CAPÍTULO 14
EL ÚLTIMO INGREDIENTE

—Su hermano, ¿cómo está de salud? —preguntó Polidori mientras abría la puerta del salón para nosotros.

—Muy precaria, la verdad —contestó Elizabeth.

—Lamento mucho oírlo —dijo Polidori, mirándome atentamente—. Pasen, pasen.

Los tres le seguimos al interior. La habitación apestaba a gato mojado. Krake estaba tumbado delante del fuego, contemplándonos con sus ojos verdes.

—Por favor, siéntense —dijo Polidori.

—No puedo —repliqué, andando de un lado para otro—. Dígame solo lo que necesitamos.

Polidori titubeó durante un momento, como si se resistiera a hablar.

—El último ingrediente es diferente de los demás, y pueden estar segu…

—¡Suéltelo! Cuanto antes lo sepamos, antes podremos ponernos en marcha. ¡La vida de mi hermano se está apagando por minutos!

Sentí una mano sobre la mía y me volví hacia Elizabeth. La tranquila seguridad de su mirada fue como un bálsamo para mi alma inflamada. Tomé aire profundamente y después exhalé, avergonzado.

—Perdóneme, señor Polidori. No me encuentro bien.

—No, no, señorito, soy yo quien debe pedirle perdón. Tiendo a hablar demasiado, lo sé. Les alegrará saber que el ingrediente es muy fácil de obtener.

—¡Espléndidas noticias! —exclamó Elizabeth.

—Pero pondrá duramente a prueba su determinación —dijo Polidori.

—¿A qué se refiere? —preguntó Henry, nervioso.

—Deben tener muy claro que desean continuar —dijo el alquimista, y hubo en sus ojos una llamarada de pasión que no había visto desde que los posó por primera vez en el libro de Paracelsus.

—Estamos preparados —dije con impaciencia—. La muerte está llamando a las puertas de mi hermano. Díganos qué hace falta.

—El último ingrediente es tuétano fresco de un hueso.

Asentí, mucho más animado.

—Excelente. ¿Dónde está el carnicero más cercano?

—Tiene que ser un hueso humano —dijo Polidori.

—Ah —dijo Henry débilmente.

Tragué saliva y miré a Elizabeth.

—Muy bien. Tenemos que ir al osario, o al depósito de cadáveres. Con unas cuantas monedas de plata no debería ser muy difícil.

Polidori negó con la cabeza.

—Debe obtenerse de un cuerpo vivo. Y aún hay más…

Me miró con una intensidad casi hipnótica. Me flaquearon las rodillas. Sentía pavor por lo que fuera a venir después.

—Según Agrippa —continuó Polidori—, debe ser de la persona más cercana al que tome el elixir.

—¡Es demasiado! —susurró Henry a mi lado—. Esto roza la brujería. Tu padre tenía razón…

—¡Calla! —le dije, temiendo que mencionara el nombre de mi padre o revelase de alguna forma nuestra identidad.

—Ya les dije que pondría a prueba su determinación —dijo Polidori—. Yo mismo sentí vértigo cuando traduje las palabras. Esto no es algo…

—¿Qué cantidad de tuétano? —pregunté, volviendo a caminar de un lado a otro.

—Ah —dijo Polidori—, esta noticia es algo mejor: no mucho.

—Víctor —dijo Henry—, no puedes ni plantearte…

—¿Cuánto? —grité—. ¿No puede darme una sencilla respuesta?

—Calculo que con dos dedos debería bastar.

Se me fueron los ojos instintivamente a mi mano derecha… la que usaba menos.

—¿Mi dedo anular y el meñique? —pregunté.

—Con esos dos al completo, sí, tendría que ser suficiente.

Los doblé, intentando imaginar mi mano sin ellos. Había visto soldados volver de sus guerras con muñones en el lugar donde solían estar sus piernas, con brazos cortados por el codo. La visión me había llenado de horror y de un inmenso pesar, porque parecía algo terrible seguir viviendo con esas limitaciones. Pero la pérdida de dos dedos no tenía nada que ver.

—No sería tan terrible —dije—, todavía podría agarrar cosas…

—Víctor —me dijo Elizabeth en voz baja—, te has puesto pálido. ¿Estás seguro?

Asentí.

—Porque si no lo estás —dijo ella—, yo sí.

Henry ahogó un grito. Miré a mi prima con asombro. Imaginármela herida y deformada era demasiado espantoso.

—Nada debe dañar tus manos —dije—. No. No funcionaría, de todas formas. Debe ser de su pariente más cercano. Yo soy su hermano. Por nuestras venas fluye la misma sangre.

—Pero yo soy su prima —repuso—, así que nuestra sangre no puede ser muy distinta. Y le amo. Somos almas gemelas.

Sus palabras se me clavaban en el pecho como puñaladas. Durante un momento, fui incapaz de hablar.

—Y además —continuó—, el señor Polidori no ha dicho el pariente más cercano, sino la persona más cercana. Son cosas distintas.

Miré al alquimista.

—¿Qué es lo que quería decir Agrippa, exactamente?

