CAPÍTULO 13
LAS PUERTAS DEL INFIERNO

Apenas dormí nada, preocupado por Konrad toda la noche.

Cuando se desplomó en el suelo, tan pálido, durante un terrible instante pensé que estaba muerto. Pero solo estuvo inconsciente durante unos minutos, y cuando se despertó insistió en que estaba perfectamente bien. Aun así, yo ya había avisado a un criado para que fuera a buscar a nuestro padre, y juntos lo ayudamos a llegar hasta su dormitorio y lo metimos en la cama.

—Por favor, no hagáis un drama de esto —dijo, todavía muy pálido—. Solo conseguiríais preocupar a madre.

Cuando le di las buenas noches no me miró a los ojos.

Al amanecer me puse deprisa una bata encima y fui derecho a su habitación. Mi madre estaba saliendo justo en ese momento; cerraba con suavidad la puerta.

—Espera un poco —me dijo—. Todavía duerme.

Elizabeth torció la esquina, vestida precipitadamente, con el pelo suelto sobre los hombros. Casi ni me miró.

—¿Cómo está? —preguntó.

Mi madre nos sonrió, aunque había algo quebradizo en su sonrisa.

—No demasiado mal. Solo tiene un poco de fiebre. Dos de las muchachas de la planta baja tienen justo lo mismo —añadió, de forma tranquilizadora—. Han estado postradas en cama durante un día o dos, pero sin duda en breve estarán sanas como una manzana. En un par de horas estoy segura de que Konrad estará despierto y querrá compañía. María está velándole de momento.

Mi madre se fue, dejándonos solos en el pasillo. Elizabeth empezó a alejarse también y yo la seguí torpemente.

—¿Vamos a desayunar? —pregunté.

Se volvió hacia mí, lívida.

—Cuando se desmayó en tu habitación, ¿de qué estabais hablando?

Carraspeé.

—Si quieres saberlo, vino a reprenderme por cómo te traté en el balcón.

De existir algún procedimiento alquímico para volver atrás en el tiempo habría pagado una fortuna por él, para poder retirar las palabras hirientes que le había dicho a Konrad. Había ido a su habitación esperando hacer las paces.

—Víctor —dijo ella con impaciencia—, ¿qué le dijiste?

—Le dije que nos besamos en la biblioteca.

Sus ojos oscuros relampaguearon.

—¿Cómo pudiste? —me preguntó.

—Me arrepentí al momento. Le dije que fingí ser él, que tú no tuviste la culpa.

—¿Y el sonambulismo?

La miré sorprendida.

—Entonces ¿ahora me crees?

—¡Responde a mi pregunta!

—No, no le conté nada de eso. Y mantuvo la calma… hasta el final. Me dejó asombrado.

—Él no es como tú, Víctor —dijo ella—. Puede controlar su genio. Pero tú fuiste demasiado lejos y le hiciste hervir la sangre.

—¿Estás diciendo que soy yo el responsable de su fiebre? —pregunté, aunque me atormentaba también la misma idea—. Ya has oído a madre. Es una enfermedad pasajera. La tiene más gente de la casa.

Ninguno dijo una palabra. Ambos compartíamos la misma preocupación.

—Espero que tengas razón, Víctor —dijo—, porque si has hecho que vuelva su enfermedad, nunca te perdonaré.

Y se alejó de mí.

—Me gustaría ir a la iglesia de St. Mary y encender una vela por Konrad —dijo Elizabeth cuando terminábamos de desayunar.

Un débil destello de irritación surcó el rostro de mi padre, pero dijo:

—Muy bien. Haré que Philippe te lleve.

—Yo puedo llevarla —dije rápidamente. Había estado planeando un viaje al cementerio para revisar si había algún mensaje de Polidori, y esto me daba la excusa perfecta.

Mi padre me miró con detenimiento, y me di cuenta de que todavía se resistía a dejarme salir de casa.

—A la iglesia y media vuelta, Víctor —dijo.

—Por supuesto.

