CAPÍTULO 9
ROBO

Después de comer, Henry y yo nos dirigimos a caballo hacia Cologny, la pequeña aldea a las afueras de Ginebra donde vivía la mujer del cartógrafo.

Sentía auténtico alivio al alejarme del castillo… y de Konrad y Elizabeth. No creía que ella le hubiera contado a Konrad mi artimaña nocturna. Desde luego, él se había comportado conmigo con completa naturalidad durante toda la mañana… salvo que fuera mejor actor de lo que yo pensaba. Si él me hubiera hecho lo mismo, yo habría estallado de furia.

El día era soleado pero fresco, y resultaba muy agradable ir montado a caballo, trotando por la calzada junto a Henry. A nuestra derecha el lago brillaba, animado por los barcos de vela que transportaban carga y pasajeros desde o hacia Ginebra.

—¿Cómo te viene a ti la poesía? —le pregunté a Henry.

Volvió la mirada hacia mí.

—Nunca habías demostrado ningún interés por mis garabatos.

—Siento curiosidad. ¿De dónde te viene?

Perdió la mirada en la distancia, frunciendo el ceño.

—Cosas pequeñas, a menudo. Un paisaje. Un sentimiento. Un deseo. Algo que pugna para que lo escriba, para que lo capture.

A mí sentimientos no me faltaban, y normalmente no tenía ningún problema en expresarlos… por lo menos a las personas más allegadas. Entonces, ¿cómo mis verdaderos sentimientos por Elizabeth habían permanecido dormidos durante tanto tiempo? ¿Era porque la habían educado como hermana mía, y por eso yo había ahogado cualquier idea romántica que ella me hubiera provocado? Pero no era mi hermana. Ni siquiera era prima hermana, sino un pariente lejano. Así que ¿por qué no había permitido que afloraran mis sentimientos por ella? Konrad no había tenido ese problema.

Me volví hacia Henry.

—¿Y puedes escribir sobre cualquier cosa?

—Cualquier cosa que me importe.

—¿Amor?

Se rio.

—¡Amor!

Me encogí de hombros.

—Solo a modo de ejemplo. Sí, palabras y frases que puedan describir el amor. Eso… ejem… podría impresionar a una señorita.

Henry suspiró.

—¡Cielo santo! No estarás tú también enamorado de ella, ¿verdad?

—¡No tengo ni idea de a quién te refieres!

—Mientes fatal, Víctor. ¿La señorita Elizabeth Lavenza, quizá?

—¿Ella? ¡Por todos los cielos, no! Es una muchacha estupenda, claro, pero… —resoplé—, ¡menuda lengua tiene! Agotaría a cualquier hombre en diez minutos. Preferiría oír los ladridos de un perro que su voz.

—¿En serio? —dijo Henry, nada convencido.

—¿A qué te referías cuando dijiste «No estarás tú también enamorado de ella»?

—Es maravillosa —admitió Henry con franqueza—. Es imposible conocerla y no amarla. Llevo tiempo ya sospechando que Konrad también la ama.

Negué con la cabeza. Todo el mundo a mi alrededor estaba enamorado… ¡y yo sin tener ni idea! ¿Qué clase de imbécil estaba hecho?

—¿Nunca le has hablado de tus sentimientos? —pregunté, espoleado por los celos una vez más. A menudo había pensado que ellos dos tenían bastante en común, con el tema de la escritura. Cuando colaboraron escribiendo nuestra obra de teatro pasaron mucho tiempo juntos, intercambiando palabras y risas, con los dedos y las manos manchados por la tinta del entusiasmo.

—No —respondió Henry—, y confío en que guardarás el secreto. Ella jamás podría quererme. No me hago ilusiones. Me siento a su alrededor como una pálida y débil mariposa nocturna. Lo único que puedo hacer es evitar su llama.

—Realmente tienes alma de poeta, Henry —dije admirado—. ¿Harías por mí, ya sabes…?

—¿Qué?

—¿Escribir algunos versos?

Me miró con recelo.

—¿Quieres que te escriba declaraciones de amor?

—Solo alguna cosita. Tú eres un genio, Henry —dije, ganándomelo para mi causa—, y nadie tiene tu talento con las palabras. Cinco palabras tuyas harían que el mismo atardecer se detuviera.

