CAPÍTULO 12
GUARDIÁN DE SECRETOS

Unas cuantas noches después me desperté de un sueño tan terrible que todavía brillaba oscuramente ante mis ojos, incluso cuando me incorporé en la cama, jadeando.

Konrad estaba muerto y amortajado en su ataúd, con la piel ya teñida del color de la corrupción física. Me quedé de pie ante su cabeza, mirándole desde arriba. Detrás de mí podía oír los sollozos de mi familia. Una enorme furia se revolvió en mi interior.

Y de repente el ataúd ya no era un ataúd sino una mesa de laboratorio.

Sobre el cuerpo de Konrad dije conjuros, y apliqué ungüentos y extrañas máquinas a sus miembros, su pecho, su cráneo.

Y entonces solté un enorme grito y la energía brotó de mi interior e hizo un arco, como un rayo, desde mi cuerpo al suyo.

Su mano tembló. Su cabeza se agitó. Sus ojos se abrieron y me miró.

Encendí una vela y empecé a andar por mi cuarto. Dormir era imposible después de una visión así. ¿Cuál era su significado? No creía en los augurios, pero la sensación de urgencia de aquel sueño era difícil de ignorar.

¿Konrad enfermaría y moriría a no ser… a no ser que volviéramos a hacer algo? ¿Estaba en mi mano la posibilidad de salvarle?

Inquieto, fui a mi escritorio y de un compartimento secreto saqué el libro verde y delgado de Eisenstein. Mi padre pensaba que toda la alquimia eran tonterías, pero al menos una parte de ella funcionaba. Me había dado la visión del lobo y un fuego sin llama para escapar de las profundidades de la tierra. Había ayudado a Polidori a resucitar el texto de un volumen quemado, y había hecho a Krake extraordinariamente inteligente.

¿Por qué no podía esta misma fuente de conocimiento producir un Elixir de la Vida?

Hojeé el libro sin buscar nada en concreto, mirando los títulos. No parecían tan distintos de las ciencias naturales que padre nos había enseñado en nuestras clases…

Me detuve.

En lo alto de la página estaba escrito: «Transmutación de los metales comunes en oro». No fue el aura que tenía esta promesa lo que atrajo mi atención, sino la escritura manuscrita en los márgenes del libro. Característica e inconfundible… porque era de mi padre.

Agarré el libro más de cerca, recorriendo con los ojos sus cálculos, sus anotaciones detalladas sobre cómo realizar el procedimiento.

«Mentiroso». El hombre que había admirado toda mi vida, cuyas palabras había creído siempre, era un mentiroso. El secreto que ocultaba a mi madre era una cosa… un pequeño engaño para evitar que se preocupara. Pero esto era completamente distinto. Nos había impedido el acceso a la Biblioteca Oscura, diciendo que la alquimia era una tontería. Y durante todo este tiempo él mismo conocía su poder. ¡Había convertido el plomo en oro! Así que ¿por qué nos había prohibido elaborar el Elixir de la Vida, a pesar de que un día podría salvar la vida de su propio hijo? No lo comprendía.

Me obligué a descansar, y mientras mi pulso recuperaba el ritmo normal supe lo que iba a hacer.

No me permitiría más distracciones.

Solo faltaba un ingrediente.

Solo uno más, y el elixir sería mío.

Después de desayunar bajé a las dependencias de los sirvientes y encontré a María en su gabinete, haciendo cuentas.

Levantó la vista.

—¿Cómo estás, Víctor?

—Disfrutando muchísimo mi encarcelamiento, gracias, María.

La noticia sobre nuestra aventura era ya harto sabida entre los criados, aunque padre había sido muy cuidadoso en no hacer ninguna mención a la alquimia. Incluso entre los miembros más leales del servicio, los rumores podían salir fácilmente del castillo y manchar la magnífica reputación de nuestra familia.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó María, con lo que me pareció un dejo de desconfianza.

—Hoy vas a la ciudad, ¿verdad? —normalmente hacía el viaje a Ginebra con una criada para supervisar la compra de provisiones que no podíamos conseguir en Bellerive.

