Aquel día soplaba un fuerte viento. El pálido cielo vespertino estaba manchado por nubes desflecadas; y el camino, más polvoriento y más desigual durante la última hora, aparecía sembrado de hojas impulsadas por el viento.
En el carruaje viajaban cinco personas; un hombre delgado con aspecto de pasante de tienda, el rostro rojizo y el traje lustroso, su esposa aún más delgada y la hija adolescente; los dos restantes eran un hombre alto y delgado, de aspecto distinguido, que tendría cerca de cuarenta años, y un clérigo de cuerpo robusto, unos pocos años menor. El hombre alto vestía una chaqueta de terciopelo marrón con botones de bronce, casi todos desabrochados para mostrar la camisa limpia y el viejo chaleco amarillo, ajustados pantalones y botas de montar. Si se exceptuaba el cuello, el clérigo podría haber pasado por un dandy, con su traje de seda verde, la capa de seda, las medias escarlatas y los zapatos negros de hebilla.
El hombre que parecía un empleado y su esposa, un tanto impresionados por la compañía, conversaban en murmullos mientras el carruaje saltaba y brincaba por el camino. Aunque ahora se había hecho el silencio, antes se había conversado, y el matrimonio sabía quiénes eran los dos viajeros que compartían el carruaje. El hombre alto era el capitán Poldark, un hombre que se había destacado recientemente en el condado y que era miembro del Parlamento por el distrito de Truro. El clérigo era el reverendo Osborne Whitworth, vicario de Santa Margarita en Truro y vicario no residente de San Sawle con Grambler, sobre la costa septentrional.
Se había conversado, pero ahora reinaba un silencio no demasiado cordial; más aun, desde el comienzo mismo el diálogo había tenido cierto filo. El capitán Poldark había subido al carruaje en Saint Blazey y el señor Whitworth lo había hecho poco después, en Saint Austell, y había comentado inmediatamente:
—Ah, Poldark, de modo que regresó; bien, bien, espero que se alegrará de volver al hogar. ¿Cómo está Westminster? Pitt y Fox y todo eso. Mi tío afirma que se murmura mucho.
—Todo es como uno lo hace —dijo el capitán Poldark—. A semejanza de tantas otras cosas.
—¡Ah! Sí. Lo mismo decía mi primo George cuando estaba en Londres. Bien, usted le asestó un fuerte golpe al privarlo de su escaño. Esos doce meses en la Cámara le abrieron el apetito. Durante un tiempo George estuvo muy deprimido.
El capitán Poldark no habló. El carruaje olía a polvo y mal aliento.
El señor Whitworth se aflojó los ajustados pantalones, en un movimiento poco elegante.
—A decir verdad, el señor Warleggan no carece de diligencia en sus propios asuntos. Estoy seguro de que tendremos noticias suyas antes de que avance mucho el año.
—Esperaré con verdadero interés —dijo Poldark, los ojos bajos.
—Necesitamos la ayuda de todos los hombres inteligentes —dijo Whitworth—. Ahora más que nunca, señor. El descontento interno, los clubes jacobinos, los motines navales con banderas rojas, las quiebras por doquier, y ahora la rebelión irlandesa. ¿Sabe si ya fue sofocada?
—Todavía no.
—Las vergonzosas atrocidades de los católicos deben ser castigadas debidamente. Las cosas que uno oye se parecen a los peores excesos de la revolución francesa.
—Todas las atrocidades reciben el debido castigo… o por lo menos se procede a la venganza. Uno nunca sabe quién empieza… sólo que se desencadena una serie de interminables consecuencias.
El señor Whitworth volvió los ojos hacia la ventana y contempló el verdor móvil del campo.
—Por supuesto, sé que el señor Pitt apoya la emancipación católica. Felizmente, es poco probable que el Parlamento la apruebe.
—Creo que usted está en lo cierto. Pero puede cuestionarse que se trate de un resultado feliz. ¿Acaso no veneramos todos al mismo Dios?