—La joven tiene razón. La traducción no es algo fácil, y hay muchos y distintos significados de cercano en latín. Cómo comparar las relaciones sanguíneas con el amor de un alma gemela…

—No hay discusión —dije—. No lo permitiré.

Elizabeth repuso con dureza:

—Tú no eres mi dueño, Víctor.

—¡Seré yo! —grité—. ¡Maldita sea, deja que sea yo!

¿Qué me había poseído? ¿Eran los celos, el hecho de que le amara tanto que deseara sacrificar una parte de sí misma? ¿O el mero pensamiento de que nadie podría estar más unido a Konrad que yo?

—Hágalo ahora —le dije a Polidori.

—¿Está seguro, señorito?

Asentí.

Una vez más, nos condujo por el breve pasillo hasta el ascensor. Mis pies apenas sentían el suelo; las paredes parecían velos de trémula luz. Bajamos hasta el laboratorio.

Polidori lo recorrió con su silla y encendió más velas y faroles, incluyendo una gran lámpara de araña que levantó sobre una mesa larga y estrecha. Desde luego, se había preparado para mi llegada. Sobre la mesa había una pila ordenada de toallas limpias, un montón de algodón y rollos de vendas. En una mesa cercana, aparte, varios cinceles y un mazo.

Al verlos, se me revolvió el estómago y me dio una arcada. Sentí un escozor de lágrimas en los ojos antes de recuperar la compostura.

—No tienes que seguir adelante con esto —murmuró Henry.

—Debo hacerlo —dije. Sin ese elixir estaba seguro de que Konrad moriría. Y si no le daba el tuétano de mis huesos, Elizabeth le daría el suyo… y eso era algo que no podía soportar.

Polidori tomó los cinceles y se volvió hacia Henry.

—Señorito, ¿podría llenar un caldero de agua y colocarlo en el fuego? En cuanto hierva, sumerja estos instrumentos en su interior durante cinco minutos para esterilizarlos.

Henry se fue, con la cara bastante verde. A continuación, Polidori se volvió hacia Elizabeth.

—Ya sé, señorita, que no es usted nada aprensiva.

—En absoluto —dijo ella con firmeza.

—Excelente. Será mi ayudante en esta operación. Caballero, creo que estará más cómodo si se recuesta.

Me tumbé en la mesa estrecha. Tenía la cabeza ligeramente levantada, de forma que pude observar cómo Polidori procedía a amarrar mi brazo derecho a lo largo de una mesa auxiliar, ahora cubierta de toallas blancas.

No me gustaba tener el brazo atado, pero vi que era necesario, a pesar de que mis pensamientos se estaban volviendo confusos e irreales. Tenían que mantenerme inmóvil, porque el dolor sin duda sería…

Apreté los dientes y aparté esas ideas de mi mente contemplando a Elizabeth, al hermoso y abundante cabello que le enmarcaba el rostro. Vería lo valiente que era, lo grande que era mi devoción por mi hermano… y por ella. Le devolvería a su amado.

Sus ojos se encontraron con los míos y sostuvo la mirada, dándome fuerzas. Si podía seguir viendo esa sonrisa durante la operación, todo saldría bien.

Henry volvió con los cinceles esterilizados envueltos en un trapo limpio.

—Oiga —le dijo a Polidori, con un tono de voz atípicamente contundente—, ¿está cualificado para realizar este tipo de operaciones?

—Encuéntreme a un cirujano que esté dispuesto a realizarla, y le dejaré hacerla encantado —repuso Polidori.

Todos sabíamos que ningún médico respetable me quitaría los dedos con solo pedírselo, y de todas formas, tampoco teníamos tiempo. Konrad necesitaba el elixir ahora.

—Pero ¿tiene alguna experiencia? —le preguntó Henry al alquimista.

No sabía qué sería más tranquilizador: si no tenía ninguna o si había amputado alegremente muchos miembros a la gente durante su carrera.

—Mis utensilios no son los de un cirujano, lo reconozco —dijo Polidori—, pero para la labor que nos ocupa, le garantizo que son los más apropiados.

—Va a haber una buena hemorragia. ¿Sabe cómo pararla?

—Desde luego, señorito. En cuanto supe la grave tarea que me esperaba, me tomé las molestias de investigar el procedimiento quirúrgico preciso. Se lo prometo, he pensado en todo. Su amigo se recuperará rápidamente de estas heridas, libre de infecciones.

—Si le ocurre algún daño, su padre hará que le cuelguen —dijo Henry—, y si él no lo hace, juro que lo haré yo mismo.

Polidori sonrió con amabilidad y apoyó una mano tranquilizadora en el brazo de mi amigo.

—No hay necesidad de tales juramentos. Todo saldrá bien.

Con unas tenacillas, Polidori fue colocando cuidadosamente los cinceles en la mesa donde había atado mi brazo.

—¿Está preparado para empezar? —me preguntó. Su calmada seguridad me dio confianza.

Intenté decir que sí, pero mi garganta estaba tan seca que no emitió ni un sonido. Me limité a asentir.

—Ahora, necesitará esto para el dolor —me pasó un vaso lleno casi hasta el borde de un líquido de color ámbar. No intenté hacerme el héroe; apuré la ardiente sustancia en dos tragos. Mi visión se duplicó, pero sentí que un insensato aturdimiento se apoderaba de mí.

