Con tensión, empujé las puertas del ascensor, preparado para que el lince saltara sobre nosotros.
El pasillo vacío se extendía en la penumbra, iluminado solo por un pálido resplandor de luz anaranjada que provenía del salón.
—Cuando entramos —susurré a los demás—, Krake estaba delante del fuego.
—Ojalá esté dormido —exhaló Henry.
—Sigue vigilando nuestra espalda —le dije—. Elizabeth, tú mira a las alturas; es un gran trepador.
Al salir del ascensor, sus tablones de madera crujieron brevemente y el sonido pareció retumbar por la casa silenciosa. De nuevo me maldije por no traer el atizador o el bastón de Polidori. Recorrimos el pasillo muy despacio, deteniéndonos en la bifurcación del corredor que conducía al cuarto de baño y el dormitorio.
Escuché. Olisqueé, en caso de que pudiéramos percibir a Krake. Pero él era el depredador, no yo, y su oído y su olfato eran más finos que los míos. Me asomé en la esquina. El pasillo estaba vacío.
Nos apresuramos hacia el salón, pasando ante la puerta cerrada de la cocina. Conforme nos acercábamos íbamos viendo mejor el interior de la habitación, tenuemente iluminada por las brasas crepitantes.
En la repisa de la chimenea hacía tictac el reloj de Polidori. Eran las nueve y media. Dentro de treinta minutos se cerrarían las puertas de la ciudad, y no volverían a abrirse hasta las cinco en punto de la mañana siguiente.
No podíamos pasar la noche atrapados en la ciudad.
Había que beberse el elixir en menos de cuatro horas desde su preparación.
Entré a hurtadillas en la habitación, a suficiente distancia para ver la alfombra delante del hogar.
Krake estaba sentado en ella, dándonos la espalda, mirando sin parpadear las ascuas, como cautivado. Tenía las orejas levantadas hacia arriba.
Me volví hacia los demás y les hice un gesto para que me siguieran. Podíamos pasar por detrás del lince.
Con cada paso contemplaba a Krake, pero su atención parecía enfocada hipnóticamente hacia las brasas. En mitad de la habitación oí algo… una especie de siseo que procedía del fuego. Tardé un momento en darme cuenta de que era la voz de Polidori, que subía hasta Krake a través de la chimenea. No entendí las palabras, y tampoco quise saber de qué diabólica forma estos dos se comunicaban. Con cada paso que daba, la voz de Polidori parecía crecer y hacerse más apremiante, y cuando paró, el silencio fue como un ruido inesperado.
El reloj hizo tictac, y Krake se dio la vuelta y nos miró directamente.
—¡Corred! —grité.
El lince soltó un rugido que me erizó todos los pelos del cuerpo. Llegué a la puerta que daba a la tienda y la abrí tirando de ella hacia mí. La luz de las farolas de la calle caía a través de las mugrientas ventanas de la tienda. Krake dio otro terrible rugido, más cerca de nosotros ahora. Atravesamos la tienda a toda velocidad, abrimos la puerta de golpe y corrimos precipitadamente por el oscuro callejón empedrado de Wollstonekraft.
Antes de torcer la esquina eché un vistazo atrás, pero no vi que Krake nos persiguiera. Aun así seguimos corriendo hasta que llegamos a una plaza pública iluminada por antorchas, con gente… aunque la mayoría eran borrachos. Ahí me detuve y me agaché, sin aliento, con un dolor punzante en los dedos amputados como si todavía estuvieran allí.
—Necesitaremos los caballos —dijo Henry—. Debemos volver a vuestras cuadras.
Desde el otro lado de la ciudad, las campanas de St. Peter tocaron los cuartos. Faltaban quince minutos para las diez.
—No llegaremos a las puertas a tiempo —dije. Estábamos demasiado lejos de mi casa. Aunque hiciéramos corriendo todo el camino, preparáramos los caballos y cabalgáramos a toda velocidad hasta las puertas, ya estarían cerradas cuando llegáramos.
—¿Qué pretendes hacer, entonces? —preguntó Henry.
—La puerta del río —dije— está solo a unos minutos desde aquí.