La cara del señor Whitworth tenía distinta forma que la del capitán Poldark. Pero él también podía desviar los ojos, en actitud reservada… ante la soberbia de un hombre dispuesto a discutir su juicio en el tema que era su especialidad; de modo que durante un tiempo la conversación decayó. Sin embargo, el joven clérigo no se desanimaba ante esos pequeños desaires, y después de detenerse el carruaje por unos cinco minutos, mientras el cochero y alguno de los pasajeros que viajaban afuera movían un tronco caído, Whitworth dijo:
—Pasé dos noches con los Carlyon. ¿Los conoce?
—De nombre.
—Tregrehan es una residencia muy cómoda y espaciosa. Mis padres conocían a los Carlyon, y yo he cultivado su relación. Tienen una excelente cocinera, una verdadera joya.
El capitán Poldark miró el estómago prominente del señor Whitworth, pero no formuló comentarios.
—El corderito… excepcionalmente tierno… por supuesto, con espárragos y corazón asado. El placer de la mesa está en la combinación de los platos. Pero le aseguro que no sé si el cordero estaba mejor que el filete hervido de ternera con una salsa dulce creada en la casa y un relleno de salvia y romero. Siempre digo a mi esposa que no son los ingredientes sino el modo de combinarlos.
—Espero que su esposa esté bien. —Aquí, por lo menos había un terreno común.
—Tiene un temperamento quejoso. El doctor Behenna cree ahora que es un desorden del hígado. Me reconforta decir que mi hijo está muy bien. Nunca vi a un niño de dos años más fuerte que él. Y aún no tiene dos años. Un varón hermoso y sano… —El señor Whitworth se rascó—. Muy diferente de la pobre y enclenque criaturita que los Enys han producido. Dicen que es muy delgada y débil, con la cabeza demasiado grande, y que babea todo el día… Juraría que esté carruaje está lleno de pulgas. Tengo una piel delicada, muy sensible a las pulgas, y apenas me pican mi piel reacciona intensamente.
—Señor, debería probar el Polvo Fumigatorio del doctor Leach —se atrevió a decir el empleado—. Lo usan en las casas más distinguidas.
Whitworth miró hostil al empleado.
—Se lo agradezco, señor. Había oído hablar de eso.
El carruaje continuó la marcha.
II
«Mi vida se ajusta a formas repetitivas —pensó Ross—. Hace muchos años —he olvidado cuántos— volvía de Bristol en un carruaje como este, era un joven que cojeaba a causa de una herida recibida en América y tuve que soportar una compañía parecida. Un hombre con aire de empleado y su esposa, aunque entonces llevaban un bebé, no una jovencita delgada y picada de viruela. Pero también compartí el carruaje con un clérigo; se llamaba Halse —ahora es un anciano— y el desagrado que me inspiró fue casi tan intenso como el que ahora siento frente a este hombre. Nos hablamos con aspereza y cuando terminó el viaje estábamos disgustados. La época del año era distinta; aquella vez era octubre, pero la tormenta de la víspera arrancó muchas hojas a los árboles y hoy se diría que ya estamos en otoño. Y la única diferencia importante es quizá que entonces yo era joven —y me impresionó mucho llegar a casa y descubrir qué pobre era realmente—, y en cambio ahora soy un hombre próspero. Y entonces me amenazaba una ingrata situación, porque la muchacha a quien yo amaba se proponía contraer matrimonio con mi primo. En cambio, ahora tengo esposa… Bien, sí, tengo esposa…
»Pero entonces yo era un hombre joven, y desbordaba vigor. Ahora tengo treinta y ocho años, y no soy tan joven. Y quizá tampoco tenga tanta resistencia.
»Y se diría que toda mi vida repite los mismos caminos, exactamente como ahora. Impulsado por mi propia temeridad, dos veces asalté prisiones y liberé prisioneros: una vez en Inglaterra, por lo cual soporté el rencoroso ataque de mi propia clase, y otra en Francia, que me valió elogios y una admiración igualmente inmerecidos. Fuera de aventuras casuales aquí y allá, he amado sólo a dos mujeres en el curso de mi vida, y ambas se interesaron por otros hombres. He inaugurado dos minas. Tengo dos hijos. La historia podría continuar interminablemente.