Creo que empecé a reír, sin control alguno.

—No mires, Henry. No será agradable —hice un gesto con la mano libre—. Probablemente habrá algún libro que te interese por aquí.

—Me quedaré a tu lado —dijo, acercando un taburete.

—Gracias —respondí—. Eres un verdadero amigo.

—Aprieta mi mano si te sirve de alivio. Con toda la fuerza que quieras.

Meneé los dedos que estaban a punto de ser amputados.

—«Al alcance de la mano» —me dirigí a Polidori—: Así lo dijo. ¿Era una broma?

—No me di cuenta —respondió el alquimista con una sonrisita.

Bajé la mirada hacia mis dedos. No creía de verdad que fuera a perderlos, porque mi mente seguía rechazando la idea, negándose a dejarme comprenderlo por completo.

Pero desaparecerían.

De pronto sentí un miedo animal, egoísta, en mi interior. No podría ser valiente mucho más tiempo.

—¡Hágalo! —grité—. ¡Hágalo ahora!

—Señorita, si pudiera ocuparse de mantener limpia la zona…

Elizabeth se sentó en un pequeño taburete, dándome la espalda, y me alegré de que me tapara la vista. Sentí que una gran estaca de madera separaba mi dedo meñique de sus compañeros, quedando apartado para facilitar la labor de mi cirujano.

—Será rápido —prometió Polidori.

Noté el breve, ligero tacto del filo de un cincel en el punto donde mi meñique se unía con mi mano. Entonces el instrumento se levantó.

—No, mejor el más fino, por favor —le dijo Polidori a Elizabeth.

Colocó sobre mi mano un segundo cincel, frío, haciendo una presión más firme y afilada esta vez, probando. Llegué a ver el brazo de Polidori con el mazo levantado y cerré los ojos con fuerza. A continuación hubo un golpe que pareció viajar por cada uno de los huesos y ligamentos de mi cuerpo, hasta las mismísimas raíces de mis dientes.

No había dolor, ni una pizca… todavía.

—Por favor, restañe la sangre —oí que el alquimista le decía a Elizabeth—, mientras procedo con el segundo dedo.

Percibí vagamente cómo la estaca de madera apartaba de los demás mi dedo anular, y el nuevo toque del cincel sobre mi piel. Apenas sentí el golpe que separó para siempre el dedo de mi cuerpo.

—Ya está hecho —dijo Polidori.

Y entonces vino el dolor, como dos rayos gemelos que fluyeran por mis dedos perdidos, mi muñeca y brazo arriba.

Grité. No sé qué es lo que dije, solo que el ruido y los exabruptos salían como un torrente de mi boca, y que mi cuerpo se arqueaba. A duras penas fui consciente de que Polidori le dijo a Henry:

—Tráigame el atizador del fuego, por favor.

El tiempo ya no tenía sentido, porque casi al instante Henry estaba allí con una vara de metal, con medio palmo de su punta color naranja brillante, haciendo parecer a mi amigo totalmente diabólico.

Mareado, logré preguntar con voz ronca:

—¿Para qué es eso?

Mi mano palpitaba de dolor, en sincronía con mi corazón acelerado. Imaginé que toda mi sangre bombeaba saliéndose por las heridas gemelas, y esta visión dio vueltas ante mis ojos.

—Debemos cauterizarlas, señorito —dijo Polidori—, para parar la hemorragia y prevenir la infección.

Vi cómo Henry echaba un vistazo a mi mano, y su cara perdía todo el color.

Rápidamente, Polidori tomó el atizador.

—Quite el algodón —le dijo a Elizabeth.

Ella se volvió hacia mí. Estaba demacrada, pero me dedicó una valerosa sonrisa. Puso sus manos en mis hombros, apretó su mejilla contra la mía.

—Casi ha terminado —me susurró, y entonces vino un dolor abrasador tan insoportable que me envolvió por completo y me hizo caer, dando vueltas y vueltas, en la oscuridad.

Cuando recuperé la consciencia, el rostro de Elizabeth estaba sobre mí, mientras ella me enjugaba la frente con un paño fresco. Nada más mirarla pensé que era lo más bello del mundo entero. Aunque no pudiera hacer otra cosa que contemplarla, sería un hombre feliz.

—¡Se ha despertado! —dijo, y me di cuenta de que Henry estaba de pie a mi otro lado, mirándome con preocupación.

—¿Cuánto tiempo…? —pregunté con voz ronca.

—Dos horas —respondió ella, se inclinó y me besó en la frente—. Gracias a Dios, gracias a Dios.

Su cabello me envolvió y sentí el abrazo de su perfume, pero no fue suficiente para detener el dolor. Llegó con furia, un caliente y rítmico martilleo sobre un yunque.

—¿Cómo está mi mano? —pregunté.

—Todo ha salido bien —dijo Elizabeth, asintiendo con la cabeza como para convencerse a sí misma tanto como a mí—, ha sido un trabajo limpio y rápido. Y la hemorragia ha parado.