Al aire libre, por la carretera del lago, viendo el brillo del agua y respirando el embriagador perfume de los campos, tendría que haberme sentido exultante, después de mis dos semanas de reclusión. Pero en cambio me sentía desgraciado. Elizabeth iba sentada a mi lado, callada y resentida conmigo.

Mi único pensamiento, que latía acompasado con los cascos del caballo, era: «Que esté allí. Que haya un mensaje esperando».

Cuando llegamos, contemplé cómo entraba en la iglesia, después até el caballo y corrí entre las lápidas hasta llegar a la cripta de Gallimard, una enorme mole de granito que llevaba siglos ahí, desafiante. La rodeé dos veces, escarbando la tierra y las hojas en busca de alguna especie de billetera.

Nada.

Maldije y golpeé la pared de la cripta con la bota. Polidori había tenido casi una semana. ¿Qué podía estar llevándole tanto tiempo al viejo idiota? Deseé recorrer el resto del camino hasta Ginebra y darle de bofetadas.

Si la enfermedad de Konrad hubiera regresado…

Desterré el pensamiento y entré en la iglesia. Después del brillo del sol, me costó unos instantes acostumbrar mis ojos al oscuro interior. El templo estaba casi vacío, solo había algunas personas dispersas por los bancos.

Tomé asiento cerca del fondo. Vi a Elizabeth en la parte delantera, arrodillada ante una fila de velitas encendidas, cubriéndose la cara con las manos.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y aparté la mirada.

En el altar, un niño estaba sacando brillo a los adornos de metal. Mi conocimiento de la Iglesia era poco, pero sabía que el cura, al parecer, hacía un milagro, convirtiendo el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo.

Desde las vidrieras, la luz derramaba rayos de colores por la quietud de la iglesia. Mis pensamientos se dispersaron.

Vino en sangre. Plomo en oro. La medicina entrando en las venas de mi hermano. La transmutación de la materia.

¿Era magia o ciencia? ¿Fantasía o verdad?

Pasaron dos días y la fiebre no abandonó a Konrad.

Le dolía el cuerpo. Las articulaciones de su mano derecha se le habían hinchado. En la planta baja, nuestras dos sirvientas seguían todavía postradas en cama también. Recibimos una visita del amable e inútil doctor Lesage, quien les administró sus habituales reconstituyentes en polvo y tónicos para ayudar a combatir la fiebre.

—Voy a avisar al doctor Murnau —dijo mi padre en la cena. A William y Ernest ya los habían llevado a la cama, y solo estábamos con mis padres Elizabeth y yo.

Durante un momento reinó el silencio por la mesa.

—Pero creía que esto era solo una enfermedad pasajera —dijo Elizabeth.

—Probablemente lo sea —dijo mi madre—, pero creo que es mejor estar seguros.

Evité la mirada de Elizabeth, por temor a la cólera que me podría encontrar.

—Antes de irse —dijo mi padre—, el doctor Murnau me dejó un calendario detallado sobre su paradero, por si volvíamos a necesitarle. En estos momentos está en Lyon con otro paciente. Mi intención es ir yo mismo hasta allí y traerle de vuelta lo antes posible.

Lyon estaba en Francia, y el país estaba sumido en el caos. Las hordas revolucionarias todavía lo asolaban convirtiéndolo en el reino del terror, persiguiendo a cualquiera que pudiera estar en desacuerdo con ellos. Miré a mi padre y por primera vez me resultó viejo, y cansado. Sentí que el corazón se me encogía, tanto como sus hombros.

—¿Es seguro para usted, padre? —preguntó Elizabeth—. Las historias que hemos oído…

—Llevaré conmigo a Philippe y a Marc. Los franceses no tienen nada en contra de los ginebrinos: nosotros tampoco sentimos ningún aprecio por la monarquía. Mi única preocupación es cuánto puede durar el viaje. Pretendo salir mañana por la mañana.

Más tarde aquella noche fui a ver a mi padre a su despacho y lo encontré solo, haciendo su maleta con precipitación.

—¿Puedo hablar con usted? —dije mientras cerraba la puerta tras de mí.

