Capítulo 2

Algunas horas antes de que el segundo viajero fatigado llegara a su hogar, el primero había alcanzado su punto de destino, el vicariato de Santa Margarita en Truro; pero no apareció para saludarlo una joven de pies ágiles, piernas largas y espíritu entusiasta.

No fue una desilusión, pues él no había esperado semejante recepción. Tampoco la esperaría jamás de su esposa, pues lamentablemente ella estaba loca.

Era una terrible cruz que el reverendo Osborne Whitworth debía soportar. Después de enviudar en edad muy temprana de su primera esposa, una joven encantadora aunque poco inteligente, muy pronto había contraído segundas nupcias, deseoso de tener no sólo una madre para sus dos hijas huérfanas, sino una nueva compañera para sí mismo, una joven que compartiese sus horas, que le ayudase y viviese con él en la prosperidad y la adversidad; más aun, una joven que le ayudara a evitar el pecado de fornicación y fuese una sola carne con él en el cuerpo puro de un miembro de la iglesia de Cristo, y que en ese trance, al mismo tiempo concibiera y produjese más hijos —sobre todo un varón— en el temor y la protección del Señor y como elogio de Su Santo Nombre. Y le había parecido perfectamente natural buscar una joven dotada de relaciones y que aportase algo de dinero.

Así, en actitud reverente, discreta, equilibrada y serena, había elegido a Morwenna Chynoweth, una criatura alta, tímida y morena de dieciocho años, miope, no bonita de acuerdo con las normas corrientes, pero dotada de un cuerpo perfectamente hermoso. Además, era una joven de buena cuna, hija del finado deán de Bodmin, y su prima era esposa de George Warleggan. Los Warleggan de ningún modo eran gente de buena cuna, pese a todos sus esfuerzos por aparentarlo… pero eran muy ricos. Y cada vez adquirían más fortuna. Después de cierta negociación bastante áspera George había asignado a la dote de Morwenna una suma que convertía el matrimonio en una idea muy interesante. Sin duda, George conocía las ventajas que podía obtener de la relación con una familia tan distinguida como los Whitworth, emparentados a su vez con los Godolphin.

De modo que se había concertado y celebrado el matrimonio, rechazando el frívolo asunto de las objeciones de Morwenna. Después de todo, las jóvenes de esa edad no sabían qué querían; y para una criatura que prácticamente carecía de perspectivas, el ofrecimiento de esa unión era como abrir una puerta que comunicaba con una vida nueva. Una persona en su sano juicio no podía negarse. Con respecto a la faz física del asunto, Ossie había confiado en que sus propios encantos masculinos despertarían la sensibilidad de Morwenna y provocarían en ella una serena adoración. Por supuesto, poco importaba si era ese el caso, pues el deseo y el placer carnales eran características masculinas y la mujer debía considerarse suficientemente gratificada por la atención que recibía sin esperar recompensas ulteriores.

Así había comenzado todo y durante un tiempo Ossie no había percibido señales de peligro. Morwenna se sometía cinco veces por semana, y aunque a veces su actitud y las expresiones de su rostro no eran halagadoras, ni mucho menos, él no había prestado mayor atención al asunto. Después, le había dado un varón, un niño sano, vigoroso, dinámico y pesado, un niño codicioso en quien Osborne había reconocido instantáneamente a su propio hijo y su heredero espiritual; pero Morwenna había sufrido durante el parto y entonces comenzaron a manifestarse los primeros signos de insania. Su leve aversión al acto procreador se había convertido en histeria; y con la ayuda inicial y el consejo de ese insufrible charlatán, el doctor Dwight Enys, ella había comenzado a negar a su marido los derechos que en justicia le correspondían.

Pero cosas peores habrían de ocurrir. Morwenna le había convencido de que emplease a su hermana menor Rowella para que se ocupara del cuidado de las niñas; y después, a medida que se agravaba la locura de Morwenna, había imaginado la existencia de cierta relación entre Rowella y el propio Osborne, y una noche le había gritado, con los ojos desorbitados y los cabellos colgándole como algas marinas, que él jamás —¡vean ustedes, jamás!— debía volver a tocarla. Y cuando él se disponía a no hacer caso de esa orden enloquecida ella le había dicho que si la poseía contra su voluntad al día siguiente —¡vean ustedes, al día siguiente!— ella haría lo posible para matar, asesinar al niño que era fruto de su propio vientre, a John Conan Osborne Whitworth.

