CAPÍTULO 10
EL DESCENSO

—Alguien debería quedarse con los caballos —dijo Konrad.

A pesar del meticuloso mapa de Temerlin, nos había llevado media hora encontrar la entrada de la cueva en las faldas de la montaña. Era una hendidura del tamaño de un hombre en un saliente rocoso, medio escondido detrás de los arbustos. Los cuatro desmontamos y empezamos a descargar los útiles de nuestras alforjas.

—Los caballos pueden cuidar de sí mismos —dijo Elizabeth—. Los ataremos y se quedarán pastando. He visto un riachuelo por allí, donde pueden beber.

—Creo que tú deberías quedarte con los caballos —dijo Konrad.

Sonreí para mis adentros, sabiendo lo que iba a pasar.

—No haré tal cosa —dijo indignada—. Víctor sabe lo capaz que soy.

—Doy fe de ello cien veces —dije.

—No he dicho que no lo fueras… —empezó a decir Konrad.

—Entonces por favor no me insultes sugiriendo que no debería ir. Te quedas con los caballos si quieres.

—Yo me quedaré con ellos —dijo Henry, contemplando la entrada de la cueva con cierto horror—. Es por el asuntillo de mi claustrofobia.

Miré hacia Henry.

—No sabía que también sufrieras ese mal.

—Oh, sí —dijo—. Muchísimo. En combinación con mi temor a las alturas y mi exceso de imaginación en general, forma un verdadero huracán de terror.

—Qué frase más bien construida —comentó Elizabeth, cargando su morral.

—Gracias —dijo Henry—. De todas formas, querréis a alguien aquí fuera por si os perdéis y necesitáis que os rescaten… Me he traído algunos libros para leer.

—Una idea excelente —dije, dándole un buen golpe en el hombro—. Escribe también algún poema mientras esperas.

—Sí, claro —asintió, echando un vistazo a su reloj de bolsillo—. Ahora son las nueve de la mañana. Para llegar al castillo antes del anochecer, tendréis que estar de vuelta aquí a las seis en punto como tarde.

—Nueve horas —dije—. Más que suficiente para dar un paseo y pescar un poco, ¿eh, Konrad?

—Que no te sorprenda si volvemos antes de comer, Henry —dijo, echándose al hombro su morral.

—Tened cuidado —dijo Henry, mientras yo me abrochaba la vaina de mi sable. Solo de pensar que lo llevaba en la cadera me hacía sentir acorazado, invencible.

—Konrad, ¿tienes tu reloj? —preguntó Henry.

—Por supuesto —respondió, asintiendo hacia mí—. Ambos llevamos.

Atravesamos la abertura y con solo dar un paso el verano se evaporó. Un frío antiguo emanaba de la piedra. Habíamos hecho bien en abrigarnos. La cueva era grande y a todas luces no era desconocida para los humanos. Cerca de la entrada había esparcidos restos de hogueras, y dibujos y nombres escritos en las paredes de piedra. Había un olorcillo a orina y a excrementos de animal.

—¿Pesa demasiado tu morral? —le preguntó Konrad a Elizabeth.

—Me las arreglaré —respondió ella.

El mío desde luego era más pesado de lo que me habría gustado. En el exterior, cuando Konrad y yo habíamos repartido el material, nos habíamos asegurado de que nuestros dos morrales fueran los más pesados.

Elizabeth dejó el suyo en el suelo y, sin ningún preámbulo, se quitó la falda. Debajo llevaba un par de pantalones bombachos.

Sorprendió mi mirada.

—No pensarías que iba a hacer espeleología con un vestido, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Muy previsora —dije, esperando que no percibiera el rubor de mis mejillas.

Konrad encendió los faroles.

—Espera —dije—. Puede que no los necesitemos.

Había estado deseando que llegara ese momento. Saqué de mi morral un recipiente de cristal herméticamente cerrado. Dentro no había aceite ni mecha, solo un apagado pedazo de materia blanca del tamaño de un puño.

—¿Qué es eso? —preguntó Elizabeth.

—He aquí —dije— ¡el fuego sin llama!

Abrí un pequeño respiradero en el lateral del recipiente e inmediatamente la materia blanca empezó a emitir una luz verde, tenue al principio, pero cada vez con mayor intensidad, proyectando una luz fantasmal por la cueva.

Elizabeth ahogó un grito, al tiempo que se acercaba.

—¿Cómo lo hace? No arde.

—Tampoco despide calor. Solo necesita un poco de oxígeno para brillar —cerré el respiradero y aun así la materia siguió emitiendo su luz verde.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó—. Es milagroso.

—Polidori me dijo dónde podía encontrar la receta.

—Te estás convirtiendo en un alquimista consumado, Víctor —dijo, pero no me quedó claro que su comentario fuera del todo positivo—. Su brillo es perturbador.

—En absoluto —repuse—. Es solamente uno de los elementos de la tierra. Fósforo.

—Impresionante —dijo Konrad—. Pero creo que, para explorar, nuestros faroles siguen siendo lo mejor.

Por orgullo estuve a punto de protestar, pero pude ver que tenía razón. Las llamas de los faroles serían mucho más brillantes.

—No pretendía que los usáramos todo el tiempo —mentí—. Es por si nuestros faroles se gastan… o se mojan —con mucho cuidado devolví el recipiente al estuche que lo protegía.

Con nuestros tres faroles encendidos, encabecé la marcha hacia el fondo de la cueva, llevando en la mano el mapa de Temerlin. Había tres túneles.

—Este es el nuestro —dije, inclinando la cabeza hacia el de en medio.

Con tiza blanca Elizabeth marcó claramente la esquina, y empezamos a bajar la suave pendiente. Eché un rápido vistazo hacia atrás, a la brecha de luz diurna que provenía de la boca de la cueva, y después volví la mirada al resplandor del farol ante mí, intentando penetrarla.

Teníamos suerte. Los túneles podrían haber sido de barro, pero eran de piedra, y con los techos altos, y podíamos andar los tres uno al lado del otro… al menos, de momento.

Después de diez minutos, el pasadizo se ensanchó.

—Aquí está la segunda cueva.

El techo se hizo más bajo y nos detuvimos al entrar.

Miré el mapa.

El agujero estaba exactamente donde se suponía que debía estar. Se abría en mitad del suelo, como una sonrisa deforme.