Era la única entrada a la ciudad por agua. Pero el puerto también cerraba poco después de las diez de la noche. Había dos cadenas gigantescas atadas entre las dos orillas y se alzaban para evitar que ningún barco saliera o entrara.
Henry me miró como si estuviera delirando.
—¡No tenemos ningún barco! —dijo.
—Conseguiremos uno —yo ya estaba corriendo—. Pero tenemos que llegar allí enseguida. El viento viene del sudoeste. ¡Nos llevará directo a Bellerive!
Elizabeth y Henry me siguieron, adaptándose a mi ritmo fácilmente porque debido a mi traumática experiencia estaba muy débil y me costaba respirar. Nos acercamos a las murallas de la ciudad, y en la calle ancha que llevaba al puerto vi a tres guardias con antorchas dirigiéndose hacia las puertas para cerrarlas durante la noche.
—¡Deprisa! —jadeé. Haciendo acopio de las últimas fuerzas que me quedaban emprendí una carrera, adelanté a los guardias, atravesé el arco y entré en el vasto muelle. Crujiendo en sus amarras, los barcos desplegaban su alta silueta contra el cielo nocturno.
Corrí hacia el embarcadero donde atracaban los botes más pequeños. Los muelles bullían de actividad, ya que los marineros estaban embarcando y desembarcando. A aquellos que querían pasar la noche dentro de los muros de la ciudad solo les quedaban unos minutos para llegar allí. No es que faltara compañía portuaria para los marineros. Había pequeños braseros ardiendo por todas partes, y silbidos, llamadas y estridentes risas de las mujeres de vida alegre. Los tres encajábamos perfectamente allí, con la pinta de golfillos que teníamos, especialmente yo, con la cara manchada, el pelo chamuscado y las vendas ensangrentadas.
En el embarcadero sentí que se me salía el corazón del pecho al ver un barco bastante pequeño que acababa de atracar, y a dos pescadores que recogían su captura. Corrí hacia ellos.
—Necesito su barco para esta noche —jadeé—. Díganme cuánto cuesta, por favor.
Me miraron como si estuviera desquiciado, hasta que vieron mi monedero. Derramé un montón de monedas de plata en la palma de mi mano.
—¿Es bastante? —pregunté.
Se miraron entre sí, sabiendo perfectamente que aquella suma era casi el valor de su barco.
—¿Quién eres tú? —preguntó uno de ellos.
—¿Es que tenemos que firmar un contrato? —repuse.
—¿Sabes manejar el barco? —inquirió.
—Por supuesto.
Le puse las monedas en la mano y le cerré el puño.
—Se lo devolveré mañana por la noche —prometí, y subí a bordo—. Henry, Elizabeth, no tenemos mucho tiempo.
Hubo un poco de ajetreo y confusión, porque los pescadores no habían terminado de descargar del todo, y Henry y Elizabeth les ayudaron, mientras yo encendía los faroles que acababan de apagar y preparaba el barco para zarpar.
—¿Qué rumbo lleváis? —me preguntó uno de los pescadores.
—Bellerive.
—Tenéis el viento a favor —dijo, apartándonos del amarradero—. Si salís del puerto a tiempo.
—¡Iza la vela! —le grité a Henry—. ¡Elizabeth… el foque!
Mientras ellos tiraban de las drizas, yo estaba en el timón, orientando la vela mayor para que aprovechara el viento al máximo.
—¡Mayor izada! —gritó Henry.
—Ahora a la proa, Henry. Tú serás mis ojos.
—Foque izado —dijo ella.
Elizabeth navegaba muy bien, mejor que Henry, y yo la quería en el puente de mando, para que ajustara el trinquete en mi lugar.
La luna era luminosa, una bendición del cielo, y lo plateaba todo. Me quedé al timón, dirigiendo el bote para salir del embarcadero y meterlo en el puerto propiamente dicho. En la entrada de este, se alzaba una torre desde cada orilla. En sus cúspides ardían hogueras, en las que se recortaban las sombras de los vigías.
