—Me preguntaba qué habría sido de ustedes —dijo Polidori la mañana siguiente, mientras nos conducía a su salón—. ¿Cómo se encuentra su hermano?
—Está mucho mejor —respondí.
Era yo quien me sentía fatal. Me había costado una eternidad conseguir dormir, dándole vueltas y más vueltas a Konrad y Elizabeth en el pianoforte. Konrad tocándola. Las mejillas encendidas de Elizabeth. Al amanecer, cuando me forcé a salir de la cama, estaba completamente hecho polvo.
—Bueno, qué excelente noticia, la de su hermano —dijo Polidori. Se giró en su silla de ruedas y sonrió—. ¿Quieren abandonar la empresa, entonces?
Su expresión era tranquila, paciente, pero me fijé en que Krake parecía estar mirándome con mucha intensidad.
—No —respondió Elizabeth—. Nos gustaría mucho continuar.
—¿Están seguros? —preguntó Polidori.
Asentí.
—El médico dice que la enfermedad puede volver.
—Ya veo. Lamento mucho oír eso.
—Recibió el liquen, espero —dijo Henry.
—En efecto. Antes de amanecer, esa misma madrugada.
—¿Es suficiente? —preguntó Elizabeth, inquieta.
—Es más que suficiente. Respecto al segundo ingrediente, la traducción ha resultado endiabladamente difícil. Pero anoche la descifré. Vengan.
Una vez más nos llevó por el maloliente pasillo hacia el ascensor. Krake tuvo que volver a quedarse al otro lado del umbral, con una expresión bastante ofendida en su rostro.
—Krake es muy listo —dije—. ¿Cómo consiguió encontrarnos en el Sturmwald?
Polidori empezó a bajarnos hacia los sótanos.
—Señor, ¿no sabía usted que en muchas mitologías el lince es conocido como el Guardián de los Secretos del Bosque?
Se me puso la carne de gallina. Una pequeña pero insistente parte de mí se había estado preguntando si las sorprendentes habilidades de Krake se podían explicar meramente por la inteligencia animal.
—¿De veras? —dije—. El Guardián de los Secretos del Bosque.
—Así es. Hay descripciones de la época medieval sobre cómo el lince podía cavar un agujero, orinar en él, cubrirlo de tierra… y en un periodo de varios días producir una piedra preciosa. Un granate, de hecho. Algunos también pensaban que el lince era capaz de ayudar en la clarividencia y la adivinación.
El alquimista se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Pero todo eso es pura fantasía, señorito.
—Ah —dije, aliviado y decepcionado a la vez.
—Krake sencillamente está muy bien adiestrado. Confieso que durante su infancia lo alimenté con plantas y aceites conocidos por estimular las facultades mentales de los humanos. Así que puede ser más inteligente que la mayoría de su especie, pero en cuanto a cómo los encontró a ustedes en el Sturmwald, yo sabía que estarían allí al llegar la luna nueva, así que dejé salir a Krake esa noche y le dije que los buscara.
—Increíble —comentó Elizabeth—. ¡Entiende lo que le dice!
—Bueno, digamos que el sentido del olfato de un lince es muy fino. Los encontró gracias a su olor.
—Nos salvó de unos cuantos buitres barbados —dijo Henry.
Polidori levantó la vista sorprendido.
—¿En el mismo árbol donde estaba el liquen?
—Tenían un nido —dijo Elizabeth—. Tres de ellos.
Parecía verdaderamente consternado.
—Caballeros, señorita, siento que su tarea haya resultado tan ardua. Los quebrantahuesos son criaturas pavorosas.
—Bueno, nos las arreglamos —dijo Henry.
—No dudaba de que así sería —dijo Polidori—. Ya estamos aquí.
Después de encender unas cuantas velas por el laboratorio, Polidori nos llevó a un escritorio sembrado de libros, plumas y tinteros. Deduje que ahí era donde estaba haciendo su traducción.
Levantó un trozo de pergamino, echándole un vistazo a través de sus anteojos.
—¿Qué lenguaje es ese? —pregunté, al tiempo que miraba por encima de su hombro.
