CAPÍTULO 11
ARRESTO DOMICILIARIO

Enviamos a Henry directamente a Ginebra con la cabeza del celacanto. Las puertas de la ciudad cerraban a las diez, y no tenía tiempo que perder. Yo quería que llegara a la casa de Polidori lo antes posible.

Le habíamos dicho a nuestros padres que quizá Henry volviera directamente a su casa después de nuestra excursión, para que no se extrañaran cuando llegáramos al castillo sin él. Los tres nos dirigimos a casa a toda prisa, ya que la luz se estaba yendo con rapidez y sabíamos que nuestros padres estarían preocupados… y con toda probabilidad enfadados.

—Nos harán preguntas —dije cuando nos acercábamos a las caballerizas, bajando al trote el ritmo de nuestros caballos—. Debemos decirles lo menos posible. Estamos mojados porque nos caímos al agua mientras pescábamos.

—No tenemos ni un pez para demostrarlo —comentó Elizabeth.

—Tendría que haber pensado en ello —dije—. Pero ahora no se puede remediar. Hemos pescado por deporte. Llegamos tarde porque perdimos la noción del tiempo.

—Y lo más importante —dijo Konrad—: no mencionaremos nada sobre Polidori ni sobre nuestra búsqueda.

Nuestros padres debían de estar atentos a los caballos, porque se encontraban en el patio apenas antes de que desmontáramos. Nada más vernos, madre se puso a llorar y a regañarnos, incluso mientras nos abrazaba. Su profunda pena me hizo avergonzarme por primera vez.

Cedimos nuestros caballos a los mozos de cuadra y nos hicieron pasar dentro.

—Habéis preocupado enormemente a vuestra pobre madre, y a mí también —dijo nuestro padre, enfadado.

Cuando me quité mis pieles de montar, madre ahogó un grito:

—¡Víctor, tu brazo!

Bajé la vista y comprobé cómo la sangre me había teñido la camisa.

—Es solo un rasguño, en serio —dije, contento por tener la oportunidad de parecer valiente delante de Elizabeth.

—Debemos llamar al doctor Lesage —dijo madre.

—No podremos localizarle hasta mañana —dijo padre—. Yo iré a buscarle —a Shultz, nuestro mayordomo, le dijo—: Konrad y Elizabeth necesitan tomar un baño caliente de inmediato. Dale a cada uno un vasito de brandy. Y pon un calentador de cama entre sus sábanas, por favor.

—Muy bien, señor Frankenstein.

Contemplé cómo llevaban a mi hermano y Elizabeth, dóciles como niños, a tomar cada uno su baño.

Mi padre se volvió hacia mí.

—Ven a mi despacho.

Mi madre hizo ademán de acompañarnos, pero mi padre la miró a los ojos y negó con la cabeza.

Dentro de su despacho me sentó ante el gran escritorio de roble y me dijo que me quitara la camisa. Así lo hice, y él desenvolvió las vendas.

—Esto es un mordisco —dijo con voz tranquila.

Carraspeé.

—Sí —dije—. Fue un pez. Uno muy grande.

Mi padre sacó un maletín de un armario y tomó de su interior una tela blanca y limpia, que extendió sobre el escritorio. A continuación preparó haces de algodón, una cajita de agujas y una bobina de hilo. Siempre supe que la sabiduría de mi padre era impresionante, pero lo que no sabía era que también tuviera nociones básicas de cirugía.

En la mesa de al lado llenó un vaso de brandy, y lo colocó en el escritorio cerca de mí.

—Por si quieres coger fuerzas —sugirió.

—Estoy bien —dije con la boca seca.

—Muy bien. Extiende el brazo.

Tomó un frasco transparente, lo destapó y vertió una pequeña cantidad de líquido directamente en cada una de mis heridas. Fue peor que el propio mordisco. El dolor me perforaba el brazo más y más, y solté un grito.

—Alcohol para desinfectar antes de la sutura —dijo. Empezó a enhebrar una aguja—. ¿Qué os llevó a meteros bajo tierra?

—¿Bajo tierra? —dije con voz ronca, verdaderamente sorprendido.

—Eché un vistazo en vuestras alforjas —explicó— y encontré un farol y un frasco de aceite.

Me sentí como un tonto.

Pensé mi respuesta con mucho cuidado.

—Habíamos oído historias sobre una laguna bajo la tierra, donde podríamos ver un celacanto.

—¿No se han extinguido? —preguntó mi padre y me clavó en la carne.

Hice una mueca pero evité gritar.

—No —gruñí mientras la aguja recorría mi herida—. Viven… en el fondo del lago y… pasan el día en pozas subterráneas.

—¿Y te mordieron mientras intentabas pescar uno?

Exhalé.

—Sí, padre.