»Quizás esta sensación de que la vida se repite es resultado natural del envejecimiento. Tal vez esa misma sensación la tienen todos los que viven mucho. Ciertamente, si uno considera la rutina y la falta de episodios interesantes en la vida de la mayoría de la gente, podría decir que puedo considerarme afortunado porque mi vida ha tenido tanta diversidad.
»Pero ese no es el asunto. Estoy confundiendo la esencia de mi propia argumentación…».
—¿Qué? —Whitworth le había preguntado algo—. Oh, no, la Cámara se reunirá dentro de seis o siete semanas.
—Entonces, ¿no regresará en seguida?
—Asuntos de negocios —dijo Ross—. Estuve ausente demasiado tiempo.
—Ah, sí, asuntos de negocios. —La frase arrancó un eco al corazón de Osborne Whitworth—. A propósito, ahora que usted mantiene relación tan estrecha con el vizconde Falmouth…
Hizo una pausa, pero Ross no confirmó ni desmintió el hecho.
—… ahora que sin duda conoce tanto al vizconde Falmouth, pues pertenece a su distrito, tal vez se avenga a interponer sus buenos oficios en mi nombre, pues deseo agregar la renta de Luxulyan, y si bien dicha renta no está en su jurisdicción, seguramente conoce al protector del distrito; y estoy seguro de que su firma al pie de una carta tendrá cierto peso.
—Lamento saber que se aleja de Truro —dijo Ross con malicia.
—Oh, no se trata de eso —aseguró Ossie Whitworth—. El vicario recientemente fallecido de Luxulyan rara vez residía allí. Deseo acrecentar mi escasa renta, que como usted sabe apenas basta para atender las necesidades de la vida cotidiana y mantener a mi esposa y mi familia cada vez más numerosa. Los ministros de la Iglesia gozan de estipendios que de ningún modo concuerdan con las obligaciones que se les imponen. En realidad, y aunque sea lamentable reconocerlo, para un hombre que viste las órdenes sagradas es esencial tener dos o más rentas si quiere sobrevivir.
—Usted ya tiene dos rentas —señaló Ross—. Hace dos años agregó la de mi propia parroquia de Sawle.
—Sí, pero es muy miserable. Los gastos de mantenimiento casi absorben el incremento. Luxulyan es un lugar más próspero y los terratenientes y los caballeros son mucho más generosos. Como usted sabe, la costa meridional siempre está mejor que la septentrional.
Se oyeron gritos de protesta proferidos por los pasajeros del techo cuando el carruaje pasó rozando las ramas bajas de los árboles. Una rama arañó la ventanilla lateral. El empleado y su esposa se habían mirado en vista del sesgo que tomaba la conversación; en realidad, el señor Whitworth no había vacilado en hablar frente a esos extraños, como si ellos no hubiesen existido. Pero parecía que el capitán Poldark no deseaba seguir hablando del tema. El empleado no pudo dejar de pensar que el reverendo Whitworth podía haber formulado con más tacto su petición.
Ossie miró por la ventana.
—Bien, gracias a Dios casi he llegado. Estos golpes y sacudidas son capaces de revolver las tripas de un hombre. Juro que una sola vez me embarqué, y no era peor. Será mejor que ese sinvergüenza de Harry esté esperando en el punto de llegada, para recoger mi maleta. Ah, sí, ahí está. —Ossie alzó el bastón y dio tres golpes sonoros en el techo del carruaje.
El vehículo se detuvo, las ruedas crujieron sobre el suelo blando y todas las barras de hierro y los arneses de cuero protestaron cuando cesó el movimiento. El cochero descendió y abrió la puerta. Y al hacerlo se descubrió, con la esperanza de recibir una propina.
