CAPÍTULO 16
EL ELIXIR DE LA VIDA

Cuando desperté, la luz inundaba las ventanas, porque me había olvidado de correr las cortinas. No pretendía quedarme dormido, sino esperar a que llegara el alba, para comprobar cómo estaba Konrad.

Salté fuera de la cama. Debían de ser cerca de las doce. Una criada había echado agua en una jofaina, se había llevado mi ropa mojada y ensangrentada, y me había dejado ropa nueva. Me lavé y me vestí a toda prisa, y después eché a correr por el pasillo hasta el dormitorio de Konrad. La puerta estaba entreabierta y cuando entré sigilosamente me encontré en una habitación bañada de luz, perfumada con el olor a flores recién cortadas y sábanas limpias… Y a Konrad incorporado en la cama, sonriendo y charlando con mi madre y Elizabeth mientras tomaba un poco de sopa.

Al principio no me vieron, y durante un largo instante no pude hacer más que contemplar la escena con alegría y asombro.

¡Había funcionado! No había sido en vano.

—¡Estás mejor! —grité.

—Buenos días, Víctor —dijo mi hermano.

Elizabeth me miró, radiante.

—Le ha bajado del todo la fiebre —dijo nuestra madre—. Está todavía débil pero, en general, muchísimo mejor.

El desconcierto o el enfado que mi madre pudiera haber sentido al vernos de vuelta en el castillo claramente había sido anulado por su felicidad ante la recuperación de Konrad. Oculté la mano derecha entre los volantes de la manga, porque no estaba seguro de cuánto sabían ya mi madre o Konrad, y no quería disgustarlos en ese momento. Vi, sin embargo, que Elizabeth todavía llevaba la venda en la mejilla, así que debía de haber dado alguna explicación… Hasta qué punto sincera, no lo sabía.

Corrí hacia la cama de Konrad y me senté a su lado. Ya había algo de color en sus mejillas y labios. Con mi mano buena tomé la suya.

—¡Qué alegría verte despierto! —dije.

—Nada es más aburrido que un inválido —comentó—. Lo siento muchísimo.

—No seas absurdo —dijo Elizabeth.

—Y no tienes que preocuparte —añadí—. Estoy seguro de que no volverás a serlo nunca más.

Me miró con curiosidad y pareció estar a punto de decir algo, cuando alguien llamó educadamente a la puerta y Henry asomó la cabeza.

—Hola, he venido a ver cómo te encuentras —dijo, sonriendo ante la escena que tenía delante—, y siento que soy el último invitado a la fiesta.

—Entra, Henry —dijo mi madre con cariño—. Nuestro Konrad parece estar reponiéndose.

—Eso es maravilloso —dijo él, al tiempo que sacudía la cabeza con evidente asombro.

—Siéntate con nosotros, Henry —dije. Me levanté y fui a coger con las dos manos una silla cerca del escritorio de Konrad.

—¡Víctor! —oí que exclamaba mi madre—. ¿Qué ha pasado?

¿Cómo se me podía haber olvidado así de fácil? Me di la vuelta hacia ella con lentitud.

Estaba ya de pie, caminando con resolución hacia mí y la mirada fija sobre mi mano vendada. No le hacía falta quitar las gasas para saber que había perdido dos dedos.

—¿Cómo ha sucedido esto? —susurró.

No se me ocurría ninguna mentira que contarle, y ¿por qué iba a necesitar mentiras, ahora que habíamos cumplido nuestra búsqueda con éxito?

—Fue necesario —dije.

—¿Qué demonios quieres decir con eso? —preguntó.

—El último ingrediente del elixir era tuétano.

No dijo nada, pero se le saltaron las lágrimas y negó con la cabeza en silencio.

—Solo son dos dedos —añadí estúpidamente.

Se cubrió la cara.

—Es demasiado. ¿Por qué hiciste una tontería así, de este calibre, después de todo lo que tu padre te contó?