Arrugó la frente.

—Eso no está mal, ¿sabes? —dijo pensativamente—. Quizá algo como «Tu belleza haría que el mismo atardecer se detuviera».

—¡Ja! ¿Lo ves? —exclamé—. ¡Tienes un don! ¡Yo nunca habría podido hacerlo solo!

—Prácticamente lo hiciste tú —repuso.

—No, ¡has sido tú, amigo mío! ¡Sabía que no me decepcionarías! ¡Eres un genio!

—Me estás adulando —dijo—. Pero no me molesta.

—Harías palidecer al mismo Shakespeare. Dos o tres fruslerías más como esa y quedaré para siempre en deuda contigo. Sé con qué facilidad te brotan de la lengua estas cosas. No te importa, ¿verdad?

—Veré qué puedo hacer —dijo con cierta reticencia.

—Eres un amigo de verdad, Henry. Gracias.

A estas alturas ya habíamos llegado a la aldea, y busqué a nuestro alrededor la casita de la viuda que Polidori había descrito.

—¿Es esa de allí? —preguntó Henry, señalando.

Ciertamente era una casa humilde, rodeada por un triste corral con pollos, cabras y un cerdo.

Desmontamos y atamos nuestros caballos.

—Bueno, acuérdate de nuestro plan —le dije a Henry.

Nos habíamos vestido con elegancia, porque queríamos resultar lo más convincentes posible.

Llamé a la puerta de la casa. Un perro ladró desde el interior; un bebé empezó a berrear. Se abrió la puerta y, ocupando casi todo el marco, apareció una mujer enorme con un gesto torcido de impaciencia en la cara.

—¿Puedo ayudaros?

—Usted debe de ser la señora Temerlin —dije.

—No, ya no lo soy —dijo, y resopló—. Ahora soy la señora Trottier.

Henry consultó el cuaderno que había traído de apoyo.

—Ah, sí, aquí veo la anotación. Perdone. Pero usted fue una vez la mujer del difunto Marcel Temerlin, ¿verdad?

—Lo fui —respondió con cautela.

Henry y yo nos miramos y sonreímos.

—Bueno, eso es una excelente noticia —dije—. Tenemos entendido que su difunto esposo era un cartógrafo de gran talento.

—¿Quién los ha enviado? —preguntó.

Henry y yo habíamos acordado previamente que no mencionaríamos a Polidori.

—Venimos en representación de los archivos de la ciudad, señora —dije, interpretando mi papel—. Los magistrados han encargado un completo reconocimiento geográfico de la república, y han enviado emisarios como nosotros para recopilar cualquier material que pueda resultar de utilidad histórica o práctica.

Al ver que dudaba, me saqué el monedero del bolsillo y lo hice tintinear con alegría.

—Estamos autorizados a pagar un precio justo por los materiales que consideremos oportunos.

—Están en un baúl en el granero —dijo—. Casi los quemé cuando él murió, de lo destrozada que me quedé.

—Debe de haber sido una pérdida terrible —dije.

—Me dejó con tres niños pequeños…

—Las penalidades habrán…

—Me hubiera gustado estrangularlo yo misma —se volvió y gritó—: ¡Ilse! ¡Vigila al bebé!

Nos condujo a través del corral hasta el granero. A juzgar por el olor, necesitaba una buena limpieza. Casi al fondo, en un armario bajo el pajar, nos enseñó un baúl pequeño y estropeado. Abrió la tapa. Dentro había varios cuadernos mohosos.

Henry y yo hicimos el teatro de hojear las páginas rápidamente, murmurando vaguedades entre nosotros.

—Creo que todo esto será de gran interés para los archivos —dije.

—Efectivamente —confirmó Henry.

—Siempre estaba metiéndose en empresas descabelladas para ese médico brujo, Polidori —dijo la mujer con tono sombrío.

—Me parece que le conocemos —dijo Henry con fingida inocencia.

—Lo tuvo buscando minerales y mohos en las cuevas. Entonces a mi marido se le metió en la cabeza que había diamantes, u oro, o las dos cosas, bajo las montañas —entrecerró los ojos—: No estarán ustedes enredados con este Polidori, ¿verdad?