Ossie no tenía mucha prisa por descender. Se rascó de nuevo y comenzó a abotonarse la chaqueta.
—Vea, Poldark, quizá llegue el momento de que yo pueda hacerle favores. Tal vez usted no sepa que mi tío, Conan Godolphin, es íntimo amigo del príncipe de Gales; y a veces un amigo (sí, en la corte) puede ser muy ventajoso para un hombre que ocupa un escaño en los Comunes. Sobre todo si representa a un lejano distrito rural y carece de títulos o relaciones sociales, como es su caso. El tío Conan conoce a todas las grandes familias whig y a muchos nobles influyentes, de modo que en todo esto podría haber algo parecido a un quid pro quo.
—En efecto —dijo Ross después de un minuto—. Un quid pro quo, ¿eh?
—Sí. Eso es lo que sugiero.
—No veo muy claro qué sugiere.
—Oh, vamos, Poldark, creo que he hablado claro.
—En Sawle usted tiene a un cura a cargo. Odgers es un hombrecito que trabaja mucho. Cuando a usted le asignaron la renta, aumentó su estipendio de 40 a 45 libras esterlinas anuales.
—Sí, así es. Fue un gesto generoso y en armonía con los tiempos. Aunque como vive de la tierra, y apenas tiene gastos, no me imagino qué hace con el dinero.
—Bien, le aseguro que no vive cómodo. Cultiva verduras y las vende en el mercado local. La esposa trabaja, ahorra lo que puede, arregla ropas de los niños mayores para los menores y por supuesto no gozan del refinamiento del vestido y la educación que serían propios por tratarse de un hombre de la Iglesia. Usted me dijo que la vida del clérigo es difícil. Bien, con 45 libras esterlinas anuales vive apenas mejor que un herrero.
—¡En ese caso, sólo puedo decir que administra lamentablemente mal sus cosas! Siempre pensé que era un hombrecito incompetente.
Ross miró con muy escasa simpatía a su interlocutor.
—El quid pro quo que yo contemplaría, Whitworth, es que usted aumente a 100 libras esterlinas anuales el estipendio del señor Odgers. Yo no reclamaría los buenos servicios de su tío y, en cambio, en esos términos, estaría dispuesto a pedir que lord Falmouth interceda en favor de las pretensiones que usted acaba de expresar.
—¡Cien libras esterlinas anuales! —El señor Whitworth comenzó a hincharse, una cualidad que se manifestaba cuando le dominaba la cólera. Era una característica propia de ciertos animales y pájaros, pero Ossie también la tenía—. ¿Sabe que el estipendio total de Sawle se eleva a 200 libras esterlinas? ¿Cómo pretende que yo continúe siendo el vicario si pago la mitad a un cura ignorante?
—Bien —señaló Ross—, él hace todo el trabajo.
Ossie Whitworth se encasquetó el sombrero. Su criado Harry ya había recogido la maleta y esperaba al lado del cochero con una estúpida sonrisa de bienvenida.
—Eso es lo que supondría una persona mal informada.
—Es lo que supongo, pues vivo muy cerca de la iglesia.
—Dios mío, Dios mío, capitán Poldark, le deseo buenas tardes.
Ossie salió del carruaje y con la mano libre se rozó las solapas de la chaqueta, como si quisiera rechazar no sólo las pulgas que le fastidiaban, sino la injustificada sugerencia que acababa de escuchar. No volvió los ojos hacia el carruaje ni ofreció propina al cochero, y caminó por la estrecha senda que llevaba al vicariato de Santa Margarita y a los brazos de su poco acogedora esposa. Harry cerraba la marcha, con su cuerpo alto y las piernas arqueadas en pos del paso firme de su amo. Un tramo del río centelleaba entre los árboles inclinados.
El cochero volvió al pescante, recogió las riendas, descargó el látigo y el carruaje crujió y avanzó renqueante el último kilómetro y medio de viaje a Truro.