Era una cruz más pesada que la que un hombre podía soportar, y el reverendo Whitworth contemplaba seriamente qué pasos podía dar para aliviar el peso de su carga. Un hombre adinerado —un hombre realmente adinerado, sin obligaciones religiosas— sin duda habría hallado fácilmente el camino. Pero él, Osborne, había respondido a una vocación que para el caso no era la más apropiada. Cuando uno estaba al servicio de Dios, presuntamente debía soportar con valor la desgracia, y de ningún modo facilitaría su futura carrera profesional que los colegas de religión creyesen que había actuado de un modo prematuro o egoísta y que se había apresurado a… bien, a encerrar a su mujer. Uno de estos días debía ir a Exeter y hablar con el obispo, volcar su corazón y ver si podía obtener la ayuda del superior. Sería un gran progreso, pero había que hacerlo con cautela. Ese estúpido del doctor Behenna de nada servía, pues argüía que la señora Whitworth no padecía nada peor que excesos depresivos de melancolía.

Así, caminando con su paso pesado detrás del criado, llegaron casi a orillas del río, donde la antigua iglesia y su vicariato parecían alzarse con los pies en el lodo, limitados por hileras de árboles; en el trayecto Osborne no dijo palabra, y cuando entró en el salón de la planta baja encontró a Morwenna sentada frente a la ventana, cosiendo a la luz de los rayos solares oblicuos.

Morwenna se puso de pie cuando lo vio.

—Osborne. Llegaste un poco más temprano. ¿Tomarás el té?

—El carruaje partió antes. —Se acercó al reborde de la chimenea, donde había tres cartas dirigidas a él llegadas en su ausencia—. ¿Dónde está John?

—En el jardín, con Sara y Ana.

—No debes dejarlo solo. El río es peligroso.

—No está solo. Los acompaña Lottie.

(Lottie era la joven que ocupaba el lugar de esa perra que era la hermana de Morwenna, la que se había casado vergonzosamente con un bibliotecario local llamado Solway. Rowella Solway. Lottie tenía el rostro picado de viruela y era ineficiente, pero todo era mejor que esa criatura impúdica y corrompida que la había precedido).

Ossie extrajo su reloj.

—Imagino que ya han almorzado —dijo hoscamente—. ¿Qué hay en la casa? Supongo que nada.

—Tenemos pollo y una lengua. Y parte de una pierna de cordero. Y bollos y una tarta;

—Y todo muy mal cocido, y sin sabor —dijo Ossie—. Ya lo sé. Sólo después que uno almorzó en las grandes casas comprende qué tosco es el alimento que le dan en su propia casa.

Morwenna miró a su marido.

—¿No te fue bien en Tregrehan?

—¿Bien? Por supuesto, todo fue muy bien. ¿Por qué crees lo contrario? —Ossie volvió las cartas. La escritura le permitió reconocer que una provenía de ese viejo enfermo y gotoso, Nat Pearce, que sin duda lo invitaba a una partida de whist. La segunda provenía de un miembro de la feligresía, y probablemente comunicaba alguna mezquina queja. En la tercera, el nombre y la dirección estaban escritos con una pluma fina, el sello aplicado sobre la cera, pero sin ningún tipo de dibujo. Alzó los ojos y encontró la mirada de su esposa. Ahora casi siempre se la veía desaliñada, con los cabellos mal peinados; el vestido suscitaba la impresión de que había dormido con él. Otro signo de la demencia cada vez más aguda. Realmente, Osborne debía presionar a Behenna. Osborne no estaba seguro de que fuese real la amenaza de matar a John si las atenciones del marido la llevaban a eso; pero… pero… Osborne nunca se había atrevido a poner a prueba la amenaza. Sin embargo, si ella continuaba decayendo y comenzaba a sufrir espejismos, por ejemplo su absurda fantasía de que él había tenido una relación con su repulsiva hermana, si tal cosa ocurría, Morwenna bien podía imaginar que la habían molestado contra su voluntad; y en ese caso, ¿estaría seguro John?