Se hizo a un lado para que pudiera bajar la vista hacia mi mano. Mi palma estaba envuelta en vendas, que pasaban una y otra vez por el sitio donde antes se encontraban mi anular y mi meñique. Moví los tres dedos que me quedaban, solo para asegurarme de que todavía seguían pegados. No hacía un efecto muy raro. Apenas se notaba. Pero durante un momento me imaginé el rostro desconsolado de mi madre la próxima vez que me contemplase, y los ojos se me llenaron de lágrimas.

—¿Qué he hecho? —susurré—. Dios mío…

—Has hecho la cosa más valiente que he visto nunca, amigo mío —dijo Henry con fervor.

—Desde luego que sí —corroboró Elizabeth.

Aparté la mirada de mi mano, mutilada para siempre, y vi, al otro lado del sótano, a Polidori agachado laboriosamente sobre una mesa de trabajo.

Intenté sentarme y me invadió una sensación de náusea.

—Despacio, despacio… —dijo Henry, agarrándome el brazo izquierdo para sujetarme—. Has perdido mucha sangre.

—¿Sí? —le pregunté a Elizabeth.

—No demasiada —dijo ella, y le hizo un gesto amenazador a Henry—. Parecía más de lo que era.

Saqué las piernas por un lado de la mesa, me detuve para que mi estómago se calmara, y después me levanté. El suelo parecía estar muy lejos. Me llevó un tiempo recobrar el aliento. Henry y Elizabeth me cogieron cada uno de un brazo, y fui arrastrando los pies hasta donde estaba Polidori.

—¿Cómo va el elixir?

No levantó los ojos de su tarea.

—Señorito, mejor que vaya a descansar cómodamente. Su cuerpo ha sufrido una agresión, y puede que no le guste ver mi trabajo.

Lo vi. Oí a Henry tragar saliva. Mis dos dedos cortados estaban en una bandeja de metal. En uno de ellos ya había quitado la piel, el tejido y el músculo, dejando solo los huesos. Había gran cantidad de sangre y trozos de carne.

—Yo no voy a mirar —dijo Henry. Se fue al otro lado de la habitación y se sentó ante el escritorio de Polidori, cubierto de papeles.

Elizabeth y yo nos quedamos. Ella me acercó un taburete y me ayudó a sentarme, porque aún estaba tembloroso y débil.

Era horrible aunque extrañamente fascinante contemplar cómo Polidori cogía un pequeño instrumento de aspecto cruel y aserraba uno de los huesos. Luego, con un pincho ganchudo, ingeniosamente delgado, empezó a extraer el tuétano y a depositarlo en un frasquito que había dentro de un tarro más grande lleno de hielo.

—Es importante que el tuétano se mantenga frío —murmuró mientras trabajaba.

—¿Por qué? —pregunté.

—Para prolongar la vida del espíritu animado que mora en él —respondió—. De todas las maravillas humanas, se cree que las mejores propiedades curativas yacen en el tuétano.

Aquello me resultó extrañísimo y asombroso, pero no muy distinto de las declaraciones del doctor Murnau sobre la sangre humana y la cantidad de células que vivían en ella.

—¿Cuántas dosis saldrán? —pregunté—. ¿Cómo debemos administrársela a mi hermano?

—Será una única dosis —dijo Polidori— y debe tomársela de una sola vez, por vía oral.

Había terminado de extraer todo el tuétano de mi dedo anular y ahora estaba quitando con destreza la piel y el tejido de mi dedo meñique. Su expresión mientras trabajaba era de inmensa e impasible concentración.

En un estante sobre su mesa de trabajo vi dos frascos.

—¿Son esos los demás ingredientes? —preguntó Elizabeth, siguiendo mi mirada.

—Así es. El aceite de celacanto y el liquen lunar. En cuanto extraiga lo que queda de tuétano combinaré las tres sustancias.

—Podremos llevárselo a casa esta noche, entonces —dije emocionado. Konrad tendría el elixir en unas horas.

—Me temo que no —repuso Polidori mientras trabajaba—. El elixir debe reposar durante un día entero para que llegue a su máximo poder. Tendrán que volver mañana a recogerlo.

Vagamente, atravesando las paredes del sótano nos llegó el repicar de las campanas de St. Peter. Ocho campanadas.

—Es mejor que se vayan ahora —dijo el alquimista—. Se lo tendré preparado para mañana.

—Está al borde de la muerte —comentó Elizabeth con preocupación—. ¿Y si no sobrevive a la noche?

—Lo siento, señorita —dijo el alquimista—. No se puede apresurar.

—¿No podemos llevarnos el elixir a casa con nosotros ahora —pregunté desesperadamente—, y guardarlo con cuidado hasta que esté listo?

—No —dijo Polidori—, la parte final del proceso debe tener lugar justo antes de ser ingerido.

—¿Nos puede dejar por escrito claramente las instrucciones? —preguntó Elizabeth.

—Su receta de la visión del lobo era maravillosamente clara —dije—, estoy seguro de que podría…

Con un tono cortante nada propio de él, repuso:

—Es un procedimiento que debo realizar yo mismo —luego lo suavizó—: Solo estoy pensando en su hermano y en lo mejor para su recuperación. Déjeme hacer esto por él. Si no pueden volver, enviaré a Krake para que se lo entregue.