—¡Válgame Dios, no! —dijo Henry—. Nuestro interés es puramente archivístico.

Durante un momento suavizó el ceño, y nos miró a Henry y a mí con preocupación maternal.

—No estarán tramando algo, ¿verdad? ¿Ir a explorar?

—Somos meros mensajeros, señora —dije, y para evitar su mirada empecé a contar las monedas de plata que iba sacando de mi monedero—. Nos gustaría llevarnos esos mapas, si le parece bien.

—Son todos suyos.

Se quedó contemplando las monedas conforme se las daba, apretándolas en la palma de su mano. No me había gustado el aspecto y el olor a pobreza que había en su casa, y le di más de lo necesario.

—Es muy amable por su parte, señorito —dijo ella, pero añadió, todavía con cierta reticencia—: Solo espero que no tenga la cabeza llena de paja, como mi difunto esposo. Esas cuevas matan. Eso es lo que hacen.

—Gracias, señora —contesté—. De verdad, muchísimas gracias.

Cargamos los cuadernos en nuestras alforjas, y ella nos contempló partir desde la puerta de su casa.

No hablamos durante varios minutos. Henry parecía intranquilo.

—¿Tú crees que fue Polidori quien lo envió a la muerte? —preguntó.

—Eso es demasiado drástico. Parece como si le hubiera prestado algunos servicios a Polidori, pero después emprendió sus propias aventuras.

—El hecho es que las cuevas son realmente peligrosas —dijo Henry.

—Pero no las exploraremos. Solo seguiremos su mapa hasta las pozas. Sabemos exactamente lo que estamos buscando. Lo encontraremos y volveremos.

Espoleé a mi caballo para que fuera al galope y puse rumbo a casa.

—¿Qué os parece este de aquí? —dijo Konrad.

Elizabeth, Henry y yo estábamos en su dormitorio después de cenar, y habíamos pasado las dos últimas horas en el suelo, enfrascados en los cuadernos y mapas de Temerlin, amarillentos a la trémula luz de las velas. Temerlin había sido un hombre lleno de energía. Parecía que había muy pocas cuevas, caminos, simas y grietas de glaciar que no hubiera explorado.

Konrad había desplegado un gran mapa del interior de uno de sus cuadernos. Nos acercamos con nuestras velas.

Era asombroso, casi aterrador, porque parecían los enrevesados garabatos de un loco muy metódico. Un simple pasadizo rápidamente se convertía en muchos, y mientras la mayoría de los desvíos e intersecciones estaban muy claros, a veces las líneas de tinta se perdían en la nada como si fueran desvaríos de una mente enferma.

—Supongo que esos eran los túneles que nunca terminó de explorar —dijo Henry, pasando el dedo por algunas de aquellas desapariciones fantasmagóricas.

—La abertura de aquí —dijo Konrad— está en las faldas de la montaña, no lejos de donde estamos, hacia el nordeste. ¿No es ahí donde Polidori dijo que estaría la entrada?

Asentí, y durante un momento nos quedamos en silencio mientras nuestros ojos recorrían aquellas interminables rutas subterráneas, sobrecogidos por el vasto laberinto escondido en el interior de nuestras montañas.

—La dirección general de los túneles parece ir hacia el noroeste, a las orillas del lago —dijo Elizabeth con emoción.

—¡Mirad aquí! —grité—. ¡Una poza!

La cavidad estaba señalada con claridad, mediante líneas onduladas de tinta azul. Dibujado rudimentariamente entre ellas había un pez.

—¡Tenemos nuestro mapa! —exclamó Elizabeth.

—Esperemos que de verdad sea un mapa —dijo Konrad— y no pintarrajos imaginarios.

Miré a Elizabeth, esperando que interpretara este comentario como una muestra de cobardía.

—No vengas si tienes dudas —dije.

Hojeé los comentarios garabateados en el libro que contenía el mapa. Al parecer hizo una crónica detalladísima de aquella exploración. No debería costarnos trazar nuestra ruta.

—Y luego haremos una lista de las cosas que necesitaremos —dijo Konrad.