—¿Tuviste un viaje fatigoso? —preguntó Morwenna, obligándose a demostrar una solicitud que no sentía y tratando de descubrir la razón de la irritación de su marido.

—¿Fatigoso? Sí, fue fatigoso. —Ossie recordó y volvió a rascarse—. Esas diligencias son una vergüenza; están plagadas de pulgas, lepismas y piojos. Jamás fumigan y ni siquiera cepillan los almohadones. La próxima vez alquilaré una silla de postas… viajaba también ese individuo descarado, el tal Poldark.

—¿Poldark? ¿Te refieres a Ross Poldark?

—¿Acaso hay otro del mismo nombre? Hay sólo uno, ¿verdad? Dios sea loado. Arrogante y presuntuoso como siempre.

—Supongo que regresaba de Londres, de las sesiones del Parlamento.

—En efecto, y para mi gusto ha vuelto demasiado pronto. George no descuidaba así sus obligaciones cuando era miembro. Seguramente, Poldark tiene dificultades en su mina, o algo parecido. —Ossie rompió el sello de la tercera carta.

—¿Dijo eso?

—¿Dijo qué? —Ossie miró fijamente la carta.

—¿Dijo que algo andaba mal en su mina?

—No, claro que no. No con tanta claridad. —Osborne advirtió que conocía muy bien la escritura. Era tan regular y exacta como la del señor Pearce, aunque no tan adornada. A pesar de los imperativos de la razón, se le aceleraron perceptiblemente los latidos del corazón.

Estimado vicario:

Confío en que me perdonará si le escribo después de un intervalo tan prolongado; pero abrigo la esperanza —en efecto, menciono esa esperanza todas las noches, en mis plegarias— de que el paso de dos años haya suavizado la dureza de los sentimientos que usted me manifestaba antaño. (Aunque le aseguro que yo jamás sentí nada que no fuera gratitud hacia usted y mi hermana, por el hogar agradable y cómodo que me ofrecieron, y por la atención y el afecto que usted me demostró).

Pero muchas veces intenté ver a Morwenna y ella siempre me rechazó. En una ocasión traté de hablarle en la calle pero me volvió fríamente la cara. A juzgar por todo eso, no creo que jamás vuelva a ser bien venida en su casa o su iglesia. Aprecio también que, como he contraído matrimonio con un hombre socialmente inferior, este hecho es un obstáculo suplementario que impide una cabal reconciliación. Sin embargo, vivimos en la misma ciudad y debemos continuar haciendo lo mismo, y por eso desearía sentir que la enemistad real que existía ha concluido. (Mi prima, la señora Elizabeth Warleggan, me recibe de tanto en tanto, y si alguna vez nos encontrásemos allí, evitaríamos situaciones embarazosas si pudiésemos saludarnos sin frialdad o desagrado evidentes). Si usted tiene cierta influencia sobre Morwenna, le ruego la use en este sentido.

Vicario, ya hace dos años que salí de su casa para unirme con Arthur, y entonces, sin quererlo, llevé entre mis libros algunos que le pertenecen. Hay dos volúmenes de los discursos de Latimer, y los sermones completos de Jeremy Taylor. Muchas veces quise devolverle estos libros, pero me pregunté cuál era el mejor modo de hacerlo sin que pareciese que me daba aires. Si acudo a su puerta sé que me rechazarán. Si usted me escribe una línea, puedo dejárselos con Arthur en la Biblioteca; o como usted a menudo está en la ciudad y pasa frente a mi puerta, en el número 17 dé la calle Calenick, ¿no podría venir a buscarlos? Suelo estar en casa por la tarde, y vería un signo especial de su condescendencia y su perdón si viniera hasta aquí.

Quedo, señor, su respetuosa y obediente servidora y cuñada.

Rowella Solway.

—¿Qué dijiste? —rezongó Ossie.

—No me contestaste —dijo Morwenna—. Si prefieres comer ahora o esperar hasta la cena.