—Así es.

—¿Te importaría llevar un mensaje de mi parte?

—Por supuesto. A Henry Clerval, supongo.

Cerré la puerta del gabinete detrás de mí.

—No —dije—, a Julius Polidori.

Se quedó en silencio durante un momento.

—Lo encontraste, entonces —dijo, porque ella y yo no habíamos hablado del tema desde que me dio su nombre unas cuantas semanas antes.

Asentí.

—Con su ayuda hemos estado reuniendo los ingredientes para el Elixir de la Vida.

Abrió los ojos como platos.

—Pero seguro que tu padre…

—No sabe que Polidori está implicado, no. Y no debe saberlo. Aunque estamos muy cerca de conseguir crear el elixir y debo avisar al señor Polidori del aprieto en el que nos encontramos.

—Víctor —dijo ella, y se detuvo cuando alguien pasó ante la puerta—, ya no hace falta, ahora que Konrad está curado.

—Puede ser solo un remedio temporal —repuse—. Padre no quiere que nadie lo sepa, ni siquiera madre.

—Ya veo —dijo. No me gustaba revelar esa información, pero necesitaba todos los argumentos que tuviera al alcance.

—¿Entregarás mi nota? —pregunté.

—No estoy dispuesta a hacerlo —dijo rotundamente—. Cuando me contaron vuestra aventura en las cuevas… Es un milagro que no murierais todos.

—Pero, María, tú nos ayudaste a embarcarnos en esto —le recordé.

Los dedos de su mano izquierda frotaron con nerviosismo el brazo del sillón.

—Lo sé, y fue un error por mi parte, creo.

—Solo se trata de algo sin importancia, entregar una carta en su casa… y esperar su respuesta.

—Tu padre se pondría furioso si lo descubriera.

—Pero no lo descubrirá —dije—. Como nunca descubrió que fuiste tú quien nos habló de Julius Polidori en primer lugar.

Me miró atentamente.

—Solo lo hice por el bien de Konrad.

—Lo sé —dije—, lo sé. Pero cada uno tiene que guardar los secretos del otro, ¿verdad?

Quizá pensó que la estaba amenazando. Nunca habría hecho nada para meterla en líos… pero tal vez fuera mejor dejarla imaginar que podría hacerlo.

—Muy bien —dijo con voz cortante—. Dame la dirección. Seré tu mensajero.

Le pasé la carta, ya escrita y sellada con cera.

—Y una última cosa, María. No le digas quién eres ni para quién trabajas.

Por la tarde bajé de nuevo la escalera y volví a buscar a María. Apenas me miró al entregarme una carta sellada. Después se estremeció, como aliviada al librarse de aquello.

Inmediatamente me la metí en el bolsillo.

—Estar en esa tienda suya me hizo tener dudas muy serias —susurró—, y el propio tipo… ¡y ese gato que tiene!

Besé a María en la mejilla, como solía hacer cuando era niño.

—Gracias —dije—. Has hecho un buen trabajo.

—Espero que sea por última vez —me miró y me pareció ver un destello de temor en su rostro.

Subí la escalera hasta mi dormitorio, cerré la puerta con llave y abrí la carta.

Querido señor:

Gracias por su carta. Por favor quede tranquilo de que recibí la cabeza de celacanto de su amigo y de que produjo aceite más que suficiente para nuestro propósito.

Ahora comprendo que está retenido temporalmente, y me alivia sobremanera que nuestra empresa permanezca en secreto, como debe. Si no vuelvo a tener noticias suyas, entenderé que desea que continúe con mi trabajo. La traducción es engorrosa, pero avanza rápido, y no dudo de que pronto sabré el tercer y último ingrediente. Cuando lo haya conseguido, dejaré un mensaje para usted, según sus instrucciones, junto a la cripta de Gallimard en el cementerio de Bellerive. Hasta entonces, se despide

su humilde servidor,

Julius Polidori

De momento había hecho todo lo que podía. Ahora me tocaba esperar.