Dentro de estas torres estaban los enormes cabrestantes que cargaban la cadena. Una vez nuestro padre nos había llevado a Konrad y a mí a verlos. Eran necesarios cinco hombres para hacerlos girar y elevar las cadenas, cubiertas de algas, desde el lecho del lago. Cuando los hombres terminaron de enrollarlas, las cadenas quedaron tirantes, atravesadas en la boca del puerto, una a un metro sobre la superficie del agua y la otra a más de cuatro.
Aquellas cadenas eran tan fuertes como para romper los mástiles de barcos más grandes que el mío.
Enseguida cogimos el viento de lleno, y di la orden de soltar más vela. Con satisfacción y el corazón acelerado sentí que nuestra proa se hundía más profundamente en el agua. A lo lejos un vigía nos gritó desde una de las torres:
—¡Desviaos! ¡Desviaos!
Yo mantuve mi rumbo.
—¡Nos están haciendo señas! —gritó Henry desde la proa.
Sabía que en ambas torres los hombres estaban haciendo girar los cabrestantes… pero también sabía que todavía nos quedaban varios minutos antes de que se levantaran las cadenas.
Corríamos con el viento, agitando el agua a nuestros costados. Fijé el rumbo en el centro de la entrada del puerto, porque era allí donde las cadenas tardarían más en asomar a la superficie.
—¡Veo la cadena cerca de la orilla! —gritó Henry—. ¡Víctor, desvíate! ¡Vamos a chocar contra ella!
No le hice caso.
—¡Elizabeth, vigila el trinquete!
Soltó unos cuantos centímetros más de cabo y pude sentir que le daba al barco un poco más de impulso.
A ambos lados vi los gigantescos eslabones rompiendo la superficie, uno detrás de otro, alzándose en el aire. Con que uno solo de ellos nos golpeara, haría trizas el casco de nuestro barco… y a nosotros con él. Agarré el timón con más fuerza. No me desviaría de mi rumbo.
Ya estábamos casi allí, a punto de cruzar la línea. Los eslabones brotaban rápidamente a izquierda y a derecha, salpicándonos de agua, algas y fango del lago. Cada vez se acercaban más y más a nuestro barco. Estábamos a punto de pasarlos… pero no del todo… Apreté los dientes. Y entonces, a menos de tres metros detrás de mi timón, la cadena entera rompió el agua como un gran leviatán que emergiera para tomar aire.
—¡Lo conseguimos! —gritó Elizabeth.
—¡Gracias a tus buenos ajustes! —exclamé.
Henry resopló y sacudió la cabeza, agarrándose a los obenques para sostenerse.
—Yo no estoy hecho para estas aventuras —dijo—. ¡Podía haber salido mal perfectamente, Víctor!
—Pero piensa en el increíble material de escritura que te dará todo esto, Henry —comenté, y me dejé caer junto al timón, exhausto.
Conocía bastante bien la costa, incluso a la luz de la luna. A lo lejos vi el perfil oscuro del promontorio de Bellerive y puse rumbo hacia allí. Si el viento continuaba igual de fuerte, llegaríamos al cobertizo del castillo en una hora.
—El elixir —dije, con un ansia repentina—. Elizabeth, ¿todavía lo tienes?
Lo sacó con cuidado de un bolsillo de su vestido.
—¿Está intacto? —pregunté, extendiendo la mano.
—¿No confías en mí? —dijo ella, algo molesta.
—Me tranquilizará tenerlo.
Me lo pasó con cierta reticencia. Saqué el frasco de su funda de cuero. El cristal no se había roto, y el corcho todavía estaba firme en su sitio. Lo devolví a su funda y después me lo guardé en mi bolsillo.
El viento se mantenía estable, las velas no necesitaban ajustes y había poco que hacer por el momento. Henry volvió al puente de mando.
—¿Y Polidori, qué? —dijo.
—La caída no fue lo bastante grande para hacerle daño —respondí.
—No podemos dejarle atrapado en su sótano —dijo Elizabeth.
—Ese miserable debe de tener otros medios de escape —dije. No podía sentir ninguna lástima por aquel tipo, y me sorprendió la compasión de mi prima—. Pero avisaremos a los guardias de la ciudad mañana. Pueden rescatarle de su laboratorio prohibido.