Ossie la miró como si estuviese frente a Rowella. ¡Qué impertinencia, qué impudicia, cuánta presunción! La joven era ofensiva y si era capaz de escribir esa carta mentalmente estaba tan deformada como su hermana mayor. Depravada, moral y espiritualmente perdida. Y desde el punto de vista físico, repulsiva. Era un gusano, voluptuosa como esas cosas resbaladizas que se deslizan bajo la piedra; una serpiente que debía ser aplastada con el talón. ¡Qué se hubiese atrevido a escribirle!

—¿No estás bien? —preguntó Morwenna—. Quizá tienes un poco de fiebre estival.

—¡Tonterías! —Haciendo un esfuerzo, Ossie se volvió y caminó hacia el espejo para ajustarse la corbata. Las manos le temblaban de cólera—. Di a Harry que comeré inmediatamente.

II

En la gran residencia de Truro se comió un poco más tarde. En realidad, apenas habían concluido y Elizabeth, grácil como un junco, se había puesto de pie con el fin de dejar solos a los dos caballeros con su oporto.

Había sido una cena cortés, convencionalmente cortés, con una comida elegida con cuidado y destinada a impresionar. En realidad, Elizabeth, con su profundo conocimiento de lo que debía hacerse y de lo que no debía hacerse, había sugerido a su esposo que, si no se trataba de una comida de gala, el menú era excesivamente complicado y la intención muy evidente. Pero George había decidido no hacerle caso. Era necesario impresionar a su nuevo amigo con esta reunión, la primera comida en la cual se reunían, y había que hacerlo con la riqueza, el gusto y el epicureísmo de su anfitrión. Estaba muy bien si uno era un caballero que provenía de generaciones de caballeros; en ese caso, podía permitirse un almuerzo descuidado en un ambiente poco pulcro. Muchos de los que se consideraban socialmente superiores a George comían así: Hugh Bodrugan, John Trevaunance, Horace Treneglos; y por eso George los despreciaba. Él prefería comer y comportarse de otro modo, atenerse a otras normas, y si recibía a un invitado importante quería demostrar cuánto podía obtenerse con el dinero.

En todo caso, su invitado lo conocía y conocía sus orígenes. Aquí no se trataba de engañar a nadie. No era posible fingir en la ciudad y el condado donde uno desarrollaba sus actividades comerciales. Además, esta amistad podía llevar a cosas importantes y era necesario realizar desde el principio los mayores esfuerzos.

Elizabeth había cedido.

El invitado había cumplido cuarenta años pocos días antes. Era un hombre alto, de cabellos canosos peinados hacia atrás, el rostro redondo, el temperamento amable y unos ojos pequeños al mismo tiempo refinados y adquisitivos. Christopher Hawkins, de Trewithen, abogado y miembro del Parlamento, antaño sheriff supremo de Cornwall. Miembro de la Sociedad Real, barón, soltero y figura dominante en ciertos distritos.

Después que Elizabeth se retiró y un criado sirvió la primera copa de oporto, se hizo un breve silencio que se prolongó mientras los dos hombres sorbían apreciativamente el licor.

—Me alegro de que se haya presentado la oportunidad de que usted nos visite en nuestra casa. Nos agradaría que pasara aquí la noche —dijo George.

—Se lo agradezco —dijo Hawkins—, pero estoy a dos horas de mi propia casa y por la mañana debo atender mis asuntos. Señor Warleggan, un oporto admirable.

—Gracias. —George se abstuvo de decir cuánto le había costado—. Sin embargo, espero que en otra ocasión pueda pasar con nosotros una noche o dos, quizás en Cardew, donde vive mi padre, o en Trenwith, sobre la costa norte.

—El viejo hogar de los Poldark…

—Sí, y aún antes de los Trenwith.

Hawkins bebió otro sorbo.

—Seguramente, mucho antes. ¿El último Trenwith no desposó a una Poldark hace un siglo?

—Eso creo —dijo George.

—Por supuesto, es una progresión bastante usual. Los Boscawen desposaron a una Joan de Tregothnan y se instalaron allí. Los Killigrew desposaron a una Arwenack. Pero, aún queda un Poldark, ¿verdad?

—Sí, Geoffrey Charles. Está en Harrow.

—Sí, el hijo de Francis. Por supuesto, sin hablar de Ross Poldark, pocos kilómetros más al este. Y también tiene un hijo.