Nos agachamos junto al borde. Asomaba por el agujero un clavo de escalada.

—¿Será de Temerlin? —preguntó Elizabeth.

—Puede ser —dije, agarrándolo y comprobando su resistencia—. Todavía es sólido.

—No crees que muriera aquí, ¿verdad? —preguntó.

Debo confesar que se me puso de gallina la piel del cuello.

—¿No estaría su cuerda todavía aquí, entonces? —respondí, cosa que me pareció bastante razonable.

—Murió en otra parte —dijo Konrad con tranquilidad—. Porque si no supongo que no tendríamos este mapa.

—Es cierto —dijo Elizabeth con alivio.

Konrad sacó de su morral un martillo y un clavo nuevo.

—Mejor usar el nuestro, ¿no crees? —me dijo.

—Por supuesto.

Preparé la cuerda… la misma cuerda anudada que habíamos utilizado en el Sturmwald. Según las notas de Temerlin, el agujero era una caída vertical de veinte metros, un poco más de la que habíamos acometido en el árbol del buitre.

Permití que Konrad fijara su clavo en la roca, y después clavé un segundo al lado, como precaución. Había estado estudiando los usos y costumbres de los alpinistas —la biblioteca de padre verdaderamente tenía un libro sobre cada cosa— y procedí a pasar la cuerda entre ambos clavos e hice un nudo corredizo que se apretaría más con el peso.

—¿No tienes que pasar el extremo suelto por encima otra vez? —preguntó Konrad, contemplándome con atención.

Levanté la mirada con fastidio.

—Estás haciendo el as de guía, ¿verdad? —preguntó.

—Claro —dije. Estaba visto que había leído el mismo libro. No es que me hubiera sorprendido, precisamente, pero desde luego ahora estaba molesto, porque había perdido la concentración y tenía que deshacer el nudo y volver a hacerlo.

—Así es —dijo Konrad.

—Ya lo sé —dije.

Atamos un farol al extremo de la cuerda y lo bajamos con cuidado. Con una mano detrás de la otra fui contando su longitud y, fiel a lo que había dicho Temerlin, el farol tocó suelo veinte metros después.

Yo bajé primero, nudo a nudo, alejándome de la luz de uno de los faroles y acercándome hacia la otra. Me paré para echar un vistazo a mi alrededor. No descendía por un pozo estrecho sino por una enorme catedral de piedra. En la penumbra contemplé grandes muros dentados de roca húmeda y centelleante, con columnas esculpidas y profundos nichos como capillas secretas. En algunos lugares unos hongos verdes brillaban como el bronce oxidado.

Cuando toqué suelo me di cuenta de que estaba sobre un alto pedestal de piedras amontonadas como una escalera, cuyos gigantescos peldaños conducían al suelo de la caverna.

Hice bocina con las manos y grité:

—¡Sano y salvo!

Inmediatamente mi grito fue amplificado y repetido por las extrañas paredes convirtiéndose en algo irreconocible y un poco escalofriante.

Desaté el farol y Konrad recogió la cuerda para que pudiéramos bajar nuestro material. Después de aquello, Elizabeth hizo su descenso, y luego mi hermano.

Eché un último vistazo a nuestra cuerda, nuestra única y exclusiva forma de salir de allí. Y después empezamos a bajar los enormes peldaños. Cada uno medía más de un metro y, desequilibrados por nuestros pesados morrales, descendimos con precaución.

—Es una maravilla de la naturaleza —exhaló Elizabeth, alzando su farol y mirando alrededor. Noté que se estremecía.

Antes de que pudiera decir nada, Konrad le preguntó:

—¿Vas bien abrigada?

—Sí, gracias —respondió.

El frío se había intensificado, desde luego.

—Será mejor que sigamos moviéndonos —dije, y consulté el mapa otra vez—. Tenemos que ir por aquí.

Elizabeth señaló nuestra ruta con tiza. Este túnel era más estrecho y ahora teníamos que andar en fila india, con las cabezas agachadas. En cada intersección me paraba a mirar el mapa y Elizabeth se aseguraba de marcar nuestra elección.

Avanzábamos despacio, porque el suelo a menudo estaba desnivelado y a veces bajaba de pronto medio metro. También me preocupaba que se me pasara un desvío. La mayoría de las intersecciones estaban claras, pero de vez en cuando los nuevos pasadizos eran poco más que grietas en la piedra, ocultos por las sombras con facilidad. Al mapa de Temerlin le faltaba sentido de la proporción, así que con frecuencia me sorprendía lo rápido que habíamos llegado a ciertas intersecciones… o cuánto tardábamos en llegar a otras.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Las diez y media —dijo Konrad, para mi sorpresa.

¡Una hora y media ya! Nos detuvimos para beber de nuestras cantimploras y engullir algo de comida, pero no puedo decir que tuviera mucha hambre.

—¿A qué profundidad crees que estamos? —preguntó Elizabeth.

—Es imposible saberlo —respondió Konrad.

Continuamos, siempre cuesta abajo. Estaba empezando a sentir el peso de mi morral y lamentaba haber traído tanto material. Konrad, sin embargo, no había pronunciado una sola queja, así que yo tampoco lo haría. Mantenía los ojos fijos en la pared derecha del túnel, ya que nuestro próximo giro sería hacia allá.

—¿Quieres que dirija yo? —preguntó Konrad en voz baja.

—No, ya le he cogido el tranquillo —dije, cortante.

Mi desvío por fin llegó, y con él, el sonido del agua corriente.

—Excelente —dije—. Temerlin menciona esto. Un arroyuelo que baja por una de las paredes.

Con cada paso el sonido del agua aumentaba… y se iba haciendo evidente que aquello no era un mero arroyuelo. La niebla centelleaba a la luz de nuestros faroles. Y entonces de pronto el túnel se ensanchó, y por uno de los laterales vimos que bajaba una catarata.

—¡Es una auténtica cascada! —dijo Konrad.

Aquella visión me alegró el corazón; era maravilloso ver tal energía vital en aquel lugar rocoso y desolado. Sentí alivio, también, porque significaba que el mapa era válido y que yo no nos había perdido.

—Debe de ser agua del deshielo de los glaciares en verano —comentó Elizabeth—. Últimamente ha hecho un calor impropio de esta estación. Pero ¿cómo vamos a cruzarla?