—Temíamos que Konrad fuese a morir —respondió Elizabeth, poniéndole la mano en el hombro.

—Pero ¡se ha recuperado! —dijo mi madre—. ¡Y todo esto ha sido innecesario!

—Se ha recuperado —dije con dulzura— porque le dimos el elixir anoche.

Mi madre paró de llorar y me miró con horror.

—¿Cuándo?

—A medianoche, mientras todos dormían, se lo fuimos metiendo, gota a gota, en la boca.

—¿María no os detuvo? —preguntó.

—Se había quedado dormida de cansancio —mentí.

—Pero ¡podría ser veneno!

—¿Cómo puede ser veneno y haberle hecho mejorar tan radicalmente? —señalé a Konrad, que estaba escuchando y contemplándolo todo con los ojos muy abiertos.

—¿Me bebí tu tuétano? —preguntó él.

—Por los pelos no se lo bebió Polidori —comentó Henry.

Konrad se enderezó. Pasó la mirada de Henry a Elizabeth, y después a nuestra madre. Yo hubiera preferido que no se mencionara tan pronto el nombre del alquimista.

—¿Julius Polidori tiene algo que ver con esto? —preguntó madre.

—Nos ayudó a traducir la receta —respondí.

—¿Te amputó él los dedos? —gritó.

—Era parte de la receta. Se los ofrecí de buena gana. Pero se convirtió en un canalla y quiso el elixir para él.

—Menuda pelea tuvimos para quitárselo —dijo Henry—. Nos mandó a su lince.

Mi madre levantó la mano para hacernos callar y se sentó.

—Me tenéis que contar esta historia como Dios manda —dijo después de un momento—. Y no os dejéis nada.

Mi madre no se demoró en escribirle una nota al magistrado principal de Ginebra, y envió personalmente a uno de los mozos de cuadra para que la entregara. Quería que Polidori fuera arrestado de inmediato.

Encontró a dos muchachos que sabían navegar y les hizo llevar al embarcadero el barco de pesca, de vuelta a sus propietarios, y entregarle después un mensaje al señor Clerval, diciéndole que Henry se quedaría con nosotros unas cuantas noches más.

Puso a tres sirvientes de guardia, uno en la puerta principal y dos en las murallas. Le preocupaba que Polidori pretendiera hacernos más daño y quería mantenernos a todos entre los muros del castillo hasta que lo prendieran.

A mí no me parecía necesario tomar medidas tan drásticas, ya que Polidori no sabía quiénes éramos, así que ¿cómo nos iba a encontrar?

Nuestra madre era una mujer fuerte, y siempre había sido bastante enérgica, pero yo no la había visto nunca moverse por la casa con tanto afán. Era algo aterrador. Hablaba poco, como si no supiera bien qué hacer con nosotros.

Nos manteníamos alejados de ella, yéndonos a charlar con Konrad y haciéndole compañía cuando no estaba dormido.

Un mensajero llegó a nuestra casa a la hora de cenar con la noticia de que Polidori había desaparecido.

Tras recibir la carta de mi madre, el magistrado envió a un alguacil y dos guardias al callejón de Wollstonekraft, solo para encontrar la vivienda y el laboratorio bajo ella consumidos por las llamas. No había rastro de ningún cuerpo entre los restos carbonizados.

—Sin duda ha huido de la ciudad —dijo mi madre.

—Debió de alquilar un carruaje a primera hora de la mañana y partir —comentó Elizabeth.

Mi madre volvió a mirar la carta.

—Ya han enviado algunos hombres con los caballos más rápidos para ver si pueden adelantarle.

—Si está en un carruaje —dije— lo atraparán. Las carreteras de montaña son empinadas.

Pero la noticia me dejó inquieto. No me hacía gracia que Polidori estuviera todavía libre y pudiera, si quisiera, venir a buscarnos.