—Yo ya he empezado —me sentí muy orgulloso de mí mismo. Tendría que estar ojo avizor si quería seguir dirigiendo esta búsqueda. Saqué de mi bolsillo un pequeño cuaderno.

Konrad se rio.

—¿Cómo podías saber qué íbamos a necesitar si acabamos de descubrir ahora nuestra ruta?

Sonreí.

—Vamos a bajar a las profundidades de la tierra para capturar un pez. El equipo que nos hará falta es evidente: faroles, agua y comida para mantenernos con fuerzas. Sin duda habrá agujeros y grietas glaciares. Necesitaremos una buena cuerda. E instrumentos de alpinismo.

—¡Instrumentos de alpinismo! —exclamó Henry.

—Puede haber descensos abruptos —dijo Konrad sabiamente.

—Tiza para marcar nuestra ruta y que podamos regresar —añadí.

—¡Qué sensato! —dijo Elizabeth—. ¿O un ovillo de hilo como Teseo en el laberinto del Minotauro?

—El hilo se rompe —dije.

—La tiza se puede borrar —rebatió Konrad.

—Estás suponiendo que haya alguien allí abajo que nos desee algún mal —dije.

—Víctor, no bromees —dijo Elizabeth—. Me has provocado un escalofrío.

—Y a mí —añadió Henry.

—No estoy bromeando —dije—. También necesitaremos nuestras cañas y aparejos de pesca. Y armas.

—¿Armas? —preguntó Konrad—. ¿Para capturar un pez?

—A lo mejor. Pero puede que un pez no sea lo único que nos encontremos en las profundidades. Ya nos cogieron desprevenidos en el Sturmwald, y a mí no me volverá a ocurrir.

No tardamos en darle las buenas noches a Konrad. Henry se fue camino de su cuarto, y Elizabeth y yo tomamos el sentido opuesto. Recorrimos juntos el pasillo en silencio. Prácticamente me había estado ignorando todo el día, y yo ya no podía soportarlo más.

—No le habrás dicho a Konrad lo de nuestra cita a medianoche —susurré.

—No fue ninguna cita —repuso Elizabeth con aspereza—, fue un engaño. Y deberías estar agradecido de que no le dijera nada de tu vergonzoso comportamiento. Te portaste como un canalla, pero a pesar de todo, no quiero estropear el amor fraternal que os tenéis.

Sentí un remordimiento momentáneo, pero por lo menos ahora sus ojos estaban fijos en mí… sus preciosos ojos de color avellana. No lo comprendía, pero su rostro enfadado y sus palabras me atrajeron todavía más hacia ella.

—Y espero que tú tampoco le digas nada —añadió.

—Por supuesto que no —dije. Con un estremecimiento de emoción me di cuenta de que teníamos un secreto—. Quizá no se lo hayas dicho porque te gustó nuestro beso —dije con atrevimiento.

Me miró amenazadoramente.

—Cogiste lo que no era tuyo, Víctor.

Se apartó de mí, pero la tomé de la mano.

—Lo siento —dije—. Es que… no pude controlarme.

Se detuvo, dándome todavía la espalda.

—Ya no me entiendo a mí mismo —dije con voz entrecortada—. Lo que siento por ti…

Cuando se dio la vuelta, su rostro era bondadoso.

—Víctor —dijo—, no debes enamorarte de mí. Amo a Konrad.

—¿Desde cuándo? —pregunté.

—No lo sé —respondió pensativa—. Medio año. Quizá más.

—¿Por qué a Konrad y no a mí? —espeté, y al instante me sentí como un idiota infantil.

Alzó las cejas, sorprendida. Continué, entre dientes:

—Somos iguales, después de todo.

Se rio con desenfado.

—No, no sois iguales.

—¡Anoche no pudiste diferenciarnos!

—Vuestro aspecto puede serlo, estando totalmente a oscuras. Pero vuestro carácter es muy distinto.

—¿Cómo? —pregunté, ansioso por saber cómo me veía.

Suspiró.

—Tú eres impulsivo y testarudo, y arrogante.

—No siempre —dije, más humilde ahora—, seguro que no.

Suavizó un poco la voz.

—No. No siempre. Pero hay una pasión en ti que me asusta.

