Grambler, la relación entre Drake y Rosina no parecía mejorar. Rosina tenía un gorro amarillo y un vestido de muselina del mismo color, descolorida pero limpia, con un ruedo de puntilla blanca; bajo la falda, las pequeñas botas negras aparecían regularmente mientras ella caminaba al lado de su alto acompañante. En terreno llano apenas se percibía su cojera. Con la banqueta al hombro, Drake trataba de mantener el paso de Rosina. Drake vestía pantalones verdes y una camisa de tela basta abierta al cuello, con un pañuelo verde.
El silencio había durado tanto que al fin Drake se esforzó por quebrarlo.
—Voy demasiado rápido para ti, ¿verdad?
—No, no, está bien.
—No tienes más que decirlo.
Por un rato no hubo más conversación.
Después de humedecerse una o dos veces los labios, Rosina dijo:
—Suelo ir una vez por semana. Para la señora Poldark es más cómodo que yo vaya a trabajar a Nampara, y no que ella me envíe las cosas. Me ocupo de remendar y coser la ropa de toda la familia.
—Nunca vi que mi hermana se ocupase mucho de costura —dijo Drake.
—No. Dice que no es hábil con la aguja. Pero tiene ideas. Cuando llego, ella suele tener la idea y yo hago lo que me dice.
—¿Quién te enseñó?
—Aprendí sola. —Rosina se apartó un mechón de cabellos que le rozaban los labios—. Como tuve que estar acostada tanto tiempo, empecé a trabajar con las manos. Después, la señora Odgers me prestó un libro.
—¿Sabes leer?
—Sí. Mi madre traía ropa sucia de Trenwith, y a menudo venía envuelta en papel de diario. Por supuesto, no leo muy bien.
—Yo no supe leer ni escribir hasta que tuve dieciocho años. Mi hermana me enseñó.
—¿Esta hermana?
—Es la única. Hay varios hermanos.
—Sam es tu hermano, ¿verdad? El predicador. Suelo verlo. Un buen hombre.
—¿Eres metodista?
—No. Solamente los domingos voy a la iglesia.
Habían llegado a las afueras de Grambler. Ambos sabían que si entraban juntos a la aldea y llegaban hasta Sawle, se difundiría por doquier la noticia de que Drake Carne finalmente había decidido cortejar a una joven, y que ella era Rosina Hoblyn.
—Mira —dijo Rosina—. Ya puedo arreglarme sola. De veras. La banqueta no pesa mucho.
Drake vaciló. El viento agitó sus cabellos y se le metió bajo la camisa.
—No. No importa. Es decir, si no deseas lo contrario.
—Si tú no deseas otra cosa, yo tampoco —dijo Rosina.
III
Tan agobiado estaba el reverendo Osborne Whitworth por asuntos que le atañían íntimamente que no abrió la carta de Nathaniel Pearce sino dos días después de volver a su casa. Últimamente, Ossie había estado buscando excusas para rechazar las invitaciones del anciano a jugar whist, porque generalmente cuando llegaba el día señalado el señor Pearce tenía que guardar cama, afectado por la gota, y era necesario cancelar la partida de naipes; o cuando jugaban, estaba tan distraído que no podía atender a la marcha del juego. Durante un tiempo Ossie había soportado la situación en vista de la posibilidad de conocer a los clientes influyentes del notario, pero ahora ya los trataba, y bien podía prescindir del intermediario. Pero cuando al fin leyó la carta, descubrió que no era una invitación a jugar whist. El señor Pearce estaba enfermo y deseaba urgentemente ver al señor Whitworth.
Ossie demoró dos días más y entonces, mientras estaba en Truro por diferentes asuntos, se detuvo frente a una puerta sobre la cual se había clavado una tablilla de madera con la leyenda: «Nat. G. Pearce. Notario y Comisionado de Juramentos». Mientras subía la endeble escalera, que parecía pronta a derrumbarse bajo el ataque de la carcoma, marchando detrás de la mujer desaliñada y picara que le había abierto la puerta, Ossie arrugó la nariz ante el olor sofocante de la casa, un olor que se acentuó más cuando lo introdujeron en el dormitorio. Acostumbrado a los olores asociados con visitas ocasionales y renuentes a los enfermos, Ossie no era un hombre delicado; pero este olor le pareció realmente ingrato.