—¿Qué pasa, Víctor?

Tomé aire profundamente y lo expulsé.

—Padre, dado el estado de Konrad, ¿no merecería la pena que contempláramos al menos la posibilidad… del Elixir de la Vida? —me miró como si me hubiera vuelto loco, pero insistí—. Solo nos falta el último ingrediente y…

Levantó la mano.

—Ya basta. El doctor Murnau nos asesorará.

—Pero él mismo dijo que no podía darle a Konrad la misma medicina tan pronto. ¿Qué puede hacer? Quizá si usted le hubiera dicho la verdad a madre, ella estaría también dispuesta a continuar con el Elixir de la Vida. Si por lo menos lo tuviéramos a mano, podríamos…

—¡No!

—¿Antes le dejaría morir?

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡La alquimia no tiene la respuesta!

El corazón me latía con fuerza.

—¿Cómo puede decir eso cuando usted mismo la ha practicado?

El medio segundo que tardó en reaccionar le traicionó.

—Tonterías.

Continué, con voz temblorosa.

—Vi su letra en el libro de Eisenstein. Ha transmutado el plomo en oro.

En voz baja repuso:

—No era oro.

Lo miré desconcertado.

—Solo tenía la apariencia del oro —explicó con amargura.

—Pero en sus notas había cálculos para más de noventa kilos. Si no era oro, ¿por qué hizo…? —se me fue apagando la voz.

Mi padre me dio la espalda, y tuve la terrible sensación de que algo me iba a ser arrebatado para siempre. Miró por la ventana.

—Su apariencia bastaba para engañar a gran cantidad de gente.

Tardé un momento en pronunciar las palabras:

—¿Le vendió a la gente oro falso?

—Cuando era joven, la fortuna de los Frankenstein casi había desaparecido. Mi familia lo habría podido perder todo. Todo. Cuando descubrí la Biblioteca Oscura, pensé que la alquimia podría ser nuestra salvación. El oro, lamentablemente, no era real… pero resultaba posible venderlo con precaución a través de varios agentes, lejos, en los imperios de Rusia y Oriente.

—Entiendo.

—Sin ese dinero nuestra familia habría sucumbido. Yo no me habría casado. Tú no existirías. No estoy orgulloso de ello, pero fue necesario.

Me sentí febril. Mi padre, el gran magistrado, era un mentiroso, un hipócrita, un criminal.

No podía ordenar mis pensamientos. Se volvió para darme la cara, y esta vez fui yo quien no pudo mirarle a los ojos, de lo avergonzado que estaba de él.

Me agarró por los hombros con fuerza.

—No debes decirle esto a nadie, Víctor. ¿Comprendes?

No dije nada.

—Nos destruiría.

Me esforcé por mirarle.

—¿Y qué pasa con Konrad?

—Escúchame. La alquimia es un espejismo. Debes aceptarlo.

Me solté de él de un tirón.

—Quizá solo seas quien ha fracasado. ¡No puedes desechar toda la disciplina porque tú no pudiste hacer oro! ¡Quizá haya gente más cualificada que tú!

—Víctor…

—No —dije, con la sangre latiendo en mis oídos—. ¡Ya no confío en ti!

Intentó ponerme las manos encima una vez más, pero me escabullí y escapé de su despacho.

A la mañana siguiente ya se había ido. Había partido hacia Lyon antes siquiera de que me hubiera despertado.

Durante el desayuno, mi madre nos miró a Elizabeth y a mí bastante incómoda y dijo:

—Vuestro padre ha ordenado que no salgáis de casa hasta su regreso.

—¿Por qué? —pregunté.

—Está preocupado de que podáis meteros en más líos.

El rostro de Elizabeth se llenó de inocente sorpresa.

—¡No es justo! ¡No tenemos esas intenciones!

No dije nada. Me quedé contemplando a mi madre, preguntándome cuánto sabía… sobre mi entrevista de la noche anterior, sobre el pasado criminal de mi padre.

—Esos han sido sus deseos, y serán respetados —dijo ella con firmeza.