III
Demelza Poldark había invitado a Rosina Hoblyn a tomar el té. Rosina, que apenas cojeaba después de que el doctor Enys le curara la pierna, continuaba soltera tras la tragedia de su matrimonio inminente con Charlie Kempthorne; ya tenía veinticinco años, y poseía un carácter dulce y gentil. Parthesia, la hermana menor, estaba casada con un peón agrícola y ya era madre. Rosina siempre había sido la más silenciosa de la familia; quizás era una actitud mental que su cojera le había impuesto desde temprano. Aún vivía en el hogar, con los padres, y continuaba trabajando con la aguja.
Demelza la había descubierto apenas unos meses antes, y con su generosidad habitual le había enviado todo el trabajo que había encontrado. Le parecía que la joven era laboriosa y su compañía le agradaba. Así, Rosina se había dedicado a confeccionar bonetes y gorros para los niños, y solía venir desde Sawle para probarlos. Esta vez habían tomado el té y Demelza le había encargado un sombrero de paja. Después, había acompañado a Rosina parte del camino, y mientras atravesaban el campo luminoso habían observado por doquier los efectos de la tormenta de la víspera.
A la altura de la Wheal Maiden Demelza se detuvo y se despidió, pero no regresó inmediatamente; se quedó mirando la figura cada vez más lejana de la joven, que atravesaba el páramo sombrío en dirección a la iglesia de Sawle. Una mujer desaprovechada, pensó Demelza; bonita, laboriosa, dotada de un gusto y modales sorprendentes si se tenía en cuenta quién era el padre, el prepotente Jacka. Era natural que Demelza la comprendiese, puesto que, comparado con el viejo Carne, Jacka parecía un hombre gentil y razonable. Demelza y Rosina tenían muchas cosas en común, pero ninguna de ellas era reflejo de sus respectivos padres. En cierto modo eran «mejores,» si la palabra implicaba tener ideas y gustos que correspondían a una condición social más elevada.
Aunque sólo Dios sabía cuánto de todo eso se hubiera manifestado —o hubiera tenido oportunidad de manifestarse— de no haber sido por un encuentro casual con Ross en la feria de Redruth, muchos años antes. De no haber sido por dicho encuentro ¿qué hubiera podido hacer la propia Demelza? Habría sido una tosca muchacha campesina, intimidada por un padre borracho y agobiada por la carga de los hermanos menores, para quienes había tenido que representar el papel de madre a los catorce años. Tal vez la conversión del padre al metodismo hubiera ocurrido de todos modos, y tal vez ella hubiera podido encontrar un lugar más propicio en ese terriblemente duro mundo de mineros agobiado por la pobreza. Pero no hubiera sido nada, nada comparado con lo que tenía ahora, a pesar de que no estaba muy segura de haber podido conservar la parte más importante de lo que había conquistado durante todos esos años.
Por lo menos, el aspecto material perduraba y ella podía verlo y apreciarlo a su alrededor. Una granja (una propiedad, si uno prefería llamarla así) que suministraba muchas de las cosas más necesarias; una mina, que atendía al resto e incluso a los lujos; la casa de la granja (o la residencia, si uno prefería llamarla así), de la cual un «ala» (tenía una sola) había sido ampliada y reconstruida recientemente, y cuatro criados en la casa. Y con todo ello había establecido instintivamente una relación que era medio de amistad medio de respeto; dos niños muy hermosos, un lugar soberbio, al pie del valle y, por así decirlo, asomado al mar. Y acababa de cumplir veintiocho años. Aún no era muy vieja, no había engordado, no era excesivamente delgada, no estaba arrugada, no tenía el vientre agrietado por los partos, conservaba todos los dientes excepto dos y los mantenía siempre blancos frotándolos todas las mañanas con raíz de malvavisco. Ahora alternaba con la alta sociedad de Cornwall, y no sólo con los caballeros rurales sino con la nobleza. Y todos la aceptaban —o parecían aceptarla— como una de su propia clase. También mantenía relaciones con los mineros y los pescadores, y ellos asimismo la aceptaban.