Me había convertido en un guardián de secretos.

No le conté a Konrad ni a Elizabeth lo de la alquimia de padre. No les comenté mi decisión de continuar nuestra aventura. ¿Qué podría lograr con ello? No iba a hacerles cambiar de idea. El enamoramiento los tenía demasiado ocupados. Si Konrad no tenía el sentido común de conseguir el elixir, yo tendría que hacerlo por él.

Si se pusiera enfermo de nuevo, yo tendría su cura. Tendría el poder de hacerle resucitar.

¿Y qué más podría tener el poder de hacer?

Aquella noche no me vino el sueño y a la luz de la vela volví a abrir el delgado libro verde, el último vestigio de la prohibida Biblioteca Oscura.

La poción de amor era tan sencillamente infantil, que casi me hizo dudar:

Una gota de aceite de pescado.

Azúcar para disfrazar el aceite de pescado.

Una gota de miel de trébol para endulzarlo más.

Una pizca de tomillo.

El jugo de tres pétalos de rosa machacados.

Una pequeña cantidad de agua pura de glaciar.

Dos pellizcos de romero.

Un mechón del cabello del que hace la poción, cortado y molido lo más fino posible.

Una gota de sangre del deseo de su corazón.

Todos aquellos ingredientes serían fáciles de conseguir. Solo el último me preocupaba, hasta que recordé mi pañuelo. Lo había escondido en la cómoda de mi cuarto. No quise lavarlo, ya que en él había una gota de sangre de Elizabeth, de sus dulces labios. Podía recortar la gota y echar el trozo de lino en mi mezcla.

La receta requería que el líquido reposara durante un día y una noche, y luego que lo bebiera el deseo de mi corazón.

Eso no sería demasiado difícil. Durante nuestros entrenamientos de esgrima a menudo tomábamos una bebida para reponer fuerzas. Le pondría una copa a Elizabeth y hábilmente le echaría dentro la poción dulce.

Me amaría. La disolución la obligaría a amarme.

Me poseyó una rabia repentina y tiré el libro contra la pared.

Me había dado cuenta: no tendría ningún mérito conseguir a Elizabeth mediante trucos alquímicos.

Yo no era adorable como Konrad, no. Nunca tendría su encanto ni su gracia ni su paciencia ni su habilidad natural para hacer las cosas. Pero tenía el mismo cuerpo, y lo que el mío contenía poseía más agallas, más determinación y pasión.

¿No era digno de amor, todo aquello?

La noche en el Sturmwald sentí su celo de loba. Había sido mía entonces, y conseguiría hacerla mía de nuevo.

Solo mía, y para siempre.

Después caí en un sueño poco profundo. Soñé que estaba subiendo los Alpes, y que Krake era mi única compañía. Buscaba algo pero no sabía qué. Miraba a todas partes, cada vez más desesperado. Los ojos verdes de Krake me miraban solemnemente, pero él no podía ayudarme.

Llegó la noche y encontré una cueva, donde me tumbé para dormir. Krake se tendió a mi lado, y agradecí su reconfortante calor.

El sueño se disolvió, pero el calor permaneció. Medio dormido, no pensé en ello al principio. Pero entonces el calor pareció aumentar, y de golpe me desperté por completo, como un nadador desesperado rompiendo la superficie del agua, ansioso por respirar.

No estaba solo en mi cama.

Me quedé muy quieto, tumbado sobre mi lado derecho. Algo caliente y suave se acurrucaba contra mi espalda. Me cubrió el pecho con el brazo. Dejó una mano sobre mi corazón desbocado. Tomé aire agitadamente… aspirando el embriagador perfume del cabello y la piel de Elizabeth.

Debía de estar sonámbula otra vez, y de nuevo se había dirigido a mi cama, como cuando era pequeña. Pero ya no tenía siete años, y mientras estaba ahí tumbado era demasiado consciente de las nuevas curvas de su cuerpo de mujer.

Su calor parecía viajar por mi interior, floreciendo en mis mejillas, bajo mis brazos, entre mis piernas. Apenas me atrevía a respirar, por temor a despertarla, por temor a que aquel momento terminara.