Mi pulso latía de ira como un tambor. No guardaría por más tiempo el secreto de mi padre, si es que era un secreto. ¡No me tratarían como a un prisionero! Pero Elizabeth habló antes que yo:

—¿Se me permitirá todavía la libertad de culto?

Mi madre titubeó, porque la palabra libertad en nuestra casa tenía mucho peso.

—Sí, estoy segura de que tu padre no te la negaría.

—Me alegra oírlo —dije—, porque Elizabeth quiere volver a St. Mary esta mañana. Para encender otra vela por Konrad.

Elizabeth me miró sorprendida.

—Y yo estoy encantado de llevarla —continué rápidamente, antes de que Elizabeth pudiera decir otra cosa.

—Solo ida y vuelta a la iglesia —dijo mi madre—, y no os entretengáis, o no habrá más excepciones.

Más tarde, de camino a St. Mary, en el carruaje, Elizabeth me miró.

—¿Qué estás tramando?

—Nada —mentí—. Pensé que podría encender yo también una vela.

—¿En serio? —preguntó.

La dejé entrar sola, y luego me precipité hacia la cripta para comprobar si estaba el mensaje de Polidori. Si volvía a no encontrar nada, me juré a mí mismo que conduciría hasta Ginebra y me enfrentaría a Polidori personalmente.

Me puse a cuatro patas y busqué alrededor de la cripta. Al no encontrar ni una señal, me subí a la pequeña valla y eché un vistazo al interior. Nada. Tenía que haber sido más claro en mis instrucciones y especificado un lugar. ¿Dónde lo habría puesto?

Entonces me di cuenta de que probablemente no había sido el propio Polidori quien trajera el mensaje.

Habría contratado a un mensajero de confianza… o enviado a Krake.

Un gran roble daba sombra a aquella parte del cementerio y recordé la agilidad del lince trepando a los árboles. Levanté la mirada y vi, colgada de una rama baja, una bolsa. Salté y la desenganché de un tirón. Olía a gato.

Miré a mi alrededor un poco nervioso, medio esperando ver que el misterioso lince me contemplaba con sus desconcertantes ojos verdes. Desaté la bolsa y extraje un pequeño trozo de pergamino, fechado solo el día anterior.

Mi querido señor:

He terminado la traducción y descubierto el último ingrediente. Está al alcance de la mano. Si todavía quiere obtener el elixir, venga en cuanto tenga oportunidad.

Su humilde servidor,

Julius Polidori

Entré, encontré a Elizabeth rezando y encendí una vela.

Me arrodillé a su lado y silenciosamente —aunque no sé a quién— di gracias.

Cuando volvimos, vi cómo ataban un par de caballos a nuestro carruaje. Richard, uno de los mozos de cuadra, nos dijo que nuestra madre quería vernos inmediatamente. Subimos las escaleras a saltos, temiendo que hubiera alguna noticia grave sobre Konrad.

Al pasar delante de mi dormitorio, había una sirvienta metiendo mi ropa en una gran maleta.

—¿Qué está pasando? —pregunté desde la entrada.

—Víctor, Elizabeth —dijo mi madre según aparecía por el pasillo—. Una tercera sirvienta se ha puesto enferma. Genevieve, de la cocina, tiene fiebre y le han salido granos por el cuerpo.

—¿Es viruela? —dije.

—Puede ser.

—¿Es eso lo que tiene Konrad? —preguntó Elizabeth.

—Desde luego tiene sarpullidos por algunas zonas. El doctor Lesage está de camino. En cualquier caso, quiero que vosotros dos os vayáis con William y Ernest a la casa de Ginebra.

Elizabeth frunció el ceño.

—Tiene que dejar que yo también me quede. ¿Quién la ayudará con Konrad?

—Tengo ayuda de sobra —dijo mi madre con firmeza—. Lo que no podría soportar es que otro de mis hijos se pusiera enfermo. Os quiero a todos lejos de aquí hasta que sepamos si es viruela o peste.