La cascada en sí misma no nos bloqueaba el paso… pero el abismo en el que se hundía sí. Me acerqué al borde y miré hacia abajo. La luz del farol no penetraba muy hondo, y me pregunté qué profundidad tendría. Desde abajo llegaba un apagado fragor. Al otro lado de este abismo, nuestro túnel continuaba.

Tragué saliva y murmuré:

—Temerlin dijo que solo era un saltito.

—Esto es más que un saltito —dijo Konrad.

Lo busqué en el cuaderno:

—«Un breve y vigoroso salto».

—Él sí que debía de ser muy vigoroso —dijo Elizabeth.

—Tampoco es una gran distancia —dije—. ¿Un metro y medio?

—Un metro ochenta —dijo Konrad.

—No te acerques tanto —le dijo Elizabeth, agarrándole el brazo cuando él se asomó por el borde—. La piedra está mojada. Puede ser resbaloso.

—Tenía que haber pensado en traer una tabla —dije entre dientes.

—No podías haberlo sabido por las notas de Temerlin —dijo Elizabeth amablemente.

—Aun así —dijo mi hermano—, si hubieras compartido esto con nosotros, podríamos haber estado mejor preparados.

Nos miramos el uno al otro durante un momento, sin decir nada.

—Tenemos que elegir —dijo entonces—. Podemos volver y conseguir algún tipo de puente… o saltar.

Nos quedamos todos en silencio. Estaba claro que a ninguno nos gustaba la idea de volver, y a mí menos que a nadie.

Ya habíamos perdido al menos dos horas bajo tierra. Si volvíamos, ya no habría forma de terminar nuestra búsqueda ese día.

—¡Saltemos! —dijo Elizabeth.

Konrad la miró sorprendido.

—¿Estás segura?

—Soy buena saltadora —dijo.

Era bastante cierto. Había crecido a nuestro lado y corrido, delante y detrás de nosotros, en innumerables juegos.

—Si puede morder a un buitre, puede saltar una grieta —dije.

—Tenemos un poco de cuerda ligera —dijo Konrad—. Clavaremos una sujeción en la piedra y ataremos al que salte… por si acaso.

Hundimos un clavo profundamente en el suelo del túnel y atamos a él un buen trozo de cuerda. El otro extremo lo enganchamos en una especie de arnés que cada uno de nosotros llevaría al saltar.

Yo iría primero. Me quité el morral, me ajusté el arnés bajo las axilas y tomé carrerilla. Corrí con todas mis ganas. Me aseguré de llegar bien cerca del borde y después me elevé sobre la grieta, parpadeando mientras la cascada me salpicaba. Vi el suelo del túnel acercándose y supe que lo había conseguido. Caí en el otro lado, resbalando un poco.

—¡Magnífico! —gritó Konrad.

—¡Me ha sobrado casi medio metro! —dije mientras me quitaba el arnés.

Lo enrollé y se lo tiré de vuelta. Konrad me lanzó un farol, que encendí de nuevo para que los siguientes que saltaran pudieran calcular mejor su zona de aterrizaje.

Elizabeth ya estaba preparada. Tomó buena carrerilla. Mientras saltaba, contuve el aliento, porque su arco me pareció demasiado bajo. Vi que Konrad la contemplaba en tensión, con las manos ciñendo la cuerda, preparado para sujetarla. Los ojos de Elizabeth estaban clavados en mí con intensa concentración. Aterrizó justo al borde del túnel.

—¡Ja! ¡Lo conseguí! —dijo satisfecha.

Y en la piedra resbaladiza se le fueron los pies.

—¡Elizabeth! —gritó Konrad.

Perdió el equilibrio hacia el abismo. En un segundo le agarré el brazo con ambas manos y tiré hacia mí con todas mis fuerzas. Me caí al suelo con ella encima. Durante unos momentos se quedó ahí, jadeando, y sentí su aliento cálido en mi oreja. La apreté contra mí. No quería soltarla.

—Gracias, Víctor —dijo, incorporándose y frotándose las rodillas ensangrentadas. Parecía más enfadada que agradecida—. Me has salvado la vida.

—Tal vez ahora me perdones —susurré.

—¿Estáis los dos bien? —gritó Konrad.

—Sí, aunque ha faltado poco —dijo Elizabeth.

Konrad nos lanzó el resto del equipo antes de hacer su propio salto. Su aterrizaje salió bien.

Pero en cuanto él se hubo quitado el arnés, Elizabeth se echó a llorar. Konrad la rodeó entre sus brazos. Me miró por encima de su hombro.

—No deberíamos haberla traído. Esto es demasiado. Hemos sido estúpidos y egoístas.

Elizabeth se liberó de su abrazo, echando fuego ahora por sus ojos mojados.

—Me he llevado un susto y he llorado, sí, a las mujeres se nos saltan las lágrimas con más facilidad que a los hombres, quizá… pero ya he terminado y estoy dispuesta a seguir adelante —se enjugó los ojos—. ¿Por dónde vamos ahora? —preguntó, con voz firme.

Así que continuamos.

Seguimos avanzando cada vez más lejos. Cada vez más profundo. Mi reloj me advirtió de que era casi mediodía.

Nuestro túnel se iba contrayendo gradualmente y tuvimos que gatear en fila india, arrastrando los morrales detrás de nosotros. Sentí que comprendía mejor a Henry. Nunca antes me había sentido incómodo en espacios pequeños, pero aquella ratonera amenazaba con quitarme la respiración.

—¿Mencionaba Temerlin algo de esto? —preguntó Konrad.

—Nada. Quizá estaba demasiado ocupado quitándose el polvo de los ojos.

—¿Estás seguro de que vamos por buen camino?

Miré otra vez el mapa.

—Estoy seguro. No se me ha pasado ningún desvío.

Konrad suspiró.

—Entonces sigamos.

Sentí que se me echaba encima un sentimiento de responsabilidad aplastante como una piedra. No me podía permitir una equivocación. Pero al cabo de unos minutos, como para confirmar el peor de mis miedos, las paredes de nuestro túnel se encogieron todavía más.

Me detuve.

—¿Es un callejón sin salida? —preguntó Konrad.

—No precisamente.

Me pegué a un lado del túnel para que él pudiera ver la hendidura en la roca justo delante de nosotros.

Pasé mi farol a través.