Al día siguiente por la tarde nuestro padre regresó a casa con el doctor Murnau. Los dos fueron inmediatamente al dormitorio de Konrad, donde el médico procedió a examinar a mi hermano.

Elizabeth, Henry y yo esperamos en la biblioteca, hojeando libros sin ser capaces de leer nada.

—¿Qué hará padre cuando madre se lo cuente? —me preguntó Elizabeth.

—Pues… las mazmorras de los Frankenstein podrían volver a tener prisioneros.

—Habla en serio, Víctor.

—Te puedes quedar con la celda más grande. No me importa.

Esta vez sí que se rio.

El sol empezaba a ponerse cuando mi padre apareció en la entrada, todavía con su ropa de montar, con aspecto cansado pero tranquilo.

—Venid conmigo —nos dijo a los tres.

Le seguimos a su despacho, donde mi madre estaba ya sentada con el doctor Murnau.

—Se está curando, ¿verdad? —le pregunté al médico.

—Mañana le sacaré sangre para estudiarla. Pero parece que la crisis ha pasado —echó hacia delante en la silla su cuerpo huesudo—. Víctor, según tengo entendido le diste cierto elixir hace un par de noches. Necesito saber sus ingredientes exactos.

—Uno era un liquen poco común que cogimos de un árbol en el Sturmwald —empecé a decir.

—Descríbelo.

—Era de color marrón pálido, con forma delicada como si se tratara de un bordado o fuera de coral. Usnea lunaria se llamaba —añadí, recordándolo de pronto.

El médico apretó los labios y asintió.

—¿Qué más?

—Aceite de celacanto —respondí—. Y tuétano de ser humano.

Vi que desviaba los ojos hacia mi mano.

—Miraré tus heridas en breve. ¿Algo más?

—Eso es todo. Pero lo que no sabemos es cómo lo preparó Polidori.

—¿Es perjudicial? —preguntó mi padre al doctor Murnau.

—Tendremos a Konrad en observación durante un día, más o menos, pero no muestra signos de envenenamiento. Más bien lo contrario. Esos ingredientes que ha mencionado su hijo son excepcionales y nocivos, pero es posible que hayan provocado un efecto beneficioso. Algunos remedios caseros tradicionales a menudo incluían líquenes u hongos en infusiones para combatir la infección o la fiebre. Respecto al aceite de pescado, muchos de ellos han demostrado ser revitalizantes en los pacientes, aunque desconozcamos las causas.

—¿Y el tuétano? —preguntó mi madre.

—Un misterio —dijo el médico, subiéndose las gafas caídas—, aunque uno de mis estudiantes proclamó una vez que un hueso machacado, sorprendentemente, producía una particular concentración de vigorosas células sanguíneas. Pero, sobre la utilidad de vuestro elixir al completo —hizo vagar sus manos esqueléticas por el aire— no hay ninguna prueba científica. Y en cambio hay una buena lista de remedios falsos que van pregonando por ahí los charlatanes. Yo diría que ha tenido usted mucha suerte, señorito Frankenstein, de que este elixir en concreto fuera benigno. He visto algunos que han causado terribles estragos en el cuerpo humano.

Mi padre nos miró con severidad, a mí y a Elizabeth.

—Podríais haber matado a vuestro hermano.

—¡También podríamos haberle salvado la vida! —dije, exaltándome.

El doctor Murnau se pasó la lengua por los labios con nerviosismo.

—Víctor, hemos sido testigos de una coincidencia… y una bastante peligrosa si te ha convencido de que ese elixir tiene algún valor.

El corazón me palpitaba en los oídos. No dije nada. No me hacía falta que él se convenciera. El hecho estaba consumado y la verdad, para mí, era obvia: el elixir era real.

—Ahora escuchad atentamente —nos dijo mi padre a Elizabeth, a Henry y a mí—. En cuanto prendan a Polidori y lo procesen, vuestra implicación en este vergonzoso asunto será del dominio público. Pero esto no es solo una cuestión de honor; sino de defender vuestra inocencia.