George miró atentamente a su invitado, tratando de determinar si el nombre de Ross Poldark había sido incorporado a la conversación por malicia o descuido. Pero no era fácil leer el rostro de sir Christopher.

—Naturalmente, cuando alcance la mayoría de edad Geoffrey Charles heredará Trenwith —dijo George—. Si bien no dispondrá de dinero para mantenerlo. Cuando mi padre…, si algo le ocurre a mi padre, Elizabeth y yo nos mudaremos a Cardew, que es una casa mucho más espaciosa y que quizá tiene el mismo estilo que la que usted ocupa, pues se levanta entre hermosos árboles y mira hacia la costa meridional.

—No sabía que usted conocía mi casa.

—La conozco por su reputación.

—Habrá que facilitar un conocimiento más directo —dijo cortésmente Hawkins.

—Gracias. —George llegó a la conclusión de que el nombre de Ross Poldark podía haber aparecido en la conversación por una tercera razón, y decidió aprovecharla—. Por supuesto, sir Christopher, le envidio sobre todo una cosa.

Hawkins enarcó el ceño.

—¿De veras? Me sorprende. Pensé que usted tenía todo lo que un hombre razonable puede desear.

—Tal vez un hombre no se muestra razonable cuando ha poseído una cosa y después la pierde.

—¿Qué? Oh…

George asintió con su cabeza formidable.

—Como usted sabe, fui miembro del Parlamento durante más de doce meses.

El criado entró nuevamente, pero George le ordenó que se retirase, y sirvió él mismo la segunda copa de oporto. Los dos hombres permanecieron sentados en silencio, al lado de la mesa atestada, donde la plata y el cristal reflejaban la tenue luz de la ventana. Aunque tenían más o menos la misma edad, eran tan distintos por el aspecto, el vestido, la expresión, la contextura física, que pensar en los años que cada uno contaba parecía poco importante. Hawkins, un hombre regordete, astuto, refinado, cínico, de cabellos canosos, parecía un caballero hecho y derecho, pero al mismo tiempo un hombre conocedor de todas las reacciones y las malicias de los hombres. Uno sentía que la naturaleza humana jamás podría sorprenderle. Comparado con él George, a pesar de todo, tenía un aspecto pesado y un tanto tosco. La camisa de seda amarillo claro parecía inapropiada sobre ese fuerte cuello de toro. La chaqueta de terciopelo bien cortada no ocultaba los fuertes músculos de los brazos y la espalda. Las manos limpias y bien cuidadas, aunque no demasiado grandes, tenían una fuerza que sugería el trabajo manual (aunque jamás lo había practicado). Tampoco usaba peluca y sus cabellos no mostraban una sola cana, pero los primeros tres o cuatro centímetros crecían verticalmente desde el cuero cabelludo, en lugar de extenderse lisos.

—Usted representó a Truro bajo la protección de Francis Basset, lord de Dunstanville —dijo Hawkins—. Cuando Basset arregló sus diferencias con lord Falmouth, usted perdió por muy poco el escaño conquistado por Poldark. Un resultado bastante natural. Hallar otro escaño en un Parlamento que tiene apenas seis meses plantea un problema difícil. Pero si usted desea volver, ¿Basset no puede ofrecerle nada?

—Basset no puede ofrecerme nada.

—¿Hubo discrepancias entre ustedes?

Sir Christopher, en este condado pocas cosas pueden mantenerse en secreto. Para un personaje público como usted, que dispone de tantos medios de información, no puede ser un secreto que lord de Dunstanville no me ofrece la protección que antes me dispensaba. Mantenemos buenas relaciones, pero ha cesado la cooperación; por lo menos en el plano parlamentario.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Hubo… como usted dice… motivos de discrepancia. ¿Puedo preguntar si usted siempre coincide con Francis Basset?

Hawkins sonrió apenas.

—Casi nunca… pero si usted perdió la protección de Dunstanville, y según creo al menos por el momento es enemigo de lord Falmouth, sus posibilidades son limitadas.

—No en un condado que cuenta con cuarenta y cuatro diputados.