Navegamos en silencio durante un rato, mientras Elizabeth contemplaba las estrellas. Pensé en cuántas veces todos nosotros habíamos hecho eso, y nos habíamos dejado llevar a la deriva, y charlado y compartido nuestros pensamientos.
—¿Puedes ver el futuro ahora? —le pregunté.
—No —estaba demacrada, y por un momento me pareció ver lágrimas en sus ojos—. ¿Y si no funciona, Víctor?
La misma pregunta había estado resonando en mi cabeza, e indudablemente también en la de Henry.
—Hemos hecho algo extraordinario, nosotros tres —dije con pasión—. Hemos conseguido el Elixir de la Vida. No es un hechizo ni un encantamiento. No es distinto de la visión del lobo de Polidori. O de la medicina del doctor Murnau. El elixir funcionará. Debemos creer en ello.
—No funcionará solo porque creamos en ello —dijo Henry.
Antes de que yo pudiera responder, Elizabeth repuso con fervor:
—Si nuestras plegarias afectan de alguna forma a lo que ocurre en este mundo, sí podremos hacer que funcione. Es más, ¡debemos! Deshaceos de vuestras dudas, en caso de que las tengáis. Konrad se pondrá bien.
«Ella podría ser mía si…».
En ese mismo instante deseé poder rezar. Rezaría para liberarme de mis retorcidos pensamientos. Rezaría «Déjale vivir». Qué tranquilizador sería creer que hubiera un dios bondadoso mirándonos desde arriba, que se compadeciera de nuestros esfuerzos y sufrimientos, y nos concediera lo que le pidiéramos.
Pero sabía que no era cierto, y no tenía sentido permitirse tal fantasía. La única fuente de poder en esta tierra era la nuestra.
Seguimos navegando a través de la noche, y a pesar de que Henry me aseguraba una y otra vez que apenas había pasado tiempo, nuestro viaje parecía durar una eternidad. La oscura línea de la costa no se acercaba nunca. Simplemente flotábamos en la oscuridad.
Aumentó el dolor de mi mano derecha. Podía soportar el dolor, en sí mismo, pero mis dedos… nadie me los devolvería. Por primera vez sentí rencor.
Había sacrificado una parte de mi cuerpo.
Había entregado algo.
Y a cambio conseguiría la vida de mi hermano. Konrad viviría… y no solo eso. Sería inmune a toda enfermedad, un dechado de salud y fuerza. Sería todavía más bello y más hábil que antes. ¿Qué oportunidad tendría yo entonces con Elizabeth?
Aunque pusiera todo mi empeño en la tarea y me esforzara al máximo de mis fuerzas, ¿podría conseguirla? Había besado sus labios, yo también. Había olido su perfume de loba y probado su sangre, como un vampiro, sin saciar nunca el hambre. Konrad conocía solo una parte de ella. Su dulzura y bondad, su buen humor e inteligencia. Pero no había sido testigo de todo su poder, su furia y su pasión.
Yo la conocía mejor, y ahora nunca la tendría… y quedaría lisiado para el resto de mi vida.
Sentí el frasco contra mi pierna, su peso, mucho mayor de lo que se diría por su pequeño tamaño. Casi sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, lo saqué.
«¿Qué sería capaz de hacer una gota?», me pregunté. Solo una gota. Todavía habría suficiente para Konrad. ¿Aliviaría una gota mi dolor? ¿Haría que brotaran dedos nuevos, como ocurre con las estrellas de mar, en mis muñones ennegrecidos?
Saqué el frasco de su funda y contemplé su oscuro brillo a la luz de la luna. Si Polidori había pensado que curaría sus piernas destrozadas, seguro que podría hacer que nacieran dos deditos…
—Víctor —dijo Henry.
—Ejem… ¿qué? —respondí, irritado.
—Mejor que te lo vuelvas a guardar en el bolsillo. Si el barco se escora, se te puede caer.
Me di cuenta de que también Elizabeth me estaba observando fijamente.
Resoplé con desdén.
—Muy bien —dije, y me lo metí con mucho cuidado en el bolsillo.
En el interior del camarote del barco algo se movió.
—Será algún pez olvidado, que estará dando coletazos —dije con una carcajada. Pero miré la costa. Llevábamos por lo menos media hora de viaje.