Polidori bajó el papel con una sonrisita.
—Es mi propia letra. Pero tiene razón. Es ilegible, incluso para mí a veces. Bueno, aquí está la traducción. Hay un largo preámbulo (no teman, no lo leeré) y después la cosa en sí que deben conseguir —levantó la vista—: Un Gnathostomatus.
—¡Madre mía! ¿Qué es eso? —preguntó Elizabeth.
—Gnathostomatus —murmuré, abriendo frenéticamente todos los cajones de mi cabeza, rebuscando en su contenido, intentando recordar mis clases—. ¿Viene del griego? ¡Ja! Gnathos es «mandíbula». Stoma: «boca». Es un grupo de animales… vertebrados con mandíbula, ¿verdad?
Miré de soslayo a Elizabeth, deseando ver admiración en sus ojos, y no me decepcionó.
Polidori asintió.
—Muy bien. Les han enseñado bien. ¿Quién es su profesor?
Aparté la mirada, con nerviosismo.
—Oh, un anciano muy sabio que contrataron nuestros padres.
—Una criatura con mandíbula —dijo Henry, incómodo—. Es bastante vago.
—Cierto, pero el texto se vuelve más específico, verán. La criatura que buscan es la más antigua de su linaje. Es una criatura acuática. El celacanto. ¿Han oído hablar de él?
Yo desde luego, sí, y se me cayó el alma a los pies.
—Entonces nuestra misión ha llegado a su fin —murmuré—. Hasta aquí hemos llegado.
—¿Por qué? —dijo Elizabeth, volviéndose hacia mí preocupada—. ¿Por qué dices eso, Víctor?
Solté una amarga carcajada.
—Ah, esa clase te la perdiste.
—La criatura se extinguió —dijo Henry, ya que él también había oído la lección de mi padre y contemplado el grabado de un espécimen fosilizado—. Nadaba junto a los terribles lagartos, hace millones de años, pero no ha sido visto con vida durante siglos.
—Seguro que tiene que haber en algún sitio… —empezó a decir Elizabeth, esperanzada.
—Busca por el mundo —dije—. No lo encontrarás.
Habíamos arriesgado nuestras vidas en las alturas del Sturmwald para obtener el liquen lunar. Qué cruel que nuestras ilusiones se hicieran pedazos tan fácilmente.
—Se desanima usted muy pronto, caballero —dijo Polidori.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Se ofrece algún ingrediente alternativo?
—No —respondió el alquimista—, pero el celacanto no está extinto. Es un taxón Lázaro.
Aquello no significaba nada para mí, y paseé la mirada de Henry a Elizabeth con perplejidad. Para mi sorpresa, Elizabeth estaba sonriendo.
—Víctor —dijo—, qué poco has leído la Biblia. Lázaro fue el hombre al que Jesús levantó de entre los muertos.
—Sí —dijo Polidori—. «Taxón Lázaro» es el nombre que los eruditos han dado a las especies que se creían extintas. Pero después, ¡quién lo iba a decir!, se encontró uno en las Indias Orientales, o en la costa de África.
—¿Debemos viajar tan lejos? —dije, desanimado, pero preguntándome ya cómo podíamos emprender ese viaje.
—El lago de Ginebra bastará —dijo Polidori.
—¿Está hablando en serio? —pregunté.
—Ciertamente —dijo—. Conozco a un pescador que ha visto uno.
—¿Confía en ese hombre? —preguntó Henry.
Polidori asintió.
—Y os enseñaré por qué —rápidamente condujo su silla hasta un armario grande. Lo abrió y con ambas manos extrajo una vitrina larga de cristal. Dentro había un extraordinario pez azul, de más de medio metro de longitud, con muchas aletas.
Me dio un vuelco el corazón, y oí cómo Henry tomaba aire sorprendido, porque era la misma imagen del grabado que nos había enseñado mi padre.
—¿Por qué no nos ha dicho que ya tenía uno? —exclamé.
