Capítulo 3

El segundo viajero fatigado había llegado al hogar. Había desmontado y con Demelza habían caminado de regreso a la casa, mientras el atardecer los acompañaba y envolvía como una marea alta. Los niños se habían acostado poco antes y Ross dijo que no los despertaran; quería sorprenderlos por la mañana. Había ido a verlos mientras dormían y aceptado las seguridades de su esposa en el sentido de que gozaban de buena salud. Volvieron a la planta baja, donde todo era movimiento, idas y venidas y ruido de platos y cubiertos mientras servían la cena.

Durante la comida conversaron de las cosas comunes del hogar. Jinny Scoble tenía otra hija y la habían llamado Betty. Jack Cobbledick se había herido el pie durante la trilla y guardaba cama. De acuerdo con el movimiento normal de la naturaleza, había sido necesario sacrificar a los dos cerdos, Flujo y Reflujo; pero habían ocupado su lugar otros dos, de la primera camada de Reflujo; habían recibido los mismos nombres, y los niños comenzaban a conformarse. La semana precedente Jud Paynter se había emborrachado de tal modo que había caído en una de sus propias tumbas y había sido necesario rescatarlo con cuerdas. Ezequiel Scawen había cumplido los ochenta y cuatro años y afirmaba que hacía sesenta que no tenía un solo diente ni una muela; los Daniel le habían preparado una torta. Tholly Tregirls había tenido un enfrentamiento con los guardias aduaneros, pero había escapado sin que lo reconocieran. Verity había escrito una semana antes y afirmaba que el sarampión era muy grave en Falmouth…

—Dwight —dijo Ross, que se había limitado a comer y hablaba poco—. La hija de Carolina. ¿Qué le pasa?

—¿Te refieres a Sara? ¿Qué quieres decir?

—¿Así se llama? Por supuesto, ahora recuerdo, tú me escribiste. ¿Es deficiente? Es decir, deficiente mental.

—¡No, Ross no! ¡No hay motivo para suponer eso! Pero Carolina tuvo un embarazo difícil y la niña nació muy pequeña. Aún es pequeña y un poco frágil. Pero ¿por qué crees que…?

—Ese burro peligroso vestido de clérigo, Osborne Whitworth, dijo algo en ese sentido mientras viajábamos en la diligencia desde Saint Austell. Sugirió que la niña carecía de inteligencia, y que babeaba todo el día.

—Ross, todos los niños pequeños babean. Como los ancianos. Pero no creo que Sara esté peor que otros niños. Seguramente habla así por malicia.

—Gracias a Dios. Y el matrimonio entre ellos… ¿prospera? Demelza enarcó el ceño.

—¿Por qué no?

—Bien, a veces tengo mis temores. Se contradicen de tal modo en todo lo que piensan y hacen.

—Ross, se aman.

—Sí, y espero que eso baste.

Un rato después, Jane Gimlett entró a retirar el servicio y los dos cónyuges pasaron al antiguo salón, que para Ross tenía el mismo aspecto, e incluso el mismo olor que él había percibido cuando era niño. Sin embargo, vio la silla retapizada y dos vasos nuevos con flores: campánulas, tulipanes. Durante los años en que Demelza había emergido lentamente de la servidumbre y la niñez para convertirse en compañera y después esposa de Ross, casi la primera prueba de que la relación había cambiado había sido la aparición de flores en ese cuarto. Recordó muy vívidamente que un día después de la primera vez que él se había acostado con Demelza, Elizabeth había venido a visitarlo. Demelza había aparecido en medio de la conversación, descalza, mal vestida, desaliñada, con un ramo de campánulas al brazo. Y las había ofrecido a Elizabeth, y esta, que probablemente había intuido algo, se había negado a aceptarlas. Había dicho entonces que en el camino de regreso se amustiarían. Y después que Elizabeth se marchó Demelza había venido a sentarse a los pies de Ross, en un movimiento instintivo que era un modo de afirmar su derecho.

Bien… desde entonces la vida había cambiado un poco. Y también Demelza había cambiado.

Con cierta dificultad, encendió su pipa con una brasa del fuego moribundo, expelió humo y se recostó en el asiento.