Elizabeth iba a protestar de nuevo, pero mi madre levantó el dedo y negó con la cabeza.

—Sin discusión. Os enviaré un mensajero en cuanto tenga noticias que daros.

En menos de una hora estaba en un carruaje con Elizabeth, William y Ernest, camino de Ginebra. William insistió en sentarse en mi regazo, y le sujeté con fuerza. Me miró, sonriendo, como si fuera algo maravilloso. Apreté mi mejilla contra la suya, buscando consuelo en su suave calidez.

Madre debía de haber enviado a alguien delante de nosotros, porque cuando llegamos, los sirvientes estaban ya abriendo de par en par las contraventanas y quitando las polvorientas fundas de los muebles. Nos dieron una bienvenida muy calurosa, y quisieron saberlo todo sobre Konrad y las demás criadas enfermas.

Yo solo podía pensar en ir a la casa de Polidori. Cuanto antes supiera el último ingrediente, antes podría conseguirlo y tener el elixir.

Tomé mi almuerzo rápidamente y me excusé de la mesa.

Elizabeth me siguió por el pasillo.

—¿Adónde vas? —preguntó, con desconfianza.

No dije nada, pero ella conocía la respuesta. Me cogió de la mano y me arrastró a un salón vacío, para luego cerrar la puerta tras ella.

—Se lo hemos prometido a tu padre, Víctor.

—No tengo ninguna intención de mantener esa promesa —dije.

—Pues yo sí —repuso Elizabeth.

—Polidori ha terminado la traducción —le conté.

—¿Cómo lo sabes?

Saqué del bolsillo su carta y se la enseñé.

—Hemos estado en contacto.

—¿Nos has ocultado este secreto?

—Vosotros queríais abandonarlo todo.

Leyó rápidamente la nota y levantó los ojos hacia mí.

—No vayas.

—«Está al alcance de la mano» —dije, citando el mensaje de Polidori—. Eso quiere decir que es fácil de conseguir, ¿verdad? Esta vez no será una búsqueda complicada. ¡Quizá hasta puede que él lo tenga en la tienda!

—Víctor, ni siquiera sabemos qué enfermedad sufre Konrad. Puede que solo sea…

—¿Viruela? Sí. Y puede ser leve o puede ser mortal. O puede que haya vuelto su vieja enfermedad. Tenemos que estar preparados.

—Debemos esperar hasta que vuelva el doctor Murnau.

Gruñí.

—Eso puede llevar días… o semanas, si no ocurre algún imprevisto.

—Por lo que sabemos, este Elixir de la Vida puede hacerle daño.

—Es un riesgo —admití—, pero ¿y si se pone todavía peor? ¿Y si el doctor Murnau viene y no puede ayudarle? ¿No harías nada, pudiendo curarle?

La mirada de Elizabeth se apartó de la mía.

—Está dentro de nuestras posibilidades —insistí—. Solo nos queda un ingrediente para crear el elixir. ¡Uno! Y funcionará, estoy seguro de ello… más seguro de lo que te pueda expresar.

Quise hablarle de mi sueño, de cómo había curado a Konrad… cómo le había resucitado de entre los muertos. Pero ¿cómo decírselo sin parecer loco?

Tomé su mano.

—No reniegues tan fácilmente de nuestra búsqueda. Nunca ha sido un camino fácil, lo reconozco, pero tenía mayor grandeza por estar llena de peligros y terror. Cada vez iba probando nuestras fuerzas, requiriendo nuestra valentía. Y no lo hacíamos para nosotros mismos sino para otra persona. Eso es lo que le daba la grandeza.

Elizabeth me miró fijamente con sus ojos de color avellana.

—¿De verdad que lo haces por otra persona, Víctor?

Fruncí el ceño.

—¿Qué?

—¿Es para Konrad, o en verdad es para ti, para tu propia vanagloria?

Sus palabras se me clavaron más rápida y profundamente que los colmillos de una serpiente, ya que había en ellas una venenosa verdad, aunque no lo admitiría.