—Porque este no nos sirve —respondió Polidori con tanta aspereza que me sentí reprendido—. Lleva dos años muerto. Se ha secado —le dio una palmadita al pergamino en su regazo—: Lo que se necesita de esta criatura es el nauseabundo aceite que desprende cuando está vivo. Hace que el pescado sea incomible. A los pescadores no les sirve para nada. Pero los aceites de la cabeza del pescado contienen las sustancias nutritivas y milagrosas que requiere el elixir.
—¡Viven en nuestro propio lago! —gritó Elizabeth, mirándome feliz y tomándome de las manos.
—Me han dicho que pueden crecer hasta casi dos metros de longitud —dijo Polidori—. Son criaturas poderosas. Este mío de aquí es pequeño. Un bebé. Y donde hay bebés, hay también adultos que los hacen.
—¡Vayamos enseguida! —dijo Elizabeth—, ¡fletemos un barco con redes!
—No será tan fácil —dijo Polidori con seriedad—. Cuando hablé con el pescador, dijo que este era el único de su especie que se había visto en cincuenta años. Normalmente no dejan que las redes los capturen. Viven en las profundidades. Ansían el frío. Y la oscuridad. Podríais pescar durante meses y años sin atrapar ninguno.
—Entonces iremos más profundo —dijo Elizabeth con voluntad de hierro—. Encontraremos a este pez dondequiera que viva.
—¿No podemos simplemente enviar a Krake para que nos consiga uno? —dijo Henry con una risilla débil.
—Hay campanas de buceo que pueden llevar a un hombre a gran profundidad —dije, pensando en voz alta.
—Puede que eso no sea necesario —dijo Polidori.
Todos le miramos con expectación.
—Estos peces temen tanto la luz del día que ni siquiera el fondo del lago es demasiado oscuro para ellos. Existen, según me han contado, estrechas fisuras que conducen a cuevas subterráneas, pozas donde ellos se refugian.
—Pero encontrar esas pozas subterráneas… —empezó a decir Henry, arrugando la frente.
—Sería casi imposible —interrumpí—, a no ser que hubiera otra entrada a través del suelo.
—Exactamente —dijo Polidori—. Las montañas que rodean nuestro gran lago están pobladas de cuevas laberínticas. Llegan muy profundo.
—¿Alguien que usted conozca ha hecho tal descenso? —preguntó Elizabeth.
—Así es —respondió Polidori—, pero ya ha muerto.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Henry, nervioso.
—Viajó demasiado a las profundidades —dijo Polidori—. Era un explorador, un cartógrafo —se detuvo y me miró a los ojos—. Pero creo que su viuda todavía vive a las afueras de la ciudad.
—Entonces tenemos que ir a visitarla —concluí.
Polidori nos acompañó de vuelta al piso de arriba y, cuando ya salíamos de su tienda, me llamó.
—Señorito, un comentario, si me lo permite. No ignoro el hecho de que estas son tareas difíciles —dijo Polidori con amabilidad—. Y sé que mi ayuda es limitada. Pero tengo algo que podría… digamos… iluminar un descenso bajo tierra.
—Muchísimas gracias —dije, curioso por saber lo que era.
—Creó con éxito la visión del lobo, ¿verdad?
—Lo hice.
—No dudaba de que así sería —pareció analizarme por dentro. No pude evitar sentir que quedó satisfecho con lo que vio—. Y adivino que, junto a Agrippa y Paracelsus, puede tener otros libros más prácticos a su alcance —le miré, preguntándome si iba a preguntar por ellos—. Si es así —continuó—, podría interesarle consultar a Eisenstein, en caso de que quiera poner a prueba sus habilidades una vez más.
De nuevo en la Biblioteca Oscura a la hora de las brujas.
Había intentado dormir, pero cada vez que cerraba los ojos veía a Elizabeth, e imaginaba que era yo y no Konrad quien la tocaba. Acariciaba su mejilla y después me inclinaba para besarla en la boca… Y no pude soportarlo más, así que salí de la cama apresuradamente, con la necesidad de distraer mi cabeza… y contento de tener una tarea a la que entregarme.