Sir Christopher extendió las piernas. Almorzaban en el primer piso, pero el sonido de los carros que rodaban sobre los adoquines, en la calle, estorbaba a veces la conversación.

—Señor Warleggan, como usted sabe, dispongo de tres escaños, pero todos tienen titulares firmes.

—Aun así, apreciaría su consejo.

—Haré todo lo que esté a mi alcance.

—Como usted sabe, sir Christopher, soy rico y puedo satisfacer mis caprichos. ¿Sabe lo que lord de Dunstanville dijo durante una cena celebrada recientemente en su hogar?

—¿De buena fuente?

—Me informó un invitado que lo escuchó de sus propios labios. Dijo: «El abuelo del señor George Warleggan fue un herrero que tenía una forja en Hayle y no contaba ni con un chelín. Pero gracias a su esfuerzo y su buena suerte, el señor George Warleggan ha adquirido una fortuna de doscientas mil libras esterlinas».

Hawkins miró a su anfitrión con una expresión calculadora, pero no habló. George alzó los ojos y encontró la mirada de su invitado.

Sir Christopher, el único error de esa observación es que la forja de mi abuelo no estaba en Hayle.

Hawkins asintió.

—Bien, en ese caso, debemos felicitarle por su fortuna, ¿verdad? Y es indudable que Francis Basset también lo pensó. Ni siquiera una persona tan rica como él puede permitirse menospreciar la riqueza ajena.

—… Quizás así sea. —George se inclinó hacia adelante para llenar de nuevo las copas—. Pero como tengo dinero y deseo usarlo, le agradeceré mucho que me aconseje el mejor modo de volver al Parlamento. —Hizo una pausa—. Por supuesto, si puedo devolver el favor…

Arriba, un niño lloraba. (Como si en edad tan temprana soportara cierto íncubo, Valentine a menudo tenía pesadillas).

—Señor Warleggan, si me hubiese abordado antes de la elección de septiembre, no habría sido difícil responder a su pregunta. El gobierno generalmente tiene escaños que vende a 3000 o 4000 libras esterlinas.

—Entonces representaba a Truro.

—Sí, sí, comprendo. Pero por el momento…

—En realidad —dijo George—, no me interesa tanto comprar un escaño; más bien deseo un distrito. No deseo estar sometido a un protector. Quiero ser mi propio protector.

—Eso cuesta mucho más. Y por supuesto, de ningún modo es una operación directa. Es necesario considerar la situación de los votantes.

—Oh, los votantes… No es el caso de ciertos distritos. Sir Christopher, ¿cuáles son los distritos que usted controla?

—Tengo intereses en Grampound y San Miguel. Allí el derecho de voto corresponde a los habitantes que pagan tasas y galeras…

—¿Qué significa eso?

—Son, en general, los que pagan un tanto destinado al mantenimiento de los asuntos parroquiales.

—¿Y cuántos hay en cada burgo?

—Oficialmente cincuenta en cada uno, pero son de hecho una cantidad menor.

—¿Y de qué modo el protector influye sobre los votantes, si la pregunta no es demasiado grosera?

—Es dueño de las propiedades que ellos ocupan —dijo secamente sir Christopher.

—Ah…

—Pero, señor Warleggan, es necesario andarse con cuidado. Cuando se percibe la existencia de soborno franco, es frecuente que se apele al Parlamento y se declaren nulas las elecciones. Y en tal caso el miembro infractor o su protector pueden ir a parar a la cárcel.

George agitó las monedas que guardaba en el bolsillo.

—Seguramente usted me enseñará los refinamientos del asunto. Por mi parte, si puedo ayudarlo como fuere, trátese de negocios bancarios o de intereses que usted puede tener en la fundición, la minería o la navegación, infórmeme. Con mucho placer le facilitaré mi ayuda.

Hawkins examinó el matiz rojo oscuro de su oporto.

—Averiguaré la situación, señor Warleggan. Las circunstancias siempre varían… es posible que aparezca la oportunidad de comprar esos intereses decisivos y quizá no ocurra nada. Es más bien cuestión de suerte, de previsión y de oportunidad. Pero sobre todo, de dinero. Con dinero se abren muchas puertas.

—Dispongo de dinero —dijo George— y lo invertiré de acuerdo con su consejo.