El Notario y Comisionado de Juramentos estaba sentado en la cama, con camisón y gorro de dormir. El rostro grueso, con su sucesión de papadas, tenía el color de una fresa poco antes de madurar. Un fuego de carbón ardía en el hogar y la ventana estaba herméticamente cerrada.
—Ah, señor Whitworth, creí que usted me había olvidado. Acérquese, muchacho. Sin duda, le pesa verme en esta condición. También a mí me pesa. A todos les pesa. Mi hija llora todas las noches, y reza junto a mi cama. ¿Eh? ¿Cómo dice? Por favor, hable alto… la gota afectó un poco mi oído.
—Estuve atareado en cosas de la parroquia —gritó Ossie, sin aceptar la silla que le ofrecían, de pie con la espalda hacia el fuego—. Hay muchos asuntos que atender, pues faltan sólo dos días para el domingo de Pentecostés y debo atender muchas cosas en Sawle. También he debido ir a Saint Austell. ¿En qué puedo servirle?
—Una cualidad —dijo el señor Pearce—, una cualidad que usted tiene, muchacho, es que siempre puedo oírlo sin que levante la voz. ¿Eh? Seguramente porque usted es clérigo y está acostumbrado a predicar. Bien… —Sus ojos sanguinolentos parpadearon un par de veces—. ¿Thomas Nash escribió: «Estoy enfermo, he de morir»? Bien, estoy enfermo, señor Whitworth, y no dudo de que el doctor Behenna acierta cuando ve con pesimismo mis posibilidades de curación. Muchacho, tengo sesenta y seis años, aunque bendita sea mi alma, parece que fue ayer cuando tuve la misma edad que usted tiene ahora. La vida es así. Como uno de esos caballitos de madera de la feria… giran y giran, y uno goza de cada instante, hasta que… se interrumpe la música…
Ossie alzó los faldones de la chaqueta, de modo que, con las manos a la espalda, cada faldón cubría un brazo. Advirtió que el señor Pearce estaba muy conmovido. Más aún, algunas lágrimas temblaron y cayeron sobre la sábana. Era evidente que el viejo estúpido se compadecía mucho.
—¿La gota? No es nada. Una vez usted me dijo que la había padecido durante veinte años. Un poco de ayuno y se encontrará mejor. ¿No incurrió en ciertos pecados por Cuaresma? Dígamelo.
—¿La gota? —dijo el señor Pearce—. Habló de eso, ¿verdad? Ah, he tenido gota en las piernas la mitad de mi vida; pero ahora me ha llegado al corazón. Por la noche hay momentos —tiemblo cuando los recuerdo—, en que me esfuerzo más y más… esperando la próxima respiración. Uno de estos días, una de estas noches, hijo mío, la próxima respiración no llegará.
—Desearía poder ayudarle —dijo fríamente Ossie—. Lamento que esté tan enfermo.
El señor Pearce recordó sus buenos modales.
—¿Un vaso de vino de Canarias? Allí, a un lado. Algunos nobles me felicitaron por la calidad de mi vino. Sírvase, ¿quiere? —Ossie así lo hizo—. No, lamentablemente no puedo beber antes de la noche. Así lo ordenó Behenna, aunque sólo Dios sabe en qué cambiará las cosas… y hablando del buen Dios, señor Whitworth, quiero recordarle que estoy en su parroquia. Santa Margarita incluye este rincón de Truro, aunque el resto pertenece a Santa María. Sea como fuere, no podría soportar los auxilios de ese agrio doctor Halse.
Por primera vez, Ossie comprendió el motivo de la invitación. La atención de los enfermos y los afligidos era una de las obligaciones de su cargo que menos le interesaba, pero como no tenía más remedio, procuraba salvar las apariencias. En general, como tenía buena memoria, apelaba a citas de la Biblia. Sin duda, nada de lo que un simple párroco podía decir era tan eficaz o tenía tanta autoridad. Pero el señor Pearce era un hombre educado y sin duda no reaccionaría ante la primera cita que se le ocurriese a Osborne.