Aunque hubiera accedido a esperar, no estaba dispuesto a decirle a Polidori dónde vivíamos. Si descubría nuestro apellido, podría enfurecerse y negarse a ayudarnos más. Pensé rápidamente en otra excusa.

—Pero Krake podría romperlo por accidente. Es mejor que nos lo llevemos ahora.

—Krake no podría ser más cuidadoso —replicó Polidori—. Es menos probable que lo rompa él que usted. Lo siento, pero debe esperar un día para que yo pueda realizar los últimos pasos.

—Parece que no podemos hacer nada, entonces —dije entre dientes. Advertí a Henry al otro lado de la habitación y vi que me miraba de forma apremiante.

Cuidadosamente me bajé del taburete. Durante un segundo necesité agarrarme al asiento para recuperar el equilibrio.

—¿Estás bien? —preguntó Elizabeth.

—Sí. Solo necesito andar un poco para aclararme la cabeza —fui caminando muy despacio hacia Henry.

Cuando llegué a él, me metió en silencio un pedazo de papel en la mano y se llevó el dedo a los labios. En el papel había escrito:

«Está mintiendo».

Le dio un toquecito a un pergamino del escritorio desordenado de Polidori. Debía de ser un fragmento de la traducción del elixir, porque entre violentas tachaduras reconocí caracteres del Alfabeto de los Magos y de otros alfabetos, uno de los cuales era griego, mi asignatura más floja. Henry estaba apuntando con un dedo a una frase en concreto. Intenté descifrarla en vano.

Miré a Henry y negué con la cabeza. Con impaciencia hizo un gesto para que me acercara y después susurró en mi oído:

—Aquí dice: «El elixir debe ser ingerido en cuatro horas, después de combinar los tres ingredientes».

A pesar del calor del sótano me dio un escalofrío. Fue como si de repente viera el mundo a través de otro cristal. La bruma que cubría todo desde la operación se evaporó y la realidad se hizo más definida… y mucho, mucho más peligrosa. Me obligué a respirar profundamente cinco veces y después volví a la mesa de trabajo de Polidori, que estaba en el proceso de mezclar los ingredientes en un único frasco. Tenía que mantener la calma.

—Ahí está —dijo Elizabeth.

El Elixir de la Vida.

No resultaba muy evocador. No despedía destellos ni refractaba la luz de la vela en miles de prometedores arcoíris. Era de un marrón turbio y aceitoso. Contemplé cómo Polidori le ponía un tapón y metía el frasco en una ajustada funda de cuero.

—Señor Polidori —dije—, hemos sido muy descuidados al no ofrecerle antes su pago. Ha trabajado mucho y muy duro para nosotros, y no ha recibido nada. Le pedimos disculpas. Díganos por favor qué es lo que le debemos por sus excelentes servicios, para que podamos saldar cuentas. Simplemente ponga un precio —si pretendía engañarnos quitándonos el elixir… si tal vez se lo había prometido a otra persona a un precio altísimo… quizá podía hacerle cambiar de idea—. Somos gente de dinero y…

—Mi querido señor —dijo Polidori, contemplándome con una mirada tan afable que me hizo preguntarme si Henry se habría equivocado—, veamos primero si el elixir logra el efecto deseado. Si lo hace, la receta es suficiente pago para mí. Bueno, ¿tienen algún vehículo que los lleve a casa? Podría pedir un carruaje.

—No es necesario, gracias —dije—. ¿Está seguro de que no hay forma de que nos llevemos el elixir con nosotros esta noche?

Parecía que iba a poner más objeciones, pero asintió con un suspiro.

—Muy bien. Ya veo lo preocupado que está por su hermano.

Solté aire con alivio y sonreí hacia Henry. Nos habíamos equivocado. Quizá el conocimiento del griego que tenía mi amigo no era tan perfecto como yo había imaginado.

—¡Gracias, señor Polidori! —dijo Elizabeth—. Es un gran alivio.

—Solo denme un momento para ir a buscar un agente conservante del piso de arriba —dijo, conduciendo su silla desde la mesa hacia el ascensor—. Después cambiaré las vendas de sus heridas otra vez, señorito, y le escribiré instrucciones detalladas sobre cómo realizar los últimos pasos del proceso antes de que se tome el elixir.

—Se lo agradezco mucho —dije.

Volví la mirada hacia Henry y le vi negando con la cabeza de forma desesperada. Seguía sin confiar en el alquimista. Pero ¿por qué no? Solo iba arriba a… y entonces recordé: todos los cajones de su tienda estaban completamente vacíos. No podía haber nada allí que pudiera necesitar. Mis ojos fueron volando hacia la mesa. El frasco del elixir había desaparecido. Me di la vuelta para ver a Polidori ya a mitad de camino del ascensor.

«Quiere dejarnos atrapados aquí abajo».

En ese preciso instante, Henry y yo salimos corriendo y nos plantamos delante de la silla de Polidori. Nos miró sorprendido. Vi el frasco cerrado del elixir en su regazo. No pude disimular el temblor de mi voz:

—Señor Polidori, debo pedirle que me dé el elixir ahora.