Pero tenía que hacer algo. No podía dejar que pasara la noche ahí. Empezaron a galopar por mi cabeza ideas, fruto del pánico. La posibilidad de que un sirviente entrara y nos encontrara así. ¿Cómo podría explicarlo? La frente me escocía de sudor.

Me solté con suavidad y lentamente me volví hacia ella.

Se me cortó la respiración. Esperaba encontrarla profundamente dormida, pero sus ojos estaban abiertos del todo. Su mejilla descansaba en mi almohada y sus labios dibujaban una sonrisa traviesa… una que jamás había visto en ella. La contemplé, paralizado por su belleza, familiar y extraña a la vez. ¿De verdad era la Elizabeth con la que había crecido?

Casi al mismo tiempo supe que en realidad no estaba mirándome. Como la última vez, miraba a través de mí, al verdadero deseo de su corazón. Sin duda pensaba que estaba con Konrad. ¿Y por qué no lo estaba?

Quise besarla y acariciarla. Habría sido tan fácil: estaba solo a unos centímetros de mí, con su largo cabello cayendo sobre el encaje de su camisón. Me acerqué con deseo… pero me detuve con un gemido. No podía tomarme tales libertades con su cuerpo dormido, por seductor que fuera.

Emitió un sonido suave con la garganta, como un ronroneo, y durante un momento juraría que me había mirado directamente a los ojos. Levantó la mano y me acarició el pelo, después recorrió con los dedos mi mejilla y mi cuello.

Sentí que me fallaban las fuerzas. Tenía que hacer algo o no sería capaz de resistir la tentación. Muy despacio me levanté. Sus ojos me siguieron.

—Elizabeth —dije con tranquilidad, caminando hacia su lado de la cama—. Es hora de que te vayas.

Se incorporó, obediente, e intenté evitar la fugaz visión de sus muslos descubiertos antes de que recolocara el bajo del camisón pudorosamente con sus dedos dormidos.

—Ven —extendí la mano.

La tomó. Me sentí como un hipnotizador. Haría cualquier cosa que le pidiera.

«Elizabeth, tócame. Bésame. Dime que me quieres».

Apreté los dientes con frustración. Vino de buen grado mientras la conducía hacia la puerta. La abrí y dirigí una mirada furtiva hacia el corredor, afinando el oído. La idea de que nos vieran me produjo un escalofrío. Recorrimos el pasillo hasta su dormitorio. Dentro, la conduje hasta su propia cama.

Estiré sus sábanas revueltas.

—Es hora de que duermas un poco —dije.

Le apreté ligeramente los hombros y se sentó.

—Túmbate —dije.

Se tumbó, aunque me agarró la mano, sonriéndome desde abajo de esa misma forma tentadora. Pero esa sonrisa solo iba dirigida a mí debido a la confusión de su mente dormida, y era para Konrad.

Con delicadeza separé sus dedos de los míos.

—Buenas noches, Elizabeth.

Hundió la cabeza en su almohada. Tenía los ojos cerrados.

Di un gran suspiro y me volví. Pero cuando llegué a la puerta, dijo algo que hizo que mi pie vacilara y el corazón me diese un vuelco. Murmuró adormilada:

—Buenas noches, Víctor.

Durante el desayuno, Elizabeth no dio muestras de recordar sus andanzas nocturnas. Habló alegremente con todos nosotros, y cada segundo que pasaba parecía más y más imposible que hubiera venido jamás a mi cama y acariciado mi cara.

Me había llevado bastante tiempo recuperar el sueño. No podía encontrar ninguna postura cómoda. Cuando por fin empecé a caer, sentí su peso y calor contra mí una vez más… y me volví ansiosamente para descubrir que esta vez había sido un auténtico espejismo.

Había dicho mi nombre. ¿Significaba que ella —o alguna parte de ella— sabía dónde estaba y lo que estaba haciendo? ¿Podría indicar que de verdad pretendía venir a mi habitación, y no a la de Konrad?