—Se ensancha enseguida al otro lado —informé.

—Pero ¿podemos llegar al otro lado?

—¿Cómo ha podido caber por aquí un hombre hecho y derecho? —preguntó Elizabeth cuando vio la abertura.

—Temerlin debía de ser muy delgado —dije. No lo confesaría, pero el miedo me estaba desbocando el corazón.

—Lo voy a intentar —dijo Konrad—. Si yo puedo hacerlo, tú también.

No discutí con él esta vez. Había algo en aquella grieta que me aterrorizaba.

—Y si vosotros dos podéis hacerlo —añadió Elizabeth—, seguramente yo no tendré ningún problema.

Ambos contemplamos cómo Konrad empujaba, retorcía y plegaba su cuerpo a través del agujero. Parecía que nunca lo conseguiría, pero entonces, de pronto, estaba ya al otro lado.

—¡No es tan difícil! —nos gritó—. Pásame un farol, Víctor, y ven.

—Ya voy —dije. Tomé un sorbo de agua de mi cantimplora, deseando que mi estómago dejara de dar vueltas.

Había solo un sitio lo bastante ancho para mi cabeza, y tuve que girarla de una forma completamente antinatural para pasar a través.

—Es como… nacer otra vez —jadeé mientras estrechaba mis hombros e intentaba pasarlos por aquella huesuda contracción de la roca.

No podía. Intenté encogerme todavía más, empujando con mis pies. Odiaba pensar en el espectáculo que debía de estar dando ante Elizabeth: sacudiendo los pies y meneando el trasero. Pero mi vergüenza rápidamente se convirtió en pánico.

—¡Estoy atascado! —exclamé.

—Puedes hacerlo —dijo Konrad—. Nuestros cuerpos son iguales.

—Tú has perdido peso —dije—. ¡Estás más delgado!

Sentí una repentina y enloquecida furia en mi interior. Era un animal atrapado en una trampa. ¡Konrad me había engañado! ¡Me había atraído hasta ella!

—¡No puedo moverme! —bramé—. ¡No puedo respirar!

—Tranquilízate, Víctor —oí que Elizabeth decía detrás de mí—. Te ayudaremos a pasar.

Mi brazo izquierdo estaba inmovilizado, y el derecho se sacudía en vano. Estaba desvalido como un recién nacido. Sentí un inesperado calor en torno a mis caderas y me pregunté con horror si me había hecho pis. Entonces sentí las manos de Elizabeth alrededor de mi cintura.

—¿Qué estás haciendo? —grité.

—Poniéndote grasa —respondió.

—¿Has traído grasa?

—Por si ocurría algo así. Encontré en la biblioteca de tu padre un libro muy instructivo sobre la exploración de cuevas. Bueno, Konrad, ¿puedes tirar de él?

Konrad agarró mi brazo derecho por encima de mí y sentí que Elizabeth me empujaba desde atrás.

—¡Ahora! —dijo ella—. ¡Tira de él, Konrad!

Durante un momento no me moví, entonces de pronto salí disparado hacia delante, cayendo sobre mi hermano. Mientras nos desenredábamos, me dio un ataque de risa histérica, de puro alivio.

—¿Estás bien? —me preguntó él.

—Maravillosamente —resollé—. ¿Quién no lo estaría?

—Estás loco —dijo, pero enseguida nos echamos los dos a reír de forma incontrolable.

—Chicos, cuando hayáis terminado… —dijo Elizabeth, pasando nuestros morrales a través de la brecha. Después su esbelta figura la atravesó sin ningún esfuerzo.

Nos sentamos un momento para ordenar nuestras cosas y comer algo de lo que habíamos traído.

—Es extraño —dijo Konrad, con una risita—, porque madre siempre contaba que yo nací fácilmente, pero que tú te tomaste tu tiempo.

—Dos minutos solo —objeté.

Elizabeth negó con la cabeza.

—No. Te quedaste atascado.

Konrad y yo la miramos sorprendidos.

—Por favor, Elizabeth —dijo—, este es un tema muy poco delicado para una jovenci…

—Vamos, Konrad, no seas tan mojigato —dijo ella.

—¿De verdad que me quedé atascado? —le pregunté.

—Los niños nunca recuerdan bien estas historias —respondió con desdén—. Las niñas sí porque sabemos que es lo que nos espera. Tú —dijo, mirándome con severidad— casi mataste a tu madre.

—Nunca me lo ha dicho…

—Venías del revés, y la comadrona casi no pudo hacer que dieras la vuelta adecuadamente.

Asentí en silencio. Volviendo la mirada a la grieta sentí un estremecimiento que no tenía nada que ver con el frío subterráneo. Me alegré de ver que más adelante el túnel se agrandaba.

—Sigamos —dije, impaciente por abandonar el tema de mi difícil y arriesgado nacimiento. No me gustaba esta imagen de mí mismo como un bebé llorón… ni tampoco quería que Elizabeth pensara en mí de esa manera.

Bajamos más y más. Poco a poco el techo se fue elevando. Al principio íbamos en cuclillas, luego encorvados y por último rectos, estirados, suspirando de alivio.

—¿Por dónde vamos ahora? —preguntó Konrad, ya que nuestro túnel de repente se ramificaba en tres. El primero se dirigía con suavidad hacia arriba, los otros dos hacia abajo… uno de ellos de forma bastante vertiginosa.

Miré el mapa, consternado. No indicaba aquella ramificación.

—Aquí solo señala un pasadizo —mascullé.

Konrad se acercó.

—Puede que lo estés leyendo mal.

Señalé el lugar donde deberíamos estar.

—Estamos perdidos —dijo Konrad—. Tendrías que haberme dejado guiar.

—Quieres decir llevar tú el mando totalmente —espeté.

—Dos pares de ojos ven mejor que uno.

—¡Mis ojos son bastante capaces de interpretar un mapa, Konrad!

—Has sido demasiado egoísta, Víctor —dijo Elizabeth en voz baja—. Podrías haber compartido con nosotros la responsabilidad.

Aquello me hirió en lo más profundo. La humillación y la envidia me estrangulaban la voz.

—Crees que él es mejor guía, ¿verdad?

—Yo no he dicho eso.

Konrad soltó un bufido.

—Es tu testarudez la que nos ha perdido.