En la biblioteca pasé casi una hora examinando volúmenes polvorientos, hasta que encontré el que buscaba, un libro fino y verde que solo tenía la inicial roja E grabada en el lomo.
Ludvidicus Eisenstein.
Para gran alivio mío, el texto estaba escrito en inglés. Empecé a pasar las páginas, delicadas como telarañas, sin saber bien qué estaba buscando. Leí por encima los títulos, sorprendido por lo banales que parecían:
«El análisis de los minerales».
«Las propiedades de las tinturas».
«Temperaturas ideales para cocer cerámicas».
«Preparación del salitre».
«Un elixir para amantes».
Mis ojos se demoraron en esta última página, recorriendo la lista de ingredientes. Pero me obligué a seguir adelante, y pronto llegué a una titulada: «Preparación del fuego sin llama».
La leí. Aquello debía de ser lo que Polidori quería que encontrara. Una fuente de luz inextinguible en la oscuridad. Me había elegido a mí. Percibió que yo tenía una aptitud especial, que podía crear esta sustancia yo solo.
La cara que se le quedaría a Konrad cuando la contemplara.
La admiración de Elizabeth.
Me guardé el libro bajo la bata, volví a mi dormitorio y dormí profundamente.
«Soy un ladrón».
Por la tarde Elizabeth le dejó a Konrad un mensaje secreto… y lo robé. De pura casualidad, yo pasaba junto a la biblioteca y a través de los cristales emplomados de la puerta vi cómo metía un pedazo de papel doblado en el jarrón oriental. Cuando se dio la vuelta para mirar con disimulo a su alrededor, me aparté a toda prisa de la ventana. Corrí por el pasillo, doblé una esquina y esperé hasta que la oí cerrar la puerta al salir. El sonido de sus pisadas se fue alejando poco a poco.
Volví a la biblioteca. La nota estaba en el fondo del jarrón.
No era para mí, pero la saqué y me la metí en el bolsillo.
Como me remordía la conciencia, no la leí enseguida. Pero mientras me cambiaba de ropa para cenar, la curiosidad y los celos pudieron conmigo. Desdoblé el papel.
Decía: «¿Te encontrarás conmigo a medianoche en la biblioteca?».
Más tarde, me quedé desvelado en la cama. Las campanas de la iglesia dieron las once. No sabía qué debía hacer.
«Estoy mintiendo».
«Sé exactamente lo que haré».
Vi su silueta negra junto a la ventana que daba al lago. No llevaba ninguna vela, y la luna y las estrellas se hallaban cubiertas por las nubes, así que la habitación estaba muy oscura.
Noté cómo me corría por las venas el mismo deseo animal que había sentido por ella en el Sturmwald, cuando éramos los dos lobos. Me acerqué. Éramos sombras el uno para el otro. Ni siquiera podía verle los ojos. Sentí cómo su mano cálida tomaba la mía, y se me aceleró el corazón.
—Anoche soñé con nuestra noche de bodas —dijo.
Imité la risa de Konrad, para disimular mi sorpresa. ¿Ya estaban hablando de matrimonio? ¿Cuánto tiempo había estado tan estúpidamente ciego?
—Cuéntamelo —susurré, y le acaricié el cabello.
Había visto a Konrad hacerlo, así que yo también podría. De pequeño, había tocado el pelo de Elizabeth muchas veces, para tirar de él, casi siempre. Pero esta era la primera vez que lo acariciaba. Su melena dorada era tan suave… y a la vez tan abundante y rizada. Tenía carácter y era incontrolable… un complemento perfecto a su personalidad.
—¿Cuántos años teníamos? —me atreví a preguntar, deseando que mi voz no sonara muy distinta de la de Konrad. No tenía por qué preocuparme. Ella quería y esperaba a Konrad, así que era a él a quien tenía delante. Ni siquiera yo me sentía apenas yo mismo. En la oscuridad podía ser quien quisiese.
—No éramos mucho más mayores que ahora —susurró Elizabeth—. Quizá tuviéramos veinte años.