Finalmente gritó:
—En el tiempo de su tribulación, Job dijo: «Si un hombre muere, ¿volverá a vivir? Esperaré todos los días de mi tiempo señalado, hasta que sobrevenga mi cambio. Tú llamarás y yo te contestaré: y se me manifestará en ti el deseo de ver el trabajo de tus manos».
Se hizo el silencio. El señor Pearce dijo:
—Muchacho, creo que en realidad me vendrá bien una copa de vino de Canarias.
Se sirvió una copa y los dos hombres bebieron.
—Muchacho, usted es párroco. Ha sido ordenado. El obispo le impuso las manos. De modo que sabe a qué atenerse. Si alguien sabe, es usted. ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué dijo?
—Nada —respondió Ossie.
—Bien, imagino que eso es lo que todos dirían si les formulasen la misma pregunta. Aun así, me interesaría conocer la respuesta. Párroco, ¿cree en lo que usted mismo enseña? ¿Cree en el más allá? Mi hija cree. Oh, sí. Es metodista y piensa que lo único importante es arrepentirse aquí y ahora, y todo lo demás vendrá por añadidura después de la muerte. Lo cual representa la enseñanza esencial de la Biblia, ¿verdad? Y para el caso, poco importa a qué congregación especial pertenezca uno. Arrepentíos y volveréis a vivir.
—Te apoderaste de mí con Tu mano derecha. Me guiarás con Tu consejo y después me acogerás en la gloria —contestó Ossie—. ¿A quién tengo en el cielo sino a Ti? Mi carne y mi corazón decayeron. Pero Dios es la fuerza de mi corazón y mi remedio eterno.
—Ha bajado la voz —dijo Nat Pearce, Notario y Comisionado de Juramentos—. Cosa extraña en usted, hijo mío. Tiene una de esas voces que transportan. Pero no creo que lo que usted tuvo que decir corresponda a mi interés. ¡Quizás encuentre la liebre, pero no es la mía! Sabe, quisiera arrepentirme si pudiese creer que vale la pena, pues los últimos años no me comporté muy bien. En el fondo, respondí a la presión de las circunstancias.
De mala gana, Ossie se acercó a la silla y se sentó.
—San Jacobo dice: «Bendito el hombre que soporta la tentación; pues cuando lo juzguen recibirá la corona de la vida».
—¿Eh? Sí, muy bien. —El señor Pearce alzó una mano hinchada y se rascó el vello del pecho—. Pero yo de ningún modo soporté la tentación, hijo mío. Aquí y allá yo cedí, y ese es el asunto, ¿verdad? No me siento muy cómodo y no quiero comparecer ante mi Hacedor con la conciencia culpable. Me siento muy mal. Usted cree realmente que hay un Ser Supremo, ¿no? ¿Cree en ese asunto del fuego eterno y la condenación? Dios mío, no sé qué pensar.
—Dios es eterno —dijo Ossie—. Dios es omnipresente, Dios es el juez supremo. No es posible olvidarlo. Si usted desciende a los rincones más profundos del Infierno, Él también está allí. No hay modo de evitarlo. ¿Le inquietan ahora los pecados de su juventud?
—¿Juventud? ¿Qué juventud? ¿La mía? No, no. ¿Pequé entonces? Quizá. Si lo hice, ya lo olvidé. Ya olvidé qué pecados cometí. No, hijo mío, me preocupan los pecados de la edad. Los pecados que cometí los últimos diez años.
Ossie extrajo un pañuelo y se lo llevó a la boca.
—¿En qué pecados piensa, señor Pearce? ¿Gula? ¿Pereza? ¿Concupiscencia? Según creo, cierta vez, le descubrí haciendo trampas en el whist.
El señor Pearce se llevó una mano a la oreja.