Y Ross. Tenía a Ross. O creía tenerlo. Pero él estaba lejos. Durante mucho tiempo se había mantenido lejos. Y ese era el gusano en la flor, la podredumbre en la profundidad del corazón.
Trató de distraerse y se sentó sobre una piedra de granito —parte de la vieja construcción de la Wheal Maiden que no había sido utilizada por los metodistas— y de nuevo volvió los ojos hacia la figura cada vez más pequeña de Rosina, ahora tan lejana que casi no la distinguía. El cielo estaba claro y brillante después del berrinche de la víspera; incluso las pocas nubes oscuras, hacia el sur, sobre el campanario inclinado de la iglesia de Sawle, se retiraban ante el crepúsculo inminente. Era comprensible que la gente imaginara semejanzas entre los seres humanos y el clima, y atribuyesen características humanas al viento y la tormenta. La víspera, el tiempo había desencadenado toda su furia; ella, por su parte, había jurado, proferido denuestos, disputado con todo el mundo y arrojado al suelo la vajilla; ahora estaba agotada, la rabieta había terminado y parecía que se había tranquilizado por mera fatiga. Casi no podía creerse que era la misma persona.
El inconveniente de Rosina, pensó Demelza, era que no se definía. Gracias a la destreza de sus manos, podía vestirse con humilde buen gusto. Incluso había aprendido sola a leer y escribir; pero estas cualidades y pequeñas pruebas del deseo de ser diferente la situaban en un nivel más alto que el minero o el pescador comunes, con sus actitudes toscas y su ruda visión de la vida. Probablemente la temían, porque se creían inferiores a ella, tanto como ella les temía por todo lo contrario; y así, Rosina afrontaba una situación difícil, pues fuera de la gente del pueblo no conocía a nadie.
Por otra parte, pensó Demelza, estaban sus dos hermanos, ambos con amores contrariados. Sam, el mayor, se había enamorado de la estridente, alegre y sensual Emma Tregirls, y ella le había correspondido; pero la religión los separaba. Emma no podía tragar el intenso metodismo que impregnaba la vida de Sam; y como era una joven sincera, no estaba dispuesta a fingir que aquello le interesaba. Finalmente, se había mudado y ahora era doncella en Tehidy, a unos quince kilómetros de distancia. En cierto sentido, Rosina hubiese convenido a Sam mucho más que Emma, pero hubiera sido necesario convencer al joven.
De todos modos, la gente nunca se conformaba con lo que tenía. Emma se había ido atendiendo una sugerencia de Demelza. Les había advertido que ambos estaban en un callejón sin salida y que sería mejor volver a verse un año después. Gracias a Demelza, Emma había conseguido su nuevo puesto. Por lo tanto, no era justo tratar de encontrar esposa para Sam antes de que pasara el año.
Quedaba Drake, el hermano menor. Drake estaba mucho peor, pues se había enamorado de la prima de Elizabeth Warleggan, Morwenna, que había tenido que soportar que la casaran con el reverendo Osborne Whitworth, vicario de Santa Margarita en Truro, con quien había tenido un hijo que ahora ya había cumplido dos años. Drake estaba peor; pero como era un caso desesperado, tal vez valiese la pena intentar algo. Morwenna ya no estaba al alcance de Drake. Una vez establecido, el vínculo conyugal era indisoluble y por infeliz que pudiese ser Morwenna como esposa del vicario, era inconcebible que lo abandonase para ir a vivir con Drake, lo que hubiera equivalido a desafiar todas las leyes y normas sociales.