—Alphonse —dijo mi madre—, los estás asustando… y a mí también.

—¿Podríamos ir a juicio, entonces? —preguntó Elizabeth con inquietud.

—Según la ley, por practicar la alquimia para tener ganancias o administrar sustancias a una persona.

—Fui yo quien se lo administró a Konrad —dije rápidamente, porque era cierto. Se lo había ido vertiendo sobre la lengua—. Si hubiera que juzgar a alguien, sería a mí.

—Eso no es justo —dijo Elizabeth—. Puede haber sido la mano de Víctor la que sostuviera el frasco, pero yo estaba a su lado, y le habría dado el elixir si él hubiera flaqueado. Soy igual de culpable.

—Y yo —dijo Henry, con la cabeza gacha.

—Nadie sabrá nunca que Konrad tomó este elixir —dijo mi padre. Nos fue mirando a cada uno por turnos—. El doctor Murnau está de acuerdo conmigo en mantener el secreto. Un secreto que todos debemos guardar. Lancé el elixir al lago. Eso es lo que pasó. Aborrezco la mentira, pero mentiré para proteger a mi familia.

Me pregunté cuántas mentiras más había dicho mi padre a lo largo de los años, cuántos secretos nos había ocultado.

—¿Estamos todos de acuerdo, entonces? —preguntó mi padre—. Konrad nunca recibió el Elixir de la Vida.

—Sí —dijeron Elizabeth y Henry.

Padre me miró con severidad. Sostuve su mirada.

—Si me piden que testifique ante el tribunal, no mentiré.

—¡Víctor! —dijo mi madre—, ¡no seas absurdo!

La mirada de mi padre no me acobardó. Mi propia voz me resultó ajena, fuerte y calmada.

—No mencionaré a Elizabeth ni a Henry. Pero no cometeré perjurio. Ayudé a crear ese elixir con mi propio sudor, mi carne y mi sangre, y se lo administré a mi hermano. Y lo curé. Si me van a condenar por ello, que así sea.

Mi padre frunció el ceño e hizo ademán de decir algo, pero se lo pensó mejor.

—Ya hablaremos después —miró a mi madre—. Está muy alterado. No sabe lo que dice.

Pero sí que sabía lo que decía. Mi padre no me convertiría en un mentiroso… ni tampoco me arrebataría mi triunfo.

Antes de irme a dormir a mi habitación, pasé por el cuarto de Konrad y lo encontré todavía despierto, leyendo a la luz de una vela.

—¿Nos recuerdas dándote el elixir? —le pregunté, mientras me sentaba junto a su cama.

—Recuerdo que me desperté y os vi a todos delante de mí, pero pensé que era un sueño… uno muy agradable, por cierto. Me sentí de alguna forma rejuvenecido.

—¿Lo sientes en tu interior, trabajando? —pregunté.

Soltó una carcajada.

—¿Soy tu paciente ahora, Víctor?

—Mi paciente no. ¡Mi creación! —dije con una sonrisa—. Venga, ¡debes de sentir algo! ¡Tienes dentro de ti el Elixir de la Vida! —me imaginaba un gran burbujeo, una fermentación mágica que soltara cuerpos curativos por toda su sangre para luchar contra cualquier cosa maligna que encontraran.

—Si insistes en saberlo, me siento débil como un gatito, pero increíblemente… transformado.

—¡Será que el elixir está trabajando duro, destruyendo la enfermedad! Debe de ser cansado. Pero a partir de ahora, ¡no volverás a ponerte enfermo nunca! ¡Eres un tipo con suerte!

—Déjame ver bien tu mano —dijo.

La apoyé sobre mi rodilla.

Se quedó mirándola fijamente. Cuando levantó los ojos estaban húmedos.

—¿Te duele todavía?

Negué con la cabeza.

—A veces me duele donde estaban antes mis dedos. Una especie de dolor fantasma.