Me dio dos puntos más, cerrando la primera herida, y después ató los extremos de la hebra y los recortó con unas tijeras.

Durante un momento, la habitación dio vueltas ante mis ojos. Mi padre me giró el brazo para poder trabajar en el segundo mordisco.

—Ha sido una tontería —dije, esperando distraerle de su impasible interrogatorio—. Prometo que nunca más volveré a entrar en esas cuevas. Lo siento mucho.

—¿Por qué intentaste atrapar el pez? —preguntó.

—Capturar algo tan extraordinario… —gruñí— nos pareció algo excepcional.

—Al parecer… —dijo mi padre— llevabais un tiempo preparando la exploración de esas cuevas.

No dije nada. No podía pensar con claridad. El dolor iba en aumento, y mi culpabilidad con él. Me pregunté si Elizabeth y Konrad estaban sufriendo un asedio parecido por parte de mi madre. Por lo menos a ellos no les estaban cosiendo la carne desgarrada a la vez. Tendrían que poder guardar silencio.

Traté de coger el brandy, pero mi padre lo alejó de mi alcance.

—Sí, lo planeamos con tiempo, padre.

—Nos engañasteis a tu madre y a mí deliberadamente.

Gimoteé cuando la aguja volvió a entrar en mi piel.

—Padre, el dolor es… —intenté alcanzar el brandy, pero me lo negó de nuevo.

—Además, has vuelto a visitar la Biblioteca Oscura.

No dije nada.

—¿Sí o no, Víctor?

—Sí, lo he hecho —dije con voz débil—. ¿Cómo lo ha sabido?

—Huellas en el polvo. Libros colocados en diferentes estanterías. Es muy poco propio de ti mentir, Víctor. Y no puedo evitar preguntarme si estos dos engaños (tu visita prohibida a la biblioteca y vuestra expedición de hoy) están conectados de alguna manera.

¿Por qué había pensado que podría burlarle? Era uno de los hombres más listos de la república, un magistrado que separaba la verdad de la mentira en su trabajo diario.

—¿Están conectados, Víctor?

No podía luchar más. Asentí. Empujó el brandy hacia mí y apuré el vaso con ímpetu. El ardor en mi garganta eliminó temporalmente el dolor.

Mi padre terminó de coser el último punto y levantó la mirada.

—Ahora quiero saber por qué hiciste esas cosas.

—Fue idea mía desde el principio —dije muy deprisa. Incluso en mi dolor estaba deseando asumir por completo el mérito de la iniciativa… y también controlar la historia—. Cuando Konrad estaba enfermo y ninguno de los médicos parecía saber cómo curarlo, encontramos la receta de un Elixir de la Vida y decidimos que podría ser su única esperanza. Así que nos pusimos a buscar los ingredientes.

El rostro de padre se ensombreció.

—¿No oíste nada de lo que os dije en la Biblioteca Oscura? ¡Me desobedecisteis para perseguir una fantasía infantil!

Dio un golpe con el puño en el escritorio y me sobresalté, pero la violencia de su gesto desató mi propia furia. Me estaba tratando como a un criminal. Interrogado. Torturado.

—¡Se equivoca! ¡No era infantil! La visión del lobo. ¡El fuego sin llama! Los hice ambos, ¡y funcionaron!

Enseguida me arrepentí de mi arrebato. Mi padre frunció las cejas y se echó hacia delante en su silla.

—¿Has estado haciendo alquimia? —preguntó con una tranquilidad desconcertante.

—Solo como apoyo para encontrar los ingredientes del elixir.

—¿Y de quién es esa receta milagrosa que has estado siguiendo? ¿Del maestro Calígula? ¿De Eclecti?

—De Agrippa —respondí.

Sacudió la cabeza.

—No. No estás diciendo la verdad. Es imposible hacer esa receta.

—Parece que sabe mucho sobre el tema —repuse, y después dije, mintiendo solo un poco—: Hemos encontrado una traducción del Alfabeto de los Magos.

—¡Ese alfabeto se perdió!

—Hemos encontrado uno. ¡No puede haber leído todos los libros de la Biblioteca Oscura!

Era arriesgado, lo sabía. Vi cómo mi padre se enfurecía, pero enseguida dominó su genio.

—Víctor, no tienes ni idea del peligro que esos elixires suponen. ¡No son auténticas curas!

—¿Como las del doctor Murnau? —espeté.

Me miró, en silencio.

—Konrad me lo dijo —comenté—. Él y yo no tenemos secretos. Pero usted está ocultándole uno a madre. Su enfermedad puede volver.

Mi padre, de pronto, pareció cansado.

—Hay una pequeña probabilidad.