Le empujé con fuerza contra la pared… A mi gemelo, que apenas hacía unas semanas había estado postrado en cama con fiebre. Perdió el equilibrio y se cayó.

—¡Víctor! —oí que Elizabeth gritaba sobre los latidos de mi corazón.

Inmediatamente me venció el arrepentimiento y me acerqué para ayudarle a levantarse.

—¿Estás bi…?

Me agarró del brazo y el hombro y me lanzó contra la pared, después se puso en pie ante mí, con el ceño fruncido y los puños levantados. Apreté los míos, dispuesto a saltar.

—¡Parad! —gritó Elizabeth—. ¡Parad los dos!

Había tal autoridad en su voz que ambos nos volvimos para mirarla.

—¡No oséis poner esta empresa en peligro! —dijo.

Konrad suspiró con pesadez y dejó caer los puños.

—Esta empresa ya ha llegado a su fin. Debemos regresar.

—¿Regresar? —exclamé.

—Continuar sin un mapa sería una locura.

—¡Elizabeth puede marcar con tiza todos nuestros desvíos!

—¡Silencio! —dijo ella.

—¡No me mandes callar! —grité.

—¡Oigo algo! —repuso.

Escuchamos. Desde lejos, muy lejos, llegaba un débil murmullo. Durante un escalofriante segundo me pareció que eran susurros humanos.

—Agua —dijo Elizabeth.

Konrad asintió.

—Pero ¿de dónde?

Se acercó a cada uno de los túneles.

—Creo que debe de ser este —dijo Konrad en el umbral del pasadizo ascendente.

—No, es este —repuso Elizabeth, de pie ante el túnel que caía con brusquedad hacia abajo—. El sonido es más claro aquí. Víctor, ¿tú qué dices?

Comprobé los tres túneles. Era prácticamente imposible tomar una decisión, ya que ahora me parecía oír el susurro del agua por todas partes.

—No lo sé —dije, rindiéndome.

—Yo sí —afirmó Elizabeth—. La poza nos aguarda por aquí.

Konrad la miró primero a ella y después a mí.

Asentí con la cabeza.

—La creo.

—Muy bien. Siempre podemos volver si no encontramos nada. Marca la dirección, Elizabeth.

Con ademán victorioso, pintó la piedra.

—Tenéis suerte de que mis oídos os acompañen.

—Tenemos suerte de que toda tú nos acompañes —dijo Konrad, y consiguió sacarle una risita.

Deseé haber tenido la rapidez de ingenio para soltar tales piropos.

Empezamos a bajar el túnel y el runrún del agua aumentó.

—¿Lo veis? —dijo Elizabeth—. Tenía razón.

De pronto el túnel se dirigió bruscamente hacia arriba.

—El suelo aquí está húmedo —comentó Konrad.

Pasó los dedos por la piedra viscosa.

—Las paredes también.

Durante unos minutos caminamos cuesta arriba, resoplando. Entonces el túnel se niveló y se ensanchó en la orilla inclinada y rocosa de una vasta laguna.

—¡La encontramos! —exclamó Elizabeth.

Su superficie no era tranquila y cristalina, como había imaginado, sino que estaba cuajada de lentos remolinos, como si fuera presa de muchas corrientes internas.

—No puedo ver el fondo —dijo Konrad, mientras extendía su farol.

—¡La luz! —dije, recordando—. Bajad las mechas. ¡No queremos asustar al celacanto!

Conforme apagábamos nuestros faroles, una nueva luz amaneció en la cueva, ya que las paredes y el bajo techo estaban barnizados con una especie de extraño mineral que emitía una claridad morada.

—Me pregunto cómo será de profunda —susurré, contemplando el agua negra. ¿La alimentaba exclusivamente el lago o habría también una fuente más profunda todavía, nutrida por la cascada? Mientras observaba la superficie de la poza, una parte de esta rieló y una silueta azul se movió bajo ella, haciendo destellar sus escamas en la penumbra—. Es él —dije casi sin voz—. ¡El celacanto!

No fue más que una breve visión, y después la criatura desapareció en las profundidades. Nos miramos entre nosotros, sonriendo. Lo habíamos conseguido. Habíamos bajado las cuevas y encontrado la poza, y ahora lo único que nos faltaba era ¡capturar al pez mismo!

—No me he hecho una idea clara de su tamaño —dijo Konrad.

—Ha sido demasiado rápido —coincidí.

—Tenía un color azul maravilloso —susurró Elizabeth—. ¿Habéis visto esas manchas blancas?

Apresuradamente, Konrad y yo montamos nuestras cañas y aparejos. Más temprano, aquella misma mañana, cuando William y Ernest nos vieron con nuestro equipo, se pusieron a buscar gusanos por el jardín, entusiasmados. No sabían que necesitábamos un cebo más sustancioso para lo que queríamos. Según Polidori, el celacanto comía otros peces, cosas tan grandes como calamares. Pero dejamos que nuestros hermanos pequeños nos entregaran orgullosos su cubo de gusanos, y les prometimos llevarles nuestra captura. Habíamos traído un sedal resistente, porque sabíamos por el ejemplar de Polidori que aquellos peces se hacían bastante grandes.

Cebamos nuestros anzuelos con el lucio que habíamos comprado a un pescadero de la zona tras abandonar el castillo. Después lanzamos la caña en zonas diferentes de la poza y dimos un paso atrás, soltando nuestros pesados sedales. Bajaron más y más, y más, hasta que temí que nos quedaríamos sin sedal antes de que tocaran fondo.

—Treinta metros, por lo menos —dijo Konrad al fin, enrollando un poco el suyo.

—¿Picará? —susurró Elizabeth—. ¿Y si ya ha saciado su hambre?

—No se resistirá a una comida tan fácil —murmuré confiado.

Pero conforme pasaban los minutos, perdí la seguridad. Quizá a esta criatura no le gustaba el lucio. El agua me lamió la punta de las botas y di unos pasos hacia atrás, arrastrando los pies.

De pronto mi caña se sacudió y el sedal empezó a correr.

—¡Ha picado! —grité.

—¡No trates de pararlo todavía! —advirtió Konrad.

Contemplé el lugar donde el sedal entraba en el agua. El celacanto se movía con velocidad, haciendo espirales hacia el fondo.

—¡Tendrá todo mi sedal dentro de poco! —exclamé, mientras miraba nerviosamente el carrete.