Me sonrojé en la oscuridad al pensar en nuestra noche de bodas y el placer que nos depararía. Pero entonces mis pensamientos se agriaron, porque no iba a ser mi boda. Debería haberme alegrado de imaginar a Konrad, vivo y completamente recuperado de su enfermedad. Pero la idea de él casado con Elizabeth me resultaba horrible. Y las palabras que ella dijo a continuación aumentaron mi sufrimiento.
—No he sido nunca tan feliz como en ese sueño —dijo—. Lo veía todo tan claro… El interior de la capilla. La luz cayendo a través de las vidrieras de colores. Mi vestido. Podría describir cada detalle… pero no te preocupes. Sé que te morirías de aburrimiento. Víctor era tu padrino, y madre y padre estaban allí, y Henry, Ernest y el pequeño William. Lo vi todo, tan gráficamente como un cuadro, y lo sentí todo, como si lo hubiera vivido de verdad.
»Pero hubo algo más —su voz ahora sonaba preocupada. Me tocó con la otra mano, que tenía helada—. Mientras estábamos en el altar, antes de que nos unieran para siempre, mi felicidad se empañó con una espantosa sensación de horror. Y oí una voz… —sus palabras se fueron apagando.
—No te preocupes —murmuré—. No me lo cuentes si te hace sentir mal.
—Era una voz terriblemente maligna, una voz que jamás había oído antes, y que decía: «Estaré a tu lado en tu noche de bodas».
Me estremecí ante aquella frase, tan cargada de amenaza.
Apoyó la cabeza en mi pecho.
—Ahora tienes tanta salud… No puedo creer que pudieras estar de otra manera. Debes vivir. Me mataría que…
—Shhh… No pienses en ello. Pero —añadí, osadamente— piensa cuando quieras en nuestra noche de bodas.
—¡Konrad! —susurró ahogando un grito.
Sabía que era arriesgado, pero no podía resistirme a ella por más tiempo. Tomé su barbilla con la mano y acerqué su rostro hacia el mío. En la oscuridad, como siguiendo un mismo instinto, nuestros labios se encontraron. Una luz me abrasó por dentro. Me estremecí de pasión, completamente sorprendido por el ardor con que sus labios se movían contra los míos.
No era su primera vez.
Ella y Konrad habían hecho esto antes.
Aunque estaba robando la pasión de otro, quería más… Pero entonces, me dejé llevar por los celos y Elizabeth se separó de mí con un gemido.
—¿Qué pasa? —susurré, aunque sabía lo que había hecho.
—¡Me has mordido! —dijo.
—Ha sido… un arrebato de pasión. Elizabeth, lo siento mucho. ¿Te he hecho sangre?
Sabía también la respuesta a eso, porque tenía el leve sabor a hierro de la sangre en mi boca. Y por perverso que fuera, disfruté su delicioso sabor. Tenía su sangre dentro de mí. La sangre de mi amada.
—Toma mi pañuelo —dije con la voz quebrada.
Me tocó la cara con los dedos inquisitivamente y di un paso atrás.
—¿Konrad? —preguntó, como si no estuviera del todo segura.
—¿Quién iba a ser si no? —dije, intentando parecer un poco molesto—. Pero deberíamos separarnos. Todavía me siento sin fuerzas.
—Sí, claro, descansa. Yo esperaré aquí un poco más, para que no nos vea juntos ningún sirviente.
Apreté su mano por última vez y abandoné rápidamente la biblioteca, apresurándome por el pasillo mal iluminado hasta mi cuarto.
Al día siguiente en el desayuno me senté frente a Konrad y acababa de empezar a comer cuando Elizabeth entró resuelta en la sala.
—Se te debe de haber caído esto, Víctor —dijo con indiferencia. Al pasar junto a mi silla, tiró en mis piernas un pañuelo. En él había una mancha con su sangre.
Y junto a ella, mis iniciales: V. F.
Qué estúpido había sido.
Elizabeth lo sabía.
No me miró a los ojos en todo el desayuno.
Pero no me arrepentí ni por un segundo de haber robado aquel beso.