Elizabeth dio un paso atrás, acercándose a mí.
—Víctor, hay algo ahí dentro.
Vi el destello de sus ojos. Una terrible sombra alargada salió de golpe del camarote, dirigiéndose directamente hacia mí, y hundió sus dientes en mi pierna. Grité, pero no de dolor porque, de alguna manera, sus largos dientes solo me habían atravesado el pantalón.
Tardé un momento en darme cuenta de qué era aquello, porque la luna había transformado a Krake en una aparición fantasmal de ojos verdes, con la boca como un cráter dentado. Apretando las mandíbulas, tiró hacia atrás, desgarrándome el bolsillo.
—¡El elixir! —grité cuando el frasco salió volando y cayó sobre la cubierta.
Inmediatamente el lince se abalanzó sobre su objetivo, con la boca abierta, como para hacerse con él y machacarlo.
Henry estaba más cerca y al instante golpeó a Krake en la cabeza. El lince retrocedió con un gruñido, bufando, y saltó sobre el techo del camarote, al tiempo que dirigía el rostro a Henry, a Elizabeth y a mí de manera alternativa, sin saber a quién atacar. Nos enseñaba los dientes, y estos parecían extraordinariamente numerosos… y afilados.
Ninguno sabíamos qué hacer. Henry dio un paso atrás. En el suelo del puente de mando el frasco rodaba de un lado a otro. Krake lo atravesó con la mirada. Antes de que yo pudiera hacer un movimiento, Elizabeth salió corriendo a por él. El lince saltó, lanzándose sobre sus piernas y tirándola al suelo. Con una pata le cruzó la cara. Ella alzó el brazo para detener el zarpazo, pero no lo suficientemente rápido. Soltó un grito. Vi las marcas sangrientas de la garra atravesándole la mejilla.
Solté el timón y me abalancé sobre Krake, pero con un gesto ágil me evitó y se metió el frasco en las fauces.
—¡No! —exclamé sobrecogido, mientras la bestia saltaba con destreza sobre el techo del camarote. Volví la mirada a Elizabeth—. ¿Estás bien?
—¡Quiere el elixir para Polidori! —gritó—. ¡Mira cómo lo sujeta en la boca!
Yo también había visto que el diabólico animal no había masticado el frasco, sino que, con la lengua, lo había echado delicadamente a un lado. Era tan perverso e inteligente como el demonio familiar de una bruja. Se había sentado ante el fuego, hipnotizado por el siseo de la voz de su amo que subía, serpenteante, por la chimenea… y había recibido sus órdenes.
Krake miraba ahora en todas direcciones, como intentando decidir por cuál se llegaba antes a tierra.
—¡Pretende saltar! —grité—. ¡Elizabeth, coge el timón!
Presa del pánico y la furia, me lancé de nuevo hacia el lince, sabiendo que se defendería con uñas y dientes. Pero yo también tenía uñas y dientes, y estaba dispuesto a usarlos.
Krake pareció percibir mi sangriento objetivo, y se fue como un rayo hacia la proa.
Fui tras él como pude.
—¡Ven acá! ¡No eres más que un gatito!
Henry alcanzó al lince primero y se lanzó encima de él. Krake gruñó y arañó, y el frasco se le cayó de la boca y rodó por la cubierta hacia estribor. Contemplé con horror cómo chocaba contra la barandilla. Una buena sacudida lo mandaría a las profundidades del lago.
Henry estaba haciendo todo lo posible por agarrar a Krake del pescuezo, pero el lince de pronto adelgazó entre sus brazos y se escabulló. Miró frenéticamente a su alrededor. Yo me maldije por haber perdido el tiempo y me lancé por el frasco sin más tardar. Sin embargo, Krake se me adelantó y, de nuevo, lo agarró con la boca…
Y saltó a las oscuras aguas.
Solo me dio tiempo a gritar «¡Poneos al pairo!» antes de lanzarme por la borda. Tan sedosa y oscura era el agua bajo la superficie que fue como zambullirme en la noche. Saqué la cabeza, manteniéndome a flote y mirando en derredor en busca de Krake.