—¡Por Konrad! —exclamé, y volví el enfado que sentía conmigo mismo contra Elizabeth—. ¿Cómo te atreves a dudar de mi amor por mi hermano? ¡Nadie está más unido a él que yo!

—También es un hermano para mí —dijo—, y más.

—Sí. También es tu novio —espeté.

—Así que tengo doble motivo para quererle —dijo acaloradamente.

—Entonces demuéstralo —repliqué—. Los segundos pasan.

—El propio Konrad quería que abandonáramos esta búsqueda —me recordó Elizabeth.

Hice ademán de salir de la habitación, pero me agarró del brazo.

—Víctor, si sales de esta casa, enviaré a madre una nota contándole tus intenciones.

Volví la cara hacia ella y supe que no estaba mintiendo.

—No te entiendo —dije, sintiéndome traicionado—. ¿Dónde está tu fuego?

—Tú ardes por todos nosotros —respondió con dulzura—. ¿Esperarás por lo menos a tener noticias de madre? Veamos qué nos cuenta mañana.

—Muy bien —dije a regañadientes y abandoné la habitación.

Al día siguiente, Henry llegó después del desayuno para preguntar por Konrad y el personal de la casa, y fue espléndido volver a verle, incluso en esas graves circunstancias.

Se quedó toda la mañana con nosotros y, justo antes de comer, el lacayo entró en la sala de estar con una carta.

—Es de su madre, creo —dijo, entregándome el sobre en una bandeja de plata.

Ávidamente la cogí y la abrí.

—Léela en voz alta —me apremió Elizabeth.

Queridos míos:

Ojalá tuviera mejores noticias que daros. Cuando el doctor Lesage vino ayer dijo que Konrad no padecía viruela, sino su antigua enfermedad. Ha pasado muy mala noche, removiéndose y quejándose, pues ni siquiera el sueño aliviaba su dolor.

Os estoy escribiendo esta carta a las diez de la mañana, y todavía no se ha despertado. Su pulso es muy débil, y ahora está tan inmóvil y pálido que me asusta. Espero que llegue pronto el doctor Lesage, pero a no ser que ocurra una mejora radical, me temo lo peor.

Mi querida Elizabeth, nunca te he pedido esto, pero por favor, reza. Reza por que el doctor Murnau llegue pronto.

Os pediría a todos que volvierais, pero otro sirviente ha atrapado la viruela, y el doctor Lesage dice que debemos esperar otro día antes de saber si es viruela o un derivado más leve. Así que de momento, por favor, quedaos en Ginebra.

No le leáis esta carta a Ernest. Decidle que Konrad necesita un poco más de tiempo para recuperarse. Es demasiado joven para soportar tales preocupaciones.

Con todo mi amor,

Madre

—Konrad se está muriendo —dije.

—No puedes saberlo —repuso Elizabeth, con voz entrecortada.

Me levanté.

—Voy a ver a Polidori, a terminar el elixir.

Elizabeth permaneció callada un momento, con los ojos brillantes por las lágrimas.

—La última vez que Polidori le dio a alguien un elixir, lo mató.

—¡Este elixir será diferente!

—Nunca me perdonaría que asesináramos a Konrad.

—¿Te perdonarías que no hiciéramos nada?

—Yo digo que continuemos —dijo Henry en voz baja.

Sorprendido y agradecido, me volví hacia él.

—Es fácil para ti —soltó Elizabeth—. ¡Tú esperas al pie del árbol! ¡O fuera de la cueva!

—Los días de esperar y contemplar han terminado para mí —dijo Henry—. Estoy avergonzado de mi cobardía. A partir de ahora voy a donde nos lleve nuestro viaje… ¡aunque sea a las mismas puertas del infierno!

Le di una palmada en el hombro, conmovido por su pasión.

—¡Esa… esa es la clase de ímpetu que hace falta ahora! Bien dicho, Henry Clerval. ¡Hasta las mismas puertas del infierno! ¡Salgamos de una vez!

Me dirigí hacia la puerta con decisión.

—Esperad —dijo Elizabeth—. Iré con vosotros.