Puso su perfecta mano sobre la mía.

—Gracias, Víctor.

Al día siguiente, durante el desayuno, llegó otra carta que llevaba el sello de los magistrados. Mi padre la abrió inmediatamente y la leyó en silencio. Suspiró.

—Polidori ha desaparecido por completo.

—¿Cómo es posible? —exclamó mi madre—. Los jinetes podrían haber alcanzado su carruaje sin dificultad.

—A no ser que nunca hubiera tomado un carruaje —argumentó mi padre—. Aun sin hacer uso de sus piernas podría ser capaz de montar uno de sus caballos y aventurarse en Francia, atravesando los Alpes por senderos apartados. No tenemos autoridad para perseguirle allí… ni tampoco tendríamos la suerte de encontrarle, con el caos en el que está sumido el país.

—¿Podría tener cómplices? —preguntó mi madre, mirándonos a los tres.

—Krake era el único cómplice que nosotros conocíamos —dije—. Pero podría haber pagado a alguien para que le ayudase, supongo.

Elizabeth levantó las cejas.

—Parecía demasiado pobre para eso.

Recordé lo que nos contó sobre el mito del lince, el Guardián de los Secretos del Bosque, que cosechaba piedras preciosas de su propia orina.

—Quizá tuviera algunos ahorros —comenté.

—Bueno, si ha desaparecido para siempre, no habrá juicio —dijo mi padre—. Nadie tendrá que volver a oír hablar de esto —me miró con énfasis al decirlo.

—Si ha abandonado Ginebra para siempre —dijo mi madre—, me doy por satisfecha.

—Sería un estúpido si se quedase —dijo Henry—. Su casa ha sido arrasada por las llamas y él llamaría la atención en su silla de ruedas. Lo atraparían al instante.

Sentí un hormigueo en la nuca. Era infantil, pero no pude evitar preguntarme si el alquimista habría preparado alguna oscura maravilla que lo hiciera invisible. Me lo imaginé de noche, arrastrándose por las calles, arañándose los zapatos y las ropas contra el empedrado. Arrastrándose cada vez más cerca del castillo Frankenstein.

Más tarde aquel día Elizabeth y yo fuimos al patio a despedirnos de Henry. Le di la mano y después le abracé.

—Tienes un corazón de león, aparte del de poeta —comenté.

Negó con la cabeza, sonriendo, pero yo sabía que estaba agradecido.

—No fui nada valiente comparado con vosotros —dijo—. Mi valentía es pequeña… pero es bueno saber que existe.

—Tonterías —dijo Elizabeth antes de besarle en la mejilla.

Se puso colorado.

—Adiós, Henry —me despedí.

—Adiós —respondió—, e intentad no meteros en líos mientras no estoy.

—Escríbenos otra obra de teatro —dije—, para que podamos representarla entre todos antes de que acabe el verano.

—Lo haré.

—El médico dice que me dejará cicatriz —se quejó Elizabeth—. Nunca me consideré vanidosa, pero lo soy, y no te imaginas cuánto me molesta.

Estábamos en la biblioteca y la luz del sol entraba por las ventanas. Konrad había estado tomándose sus comidas en la cama hasta ahora, pero había dicho que más tarde le gustaría levantarse y cenar con nosotros. El doctor Murnau se quedaría solo un día más, y dijo que el progreso de Konrad era muy alentador.

Esa mañana había vuelto a examinar mi mano y estaba complacido con el uso que Polidori había hecho del cincel. No había ni rastro de infección. Dijo que sabía de algunos artesanos muy buenos que podrían hacerme un par de dedos de madera para sujetármelos a la mano.

También le había dicho a Elizabeth que podía quitarse el vendaje de la mejilla.

—Serán cicatrices muy leves —dije entonces, mirándolas—. Finas como un pelo. Tendrías que saber que están ahí para fijarte en ellas.

Se rio con amargura.

—Se verán claramente. Konrad ya no me puede amar.