Soltó una carcajada.

—Por todos los cielos, ¿le preocupa que me fugue con él? ¿Con mi silla? Si le hace sentir mejor, tenga… sujételo usted.

Con la mano izquierda me tendió el frasco en su funda de cuero.

Y con la derecha sacó de su silla un bastón que tenía la punta con forma de porra. Sin avisar, lo blandió con habilidad y golpeó a Henry en la cabeza. Henry ni siquiera gritó, solo cayó al suelo, terriblemente inmóvil.

—¡Henry! —gritó Elizabeth con horror.

—¡Desalmado! —rugí.

Pareció transformarse de golpe en otra criatura. Desapareció su expresión amable, su aire de derrota. Ahora su rostro despedía una fuerza despiadada y la parte superior de su cuerpo había dejado de estar hundida. Estaba muy erguido, con la camisa tirante contra su pecho robusto. Bajo las mangas enrolladas se le marcaban los músculos.

Lanzó su silla hacia mí con tal fuerza que me derribó al suelo. Aterricé sobre mi mano herida y aullé de dolor.

Vi de reojo que levantaba su bastón sobre mí como si fuera el hacha de un verdugo. Me aparté de allí rodando justo cuando el garrote daba contra las baldosas. Polidori se giró con habilidad hacia mí, con el bastón alzado de nuevo.

Luché por apartarme de él, gateando como un cangrejo, con la mano derecha estallando de dolor. Su silla me volvió a golpear, tirándome de nuevo al suelo. Con la peluca torcida, me fulminó con la mirada desde arriba. Me había acorralado contra una pared y supe que aunque levantara el brazo para parar el golpe, sería inútil. La porra me destrozaría los huesos.

Un atizador golpeó a Polidori en el hombro con tal fuerza que este soltó el bastón con un alarido. Alcé la vista y vi a Elizabeth sujetando el arma.

—¡Dale otra vez! —grité.

—¡Está en una silla de ruedas! —exclamó Elizabeth.

—¡Quiere matarnos!

Me eché a un lado e intenté recoger el diabólico bastón de Polidori, pero de la base de su silla surgieron cuchillos largos e increíblemente afilados en todas direcciones. Uno casi me atravesó la pierna cuando salté sobre una mesa, haciendo pedazos los objetos de cristal.

—¡Cuidado! —le grité a Elizabeth—. ¡Su silla tiene pinchos!

Polidori recogió el bastón y se volvió contra Elizabeth. Parecía un diablo montado sobre un malévolo corcel lleno de espinas que arrinconaba a Elizabeth.

Cogí un pesado frasco que había en la mesa, lleno de un líquido asquerosamente pestilente y lo lancé hacia Polidori. Se hizo añicos contra su cráneo. Al instante su peluca empezó a echar humo y a derretirse, al tiempo que soltaba vapores acres. Dio un grito y se arrancó la peluca. En su cabeza calva ya estaban saliendo algunas marcas rojas.

Maldiciendo, se apartó de Elizabeth y se precipitó hacia el lavabo. Eso le dio a ella la oportunidad de alejarse a la carrera, y ambos nos abalanzamos sobre Henry, todavía tirado en el suelo, pero soltando ahora algún quejido. ¡Estaba vivo! Le sacudí sin contemplaciones.

—¡Henry, levántate! ¡Levántate!

Abrió los ojos, adormilado. Yo miré alrededor, frenético, y vi a Polidori con la cabeza inclinada bajo la bomba de agua, en un intento de quitarse el ácido de la piel.

—¡Tenemos que irnos! —exclamó Elizabeth, mientras me ayudaba a levantar a Henry—. ¡El ascensor!

—¡No sin el elixir! —repuse.

Le quité a Elizabeth el atizador y corrí hacia Polidori.

Antes de alcanzarle, le dio la vuelta a la silla para enfrentarse a mí. Tenía la cara pálida con quemaduras de ácido y emanaba ira como el calor de un horno. Me mantuve alejado de los perversos cuchillos de su silla. No veía su bastón por ninguna parte. Las manos de Polidori estaban dentro de los grandes bolsillos de su chaleco, que sin duda ocultaban el frasco de elixir, porque ya no se encontraba en su regazo.

—Démelo —dije, con el atizador levantado sobre mi cabeza—. Contiene solo mi tuétano. Es inútil para cualquiera, excepto para mi hermano —se me revolvió el estómago—. ¿O eso también era una mentira?

—Lo era. Hubiera bastado cualquier tuétano.

Habíamos sido meros títeres de Polidori, utilizados para reunir los ingredientes… utilizados para sacrificar partes de nuestro cuerpo. Sentí que la rabia crecía en mi interior, y la acogí con agrado.

—¡Monstruo! —espeté.

—No deseaba que las cosas salieran así, señorito —dijo con un asomo de lo que parecía auténtico pesar—. Mi plan era hacer dos dosis del elixir. Una para su hermano. Otra para mí.

—¿Por qué no lo hizo, entonces? —pregunté.

—No me trajo suficiente liquen del árbol.

Con angustia recordé cómo había obligado a Elizabeth a abandonar su tarea antes de que el frasco estuviera lleno.