Podía preguntárselo… pero ¿cómo? Cuanto menos, se sentiría avergonzada; en el peor de los casos, furiosa conmigo, porque sin duda pensaría que había inventado aquella escandalosa historia.

La miré por encima de la mesa del comedor y me sonrió; una amistosa y fraternal sonrisa, sin un asomo de recuerdo. Estaba tan radiante y llena de belleza que apenas pude tragarme la comida.

Aquella noche, después de cenar, salí al balcón para encontrarla apoyada en la balaustrada, contemplando cómo se hundía el sol entre las montañas.

—La última noche de nuestro encarcelamiento —dije.

Me miró algo sorprendida, porque sin duda estaba esperando a Konrad. Yo le había interceptado en el camino, y le había dicho que padre quería que echara un vistazo a los caballos y preguntara por la yegua preñada del caballerizo.

—Estas dos semanas han pasado bastante rápido —dijo, y volvió a perder los ojos en las montañas.

Yo no tenía mucha labia, pero había preparado unas frases, gracias a la poesía de Henry… y además estaba envalentonado por el hecho de que Elizabeth, sin saberlo, hubiera compartido mi cama la noche anterior.

—Tu belleza hace que el mismo atardecer se detenga —dije—, para poder contemplarte aunque solo sea un segundo más.

Se volvió hacia mí, con los ojos muy abiertos.

—Pero tú eres la que más brilla de los dos —continué—, a tu alrededor me siento como una mariposa nocturna, y lo único que puedo hacer es evitar tu llama.

Se rio, tapándose la boca con la mano.

—¿He dicho algo divertido? —pregunté, irritado.

Elizabeth se mordió los labios y después recobró la compostura.

—No, no, es muy bonito, gracias. Solo que… bueno, no es el tipo de lenguaje que estoy acostumbrada a escucharte, Víctor.

—Quizá tenga escondidos ciertos talentos —dije, levantando las cejas en ademán misterioso.

—Es difícil de creer. ¿Has estado leyendo poesía?

—Las palabras son mías —dije, mintiendo solo a medias. Malditos garabatos en verso… aunque habían sido escritos para mí, no tenía don para decirlos.

—Están muy bien —dijo—. Pero guárdalas mejor para otra persona.

—Se echarían a perder, entonces —dije—, como, como… —intenté pensar en algo poético— como margaritas ante los marranos.

Cerdos, creo, es la expresión que estás buscando. Margaritas a los cerdos.

—¡Oh, al infierno las palabras bonitas…! Solo quieres burlarte de mí.

—No, en serio, marrano es una palabra muy expresiva —dijo—, y una excelente descripción para alguien que flirtea con la amada de su hermano.

—Ah, no me había dado cuenta de que ya eras de su propiedad —sabía que esto la enfadaría, porque mi madre nos había enseñado desde siempre que las mujeres eran iguales a los hombres, y que no deberían ser tratadas como posesiones.

Conseguí la reacción exacta que quería. Sus ojos relampaguearon.

—No soy propiedad de nadie, Víctor, más que de mí misma. Bueno —añadió, un poco arrepentida—, soy de Dios, como son de Dios todas Sus creaciones, pero ningún ser humano me poseerá nunca.

—Ya sé, ya sé… —dije, con el mayor desdén que pude— que siempre quieres tomar tus propias decisiones. Así que ¿por qué no te permites tener algo de decisión en este asunto?

—Ya la tengo, y tú deberías respetarla. Y ahora deberías irte.

Miró con preocupación por encima de mi hombro, sin duda temiendo que Konrad apareciera.

—Oh, no vendrá hasta dentro de un rato —dije—. Le he mandado hacer un recado.

—Eso ha sido una maldad por tu parte.

—Sí —la luz iluminó el ámbar de su melena y fui hacia ella, la agarré por los hombros y la besé en los labios. Me apartó de un empujón y me dio una bofetada, con fuerza.

—No vuelvas a hacerlo —dijo, mirándome furiosa como un gato salvaje.

—Te gusta que te bese —dije, sin saber si era verdad.