—Estás más delgada —dijo Ross.

—¿Sí? Quizás un poco.

—¿Piensas en Hugh?

Ella contempló el fuego.

—No, Ross. Pero quizá me inquieta un poco mi marido.

—Disculpa. No debí haber dicho eso.

—Debiste decirlo si lo pensaste.

—En tal caso, no debí haberlo pensado.

—Es posible que a veces no podamos evitar ciertos pensamientos. Pero supongo que mientras estuviste en Londres no te dedicaste a pensar que yo sufría por otro.

—No… no.

—No pareces estar muy seguro.

—No. Lo que en efecto pensé, desde septiembre pasado, es en la dificultad de luchar contra una sombra.

La luz de la vela parpadeó, agitada por el aire que entraba por la ventana abierta.

—Ross, no necesitas luchar contra nadie.

Él miró su pipa.

—Competir.

—Ni competir. Durante un tiempo… Hugh entró en mi vida —no puedo explicar por qué— y en mi corazón, donde antes sólo estabas tú. Pero ha concluido. Es lo único que puedo decirte.

—¿Porque está muerto?

—Ha concluido, Ross. —Demelza pestañeó como si quisiera sacudir las lágrimas mentales—. Ha terminado.

—Sí…

—Después de todo… —Se puso de pie, brillantes los ojos oscuros, y fue a remover el fuego.

—¿Sí?

—No era un pensamiento muy digno.

—Pero dilo… como lo hice yo.

—Esta es la diferencia entre un hombre y una mujer. En realidad, toda mi vida contigo tuve que luchar, y no contra una sombra, sino contra un ideal. Elizabeth. Yo… siempre tuve que competir.

—Eso terminó hace mucho tiempo. Pero quizás estás en lo cierto. Lo que es alimento para uno es veneno para otro…

—No, no, no, no, ¡no! ¿Crees que me permití sufrir por Hugh porque deseaba tomar una represalia? ¡No puedes pensar eso! Quiero decir lo siguiente: Como ocurrió, dices que tienes que competir con un recuerdo. Pues es lo que yo hice y he tenido que hacer toda mi vida de casada. Sin embargo, no deberíamos permitir que eso destruya todo lo que aún tenemos.

La pipa de Ross no tiraba bien. La depositó sobre el reborde de la chimenea y se puso de pie. Se hubiera dicho que durante el período de ausencia había crecido un poco.

—¿Si debe permitirse que eso destruya todo lo que aún tenemos? No. Ya lo resolvimos en septiembre. Pero esta broma parlamentaria con la cual me he comprometido vino en un momento oportuno. Nos hemos separado, hemos tenido tiempo para pensar, para ordenar nuestros pensamientos, y hasta cierto punto nuestra vida.

Ella sintió que le faltaba el aliento.

—¿Y cuál fue tu conclusión?

—¿Cuál fue la tuya?

—No, yo llegué a la mía en septiembre. Ahora nada es diferente. No puede haber diferencias… para mí.

—Bien, con respecto a mí —dijo Ross—. Con respecto a mí… bien, por supuesto, he visto a muchas bellas mujeres en Londres.

—No lo dudo.

—Creo que las mujeres de Londres son las más bellas del mundo.

—Probablemente es así.

—¿Qué hiciste mientras yo estuve ausente?

—¿Qué hice? —Demelza lo miró, indignada ante el cambio de tema—. Por supuesto, atendí tu mina y tus asuntos; ¡y traté de criar como corresponde a tus hijos! Hice todas las cosas comunes de la vida. ¡Respirar!, atender la granja y el resto. Y… ¡esperé tus cartas y las contesté! Viví exactamente como lo hice siempre… ¡pero sin ti! Eso estuve haciendo.

—¿Y cuántas veces Hugh Bodrugan trató de meterse en tu cama mientras yo estuve en Londres?

Demelza rompió a llorar. Se dirigió a la puerta.

—¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz! —gritó cuando él se interpuso en su camino.

Ross le aferró los antebrazos y pareció que ella iba a escupirle en la cara.

—Estaba bromeando —dijo Ross.

—¡Qué horrible broma!