—¡Y la próxima vez puede matarle! ¿Cómo puede quedarse sentado sin hacer nada? ¿Cómo puede confiar en las conjeturas del doctor Murnau, y no en las de nadie más? ¿Por qué no las de Agrippa? Hay relatos sobre sus éxitos…

—No seas absurdo —dijo mi padre—. Los métodos del doctor Murnau se apoyan en siglos de auténtico conocimiento científico.

En ese momento nos interrumpieron, ya que se abrió la puerta del despacho y Elizabeth y Konrad, bien abrigados, entraron, conducidos por mi madre.

—Querían saber cómo estabas —me dijo ella.

—El paciente sobrevivirá —dijo padre.

Konrad me estuvo estudiando, sin duda preguntándose hasta dónde había delatado nuestra aventura. Sentí vergüenza. Había sucumbido al interrogatorio de padre. No le había dicho todo… pero sí demasiado.

—Al parecer —le dijo padre a nuestra madre—, los niños han estado intentando reunir los ingredientes para una poción alquímica. El Elixir de la Vida, nada menos.

La expresión de absoluta sorpresa en el rostro de mi madre me reveló que Konrad y Elizabeth habían confesado muy poco.

—¡Habéis dicho que os habíais perdido explorando las cuevas! —exclamó, verdaderamente dolida—. ¿Durante cuánto tiempo habéis estado tramando esto?

—Desde que Konrad enfermó —murmuró Elizabeth—. Queríamos curarle.

Mi madre frunció el ceño.

—Pero ¿por qué continuáis con esto, después de que el doctor Murnau le haya curado?

De reojo vi que mi padre y mi hermano intercambiaban una mirada, como recordándose mutuamente el secreto que guardaban.

—Conseguir ese elixir sería algo glorioso —dijo Konrad con soltura—. Confieso que no pude resistirme a una aventura como esa.

—Debéis abandonar este tenebroso empeño —dijo mi padre con firmeza—. Ha terminado. ¿Está claro?

—Sí —dijeron Konrad y Elizabeth.

—Víctor, me parece que no te he oído.

—Sí —dije entre dientes.

—Habéis arriesgado vuestras vidas. Podríais haber muerto perfectamente en esas cuevas. Y además, deberíais saber esto: no solo la práctica de la alquimia es infructuosa, sino también ilegal en nuestra república. No erais conscientes de ello, sin duda.

Asentí, sorprendido de veras. Recordé a Polidori diciéndonos que a él, personalmente, le habían prohibido las artes alquímicas, pero no había entendido que fueran consideradas un crimen.

—Hace unos años —continuó mi padre— juzgamos a un alquimista que había estado administrando cierto elixir milagroso. La gente pagaba ansiosamente por ello y se lo bebía por propia voluntad. Algunos de ellos enfermaron más todavía; uno murió. Para evitar más tragedias, los demás magistrados y yo decidimos aprobar una ley que hiciera ilegal sacar provecho económico de, o administrar, medicinas alquímicas.

—No lo sabíamos —murmuró Elizabeth, arrepentida.

—No puedo permitir que mis propios hijos desafíen las leyes del reino.

—No, padre —dijo Konrad.

—Y aunque admiro el desinterés y el amor que ha inspirado vuestras acciones —continuó padre—, estoy muy decepcionado por cómo nos habéis engañado a vuestra madre y a mí.

Le miré con frialdad y pensé que era un hipócrita. ¿No estaba siendo él deshonesto con mi madre, al no decirle la verdad sobre la enfermedad de Konrad?

—Os pongo a los tres bajo arresto domiciliario durante las próximas dos semanas. Sin montar a caballo. Sin paseos en barca. No pisaréis más allá del patio interior. No recibiréis visitas.

—¿Ni siquiera de Henry? —grité.

—Mucho menos de Henry —espetó mi padre—. ¡Ha sido uno de vuestros cómplices!

—No hizo mucho, la verdad —murmuré, y Konrad no pudo evitar soltar una carcajada.

—Es muy bueno quedándose atrás —dijo Elizabeth, conteniendo una sonrisa—, debido a su intensa imaginación.

Y entonces a los tres nos dio un ataque de risa floja, a pesar de nuestro agotamiento y de la perspectiva de estar encerrados durante las siguientes dos semanas.

—Tenemos que enviarle un mensaje a Polidori como sea —dije en voz baja.

Habíamos dormido hasta muy entrada la mañana, y después de un desayuno tardío los tres nos encontramos en el salón de baile, donde podíamos estar fuera en el balcón y ver el espléndido verano, vedado para nosotros durante dos semanas.

—Tenemos que asegurarnos de que Henry le entregó la cabeza de celacanto… y de que sabe que no le visitaremos en una quincena.

Me preocupaba mucho lo que Henry pudiera haberle contado al alquimista; no quería que Polidori pensara que lo habíamos entregado, o abandonado nuestro plan.

Konrad soltó un bufido.