—Creía que las mujeres anhelaban la pasión —dije—. Lo leí en una novela, creo.

Se acercó a mí y me cogió las dos manos:

—Víctor, yo siempre te voy a querer…

—… como a un hermano. Sí, lo sé —dije con tono cáustico—. No me interesa esa clase de amor.

—Bueno, pues a mí sí —dijo ella—. Y a ti debería interesarte también. Tiene mucho valor.

Resoplé.

—Por favor, no me insultes.

Negó con la cabeza, verdaderamente apenada. Continué, exaltado:

—Si no puedo tener todo tu amor, no quiero nada de él.

—No puedo dominar tu voluntad, Víctor —dijo, y vi asomar un destello de su propia furia de gato salvaje—. Solo tú puedes hacerlo. Y a veces me pregunto si tienes la disciplina suficiente.

—Espera, no te marches —dije.

Pero en esta ocasión no se paró y me dejó solo en el pasillo, con los retratos de mis antepasados mirándome desde arriba con severidad; todos menos uno.

—¿A qué le estás sonriendo tan contento, Hans Frankenstein? —gruñí, y caminé sin ganas hacia mi dormitorio.

Midiendo la cantidad exacta, ni un gramo más. Moliendo los ingredientes hasta convertirlos en un polvo fino. Buscando la zona más caliente de la llama. Observando cómo se licuaba el polvo y cambiaba de color. Contemplando la transmutación de la materia.

Los olores tóxicos agudizaron mi concentración, y los minutos y las horas se disolvieron, de lo absorto que estaba en mi trabajo. Nunca había llegado a tal estado de concentración en mis tareas escolares.

Era también la evasión que deseaba. Ahí, en mi laboratorio calabozo debajo del cobertizo, podía expulsar a Elizabeth de mis pensamientos. Me había pasado gran parte de los dos últimos días en él, siguiendo las instrucciones de Eisenstein para crear el fuego sin llama. A un paso del éxito, ya sentía la emoción del triunfo.

No escuché los pasos hasta que estuvieron casi en mi puerta. Me giré con consternación. No había nada que pudiera hacer para ocultar mi trabajo. Recipientes de mezclas, matraces burbujeantes y todo tipo de aparatos recubrían la mesa. Y yo mismo, con la camisa arremangada y la frente cubierta de hollín… debía de parecer medio loco.

Konrad asomó, tapándose la nariz con la mano.

—¿Qué rayos es ese diabólico olor?

Suspiré.

—¡Menos mal! Pensaba que eras padre.

—Tienes suerte de que él y madre estén todavía fuera.

—¿Huele dentro de casa? —pregunté asustado.

—No. Solo capté un tufillo desde el embarcadero —se acercó—. Así que es aquí donde has estado desaparecido los últimos días… ¿Qué estás tramando?

—Algo que nos ayudará cuando exploremos las cuevas.

Me habría gustado sorprenderlos a todos, y ahora que se me había pasado la sensación de alivio, me acometió a la vez un sentimiento de fastidio y de decepción.

—¿Todo esto es… orina? —preguntó Konrad, mirando varios cubos que había en el suelo.

—Sí.

—Ya veo. ¿Tuya?

—Bueno, no toda, claro —respondí—. La mayoría es de los caballos.

—Qué considerado por su parte, habértela dado.

Me miró y sonrió. Le devolví la sonrisa. Entonces le entró la risa, y no pude evitar dejarme llevar. Era una risa despreocupada, incontrolable, y mientras la disfrutaba, me hizo pensar en lo poco que Konrad y yo nos habíamos reído juntos durante el último mes. Pero esta vez… era tan divertido como solía ser.

Fui hacia él y lo abracé con fuerza.

—¿Crees que estoy loco?

Se enjugó los ojos.

—Todavía no. Cuéntame qué estás haciendo.

—Bueno —dije—, primero era necesario hervir la orina hasta reducirla a un concentrado.

—Obviamente —se llevó las manos a la espalda e inspeccionó mi mesa como un profesor presuntuoso.

Era difícil no echarse a reír otra vez.

—Y después de eso tuve que convertir el concentrado en una forma gaseosa…

—¡Forma gaseosa! ¡Excelente! —dijo él—. Por cierto, me gusta lo que has hecho con esos ricitos de cristal.