Con muchísima suavidad puse un poco de resistencia y tuve que echarme hacia atrás con todo mi peso. No me gustaba pedir ayuda, pero no me quedó otra opción.

—Necesito que me sujetéis, los dos —dije—. ¡Es demasiado fuerte!

—¡Ya voy! —dijo Konrad y…

En ese mismo momento la punta de su propia caña se curvó y su carrete empezó a girar frenéticamente.

Me di cuenta de que nuestros sedales llevaban justo hacia la misma dirección.

—¡Ha picado en nuestros dos anzuelos! —gritó Konrad.

Sentí que la tensión de mi caña se aligeraba. Aquello, desde luego, era positivo.

—¡Ahora tendrá que enfrentarse con nosotros dos! —dije.

—¡Los Frankenstein lo atraparán! —dijo Konrad con un grito de alegría—. Dejémosle que se canse.

—¡Bien, bien! —dije, sintiendo una oleada de euforia. Ya no pensaba en Elizabeth ni en mis celos… solo hacía algo con mi hermano gemelo.

—Creo que empieza a reducir la velocidad —dijo Konrad después de unos minutos.

—Ahora suave —dije, y ambos empezamos a recoger carrete. Sentí los pies mojados y, cuando bajé la vista, de nuevo vi cómo el agua estaba rompiendo contra ellos.

—Konrad —dije, mientras se me aceleraba el pulso—. El agua está subiendo.

—¿Qué? —me miró confundido, después clavó los ojos en sus botas, mojadas hasta el tobillo.

Me di cuenta de que sin saberlo nos habíamos ido retirando y pegándonos a la pared de la caverna. No había mucho más espacio para retroceder.

La poza debe de estar llenándose desde abajo —dijo Elizabeth—. Aquella cascada… —salió corriendo a retirar nuestros morrales para mantenerlos secos.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Konrad—. Sube rápidamente.

—Si rebosa —comentó Elizabeth—, empezará a llenar el túnel.

—Temerlin no mencionaba esto —dije entre dientes. Pero recordé el suelo y las paredes mojadas cuando nos acercábamos. Era algo que debía de ocurrir con frecuencia—. Tendremos el pez en cualquier momento —aseguré, echándome hacia atrás para testar su fuerza.

—Definitivamente se está cansando —coincidió Konrad.

—¡Ahí está! —gritó Elizabeth a la vez que lo señalaba.

De nuevo la silueta azul brilló bajo la superficie, pero en esta ocasión la atravesó durante un momento… y por primera vez vimos sus dimensiones. Tragué saliva.

—¡Mide dos metros!

—Pero ¡lo tenemos! —dijo Konrad—. Ya no pelea. ¡Saquémoslo del agua!

De golpe, el celacanto desapareció de nuestra vista, el sedal de Konrad se rompió y todo el poder del pez recayó en mis manos. De forma instintiva e imprudente, me agarré con más fuerza a la caña y de inmediato fui arrastrado de la rocosa orilla. Volé unos seis metros por el aire y después caí estrepitosamente en la poza.

El frío fue como un martillazo. Lo único que podía hacer era mantener la cabeza sobre el agua y llenar mis pulmones de aire. Me sentía como un barco atrapado en el hielo, aplastado poco a poco. Hacía tiempo que la caña de pescar había desaparecido de mis manos. Fui apenas consciente de que gritaban mi nombre, voces que resonaban por todas partes. El agua hacía que mis ropas y botas fueran muy pesadas. Con lentitud, me volví hacia la orilla, los faroles, Konrad y Elizabeth. Intenté patalear, pero mis piernas apenas se movían. ¿Estaban ya tan entumecidas? Entonces sentí una dolorosa presión en torno a ellas y me di cuenta de que estaban atadas entre sí por el sedal que las vueltas del celacanto habían ceñido a su alrededor. Arrastré por el agua mis brazos empapados, sacudiendo las piernas arriba y abajo como la cola de un pez.

—¡Víctor! ¡Quédate quieto! —gritó Elizabeth.

—¿Qué? —jadeé castañeteando los dientes.

—¡Pensará que eres un calamar! ¡Comen calamares!

Miré hacia todas partes aterrorizado. Y luego, de repente, pasó por mi lado, a menos de treinta centímetros de distancia. Su longitud era una cosa, pero desde luego su anchura era todavía más preocupante. ¿Cuánto sería capaz de tragar? Parecía tardar siglos en pasar junto a mí… y entonces empezó a rodearme.

—¡Konrad! —grité—. ¡Mi sable!

Vi que revolvía entre mis cosas y agarraba el arma. La lanzó. La hoja brilló como un relámpago a la luz del farol, y atrapé la empuñadura al vuelo, con mi mano, rígida y helada.

—¡Ya voy, Víctor! —gritó.

Se quitó las botas a patadas, desnudándose hasta quedarse en camisa. Recogió su propio sable.

El celacanto siguió avanzando, tan cerca que me rozó con sus escamas dentadas, raspándome la ropa… y probablemente la piel, pero tenía tanto frío que no sentía nada. Lo apuñalé dos veces con mi espada y quedé consternado cuando la hoja se desvió como contra una armadura. El costado musculoso del pez me golpeó, dándome un chapuzón. Se me escapó la espada. Me atraganté con el agua helada y salí resoplando, desarmado.

El pez ahora venía directamente hacia mí, abriendo cada vez más la boca. No tenía muchos dientes, pero los que tenía estaban muy afilados. Sacudí los pies, para espantarlo, intentando alejarlo a patadas. Me apartó las piernas con la cabeza, sin ningún esfuerzo, y luego se precipitó hacia mi torso.

Antes de poder levantar el puño para golpearle en la cabeza se metió mi brazo entero en la boca. Sus dientes se cerraron alrededor de mi bíceps, sin desgarrar, sin roer, solo sujetándolo. Grité de dolor. Sus carnosas fauces se contraían y succionaban mi mano y mi antebrazo, intentando introducirme en su cuerpo.

Oí el ruido de algo que caía al agua y, segundos después, Konrad apareció en la superficie a mi lado como un héroe griego, con un rostro que parecía de alabastro, tenso por el frío. Llevaba el sable en la mano.

—¡Me ha atrapado! —grité.