De modo que el caso Drake no tenía esperanzas. Él lo sabía desde hacía casi tres años. Durante ese tiempo Drake había vivido en estado de profunda depresión y nunca había mirado a otra mujer. Dos años antes, Ross le había comprado una pequeña propiedad y un taller de herrero, a un kilómetro y medio de Santa Ana; por lo tanto, ahora era un artesano respetable y uno de los jóvenes más codiciados del vecindario. Pero jamás miraba a una muchacha. O por lo menos, no como solían hacerlo los jóvenes. Sus sentimientos y su cuerpo estaban congelados, condenados a una soltería estéril; ese recuerdo dominaba por completo sus pensamientos actuales, fijándose en una joven a quien había perdido hacía mucho tiempo. Lo que era más, no era posible tener la convicción de que habría sido una unión apropiada si se hubieran salvado todos los obstáculos. Morwenna era una joven reservada, tímida y bien educada, la hija de un deán, separada socialmente de Drake mucho más que Rosina del minero común. ¿Podía vérsela en el papel de esposa de un herrero, la mujer que prepara las comidas, lava las ropas y friega el piso? Era indudable que la unión se habría echado a perder muy pronto.
Por supuesto, Drake todavía tenía sólo veintidós años y a esa edad tres años nada significaban en la vida de un hombre. Pero Demelza desconfiaba del vacío, le parecía una situación amenazadora, y veía que Drake podía caer definitivamente en su melancolía. Siempre se mostraba muy amable, pero ella extrañaba terriblemente su alegría. Antaño, era una actitud permanente e irrefrenable. De todos los hermanos, era el que más se parecía a Demelza, el que buscaba y encontraba placer en todas las cosas menudas.
En fin, quizá fuera peligroso tratar de jugar a la casamentera. Además, probablemente era inútil. La chispa venía nadie sabía de dónde, y nadie podía provocarla. Pero últimamente Demelza había oído una palabra muy complicada, y cuando descubrió su significado, le pareció muy interesante. Era «proximidad». En realidad, uno no hacía nada. Es decir, nada evidente. Nada que pudiera objetarse. Sencillamente, disponía las cosas de modo que hubiese proximidad. Después, esperaba, para ver si obtenían resultados.
Y quizá fuera ella la única habitante del distrito que estaba en condiciones de crear esa proximidad. Debía pensar en el mejor modo de lograrlo.
Del oeste vino una suave brisa y Demelza se puso de pie para regresar. Un jinete solitario atravesaba el páramo. Demelza se volvió y comenzó a caminar hacia su casa, su mente confortada por la idea de lo que podía organizar. Cierta vez, muchos años antes, ella misma se había creado toda suerte de problemas con sus intentos de concertar encuentros entre Verity, la prima de Ross, y un capitán de Falmouth que gozaba de mala reputación.
En realidad, no convenía mezclarse en la vida ajena. Sin embargo, ¿acaso, en definitiva, no se habían justificado todas las dificultades y molestias?
¿No estaba Verity casada con su capitán y era feliz? ¿No era ese el mejor resultado?
Se detuvo para alzarse la falda y mirar el hueco de la rodilla, donde algo se movía. Sin duda, una hormiga que había pasado a la pierna desde el muro de piedra y estaba explorando regiones no autorizadas. Con el dedo expulsó al insecto y después dejó caer la falda. Pero no siguió caminando. Experimentó una sensación peculiar en la boca del estómago. ¿Qué jinete podía tomar ese camino al atardecer? ¿Y no había algo conocido en el modo de montar? Oh, tonterías, él habría escrito. Habría anunciado su llegada y Gimlett hubiera ido a recibirle a Truro. El Parlamento no terminaba sus sesiones antes de varias semanas. Sería uno de los Treneglos. O algún visitante invitado por ellos. Era la única ruta posible si se tomaba ese camino. ¿La aldea de Mellin? ¿Casa Nampara? ¿Casa Mingoose? Eso era todo, y después comenzaban las dunas del noreste.
Se volvió para continuar la marcha en dirección a la colina. Permaneció un momento de pie, cerca de la capilla, protegiéndose los ojos con una mano, a pesar de que en realidad tenía el sol a la espalda. La figura se había acercado mucho. Demelza no conocía el caballo. Pero sí al jinete.
Comenzó a descender corriendo la colina, los zapatos apenas rozando el áspero camino, los cabellos al viento, al encuentro de Ross.