—¿Qué? Oh, eso. Si sólo hubiera sido el whist, hijo mío… Si hubiera sido sólo jugando al whist…
—Entonces, ¿de qué se trata? No tengo todo el día para escucharle.
El señor Pearce tosió, tratando de tragar la flema que se le había formado en la garganta.
—Hijo mío, de tanto en tanto… incurrí en ciertas especulaciones. Parecía muy inofensivo. Podía ganar dinero… en la India… en Italia… en algunas de nuestras florecientes industrias. Un notario rural difícilmente acumula riqueza, aunque toda su vida la cuida. Bien, por desgracia la mayoría de mis pequeñas especulaciones terminó mal. Sobre todo a causa de la guerra. Italia fue invadida. Los franceses se apoderaron de Madras. Algunas industrias inglesas quebraron por falta de salida de sus productos, pues toda Europa estaba cerrada al comercio británico. De modo que en lugar de ganar dinero, lo perdí. ¿Eh? ¿Eh? Digo que perdí dinero, en lugar de ganarlo.
—Y bien, su situación no es floreciente —dijo Ossie, que nunca se apresuraba a extraer conclusiones—. ¿Qué importa eso?
—Lamentablemente —dijo el señor Pearce—, debo decirle, hijo mío que… que parte del dinero perdido en especulaciones no era… bien, no era mío.
IV
Media hora más tarde el reverendo Whitworth, que ya había ofrecido a su doliente y contrito amigo todo el desahogo despectivo que podía darle, entró en los establos de la posada del «León Rojo» para retirar su caballo; pero allí experimentó la necesidad impulsiva de beber algo antes de volver a su casa, de modo que hizo un gesto al caballerizo y entró por el sombrío corredor que conducía a uno de los salones, donde ordenó un jarro de cerveza. Era tan escasa la luz que entraba por las ventanas de rejilla, sobre todo comparada con la luminosidad del día en la calle, que pasaron varios segundos antes de que reconociera al hombre sentado frente a una mesa, a poca distancia.
Se puso de pie inmediatamente y se acercó a la mesa.
—Doctor Behenna. ¿Puedo sentarme con usted?
—Por supuesto, señor. Estoy a su disposición.
Behenna era un hombre de cuarenta y dos años, el principal cirujano de la ciudad, un individuo autoritario, robusto y bien vestido. Muchos hombres sencillos habrían temblado al ver reunidos a esos dos personajes, pues entre ellos abarcaban todo lo que podía saberse del cuerpo y el alma. En general, Behenna era más temido, pues sus errores y juicios tenían un carácter más vital. En todo caso, el Infierno estaba un poco más lejos.
Behenna también bebía cerveza, y durante unos minutos los dos hombres sostuvieron una conversación intrascendente: ninguno de ellos estaba acostumbrado a modular la voz, y dos comerciantes de cereales que ocupaban otra mesa podían oírlo todo. Behenna comenzó a criticar la proliferación de farmacéuticos en la ciudad, hombres que sin verdaderos conocimientos, y con sólo abrir una tienda, se creían aptos para curar todas las dolencias que agobiaban al hombre.
—Vea esto —dijo, y desplegó sobre la mesa un volante—. Es lo que distribuyen y anuncian. «Tintura Cardíaca y Píldoras Analépticas del Doctor Rymer. Agua Vegetal de Roberts para heridas escrofulosas. Útil para curar Lepra, forúnculos y todas las afecciones mórbidas. Gotas específicas del doctor Smith para curar la debilidad de las funciones naturales. En botellas de hojalata o piedra, según el tamaño». ¿Cómo es posible, señor Whitworth, que los cirujanos de la ciudad tengan que soportar a esos charlatanes que pasan por médicos?
—En efecto —dijo Ossie, y miró sin mucho interés la hoja impresa—. En efecto. —Los comerciantes de granos se prepararon para salir.
—Sería un tema apropiado para ventilarlo desde el púlpito —dijo el doctor Behenna, mientras se limpiaba una mota de espuma de cerveza que había caído sobre la solapa de su chaqueta de terciopelo marrón—. La Iglesia debería denunciarlos en términos inequívocos. Es un escándalo.