—No tuvimos elección —se excusó ella—. ¡Estaban cayendo rayos y había buitres!

—Lo entiendo perfectamente —dijo Polidori—, pero como consecuencia, tenía ingredientes solo para una dosis. La buena noticia para usted, señor, es que solo tuve que quitarle dos dedos, no cuatro.

—¡El elixir es mío! ¡Démelo!

—Muy bien —dijo el alquimista.

Sacó a toda velocidad las manos de los bolsillos. En la palma de una de ellas había un montón de polvo amarillo. En la otra una especie de caja de yesca, que ardió en llamas al instante. Se llevó el polvo a los labios y sopló, encendiendo un cometa de fuego que lanzó contra mí.

Apenas tuve tiempo de taparme la cara con el brazo antes de que me envolviera. Unos gases inmundos me abrasaron la nariz, asfixiándome. Algo me golpeó con fuerza y caí al suelo, dando vueltas y vueltas para apagar las llamas… pero, sorprendentemente, no estaba ardiendo en absoluto. Al parecer, la llama se había apagado sin quemarme. Tosiendo y tambaleándome, logré ponerme en pie y vi que Polidori se precipitaba hacia el ascensor, al tiempo que gritaba y blandía su terrible bastón para apartar de su camino a Elizabeth y a Henry.

La furia desterró mi dolor y agotamiento. Corrí y, con un rugido, me lancé contra la parte trasera de su silla. Mi peso hizo que se ladeara, y dio un giro descontrolado antes de volcarse, tirando a Polidori boca abajo en el suelo. Por un breve instante casi me dio pena, sus piernas atrofiadas tan delgadas y temblorosas mientras forcejeaba para darse la vuelta.

—¡Víctor! ¡Tiene el elixir! —gritó Henry.

Polidori me estaba dando la espalda, y tuve que rodearlo a la carrera para ver que el frasco, efectivamente, estaba en sus manos, y que le estaba quitando el tapón.

Me abalancé sobre él y de un golpe se lo quité de las manos. Con mutuo horror ambos contemplamos cómo el frasco caía sobre las baldosas… pero no se rompió. Entonces me dio un puñetazo en la mandíbula que me echó hacia atrás la cabeza.

Con impresionante rapidez arrastró su cuerpo sobre el mío y me aprisionó el cuello con su potente brazo doblado.

—No me arrebatarás esto —dijo entre dientes—. No me arrebatarás la oportunidad de curarme.

Me retorcí, sacudiéndome, pero su abrazo de luchador me apretaba cada vez más fuerte la tráquea, me cortaba la respiración.

—¡Entregadme el frasco —les gritó a Henry y a Elizabeth— o le romperé el cuello!

Con la mano herida intenté apartar en vano su brazo. Todo empezó a dar vueltas ante mis ojos. Mi corazón palpitaba con violencia y de pronto un gran peso cayó sobre mí y…

Conseguí respirar, y jadeé para llenar mis pulmones.

Henry, con el atizador en las manos, se alzó ante mí. El cuerpo inconsciente de Polidori estaba tumbado sobre mi pecho. Lo aparté y Elizabeth me ayudó a levantarme.

—¡Bien hecho, Henry! —dije casi sin voz.

—¿Lo he matado? —preguntó. Estaba temblando.

—Todavía respira —dije—. ¿Dónde está el elixir?

Elizabeth me mostró el frasco, y los tres nos dimos la vuelta y echamos a correr hacia el ascensor. Una vez dentro, contemplé el caos de cuerdas colgantes y poleas. Me maldije por no haber prestado más atención cuando Polidori las había utilizado.

—Esta, creo —dijo Elizabeth señalando una.

—Henry, ayuda —dije. Agarramos la cuerda y tiramos de ella, pero no pasó nada. Frenéticamente, empecé a tirar de las demás.

Del suelo del sótano nos llegó un quejido.

—¡Se está despertando! —gritó Henry.

—¡Estoy segura de que es esta! —dijo Elizabeth, tocándola con el dedo.

—¡Esa ya la has señalado!

—Sí —insistió—, porque es la correcta.

—¡No hace nada! ¡Mira!

—Había una palanca o un freno del que había que tirar primero —murmuró, mientras miraba a su alrededor como loca y movía cosas.

La mano helada de Henry me apretó el hombro. Polidori estaba levantando la cabeza del suelo. Deseé que nos hubiéramos llevado el atizador. Nos lanzó una mirada asesina. Nunca había visto tanto encono y maldad. Dobló los brazos y empezó a caminar sobre sus puños hacia nosotros con una rapidez aterradora, arrastrando su cuerpo tras él.

—¡Inténtalo ahora! —gritó Elizabeth.

Polidori no estaba ni a cinco metros de distancia.

Tiramos de la cuerda, y esta vez sentimos que la caja del ascensor temblaba y se levantaba unos centímetros del suelo.

—¡Otra vez! ¡No pares! —grité, pues Polidori estaba ya muy cerca del umbral.

Se lanzó hacia nosotros, intentando agarrar con la mano derecha el borde del suelo del ascensor, pero Henry y yo dimos un fortísimo tirón y nos elevamos fuera de su alcance. Le oímos maldecir su fracaso con un grito ahogado.