—Ya lo sé. Ya no podemos bromear porque estamos en carne viva. Dios nos ampare, hubo tiempos, de eso no hace mucho, en los que nuestras disputas siempre terminaban en risas. Todo eso se ha perdido.

—Sí, todo eso se ha perdido —contestó Demelza.

Él la sostuvo unos instantes más y después se inclinó para besarla. Ella volvió la cabeza, de modo que los labios de Ross rozaron los cabellos.

—Déjame en paz —murmuró Demelza—. Eres un extraño. Ya no te conozco.

—Quizás el hecho de que discutamos demuestra que aún tenemos algo que perder.

—Un matrimonio sin calor, sin confianza… una confianza que ambos hemos traicionado; ¿de qué sirve todo esto?

—No me preguntas cómo usé mi tiempo libre en Londres y cuántas mujeres tuve.

Demelza se enjugó los ojos con las manos.

—Quizá no tengo derecho a preguntártelo,

—Bien, después de todo aún eres mi esposa. Y como eres mi esposa te lo diré. Los primeros meses, en ocasiones diferentes invité a dos mujeres a mi habitación. Pero antes de que se hubiesen desnudado me repugnaron y las eché. Se fueron pronunciando frases burlonas dirigidas a mi persona. Una me acusó de impotencia, la otra dijo que era un invertido.

—¿Qué es eso?

—No importa.

—Puedo mirar en el diccionario.

—No lo encontrarás.

—Puedo adivinarlo —dijo Demelza.

Hubo una pausa, y él aflojó el apretón, pero continuó impidiendo que ella se apartase.

—Eran trotonas —dijo Demelza.

—Sí. Pero de elevada jerarquía. Muy selectas.

—¿Y qué me dices de las damas auténticas, las damas muy bellas?

—Estaban… circulando. Pero ninguna me agradó.

—¿Las probaste?

—Sólo con los ojos. Y en general, a cierta distancia.

—Parece que viviste como un monje.

—Sólo porque tú eres más bella que todas.

—Oh, Ross —dijo Demelza con voz débil—, ¡cómo te odio! ¡Te odio por mentirme! Si deseas que vuelva a ser tu esposa, dilo. Y eso seré. Pero no… finjas.

—Si fingiera, creerías que digo la verdad… pero como digo la verdad, no me crees, ¿no es así?

Ella se encogió de hombros, pero no habló.

—Oh, en una galería de cuadros quizá tres de cada cinco hombres elijan una imagen distinta de la que a mí me agrada. Pero no se trata sólo de la apariencia, sino de lo que está detrás, de la posibilidad de conocer íntimamente a alguien, y a pesar de todo continuar deseando a una mujer, del compromiso total de la personalidad. La llama se enciende gracias a la chispa definitiva entre dos personas… Pero ¿quién sabe si esa llama las reconfortará o las calcinará? —Se interrumpió y la miró con el ceño fruncido—. Cuando volvía para aquí no sabía qué podía encontrar. No sabía si podríamos volver a reír… de ese modo. Te quiero, te quiero, pero en ese sentimiento todavía hay cólera y celos, y no es fácil que desaparezcan. No puedo decir más. No puedo prometer que mañana será así o de otro modo. Tampoco tú puedes prometer; de eso estoy seguro. Tienes razón cuando afirmas que soy un extraño. Pero soy un extraño que conoce cada centímetro de tu piel. Tenemos que partir de ahí… en cierto sentido, recomenzar.

II

La mañana siguiente, Ross se levantó a las cuatro. Se apartó de Demelza, cuya respiración tenía el ritmo regular de un metrónomo, salió del dormitorio y bajó la escalera. Afuera rompía el día, pero las sombras aún no se habían disipado en la casa, acechaban en los rincones como deseando atraparle a uno.

Salió y permaneció de pie bajo el árbol umbrío, escuchando el gorjeo soñoliento de los pinzones y las golondrinas. A cierta distancia, un mirlo cantaba entre los nogales, pero alrededor de la casa tardaban en despertar. El aire estaba limpio, puro y suave, y Ross lo inhaló como si hubiese sido éter. Después, rodeó la casa, y una vaca mugió y un cerdo gruñó; Ross pasó el muro divisorio y bajó a la playa, de arena blanda al comienzo y dura donde había golpeado la marea.