—En efecto —dijo de nuevo el señor Whitworth—. Creo que podría hacer algo en ese sentido. No el domingo de Pentecostés, porque sería impropio; pero quizá dentro de pocas semanas.
—Sería muy amable de su parte, señor, pues mucha gente vulgar —la mayoría de la gente vulgar— es muy crédula y pocos pueden distinguir entre un médico experto que ha consagrado toda su vida al estudio del sufrimiento humano, y un charlatán ignorante que les vende una botella de agua coloreada y les dice que es el elixir de la vida.
—Así es —dijo Ossie, y cuando advirtió que los comerciantes se retiraban y habían quedado solos, agregó—: En realidad, me agradaría recibir el beneficio de su consejo… acerca de otro asunto… un asunto que le expliqué hace un tiempo, pero acerca del cual usted no me dio una respuesta del todo positiva.
El cirujano acercó la nariz a la empuñadura de su bastón con banda de oro. La última frase había sido dicha en voz baja por el señor Whitworth y el doctor Behenna, que no estaba acostumbrado a hablar de ese modo, no se adaptó con rapidez al cambio.
—¿De qué se trata?
—De mi esposa —dijo Ossie.
En el salón principal había mucha gente, pero el cuarto donde ellos estaban no era muy frecuentado. Además, la luz tenía cierto matiz lechoso, pues los paneles agrietados y descoloridos de las ventanas proyectaban confusos colores sobre la mesa, los bancos y las sillas, los jarros y las copas, las manos, las ropas y las expresiones faciales, apareciendo estas disimuladas y al mismo tiempo inescrutables.
—¿De nuevo está enferma?
—Doctor Behenna, creo que su cuerpo está bastante sano, pero no puede decirse lo mismo de su mente. He observado un acentuado deterioro de su conducta general.
—¿Cómo, señor? ¿De qué modo?
—Tiene períodos de profunda melancolía en los que no habla con nadie, ni siquiera con los niños. Después, padece espasmos de terrible excitación, y yo tiemblo pensando en lo que puede hacer. He observado una acentuada declinación de su capacidad mental.
—¿Realmente? Hace menos de cuatro semanas que la visité. Debo volver cuanto antes.
Ossie bebió un gran trago de cerveza.
—Usted conoce los problemas que yo afronto en mi condición de ministro responsable de la Iglesia. ¿Recuerda lo que le dije en Navidad? A decir verdad, no sé si la situación puede continuar mucho más tiempo tal como es ahora. —Se limpió los labios con un gran pañuelo de hilo.
—Lo sé, señor Whitworth. Pero usted debe apreciar lo que entonces le dije. Incluso en el supuesto de que pudiese internar en el asilo a la señora Whitworth, recuerde que allí no hay tratamiento. A veces se encadena a los internos. Cuando no quieren comer, se los alimenta por la fuerza… y no es raro que se sofoquen y mueran. No creo que su esposa sobreviva mucho tiempo.
Ossie contempló un momento tan agradable pensamiento.
—Siempre se ha dicho y entendido —afirmó— que la insania es una forma de castigo a los perversos. No la sufren los hombres buenos, ni las mujeres honestas. Usted recordará de qué modo Cristo expulsaba a los malos espíritus.
El doctor Behenna tosió.
—Pero hay grados de castigo, y uno vacila ante la idea de que la señora Whitworth esté poseída por un mal espíritu.
—No sé qué puedo hacer, si no se trata de eso. Pero desde Navidad —dijo Ossie—, he estado pensando en otra posibilidad. Una suerte de compromiso. En Cornwall hay uno o dos asilos privados, donde se internan los casos menos graves. Conozco uno en Saint Neot. En ese caso, no sería necesaria la aprobación de un tribunal; sería posible llevar a la señora Whitworth, y mantenerla… cómoda. Alimentada y cuidada por personas competentes. Apartada de la tensión de la vida en un vicariato muy activo. Con la atención médica constante y eficaz que evidentemente necesita.
Behenna miró a su interlocutor.
—No hubiera creído que tales lugares proporcionaran… hum… lo que usted dice. En fin. Por supuesto, le costará bastante.