—¿Dónde está? —grité hacia el barco.
—¡Allí! ¡Allí! —exclamó Henry, mientras apuntaba con el dedo.
Miré hacia allá y vislumbré el brillante bulto de la cabeza de Krake, tan hundida en la superficie que era casi imposible de seguir. Nadaba con una rapidez asombrosa, y me lancé a su persecución, impulsándome y pataleando con fuerza. Después de la poza glacial del celacanto, apenas notaba el frío. Pero veía a la luz de la luna cómo Krake me sacaba cada vez más ventaja.
Me descorazoné y sentí que me inundaba una enorme pena, que me debilitaba todavía más. Habíamos perdido el elixir. Habíamos fracasado. Yo había fracasado.
Entonces oí el suave gorgoteo de un casco surcando el agua, y me volví para ver el bote que pasaba a mi lado, con Elizabeth al timón y Henry en la proa, localizando a Krake y persiguiéndolo a toda velocidad. Entonces, cuando llegaron a su lado, Elizabeth soltó las velas. Vi que se agachaba y lanzaba desde el puente una de las redes de pescar. Voló maravillosamente, desplegándose a la luz de la luna y cayendo sobre una gran superficie de agua, como una enorme telaraña.
—¡Lo tenemos! —gritó—. ¡Henry, ayúdame a tirar de él!
Krake se revolvía dentro de la red, mientras lo arrastraban de vuelta al barco. Aquello me llenó de esperanza, y nadé con ganas, sin notar apenas el dolor de mi mano. Elizabeth y Henry recogieron a Krake por el costado del casco y ataron la red con firmeza a la cornamusa de estribor, de modo que el lince quedó suspendido justo sobre la superficie del agua.
Sin aliento, alcancé el bote y Henry me ayudó a subir. Estaba chorreando.
Elizabeth fue a buscar más faroles y los encendió para que pudiéramos ver bien al lince empapado, el brillo malévolo de sus ojos verdes.
—¡Todavía lleva el frasco! —gritó ella—. ¡No se ha roto!
Lo vi, zarandeado dentro de la boca del lince, cuando este maulló amenazadoramente hacia nosotros.
—Subidle a bordo —dije, preocupado de que pudiera dejarlo caer al lago.
—No me parece buena idea —dijo Henry, pero nos ayudó a tirar de él.
Krake cayó en el puente, revolviéndose y bufando. No podía ir muy lejos, enredado como estaba, pero todos nos encaramamos a los bancos que había para mantener nuestros pies lejos de él.
—¿Cómo se lo quitaremos de la boca? —murmuró Elizabeth.
—Si le golpeamos demasiado fuerte, puede romperlo —dijo Henry.
La mirada del lince se iba posando en cada uno de nosotros mientras hablábamos, y tuve la extraña sensación de que comprendía lo que decíamos. Lentamente, casi con petulancia, cerró la boca y… se lo tragó.
—¡No! —grité.
Para Krake fue un mal trago. Le dieron arcadas y toses, pero cuando abrió la boca de nuevo el frasco había desaparecido. Posó en mí sus desconcertantes ojos verdes y podría jurar que le vi sonreír.
—¡El muy diablo! —exclamó Henry—. ¿Cómo se lo quitamos ahora?
Elizabeth y yo nos miramos… y supe que la misma idea se nos había pasado por la cabeza simultáneamente.
—He visto un cuchillo en el camarote —dijo.
—Sí —respondí.
No quería perder un momento. El frasco podía destaparse en el estómago de Krake… y entonces tendríamos un lince muy, pero que muy sano y poderoso a bordo de nuestro barco.
Me precipité escaleras abajo con un farol y miré por el estrecho camarote. Entre el revoltijo de cosas encontré un arpón y un cuchillo de deshuesar. Subí los dos a cubierta.
Nada más verme, Krake supo lo que iba a ocurrir. Inmediatamente sus ojos se volvieron tan dóciles y suplicantes como los de un gatito. Asomó las patas por la red y emitió un maullido tan lastimero que sentí que me fallaban las fuerzas. Nos había salvado la vida una vez, en el Sturmwald…
«… siguiendo el siniestro plan de Polidori», me recordé a mí mismo.