Aún no estaba lejos. Las olas eran pequeñas pero violentas y formaban pequeños remolinos que rompían en las rocas. Se quitó la bata, se desprendió de las pantuflas y entró en el agua. El mar era como un cirujano, helado e inquisitivo; aunque era mediados de mayo, el cuerpo se le heló antes de responder al estímulo. Estuvo cinco minutos y volvió a salir, sin aliento pero excitado, como si hubiese renovado todo su cuerpo. Se envolvió en la bata mientras el borde superior del sol asomaba sobre las dunas e incendiaba las primeras chimeneas de Nampara.

Comenzó a recordar… había nadado así después de la noche pasada con aquella mujer, Margareth, a quien había conocido en el baile de Truro un día antes de conocer a Demelza. Entonces, había nadado como si hubiese deseado desprenderse de una miasma pegada a la noche. Ahora no era lo mismo. No era un punto espiritual en un desierto de vergüenza. Ni un hecho trivial: había restablecido la relación íntima con su esposa. Un tema apropiado para un diálogo picante en una de las obras teatrales que estaban de moda en Londres.

Sin embargo, el asunto no había cobrado el sesgo esperado. ¿Qué debía esperarse? A pesar de sus palabras valientes, quizá lo casual. O más probablemente un fiero resentimiento, la afirmación de un derecho disputado mucho tiempo y casi perdido. Pero esta vez no había sobrepasado los límites de la ternura. Quién sabe por qué, un sentimiento del cual muchos se burlaban se había interpuesto en su camino y convertido todas sus reacciones en bondadosa dulzura. No importaba lo que ocurriese ahora, ni lo que se dijesen, hoy o mañana, o la forma que adoptasen las restricciones, la ofensa o el resentimiento. Debía recordarlo. Ella lo sabía y él también. Si por lo menos se pudiesen exorcizar los fantasmas.

Cuando regresó a la casa todos dormían aún, si bien los Gimlett y el resto de los criados se levantarían muy pronto. Los niños continuaban durmiendo. Y también Demelza. Ross se vistió y volvió a salir. El sol continuaba brillando, pero desde el oeste aparecían nubes como mineros revoltosos en marcha. Caminó en dirección a la Wheal Grace. El motor trabajaba incansable, bombeando el agua que constantemente se acumulaba en los túneles. Dos estampadoras de estaño repiqueteaban. Ross había pensado charlar con cualquiera de los hermanos Curnow que estuviese a cargo de la máquina; pero al último momento cambió de rumbo y caminó hacia Grambler. Se sentía desbordante de energía y dominado por la clase de regocijo que ahora era poco usual en él. Todo esto contrastaba con las calles ruinosas y sucias de Londres. Pero quizás el contraste era una parte necesaria de la apreciación.

Henshawe, el capataz de la Wheal Grace, vivía al final de la hilera de míseros cottages y chozas que formaban la aldea de Grambler; y como Ross había previsto, ya se había levantado.

—Caramba, capitán Ross. No tenía idea de que regresaría tan pronto. Quiere visitar la mina, ¿verdad? Lo acompañaré hasta allí, si no tiene inconveniente. Pero ¿qué le parece si primero bebemos una taza de té?

Así, eran casi las seis antes de que partieran, y cuando llegaron a la mina ya estaban realizando el cambio de turno. Los mineros que lo conocían bien lo rodearon inmediatamente, charlando, bromeando, formulando preguntas y comunicándole las murmuraciones locales; pero Ross advirtió cierta reserva que antes no existía. Además de la independencia de carácter natural en los nativos de Cornwall, que a diferencia de la gente del norte no estaba acostumbrada a inclinarse reverente ante sus caballeros, debía considerarse el hecho de que muchos de esos hombres habían sido sus compañeros de la infancia. Joshua, el padre de Ross, a diferencia de Charles, el padre de Francis, no había separado a Ross cuando este era niño, y así salían a pescar juntos, sostenían encuentros de lucha, organizaban excursiones, jugaban en las dunas, e incluso más tarde habían ido a Francia a traer brandy y ron. Aun después que Ross había regresado de América, y cuando ya era un veterano de veinticuatro años que podía mostrar las cicatrices de varias heridas de las que aún se resentía, siempre habían mantenido una relación desembarazada; se reconocían las diferencias de jerarquía social, pero en general se les hacía poco caso. Ahora había sobrevenido un cambio y Ross comprendió la razón. Al aceptar la invitación del vizconde Falmouth y ser elegido diputado por Truro, había «ascendido» en el mundo. Ya no era sólo un juez de paz que ocupaba el estrado y resolvía problemas locales y dispensaba la justicia local: era un miembro del Parlamento, y para bien o para mal el Parlamento dictaba las leyes que regían en toda la nación. Era probable que esos hombres en su fuero íntimo pensaran que las únicas leyes indispensables eran las que venían de Dios.