—Me permiten pasar el gas a través del agua para crear… Bueno, no quiero decírtelo todavía. Pero te vas a asombrar.

—Sin duda. ¿Dónde has aprendido todo esto?

—Eisenstein —dije, señalando el libro verde de la mesa.

—Es de la Biblioteca Oscura, ¿verdad?

Asentí.

—Esperemos que padre no revise las estanterías. ¿Cómo puedes soportar el olor?

—He dejado de notarlo.

—Venga. Necesitas algo de aire fresco, hermanito. Henry y yo queremos ir a remar al lago. Solicitamos tu compañía.

Al mirar cómo me sonreía sentí una punzada de culpa. Le había robado el beso de Elizabeth. Me había dejado llevar por la envidia y la mezquindad. Era un completo canalla.

—Pronto —prometí—. Ya casi he terminado. Prepara el bote y me encontraré con vosotros en media hora.

—Pero ¿está ya lo bastante fuerte para eso? —preguntó madre preocupada al día siguiente durante la comida.

Les acabábamos de contar a nuestros padres el plan de subir a caballo a las faldas de la montaña.

Nuestro padre contempló a Konrad, que estaba comiéndose su salchicha y rösti de patata con gran entusiasmo.

—Míralo, Caroline, está rebosante de salud. No veo ninguna razón para que no se vayan mañana de excursión.

Konrad tenía verdaderamente buen aspecto. Había recuperado casi todo el peso perdido y ya no tenía el rostro demacrado.

—No será cansado —dije, echándome algo más de zumo de manzana—. Solo pretendemos pescar un poco, pasear por las colinas y hacer un tranquilo picnic.

—Y es el último día que Henry estará con nosotros —les recordó Konrad, ya que el señor Clerval había vuelto de su viaje—. Será nuestra celebración de despedida.

—Y si Konrad se cansa demasiado —dijo Elizabeth—, se puede reclinar sobre una manta como un sultán y le daremos uvas y le abanicaremos.

Nuestra madre suspiró.

—Muy bien, siempre que prometáis que volveréis antes de que se haga de noche. Henry, tú eres el más juicioso de todos. Te hago responsable de que vuelvan todos sanos y salvos.

—Le doy mi palabra, señora Frankenstein —dijo él.

—Gracias, madre —dijo Konrad—. Y ahora, para demostraros que estoy en forma, voy a darle una paliza a Víctor en esgrima.

—Ni lo sueñes —dije.

—¡Tocado! —exclamó Konrad.

—Un punto para ti —jadeé mientras volvíamos a nuestras posiciones iniciales.

No era una competición formal esta vez, estábamos exclusivamente nosotros dos en la armería. Konrad había querido hacer un solo asalto —el primero desde su enfermedad— para ver en qué forma estaba. ¡Y el condenado iba ganando! Tres tocados contra mis dos.

En garde! —dije, preparando mi florete.

Allez! —gritó Konrad, y empezamos a hacer un círculo, cambiando de posición.

Me tocaba atacar a mí y le contemplé como un halcón, sabiendo que necesitaba tres tocados más para ganarle.

—Eres muy bueno, Víctor —dijo Konrad.

—Sin mi compañero de costumbre, no he podido entrenar —repuse.

Recordé nuestro último combate. Mi victoria había sido falsa, en realidad, ya que estaba enfermo.

—Hay algo que tengo que decirte —dijo Konrad—. Me está dando cargo de conciencia escondértelo durante tanto tiempo. Tú y yo no deberíamos tener secretos.

—¿Cuál es tu secreto? —me alegré de tener oculta la cara.

—Estoy enamorado de Elizabeth.

—¿Lo estás? —bajé el florete, como si me hubiera sorprendido, y después arremetí con un fondo. Él me paró débilmente y quedó desprotegido ante mi réplica. Hice diana en su tripa.

—Bien hecho —dijo, retirándose.

Ya estábamos empatados.

—¿Lo sabías? —me preguntó mientras retrocedíamos y nos preparábamos para reanudar el combate.

—Tenía un presentimiento —dije con cautela—. ¿Y ella corresponde a tus sentimientos?