Me dio la espalda.

—Muerdes —murmuró entre sus dientes apretados.

—Admítelo —dije con temeridad—. No tienes ni que decir que sí, solo asiente con la cabeza. ¡Vamos, sé sincera!

Contemplé su nuca, esperando y deseando un sí. Podría haber sido una estatua.

—Lo que estás haciendo está muy mal, Víctor —dijo.

—¿Y ese viejo dicho: «En el amor y en la guerra todo vale»?

—¡Tú no me amas!

—No me digas lo que siento —repuse enfadado—, cuando ni siquiera tú sabes lo que sientes.

Se volvió hacia mí, enojada aunque curiosa a la vez.

—¿De qué estás hablando?

Por un momento pude haber guardado su secreto, pero estaba demasiado encendido.

—Vienes a mi dormitorio de noche —susurré.

Su rostro enrojeció.

—Qué cosas más miserables dices.

—Eres sonámbula, Elizabeth. Sabes que lo eres. Lo hacías de pequeña. Y lo has vuelto a hacer dos veces este verano. Y las dos veces has venido a mi cuarto.

Me miró con desconfianza, dudando de si decía la verdad.

—La primera vez llevabas a tu vieja muñeca, la de las trenzas rojas. Pensabas que era un bebé, y que no estaba muerto, solo frío, y querías calentarlo.

Apartó su mirada y un recuerdo pareció surcar su mente.

—Te acuerdas de sueños como ese, ¿verdad? —dije.

—A menudo los tengo —admitió—. Pero no recuerdo haber ido a tu dormitorio.

—Anoche te metiste en mi cama.

Me miró amenazadoramente.

—No te creo —dijo e intentó salir, pasando a mi lado.

Agarré su brazo y la sujeté.

—Te tumbaste pegada a mí y me sonreías y ronroneabas como un gato.

—Suéltame —dijo en voz baja, desafiante.

La solté, pero no se movió.

—Me acariciaste la cara. Y cuando te llevé a tu habitación, me diste las buenas noches a mí. «Buenas noches, Víctor», dijiste.

Ahora sí que parecía preocupada, moviendo los ojos de un lado a otro como sacudida por los recuerdos.

—Lo que quiero saber —dije— es por qué vienes a mi habitación. Por qué no vas a la de Konrad.

—¿Cómo sabes que no lo hago? —replicó.

Tragué saliva, sin saber qué decir durante un momento.

—Estás fanfarroneando.

—¿Lo estoy?

Pero mientras la observaba, vi que sus ojos altivos vacilaban y supe que estaba mintiendo.

—Tengo una hipótesis, por si te interesa —comenté.

No dijo nada, pero tampoco se fue.

—Konrad es admirable, pero hay algo que yo tengo que a él le falta. Una pasión a la altura de la tuya.

—¡Qué tonterías dices!

—¿Ah, sí? Konrad ve tu ángel, pero yo veo tu animal. Mírame a los ojos y dime que me equivoco.

—¿Te equivocas sobre qué? —preguntó Konrad a mi espalda.

Elizabeth me lanzó una mirada feroz. Yo se la devolví.

—Es solo una discusión animada —dije, quitándole peso— y que ahora ya me aburre.

Y pasando al lado de Konrad, entré en el castillo.

No me sorprendió que, ni siquiera una hora después, hubiera unos golpes en la puerta de mi dormitorio y Konrad entrara sin esperar una invitación. Yo estaba en mi escritorio, fingiendo leer.

—Has enfadado mucho a Elizabeth, ¿sabes? —dijo, sentándose en una butaca.

—¿Ah, sí?

Pareció extrañarse de que me hiciera el inocente.

—Sí. Está enfadada por tu forma de hablarle.

Fruncí el ceño.

—¿Qué forma ha sido esa? —no iba a ponérselo fácil. No se me iba a escapar nada. Quería saber cuánto le había contado Elizabeth.

Konrad levantó las cejas.

—Tu comportamiento en el balcón no ha sido propio de un caballero.