No pude evitar reírme, y la tristeza de su rostro pronto se convirtió en furia.

—¿Qué es tan divertido?

—Elizabeth —dije—, Konrad sería el mayor tonto del planeta si pensara que unos cuantos arañazos podrían atenuar tu belleza. No puede haber una muchacha más preciosa en toda la república. Y diría en toda Europa, pero aún no conozco a todas las muchachas que tiene.

Sonrió y bajó la vista, ruborizándose.

—Gracias, Víctor, eres muy amable.

No podía explicar por qué, pero en esas cicatrices había algo que me resultaba irresistible. Las garras de un lince le habían cruzado la cara, como un rastrillo, y dejado su marca en la mejilla. Y aquella era también la marca de su propia naturaleza salvaje. Elizabeth no podía ocultarla… y el lobo que había en mí la encontraba todavía más atractiva por ello. Pero no volvería a mirarla de esa forma nunca más. Iba a parar de ambicionar lo que era de mi hermano. Mi determinación sería dura como la piedra.

—En el ascensor —dijo ella de repente—, en la casa de Polidori, en la oscuridad…

Miré por la ventana. Sabía exactamente de qué estaba hablando.

—¿Ajá? ¿Qué? —pregunté, fingiendo desinterés.

—Aquel beso era para ti.

No dije nada… No tenía nada que decir. Me sentía eufórico por dentro, pero a la vez deseaba que nunca me lo hubiera dicho. Porque temía que aquellas palabras germinaran en mi diabólico corazón y echaran raíces que pudieran agrietar incluso mi determinación de granito.

Me limité a sonreír, y tuve que hacer acopio de toda mi voluntad para mover los pies y abandonar la habitación.

Estábamos sentados en el balcón, arropados en mantas, porque la noche despejada era fresca. Estábamos los dos solos. Sobre los picos de las montañas hacia el oeste se veía el último indicio añil del atardecer.

—Lo siento —dije—. Siento todo ese asunto con Elizabeth. Yo…

—Víctor, no hace falta que digas nada.

—Fui un completo imbécil.

Soltó una risita.

—Bueno, creo que no me había enfadado tanto en toda mi vida. Esa es una de tus habilidades.

—Menos mal que te desmayaste —dije—, o me habrías matado. Nunca había visto esa expresión en tus ojos. Pero me perdonas, ¿verdad?

Sonrió, y supe que la respuesta era afirmativa.

—Y por cierto —dijo—, jamás he pensado que yo fuera mejor que tú.

Solté un bufido.

—Excepto en griego, latín, esgrima…

—No me refería a eso. Quería decir como persona.

Tardé un momento en hablar.

—Bueno, no sé si creérmelo, pero gracias de todas formas por decirlo.

—No tienes remedio —dijo al tiempo que sacudía la cabeza.

—Ah, eso sí que es verdad —asentí.

—¿Todavía te imaginas haciendo un viaje interplanetario? —me preguntó, conforme alzaba la vista hacia las primeras estrellas.

—¡Como poco! —respondí—. ¿Y tú irás al Nuevo Mundo?

—Solo si tú vienes conmigo.

—Nosotros dos solos —dije.

—Nosotros dos solos.

—Lo haremos en cuanto padre nos dé permiso —dije.

Konrad sonrió.

—Después de los últimos acontecimientos, pueden faltar décadas para eso.

Pero seguimos hablando del tema con mucho entusiasmo, sobre las tierras al otro lado del océano, y qué tipo de aventuras podríamos tener allí. Era como si fuéramos pequeños otra vez, con el gran atlas extendido ante nosotros en el suelo de la biblioteca. Hablamos sobre cómo, si llegábamos a la costa más lejana del Nuevo Mundo, podríamos continuar, a través del Pacífico, hacia Oriente. Y me encantó la idea de viajar hacia el oeste con mi hermano, siempre hacia el oeste, persiguiendo al sol.