Intenté de nuevo sacar el brazo, pero sus dientes estaban hundidos en mi carne y cada movimiento suponía un dolor espantoso. Con mi mano libre golpeé y sacudí la cabeza del pez, pero él no parecía sentir nada. Su garganta me succionaba el brazo y se convulsionaba, húmeda, a su alrededor.

Konrad atacó al celacanto. Sus primeros dos golpes se desviaron, pero el tercero se hundió profundamente en su cuerpo. Aun así el arma no parecía producir ningún efecto en la bestia. Konrad arrancó su espada del pez y echó el brazo hacia atrás, preparándose para el siguiente ataque.

—¿Adónde debería apuntar? —gritó.

—¡A su ojo! —chilló Elizabeth desde la orilla.

—¡Cuidado con mi brazo! —grité a mi hermano gemelo, con miedo de que lo atravesara—. ¡Corre!

—¡Estate quieto!

—No puedo estarme quieto —rugí—. ¡Se está comiendo mi brazo!

Konrad metió el sable en el ojo derecho del pez. Este se revolvió con violencia y abrió la boca. Liberé el brazo adormecido.

Mi gemelo le golpeó una vez más con su arma, una espléndida estocada ascendente que atravesó el paladar de la criatura a través de su boca abierta y se introdujo en su diminuto cerebro. El pez se contrajo espasmódicamente hasta que dejó de moverse, y después se giró, y quedó tumbado de lado.

—Ven, vamos a llevarte de vuelta.

Konrad me ayudó a llegar hasta la orilla y luego volvió para recuperar el pez. Elizabeth subió mi cuerpo al saliente de roca, que estaba ahora completamente sumergido bajo varios centímetros de agua.

Tenía los brazos y las piernas tan helados que apenas podía doblarlos. Elizabeth me ayudó a ponerme de pie. Afortunadamente había encontrado un saliente más alto a más o menos un metro sobre la pared, y había amontonado allí nuestros morrales. De uno de ellos, ahora estaba sacando una manta seca.

—¡Quítate la camisa! —me ordenó.

Mis dedos entumecidos no podían desabrochar los botones, así que empezó a hacerlo ella. La miré fijamente, hipnotizado por su belleza. Entonces, exasperada, me arrancó del pecho la camisa empapada.

Vi que su mirada volaba hasta mi brazo derecho, y yo también lo miré. La verdad es que me había olvidado de mi herida, porque el frío adormecía el dolor. Había tres profundos cortes triangulares donde los dientes del celacanto me habían atravesado y sujetado. La piel de alrededor estaba blanquecina, pero mientras la contemplaba, empezó a recuperar el color y, con él, las heridas lentamente se llenaron de sangre.

Me rodeó los hombros con la manta.

—Sécate —me dijo.

Sacó vendas de su morral y una botella de ungüento antiséptico que puso en mis heridas antes de envolverme el brazo prieto con la tela. Para entonces yo ya estaba tiritando con violencia.

Se acercó más a mí y me abrazó, frotándome la espalda y los hombros.

—Me gusta esto —murmuré, castañeteando los dientes.

Konrad llegó a la orilla, jadeando por el esfuerzo y arrastrando el pez. Tuvimos que luchar los tres contra su mole de dos metros para subirlo al saliente.

—¡Lo hemos hecho! —dijo Konrad, agarrándome por los hombros.

—Yo fui solo el cebo —comenté.

—¡El agua se está desbordando por el túnel! ¡Tenemos que irnos! —dijo Elizabeth asustada.

Ni nos planteamos llevarnos el pez entero. Polidori había dicho que la cabeza era más que suficiente, así que Konrad empezó a darle tajos con el sable.

—¡Rápido! —exclamó Elizabeth.

Finalmente separó la cabeza, la envolvió apretadamente en una tela de hule y se la metió en el morral.

Volvimos a subir la luz de nuestros faroles y nos apresuramos, porque el agua ya nos llegaba por las rodillas. Cuando el túnel torció hacia abajo, el agua empujaba con fuerza nuestras piernas y, después de unos minutos, nuestras cinturas.

—¡No! —se le escapó a Konrad, mirando a lo lejos.

Entonces lo vi. En la parte más baja del túnel, antes de dirigirse abruptamente hacia arriba, el agua estaba acercándose al techo. Nos estaba cerrando el paso.

—¡Corred! —grité.

Era imposible correr, cargados como íbamos, con agua hasta las axilas. Elizabeth tropezó y casi desapareció bajo la superficie; su farol se apagó al instante. Con mi brazo bueno la agarré y tiré de ella hasta ponerla en pie. Delante el túnel estaba casi cerrado. Avanzamos con todas las fuerzas y la velocidad que nos fue posible, con el agua helada colándose por el cuello de nuestras camisas.

Konrad y yo levantamos los faroles. Faltaban apenas unos segundos antes de que el agua nos cubriera la cabeza.

—¡Tenemos que atravesarlo! —gritó Konrad—. ¡Solo faltan unos metros hasta que el pasadizo suba de nuevo hacia el otro lado!

—¡La corriente nos dará impulso! —dije—. ¡Vamos, vamos, ahora! —el agua me llegaba a la boca.

—¡Cogeos de las manos! —gritó Elizabeth, intentando agarrarnos.

Nuestros faroles se apagaron con un chisporroteo y se hizo la oscuridad más intensa que jamás había visto. Tomé aire y me sumergí, medio nadando, medio caminando dificultosamente, aferrado todavía a mi farol. Se me escapó la mano de Elizabeth. El agua glacial me revolcó, arrastrándome, y mi mayor temor fue que me diera la vuelta y morir así en la inundación.

¿Iba hacia arriba ahora el suelo del túnel? Era difícil saberlo en la oscuridad, con aquel frío sobrecogedor. Seguí adelante hasta que no pude aguantar más la respiración, y entonces subí, batiendo las manos. Agua. Más agua, y después…

¡Aire! ¿Era aire?

Saqué la cabeza y aspiré a fondo. Seguí hacia delante, con el agua todavía por los hombros y subiendo rápidamente.

—¿Konrad? ¿Elizabeth?

—¡Aquí! —llegó la voz de mi hermano—. ¿Elizabeth?

Hubo un chapoteo y una tos.

—¡Víctor! ¡Konrad!

—Estamos aquí —dijo Konrad, y sentí el roce de varias manos, todos intentando alcanzar a los demás.

—¡Adelante! —grité—. ¡El agua sigue viniendo!