—Víctor, prometimos terminar nuestra aventura.

Le miré sorprendido.

—Sí, pero estábamos mintiendo.

Miró a Elizabeth de reojo, como si ya hubieran hablado del tema sin mí.

—Quizá terminar sea lo mejor —dijo ella.

—¿Cómo que lo mejor? —pregunté.

—Podríamos haber muerto, Víctor —dijo con estupor.

—Sí, lo sé. A mí casi me tragó un pez. Pero no podemos tirar la toalla ahora. ¡Solo nos falta un único ingrediente! Konrad, fuiste quien quería continuar.

—Ahora me arrepiento. Soy de la opinión de padre. Estamos persiguiendo un espejismo. No hay pruebas de que esas curas alquímicas funcionen.

Elizabeth asintió, y la miré asombrado.

—Tú viste cómo se movía aquel libro; ¡tú oliste su sangre!

—Ya no sé lo que vi ni lo que olí.

—¿No dijiste que la habitación estaba bañada por una luz roja? —le preguntó Konrad—. Eso pudo crear el efecto de…

—Tú no estabas allí —le recordé con mordacidad—. Si hubieras estado, habrías sentido el poder del libro y de Polidori… como Elizabeth y yo.

—Me resulta curioso —dijo Elizabeth, volviéndose hacia mí— que no creas en Dios pero estés tan dispuesto a creer en las maravillas de la alquimia.

—La visión del lobo. El fuego sin llama. Pueden ser maravillas, pero son reales. Es solo ciencia, con otro nombre.

Konrad hizo un gesto de desdén.

—A padre no se lo parece.

—En estos momentos —dijo Elizabeth— estoy sumamente agradecida de estar viva. Y creo que deberíamos dejar todo el asunto en las manos de Dios.

Konrad asintió levemente.

—¿Te ha convertido, entonces? —le pregunté—. Tú no creías en Dios.

—Es muy persuasiva —dijo Konrad, sonriendo, y Elizabeth enrojeció cuando intercambiaron una mirada cariñosa.

—Y él te ha convertido a ti, también —le dije a ella, disfrazando de ira el dolor de mis celos—. Eras tan valiente en nuestras aventuras… y ahora te quieres rendir como una cobarde.

No me miró a los ojos.

—Vemos las cosas de distinta forma, Víctor.

—Bueno —dije—, yo prefiero hacer algo. Pero si queréis quedaros de brazos cruzados y esperar milagros, adelante.

—Víctor, ya has arriesgado tu vida por mí —dijo Konrad bondadosamente—. No puedo imaginar una demostración más grande de amor fraternal. Nunca lo olvidaré. Pero ahora te estoy pidiendo que pares.

—Pero… —empecé, solo para que me interrumpiera.

—Sin duda mi palabra debería ser la que más cuente —dijo—. Es mi vida. Y digo que pares. En serio, dejemos esto de una vez.

No supe cómo rebatirlo.

A la mañana siguiente me desperté con una inesperada sensación de bienestar.

Cuando descorrí las cortinas, me bañó la cálida luz del sol. Abrí la ventana al trino de los pájaros y a una brisa embriagadoramente templada. El lago centelleaba. Parecía que el mundo entero estaba ante mí, y era en verdad hermoso, y me hacía señas para que volviera a él.

Estaba vivo.

Tomé aire, una bocanada profunda. Aquellas últimas semanas durante la enfermedad de Konrad, mi mente —tanto despierta como soñando— se había llenado de terror, telarañas y oscuridad. Quería que el sol quemara todo eso.

Y no pude evitar preguntarme…

… si Konrad y Elizabeth tenían razón, y fuera mejor abandonar nuestra peligrosa e incierta búsqueda.

En cuanto a prisiones, el castillo era agradable y amplio, pero una prisión, después de todo. El lago y los prados que habíamos dado por sentado toda nuestra vida ahora parecían llamarme con insoportable intensidad desde ventanas y balcones.

Nuestro padre no era un carcelero sádico. Aunque se negaba a reducir nuestra sentencia (a pesar de mis mejores argumentos), durante los cinco días siguientes intentó distraernos con entretenidos relatos sobre países remotos y las historias sangrientas de batallas célebres que sabía que Konrad y yo siempre ansiábamos cuando éramos más pequeños. Compartía con nosotros las noticias que le llegaban del exterior, donde la revolución estaba agitando Francia. Un mundo nuevo se forjaba al otro lado de las montañas… pero entre los muros del castillo Frankenstein, nada cambiaba.

Había hecho algo en la puerta de la biblioteca secreta para que no se abriera. Era evidente que había dejado de creer en nuestras promesas.

Nuestra madre estaba muy feliz. Pensaba que Konrad estaba curado, y tenía a todos sus hijos bajo su techo día y noche.