Obligué a mi mente a apaciguarse, me esforcé por estabilizar mis extremidades. Respiré hondo y tomé el arpón en mis manos.
«Mátalo».
No pude atravesarle el corazón, porque el corazón, lo sabía, estaba peligrosamente cerca del estómago… y en el estómago de Krake estaba el frasco de cristal.
Así que levanté el arpón y se lo clavé en el cuello.
Maulló y se retorció de una forma espantosa, pero se lo volví a clavar, con más saña. Me sentí extrañamente ajeno a mí mismo, aunque extrañamente poderoso, también. Con cada golpe el olor de la sangre me llegaba a la nariz y aguzaba mis instintos animales. Era apenas consciente de estar emitiendo un sonido, una especie de rugido quedo con la garganta. Y entonces, Krake dejó de moverse.
Jadeé con violencia mientras recuperaba el aliento. Me arrodillé y empecé a desenredar el cadáver del lince de la red. Elizabeth se unió a mí, y juntos extendimos el cuerpo flácido de la criatura en el suelo del puente.
Saqué el cuchillo y abrí a Krake en canal, desde la garganta hasta la tripa. Las vísceras calientes se desparramaron, y con ellas un penetrante hedor. Vi que Henry se apartaba, y oí los lamentables ruidos de sus arcadas. Miré a Elizabeth, ella mantenía la calma.
Entre tanta sangre, fue difícil al principio identificar los órganos.
—Aquí está el esófago —dijo ella, recorriendo sin miedo con el dedo el tubo muscular hacia un saco, apartando tejido y carne—. Y esto debe de ser el estómago.
Hice una incisión, y metimos juntos las manos en las entrañas calientes de la criatura, toqueteando el contenido de su estómago.
La miré de reojo y vi que su cara no luchaba contra la repugnancia, sino que estaba animada, entusiasmada incluso.
—¡Lo tengo! —exclamó—. ¡Creo que lo tengo!
Y sacó de aquel revoltijo sangriento un frasco, todavía tapado, todavía intacto.
Se le saltaron las lágrimas de alivio y de alegría, y nos abrazamos. Deseé, a pesar de la sangre, que sus brazos nunca me soltaran.
Pero esta vez fui yo el primero en apartarse, porque en mi cabeza oía el tictac de un gran reloj… o tal vez los latidos de un gran corazón. Habíamos perdido mucho tiempo.
—Tenemos que regresar hasta Konrad —dije.
Tiramos al lago el cuerpo de Krake, metimos apresuradamente la red en el camarote y orientamos las velas. Corrimos con el viento, y al poco tiempo pude ver la silueta de nuestro castillo y el débil resplandor de la luz en la habitación de Konrad, donde sabía que madre o María estarían, junto a su cabecera, cuidando de él.
Atracamos en el embarcadero, entramos corriendo en el cobertizo y aporreamos la puerta del castillo hasta que nos abrió Celeste, una de las doncellas. Estaba en camisón y gorro de dormir, sosteniendo una vela, y nos contempló con horror, a la vez que se llevaba la mano a la boca para ahogar un grito.
De pronto recordé que estaba calado hasta los huesos y, tanto Elizabeth como yo, salpicados con la sangre de Krake.
—No pasa nada, Celeste.
—Señorito Víctor… ¿dónde han estado ustedes? ¿Qué ha pasado?
—Ya se lo contaremos después.
Entramos con prisa y subimos las escaleras hasta el dormitorio de Konrad. Al llegar a la puerta, me quedé dudando. No sabría qué decir si estaba madre allí. ¿Cómo se lo explicaría? ¿Y si se negaba a que le diéramos el elixir?
Abrí la puerta silenciosamente y eché un vistazo al interior. Para mi inmenso alivio era María la que estaba sentada junto a la cama de Konrad, echando una cabezadita en una silla.
Los tres entramos sin hacer un ruido.
Konrad estaba dormido, pálido como la cera y tan inmóvil que temí que hubiéramos llegado demasiado tarde. Pero entonces vi su pecho subir y bajar débilmente. Cuando nos acercábamos hacia su cabecera, María se despertó, abrió los ojos y, al vernos, los abrió mucho más todavía. Tomó aire de forma brusca, quizá dudando de que fuera una pesadilla.