Aún no había desayunado y tenía apetito, pero parecía el momento adecuado para encasquetarse un sombrero con una vela y descender con el nuevo turno. En todo caso, se restablecería la antigua camaradería; además, las noticias comunicadas por Henshawe no eran muy gratas y Ross deseaba recoger una impresión personal. Pero hubo que postergar el descenso. Los mineros habían comenzado a bajar, y uno tras otro pasaban a la escala que debía llevarlos setenta metros bajo tierra, donde cumplían la jornada continua de ocho horas; Ross esperaba a Henshawe, cuando unos pasos más leves le indujeron a volverse. Era Demelza, con Jeremy y Clowance.

—Capitán Poldark —dijo Demelza—. He traído a dos amigos.

Ross tuvo que concentrar toda su atención en los recién llegados.

III

—No sabía si decírtelo o no —explicó Demelza—. El capataz Henshawe vino a decírmelo y como no escribe muy bien, pensé que quizá yo debía encargarme de comunicarte en mi carta la noticia.

Era casi la hora del almuerzo, y estaban sentados, apoyados en la vieja pared que señalaba el comienzo de la playa Hendrawna. La temperatura había descendido y Demelza usaba una capa. Los niños estaban en la playa, se habían alejado bastante y Betsy María los cuidaba.

—A primera vista, no creo que la situación sea tan grave como Henshawe supone. Es cierto que la veta sur —la que descubrimos primero, y la que ha producido tanto— está acortándose rápidamente. El hecho nos sorprendió a todos, pues la veta comenzó a gran profundidad, y no había motivos para suponer que no tendría un ancho uniforme durante la mayor parte del recorrido. Pero no es así. Además, la calidad ha descendido. Aun así, si ponemos cuidado podremos lograr que rinda un año más, incluso si las cosas continúan como ahora. Pero la veta norte —que prácticamente es un piso— continúa desarrollándose bien. O así lo parece. Después de sufrir tal decepción con una, quizá debamos ser cautelosos al evaluar la segunda. Pero hay mineral suficiente para varios años, y en el fondo un minero no pretende más que eso.

—En tal caso, quizá fue un error pedirte que regresaras.

—No regresé únicamente por esa razón. Ni siquiera es el principal motivo. Estaba… cansado de Londres. Demelza, a menos que lo hayas visto, no tienes idea de lo que significa el ruido constante, el movimiento, los olores, las charlas, el estrépito, la falta de aire. Incluso un día, o un medio día como el que acabo de pasar, logra que me sienta renovado, como si hubiese nacido de nuevo.

—Me alegro de ello.

Como había luna nueva, el mar estaba bajo y la arena firme formaba una faja muy ancha, bordeada de un modo intangible por una mancha de espuma. Betsy María y los dos niños eran minúsculas figuras que no podían identificarse.

—Hace mucho que no me hablabas como lo hiciste anoche y esta mañana —dijo Demelza—. Quizá todo se debe a los discursos que pronunciaste en el Parlamento.

—Discursos. Hum.

—Pero hablame de eso. ¿Cómo es? ¿Tienes alojamiento cómodo? ¿O me dijiste que era así sólo para tranquilizarme?