—Completamente.

Solo esa palabra suya me asestó una puñalada más dolorosa que ningún florete.

—Pero ¿cómo…? ¿Cuándo ha pasado esto? —aún seguía sin entender cómo no me había dado cuenta de aquello.

—Los domingos, cuando la llevaba a misa.

Asentí. Durante años, aquello les habría proporcionado tiempo de sobra para estar solos. Mi siguiente comentario estaba cargado de resentimiento.

—Aunque es raro, ¿no crees? Ha crecido con nosotros como una hermana…

—Pero no es nuestra hermana, solo una prima lejana.

—Es verdad, pero ¿no te resulta algo un poco… sucio?

Nos miramos mutuamente con recelo, con las armas preparadas.

—Ni lo más mínimo —dijo—. En garde.

—Me pregunto qué les parecerá a madre y padre —cavilé.

—Oh, yo creo que madre sabe perfectamente bien lo que Elizabeth y yo sentimos el uno por el otro.

—¿Se lo has dicho a ella… y a mí no?

Hizo un fondo, que paré rápidamente.

—Se había dado cuenta —dijo Konrad—, no tuve que confesárselo. Y estaba muy contenta al respecto. Dijo que había deseado durante mucho tiempo, y también padre, que Elizabeth algún día fuera al altar con uno de nosotros, y que pasara a formar parte de nuestra familia para siempre.

—¿Quieres casarte con ella con quince años? —exclamé.

—Cuando seamos mayores, por supuesto.

—Por lo que he oído —dije—, las pasiones juveniles a menudo son pasajeras. Ambos podéis cambiar de sentimientos en pocos años.

—Escúchate… ¡el que nunca ha estado enamorado!

—¿Cómo lo sabes? —dije con frialdad.

Nuestras hojas chocaron y, antes de que Konrad pudiera retirarse, ya le había dado en la chaquetilla.

—Tocado —dije.

—Estás lleno de fuego —replicó—. Bien hecho.

Nos separamos una vez más, resoplando.

—Entonces, ¿te has enamorado? —quiso saber Konrad—. ¿De quién? ¡Suéltalo!

—Es asunto mío.

—Tú y yo no tenemos secretos.

—Tú te has guardado el tuyo —dije—, y durante bastante tiempo.

—Bueno, unos pocos meses quizá, no más.

Eso no era lo que Elizabeth me había contado, pero no dije nada. No sería tan imprudente, todavía.

—Uno de nosotros —murmuré.

—¿Qué?

—Tú dijiste que el deseo de madre era que Elizabeth se casara con uno de nosotros. ¿No es así?

—Sí. ¿Por qué?

—¿No tenía ninguna preferencia?

Konrad bajó la guardia durante un momento, pero fue lo bastante veloz para parar mi fondo.

—¿Y si… —resollé— tú y yo amáramos a la misma persona? ¿Y si yo amara también a Elizabeth?

Hicimos un círculo, desconfiados.

—Pero no la amas.

—Imagina que sí.

Se encogió de hombros.

—Sería una desilusión para ti. Porque me ama a mí.

Movido por la rabia, hice un fondo con torpeza. Apartó mi espada de golpe y me tocó.

—Punto —dijo—. Estamos empatados. En garde.

Allez —dije—. ¿Estás seguro de que ella solo podría quererte a ti? ¿De que eres mucho mejor que yo?

—Víctor, yo no he dicho eso.

—Pero lo piensas.

—¿Por qué estás tan enfadado?

—Porque la gente siempre te querrá más a ti —dije—. Tú eres… más encantador. Y más bueno también, sin duda.

Se rio.

—A mí no me lo ha parecido nunca —nos fuimos tanteando, adelante y atrás.

—No es verdad que quieras a Elizabeth, ¿no? —preguntó.

—No —mentí.

Konrad hizo un fondo y logró el tocado de la victoria, justo en mi corazón.

Suspiró, levantándose la careta.

—Qué alivio. Un magnífico combate. Pero sigo sin estar en forma todavía. Debemos hacer esto más a menudo.

Mi hermano me había ocultado un secreto, y ahora yo le escondería otro.

«Elizabeth será mía».