El balcón. Así que todavía no sabía de nuestro beso a medianoche. Ni de sus visitas nocturnas a mi cuarto. Aquello me emocionó un poco. Konrad no compartía nuestro secreto.

—Mi comportamiento —dije torciendo el gesto—, ¿puedes ser más específico, por favor?

—La besaste a la fuerza, Víctor.

Me encogí de hombros como lo haría un donjuán sin ilusiones.

—Ah, eso. ¿Cómo podría una joven enfadarse por tal halago?

Observé a Konrad atentamente, esperando que perdiera la compostura.

—Ella no quería ese beso —dijo sin alterar la voz.

Solté una risita.

—Yo sí.

La expresión de mi hermano permaneció exasperantemente tranquila.

—Tú no amas de verdad a Elizabeth. No es más que un capricho infantil.

—¿Ah, entonces es eso? —dije, sintiendo que me empezaba a acalorar.

Asintió, como un pariente bondadoso aconsejando a un niño bobo y lleno de granos.

—Quizá el capricho infantil sea el tuyo —repliqué.

—De acuerdo, dime entonces… —de pronto sentí como si estuviéramos practicando esgrima otra vez, atacando y contraatacando— desde cuándo albergas sentimientos románticos por ella. Sé sincero. ¿Desde hace semanas?

—No lo sé.

—¿Días, tal vez?

—¿Qué importa? —repuse—. Si la quiero, la quiero.

—Apostaría a que solo descubriste tu amor por ella después de conocer el mío —dijo Konrad.

—¡No es verdad! —exclamé, preguntándome si había verdad en aquello.

—No te lo debería haber mencionado —dijo Konrad—. Fue claramente un error.

—Yo conocía tus sentimientos mucho antes de eso —dije con desdén—. Y los míos también.

—Víctor, ella quiere que pares.

—Mmm… Me extraña —dije. Y en un impulso malévolo añadí—: ¿No te ha hablado de nuestro largo beso a medianoche?

El rostro de Konrad se endureció. Tocado. Pero casi al momento mi victoria me supo amarga.

Mi hermano se levantó, enfurecido.

—No me ha dicho ni una palabra de eso.

Elizabeth había guardado mi vergonzoso secreto para protegernos a Konrad y a mí… y yo la acababa de traicionar.

—La engañé —dije rápidamente—. Robé la nota que te escribió a ti. Ella creía que eras tú, pero no por mucho tiempo, y cuando lo descubrió, se puso furiosa conmigo.

—Y aun así, insististe —dijo Konrad, dándole una patada tan fuerte a la butaca que la lanzó al otro lado de la habitación—. Lo quieres todo, Víctor, ese es tu problema.

—¡Qué fácil es decirlo, cuando tú ya lo tienes todo!

—¿A qué te refieres? —preguntó, cerrando los puños.

La rabia que me quemaba evaporó cualquier rastro de vergüenza o arrepentimiento.

—Eres mejor en todo, y lo sabes. Las cosas te salen fácilmente, me pregunto si lo intentas siquiera. Yo debo luchar por lo que quiero.

—¿Y de repente has decidido que quieres a Elizabeth? ¿No puedes ver lo egoísta que has sido? Ella te quiere como a un hermano, y le duele tener que rechazarte… ¡más de una vez, por lo que parece! No siente nada romántico por ti, Víctor.

—No estoy convencido —dije con terquedad.

Konrad dio un paso hacia mí, amenazadoramente.

—Esto es algo que no puedes controlar. Tienes que aceptarlo.

—No acepto nada —repuse.

—¡Te mereces una buena paliza, entonces!

—¡Estupendo! —asentí, estimulado por la ira que me corría por las venas—. ¡Peleemos! O quizá debiéramos tener un duelo como es debido por ella, ¿eh? Venga, vamos por nuestros floretes.

—Solo si quitamos las puntas de corcho —dijo Konrad con furia.

—¡Hecho!

Se abalanzó hacia mí, con los puños levantados, pero en ese momento toda la sangre pareció abandonar su rostro y cayó al suelo desmayado.