—No, las habitaciones son cómodas. La señora Perkins es viuda de un sastre. La calle George está frente al Strand, cerca de los Edificios Adelphi, y es muy tranquila después de soportar el ruido de las calles principales. Pagaba dieciocho chelines semanales —¿te lo había dicho?— y estaban alfombradas y amuebladas. Generalmente como en las fondas y lugares por el estilo. Pero la señora Perkins me preparaba una comida cuando se lo pedía. Estaba un poco lejos de Westminster, pero siempre podía alquilar un carruaje para trasladarme allí.

—¿Y el lugar dónde os reunís… el Parlamento?

—Un híbrido, mezcla de varios estilos. Uno se acerca a la Cámara pasando por Westminster Hall, un edificio alto y hermoso, pero la Cámara propiamente dicha se parece mucho a la iglesia de Sawle, excepto que los bancos están uno frente al otro, en lugar de mirar hacia el púlpito, y en pendiente, de modo que cada uno puede ver sobre la cabeza del que está delante. A veces, el lugar está insoportablemente atestado, y otras casi vacío. La actividad suele comenzar a las tres, y puede continuar hasta medianoche. Pero los debates mismos casi siempre son tan mezquinos que uno se pregunta si no sería mejor resolver localmente los asuntos. Por ejemplo, se presenta el proyecto de construir un camino nuevo que atraviese la aldea de Deptford. Después, otro acerca de la división de la parroquia de San Jacobo en la ciudad de Bristol, y la construcción de una iglesia. El tercero se refiere al drenado de suelos bajos en cierta parroquia de East Riding, Yorkshire. A menudo me he preguntado qué hacía en un lugar así, y si no podía cooperar mejor ocupándome de mis propios asuntos en la parroquia de Sawle.

Demelza miró de reojo a su marido.

—Pero ¿seguramente también se tratan asuntos importantes?

—Sí, hay debates importantes. Pitt presentó un impuesto a la renta con el propósito de frustrar un estado de cosas caracterizado, en su opinión, por las evasiones vergonzosas de los nobles. Se trata de cobrar dos peniques por libra cuando la renta excede las 200 libras esterlinas; y confía en que de ese modo podrá recaudar unos 10 millones de libras esterlinas y destinar esos fondos a financiar la guerra. Pero en esa ocasión pronunció un discurso excesivamente largo.

—¿Votaste en favor de la medida?

—No. Creo que implica una intromisión excesiva en los derechos personales.

—¿Y el debate acerca de la esclavitud?

—¿Qué ocurre con eso?

—El señor Wilberforce presentó un proyecto… fue en abril ¿verdad?

—Fue derrotado por escaso margen. Ochenta y siete votos contra ochenta y tres.

—¿Y tú hablaste?

Ross se volvió y la miró fijamente.

—¿Quién te lo dijo?

—Creo —dijo Demelza, protegiéndose los ojos de los rayos de sol—, que debemos ir a buscar a los niños. De lo contrario, llegarán tarde a almorzar.

—Casi no puede afirmarse que hablé acerca de eso. Mi intervención duró apenas cinco minutos, y me enemistó con ambos sectores de opinión.

—No leí eso.

—No se publicó en el Mercury.

—No. Pero sí en otro periódico.

—¿Qué periódico?

—No leí el nombre. Unwin Trevaunance recortó el artículo y se lo envió a sir John, y este me lo prestó.

Ross se puso de pie.

—¿Llamamos a los niños?

—No, probablemente no nos oirán. Tenemos viento de frente. Caminemos.

Avanzaron sobre la hierba áspera y las piedras y descendieron a la playa.

—Ross, ¿por qué no fue bien recibido tu discurso? Al leerlo, me pareció ver que reflejaba exactamente tu pensamiento; casi me parecía oírte.