—No te asustes —dije en voz baja—. Todo está bien. Tenemos el elixir.
Elizabeth sacó el frasco de su bolsillo, con la funda de cuero todavía manchada de la sangre seca de Krake.
—Casi no sé qué pensar —dijo María—. ¿Cómo…?
—Terminamos de prepararlo con Julius Polidori —le contó Elizabeth.
—¿Qué le ha pasado a tu mano? —me preguntó María de pronto, al ver las vendas deshilachadas.
—Eso no importa ahora mismo —dije—. ¿Dónde está madre?
—La mandé a la cama hace unas horas. Está agotada más allá de sus fuerzas.
Asentí.
—Entonces es el momento de que lo hagamos.
—Espera —dijo María, con el ceño fruncido—. ¿Y si le hace algún daño? No podría perdonarme nunca.
—Apenas respira —repuso Elizabeth, tomando la mano inerte de Konrad en la suya—. Debemos intentarlo… y rezar.
María asintió una vez, a regañadientes, y después volvió a asentir con más decisión.
—Sí, tráenoslo de vuelta, Víctor.
Elizabeth colocó otra almohada bajo la cabeza de mi hermano.
—Konrad —dijo con suavidad—, tenemos una nueva medicina para ti. Despierta y tómatela.
No se despertaba.
—Debemos dársela nosotros mismos —dije.
Destapé el frasco. Elizabeth le abrió los labios cuidadosamente. Vertí una gotita del elixir sobre su lengua. Contemplé cómo resbalaba hacia su garganta. Emitió un murmullo, en sueños, y tragó. Solo entonces le di un poco más.
Gota a gota le fui dando el Elixir de la Vida. Nos llevó toda una media hora. No me atrevía a apresurarme, por temor a que se atragantara o lo escupiera.
Cuando desapareció la última gota miré a Henry y a Elizabeth. En mi vida me había sentido tan cansado.
—Ya está —dije—. Hemos hecho todo lo que podíamos hacer.
Elizabeth le apartó el pelo lacio que le caía sobre la frente y él volvió a moverse, abriendo los ojos esta vez.
—Konrad —dije.
Me miró con calma, plenamente consciente, después a Henry y al final a Elizabeth. Sonrió, se le cerraron los párpados y se volvió a dormir.
Henry se fue, tambaleante, a la cama y Elizabeth y yo al despacho de mi padre. Abrí su botiquín. Eché un poco de desinfectante en un trozo de algodón y cuidadosamente le limpié las heridas de la cara.
Era valiente y soportó el dolor sin una sola queja. Había sido una suerte que los cortes no fueran profundos. Solo las puntas de las garras de Krake parecían haber hecho presa en su piel dorada.
—No es grave —dije—. No creo que necesites puntos.
Todavía sangraban un poco, así que corté un pedazo de gasa y le vendé con delicadeza la mejilla.
—Ya está.
—Gracias —dijo—. ¿Cómo tienes la mano?
—No me duele demasiado.
La tomó entre las suyas y deshizo el vendaje.
—¿Es horrible? —pregunté, contemplando la herida con una curiosa indiferencia.
—No. Es heroico.
Sacó vendas limpias del escritorio de mi padre y envolvió los muñones de los dedos que me faltaban.
—¿Qué le diremos a madre? —preguntó con lentitud.
—No lo sé.
Sentía como si ambos estuviéramos sonámbulos, fuera de nuestros propios cuerpos, mirándonos actuar.
—¿Cuánto tardará en hacer efecto? —preguntó.
Me llevó un momento darme cuenta de que se refería al elixir.
—Seguramente enseguida.
—Solo espero que hayamos llegado a tiempo —dijo ella—. Estaba tan inmóvil…
Vi que lo que quería era que la tranquilizara.
—Se despertó nada más beberlo.
—Nos miró con pleno entendimiento —añadió esperanzada.
—Sí. Ya se está curando.
Bostezó.
—Deberíamos descansar —dijo.
—Sí. Deberíamos descansar.