—¡Ya no puede alcanzarnos! —jadeó Henry.

Seguimos tirando de la cuerda, pero estábamos tan cansados que subíamos cada vez más despacio con cada tirón. Mi mano derecha era de poca utilidad, y el dolor de las heridas era brutal. Una gota de sudor se me metió en el ojo.

Ni siquiera tirando entre los tres podíamos apenas mover el ascensor. ¿Cómo se había vuelto de pronto tan pesado?

Y justo al darme cuenta, un brazo asomó como una flecha por el borde del suelo, con un golpe. Como una terrorífica araña blanca, la mano avanzó a trompicones y antes de poder apartarme de un brinco se agarró a mi tobillo y me tiró al suelo. Caí con un golpe sordo y me aferré a la cuerda con desesperación, porque me arrastraba rápidamente.

El otro brazo de Polidori se asomó por el borde y se apoderó de mi otra pierna. Entonces su cabeza apareció de pronto, mientras empezaba a trepar por mis piernas, entrando en el ascensor.

Me revolví, intentando deshacerme de él, pero me agarraba con tanta fuerza que temí que sus dedos de hierro me destrozaran la carne.

Henry cogió una de las manos de Polidori y comenzó a levantar sus dedos de mi tobillo. Elizabeth le dio en la cabeza con el pie. Pero era como si ya no padeciera dolor, como si sus músculos y tejidos no se rindieran nunca.

Apreté la cuerda con más fuerza y me di cuenta de que, mientras Polidori tiraba de mí, también tiraba de la cuerda, así que el ascensor seguía ascendiendo, aunque fuera lentamente. Alcé la vista y vi que no estábamos tan lejos del techo de piedra del sótano.

—¡Henry! —chillé—. ¡Sigue tirando!

—¿Qué? —preguntó.

—¡Súbenos!

Ante esto, Polidori miró hacia arriba y pareció comprender mi plan, porque redobló sus esfuerzos para trepar sobre mí y entrar en el ascensor. Su tripa, caderas y piernas todavía colgaban del borde.

En menos de un metro, o se soltaba o sería aplastado.

Elizabeth le volvió a dar una patada, y Polidori se soltó un momento, resbalándose por mi cuerpo hacia abajo. Pensé que se caería, pero se agarró de mis tobillos. El ascensor dio una sacudida hacia arriba.

Ahora hasta el techo solo quedaba medio metro.

Con un extraordinario arranque de energía y rapidez, volvió a trepar por encima de mí: se aferró a mis piernas, agarró después mi cintura. Grité y pataleé incluso mientras tiraba de la cuerda con Henry.

El ascensor subió treinta centímetros más.

—¡Suelte! —le grité—. ¡O le partirá en dos!

—¡Y tú perderás tus pies! —gritó en respuesta.

Con horror vi que tenía razón. Había arrastrado mis pies fuera del borde.

Durante un momento nadie se movió. El ascensor se llenó con el sonido de nuestros jadeos y gruñidos animales.

—¡Entonces viviré sin ellos! —rugí hacia la cara manchada de ácido del alquimista—. ¡Henry, Elizabeth, tirad fuerte!

Con todas mis energías tiré de la cuerda. El ascensor se propulsó hacia arriba. Polidori torció la cara hacia la piedra que se le caía encima… y se soltó. El ascensor, de pronto más ligero, salió disparado hacia arriba. Encogí las piernas, y la piedra me rozó los pies mientras el agujero se cerraba ante nosotros.

Ahora estábamos totalmente a oscuras, porque no habíamos pensado en traer una vela ni un farol. Y durante un momento, nos quedamos ahí tirados en el suelo del ascensor, resollando de agotamiento.

—Será mejor que sigamos —dije—. Puede tener alguna forma de llamar al ascensor para que vuelva a él.

—Sí, tienes razón —dijo Elizabeth.

Sentí su aliento en mi rostro, me di cuenta de que estaba cerca de mí.

—Has sido muy valiente, Víctor —dijo.

Le acaricié la mejilla con los tres dedos de mi mano derecha. Acerqué mi cara a la suya y nuestras bocas se encontraron en la oscuridad. Noté las lágrimas en sus pómulos y probé el sabor de su sal contra mi lengua.

Se puso en pie de golpe.

—Vamos —dijo—. ¡Salgamos a la superficie!

Desde abajo llegaba el sonido de los gritos e improperios de Polidori. No pude entender muchas de sus palabras, porque a veces parecía gritar en otra lengua.

—Lo quería para sí —resoplé mientras izábamos el ascensor entre todos—. Quería recuperar las piernas.

—Nunca pretendió dárnoslo —dijo Elizabeth—, solo nos utilizó para ir a buscar sus ingredientes, el muy perverso.

De pronto el ascensor se paró de golpe y vi una débil rendija de luz ante nosotros. ¡Los paneles secretos! Respirando con dificultad, como si hubiéramos quedado atrapados bajo el mar, me adelanté para abrirlos de par en par.

—¡Espera! —susurró Henry, tirando de mí.

—¿Qué? —pregunté.

—Krake —dijo.