—En febrero vi dos veces a Wilberforce —dijo Ross—. Es un hombre agradable, cálido y religioso, pero extrañamente miope. Ya conoces el dicho de acuerdo con el cual la caridad comienza por casa. Bien, no es el caso de Wilberforce. Todo lo contrario. Para él, la caridad empieza más allá de los límites de su país. Se irrita profundamente a propósito de la condición de los esclavos y los barcos esclavistas… ¿quién no lo haría? Pero la condición de sus propios compatriotas no le preocupa demasiado. Él y unos pocos de sus adeptos apoyan las leyes contra los cazadores furtivos; apoya todas las medidas de Pitt destinadas a limitar la libertad de palabra, y desea mantener bajos los salarios de los pobres. Ese día me puse de pie —dijo Ross mientras miraba el mar con el ceño fruncido—, sin haber preparado un discurso, lo cual era absurdo. Tienes que saber que cuando un hombre ha terminado de hablar otros piden la palabra, y el speaker —una especie de presidente— elige a quien le place. Tal vez me eligió porque yo era nuevo en la Cámara. Me sentí desconcertado. Es una experiencia extraña, pues uno siente que está hablando en el centro de una iglesia, y toda la congregación, alrededor, se mueve, se agita y charla. Uno se siente perdido en un mar de caras, sombreros, botas y hombros encorvados…

—Continúa.

—Continuaré… como lo hice ese día. Tengo que decirte que no vacilé ni tropecé, pues el desafío, en lugar de desconcertarme —como debía haber sido el caso— me irritó. Pero, por supuesto, me había puesto de pie para apoyar el proyecto de Wilberforce. Como lo habían hecho Canning y Pitt. Como tenía que hacerlo un hombre que poseyera un mínimo de compasión. Los argumentos que se le oponían eran… abominables por el ingenio de su retorcido razonamiento.

—Y lo dijiste.

—Lo dije. Pero después de hablar tres o cuatro minutos… me pareció necesario sacudir a todos esos hombres, a todos, si podía, con el fin de que comprendiesen los males que tenían ante sus propios ojos. Les dije… En fin, ya lo leíste.

—Continúa.

—No hablaba como cristiano convencido, pues todos los miembros de la Cámara sin duda aspiraban al mismo título y quizá sobre todo los que habían hablado contra la moción, pues la propia Sociedad de Propagación del Evangelio tiene esclavos en Barbados. Expliqué que hablaba únicamente como el testigo de la inhumanidad del hombre con el hombre. Esa actitud revestía su peor forma en el abominable comercio de esclavos, pero también adoptaba formas menores aunque igualmente perversas, al alcance de la observación de todos los miembros de la Cámara. Dije que en Inglaterra había ciento sesenta delitos por los cuales podía ahorcarse a un hombre y que por imperio de las leyes sancionadas durante las últimas dos décadas ahora muchos hombres eran tan pobres que sólo apelando al delito podían vivir, pues llenar su vientre y alimentar a su familia hambrienta aún era un delito grave. Por ofensivas e intolerables que fuesen la compra y la venta de seres humanos negros o blancos como esclavos, la Cámara sabía que en Inglaterra estaban creándose nuevas formas de esclavitud; que, por ejemplo, los niños empleados en las fábricas del norte de Inglaterra morían por centenares a causa del exceso de trabajo, mientras los padres, a quienes se negaba todo tipo de empleo, lograban vivir de los minúsculos ingresos que los hijos traían a casa.

—Ahora te expresas mejor de lo que leí en el periódico —dijo Demelza—. ¿Y luego?

—Con todo derecho fui llamado al orden —pues estaba apartándome del tema del debate— y poco después me senté. Desde entonces no he hablado con Wilberforce, pero dos veces nos cruzamos y me saludó fríamente, de modo que no creo que mirase con agrado mi intervención.

Continuaron caminando. Los niños ya los habían visto y corrieron a su encuentro.

—¿Y lord Falmouth? ¿Sueles verlo?

—Almorcé una vez en su casa, y cenamos en el restaurante de Wood, en Covent Garden, donde la gente de esta región se reúne dos o tres veces por año. Se le llama el Club de Cornwall. Creo que en definitiva nos irritamos mutuamente, pero debo decirte que no intentó influir sobre mi conducta en la Cámara, mientras yo apoyara las posiciones principales de Pitt.

Ahora, los niños corrían. Jeremy se había distanciado de Clowance, con sus pequeñas y regordetas piernas y parecía probable que la niña tuviese un berrinche.

—Ross, ¿permanecerás en casa todo el verano?

—Todo el verano. Y espero que me ofrezcas algo bueno para almorzar. Lo de anoche —y el aire de la mañana— me ha abierto el apetito.