—Mirad allí, a la intersección —jadeó Konrad—, hay otro túnel que va hacia abajo…

—… y el agua tomará esa dirección —concluí su frase.

Subimos penosamente la cuesta, empapados, helados y con los miembros pesados del agotamiento. Pero no podíamos bajar el ritmo, porque la inundación nos llegaba siempre por las axilas o el cuello. Cada paso era una lucha, cada respiración. Nos llamábamos unos a otros, solo para asegurarnos de que todavía estábamos allí, vivos.

El agua me llegaba por la cintura, luego por las pantorrillas y después, de pronto, me dio un empujón final y me tambaleé y caí sobre la piedra mojada. Me arrastré a cuatro patas hasta que el suelo debajo de mí estuvo seco.

—¡Por aquí! —exclamé.

—¿Estamos los tres? —preguntó Konrad.

—¡Encended los faroles! —gritó Elizabeth.

—No sirven de nada —se oyó la voz de mi hermano—. Las mechas están empapadas. Víctor…

—Medio segundo —dije, revolviendo mi morral. Mis manos alcanzaron el estuche mojado y cuidadosamente saqué el recipiente de cristal. En el acto el túnel quedó bañado en un resplandor verde—. Ahora nos alegramos… del fuego sin llama… ¿eh? —le dije a Konrad, con los dientes castañeteando.

—Y tanto que nos alegramos —respondió.

—¡Eres un genio, Víctor! —exclamó Elizabeth, y sus palabras me hicieron entrar en calor.

Detrás de nosotros vi el agua, todavía brotando del túnel, retorciéndose en un espumoso torrente que serpenteaba mientras se hundía en el otro pasadizo que iba cuesta abajo. Durante un momento todos nos quedamos ahí sentados contemplándola, insensibles y agotados.

—La luz es maravillosa —dijo Elizabeth— pero ¿alguno de los dos ha pensado en traer otra muda de ropa?

Con abatimiento negué con la cabeza, igual que Konrad. ¿Cómo pudimos no pensar en algo así?

—En ese libro sobre espeleología que encontré —dijo Elizabeth, temblando—, decía que la causa más común de muerte era quedarse mojado y frío. Así que cogí una bolsa impermeable y metí dentro un recambio de ropa para mí… y también para vosotros.

—Elizabeth… —dije, y la gratitud y admiración que sentí me dejó sin palabras.

—Gracias —dijo Konrad con la voz ahogada.

—Bueno —continuó ella, hurgando en su morral y sacando ropa seca para nosotros—, quitaos lo que esté mojado. Secaos todo lo que podáis antes de poneros la ropa nueva —nos miró con impaciencia—. ¡Venga! Yo no miraré, y vosotros dos tampoco debéis hacerlo —nos dio la espalda y se alejó unos metros por el túnel para cambiarse.

Temblando, me desnudé mientras intentaba secarme la piel. Con aquella luz verde parecía un duende demacrado. Aunque estaba congelado, me hizo falta una enorme fuerza de voluntad para no volver la cabeza y echarle una miradita a Elizabeth.

—Es una pena que no tengamos un fuego para calentarnos —dijo ella cuando todos nos habíamos cambiado.

—Hemos de salir a la superficie lo más rápido que podamos —dije.

Incluso con la ropa seca tenía frío. Y nuestras botas estaban todavía empapadas, pero aquello no tenía remedio.

—¿Qué hora es? —preguntó Elizabeth.

Konrad rebuscó en su bolsillo y sacó su reloj.

—La esfera está destrozada. ¿El tuyo, Víctor?

Cuando saqué el mío vi que el cristal estaba lleno de agua y las manecillas paradas a las tres. Se lo enseñé a mi hermano.

—Deben de ser casi las cuatro, entonces —dijo.

—Nos ha llevado tres horas bajar hasta aquí —comenté—, y era cuesta abajo, y no estábamos cansados.

—Vamos —dijo Elizabeth—. El ejercicio nos calentará. Y gracias a tu fabulosa luz verde no se nos pasarán las marcas que fui haciendo.

Emprendimos la marcha en silencio. Yo no hubiera podido hablar ni aunque hubiera querido, con mi violento castañeteo de dientes. Cada cierto tiempo nos forzábamos a tomar algo de comida empapada y a beber agua fría de nuestras cantimploras.

Un pie detrás de otro. No sabía si estaba lentamente entrando en calor, o haciéndome más insensible todavía. No estaba seguro de lo que sentía… hasta que de repente me encontré de rodillas, con Elizabeth a mi lado.

—Su herida está sangrando mucho —le dijo a Konrad.

—No es nada —dije.

—Casi te has desmayado, Víctor —sacó vendas de su morral y me quitó las antiguas, ensangrentadas. Me vendó la herida de nuevo y me puse de pie.

—¿Estás bien? —me preguntó Konrad.

—Salgamos de aquí de una vez —respondí.

El tiempo no existía allí abajo. Roca antigua, pez antiguo. No me habría sorprendido si en la superficie sobre nuestras cabezas hubiera pasado un siglo. Podría haber estado andando sonámbulo, incluso cuando me volví a meter por el canal del parto y salté de nuevo sobre el abismo de la cascada. Y después, a seguir caminando.

Teníamos la cabeza del celacanto. Aquello era lo que me repetía una y otra vez mientras continuábamos, arrastrando nuestros cuerpos cuesta arriba desde las entrañas de la tierra. Aquello era lo que me hacía seguir adelante.

Cuando llegamos a la cueva donde estaba nuestra cuerda, casi lloré… de agradecimiento y desesperación, a la vez, ya que temía no tener fuerzas suficientes para aquella escalada final. Me senté en el escalón más bajo del pedestal de piedra para recuperar el aliento.

—¡Víctor! ¡Elizabeth! ¡Konrad!

La voz provenía de arriba, y con ella llegaba el resplandor de una antorcha.

—¿Henry? —grité—. ¡Henry!

Levanté la vista y vi su cara asomándose por el agujero. Era imposible imaginar nada más grato.

—¡Habéis tardado demasiado! —gritó—. ¡Son casi las nueve! ¡Por poco me vuelvo loco de preocupación!

—Estamos aquí, Henry —dijo Konrad—, aquí, victoriosos. ¡Échanos una mano y estaremos todos arriba en un minuto!