Ossie inclinó la cabeza.
—Tendré que afrontarlo.
—Y en cierto sentido, señor Whitworth, se verá privado de una posible ayuda. Aunque aprecio los problemas que usted tiene que afrontar…
—Graves problemas. Soy hombre y siento las necesidades naturales de un hombre. No es bueno que un hombre padezca privaciones del tipo que yo tengo que sufrir. Usted sin duda sabe mejor que nadie de qué modo esa situación perjudica la salud y el bienestar.
—Posiblemente…
—Doctor Behenna, este asunto no admite la palabra «posiblemente». Es el más grave riesgo para el equilibrio físico y mental…
—Podría sostenerse esa tesis. Pero quería decirle que, según entiendo, la señora Whitworth cumple eficazmente la mayoría de sus tareas domésticas. Y si la internamos, usted perderá su colaboración. No podría volver a casarse.
—Así es. El vínculo conyugal es sagrado e indisoluble. No, no… tendría que emplear a un ama de llaves.
Los dos hombres se miraron, y Behenna inclinó la cabeza, sobre su jarro.
—Un ama de llaves…
—Sí. ¿Por qué no? Después de todo, doctor Behenna, entiendo que usted tiene una.
El médico depositó el jarro sobre la mesa. Se preguntó dónde se había enterado de sus arreglos privados el señor Whitworth. Por supuesto, en una ciudad pequeña no había intimidad.
—Bien, sí, así es.
Dos borrachos, tomados del brazo, trataron de pasar por la puerta pero no lo lograron. Después de tropezar y discutir, se retiraron, ciertamente un tanto intimidados por la mirada que les dirigió el clérigo sentado frente a una de las mesas.
Behenna se encogió de hombros.
—Mi querido señor, ¿quién soy yo para extenderme acerca de este tema? Usted es el esposo de la señora Whitworth, y tiene derecho de recluirla si lo desea. Dudo de que nadie pueda oponerse. ¿Vive aún la madre…? Pero el derecho del esposo prevalece.
Ossie frunció el ceño.
—Doctor Behenna, soy hombre de la Iglesia, y por lo tanto mi situación es un poco delicada… es decir, más delicada que si yo fuese un miembro común de la comunidad secular. Lo que me preocupa no es el consentimiento de los parientes de mi mujer, sino la aprobación de mi obispo. O si no obtengo la aprobación, por lo menos la simpatía. Si adopto la grave medida de recluir a mi esposa, y no dudo de que en efecto es una medida grave, es muy posible que la encierren por el resto de sus días. No deseo que, cuando el obispo se entere, la decisión haya sido exclusivamente mía. Por lo tanto, la opinión del cirujano que asiste a mi esposa será muy valiosa e importante. Por eso la solicito.
Durante un minuto o dos reinó el silencio.
—Eclesiastés —recitó Osborne, mientras terminaba su bebida—. Capítulo 38, versículos uno y siguientes… sí, creo que son esos. Nunca usé como texto un pasaje de los Apócrifos, pero estoy seguro de que nadie se opondrá. «Honra al médico con el honor debido por los servicios que él pueda prestarte, pues el Señor lo ha creado». Algo por el estilo. En ese contexto, sería muy apropiado abordar el tema del verdadero médico en contraposición al falso. ¿Qué le parece?
El doctor Behenna retorció uno de los botones de bronce de su chaqueta.
—¿Su esposa nunca mostró signos positivos de violencia?
—Repetidas veces amenazó la vida de nuestro hijo. Ya se lo dije. ¿No es suficiente?
—Sin duda, es un signo muy grave. Aunque pueden ser amenazas sin contenido.
—¿Cómo podemos saberlo? —dijo Ossie—. ¿Se debe esperar hasta que se haya cometido el horrible crimen cuando la víctima es un niño inocente e indefenso? Realmente, no tengo un momento de paz.
Behenna concluyó su bebida.
—Comprendo su situación, señor Whitworth. Volveré a ver a la señora Whitworth. ¿Le parece bien el martes?