CAPÍTULO 7
TRANSFORMACIONES MILAGROSAS

Me desperté con el ruido de una sirvienta trasteando por mi habitación. Las cortinas de mi cama estaban aún corridas, pero la oí abrir las contraventanas y preparar mi jofaina de agua fresca y mi té. Esperé a oír cómo recogía mi orinal y se iba.

Pero en lugar de eso, la escuché sentarse con un suspiro de satisfacción y empezar a silbar. Fruncí el ceño. ¿Qué estaba haciendo? Después oí cómo vertía una taza de té, ¡y el tintineo de la porcelana mientras le daba un sorbo! Éramos una casa liberal, pero aun así, ¡aquello era llevar las cosas demasiado lejos!

—¿Vas a quedarte ahí tumbado todo el día, marmota holgazana? —me preguntó ella.

Solo que no era «ella». Era «él», y conocía su voz tan bien como la mía propia. Abrí de golpe las cortinas y me asomé.

Con una camisa de dormir blanca, mi hermano gemelo estaba sentado tranquilamente al sol, bebiéndose mi té.

—¡Konrad! —exclamé, y luego sentí un mareo y temí que solo fuera un sueño—. ¿Konrad?

—¡Por todos los cielos, Víctor! —dijo—, ¡parece que hubieras visto un fantasma!

Sonrió y de pronto el miedo, como un hechizo, se rompió. Salí de la cama de un salto y corrí hacia él. Se puso en pie para recibirme y nos arrojamos el uno en los brazos del otro.

—¿Ya estás curado? —grité.

—Por lo menos, estoy mucho mejor —respondió.

Bajo su camisa de dormir sentí sus huesos. Retrocedí para mirarle. Su cara estaba todavía demacrada, pero su piel ya no tenía aquel aspecto como de papel, y en sus mejillas había un toque de color.

—Se te ha pasado la fiebre —dije.

Asintió.

—La medicina del buen doctor parece estar funcionando.

Durante un segundo, un minúsculo segundo, me rondó por la mente un curioso pensamiento. Iba a ser yo quien lo curara, quien pusiera el Elixir de la Vida en sus labios y contemplara cómo el color y la fuerza volvían rápidamente a su cuerpo.

Pero después me pudo la vergüenza de haber tenido una ocurrencia tan mezquina, y de nuevo el alivio y la alegría más absoluta me inundaron.

—¿Lo saben madre y padre? —pregunté.

—Todavía no. Quería verte a ti primero.

—¡Vamos a decírselo a todos! —dije—. ¡Ahora mismo!

Era una maravilla indescriptible tener otra vez a Konrad en nuestra mesa durante las comidas, verle vestido y paseando, oír su risa.

Estaba mucho más delgado, y débil todavía, pero tenía buen apetito y en poquísimo tiempo, estaba seguro, volvería a ser él mismo.

Cada día tenía que regresar a su cama durante varias horas para que lo pinchara la aguja del doctor Murnau, vertiéndole más medicina en las venas. El médico dijo que debía descansar bastante y no hacer esfuerzos excesivos.

Aquellos días era como si fuese Navidad y el cumpleaños de todos a la vez. Madre y padre de pronto parecían más jóvenes, la sonrisa de Elizabeth hacía palidecer al mismo sol, William y Ernest estaban como locos de la emoción, y los criados preparaban todos y cada uno de los platos favoritos de Konrad.

Dos días después terminó su tratamiento.

El doctor Murnau estaba enormemente satisfecho con los progresos de mi hermano y quedó en volver al cabo de tres meses para hacerle una revisión.

Ayudé al médico a recoger su laboratorio. Aquellos aparatos e instrumentos de cristal me recordaron al señor Polidori, y volví a preguntarme si serían muy distintos aquellos dos hombres.

Pero me sentía como un idiota. Me había hecho tantas ilusiones de participar en la creación de un fantástico Elixir de la Vida… En cambio, el doctor Murnau había sido metódico y científico, y lo había logrado. Como de costumbre, resultaba que mi padre tenía razón, y que todos aquellos libros viejos no eran más que tonterías.

—Tienes el fuego de la curiosidad en tu interior —me dijo el médico mientras yo terminaba de meter el último de los frascos en su caja de terciopelo—. ¿Te interesan las ciencias naturales?

—No lo sé —dije—. Puede que sí.

—Ingolstadt tiene una universidad muy buena —comentó el doctor—. Siempre nos complace recibir estudiantes ávidos que puedan ayudarnos a avanzar en nuestro conocimiento de la química y la biología. Quizá algún día te encuentre allí.

—Quizá —dije.

Me ofreció su mano.

—Buena suerte, joven Víctor.

—Gracias, señor —dije.

El día era hermoso y cálido, y nuestro padre había cancelado las clases matutinas y nos había ordenado que saliéramos a divertirnos. Madre nos dijo que no fuéramos muy lejos. No queríamos preocuparla —ya había sufrido demasiado— así que le prometimos que nos quedaríamos a la vista del castillo en todo momento.

Poco después de que nuestro barco saliera del embarcadero, Konrad nos miró a Elizabeth, Henry y a mí, y dijo:

—Vosotros tres habéis corrido una aventura, me parece a mí.

Nos miramos entre nosotros y nos echamos a reír.

—¡Qué suerte! —exclamó Konrad—. Contádmelo todo.

Disfrutamos narrándole por turnos nuestras peripecias: la visita secreta a la Biblioteca Oscura, el libro quemado de Agrippa y el misterioso Alfabeto de los Magos de Paracelsus. Le hablamos de Julius Polidori y de su lince amaestrado, Krake.

—¿No os lo estáis inventando? —nos interrumpía Konrad de vez en cuando, pasando la mirada de Henry a Elizabeth y luego a mí, con asombro—. ¡Parece el fruto de una imaginación calenturienta!

—¡Todo es verdad! —le dije, riéndome, y después describí nuestra escapada nocturna al Sturmwald, la visión del lobo y nuestra escalada al árbol más alto durante la tormenta.

—¿Escalaste el árbol? —le preguntó a Elizabeth, asombrado.

—Así es —respondió.

Konrad nos miró a Henry y a mí con severidad.

—Pero bueno, ¿en qué estabais pensando vosotros dos? Podía haberse hecho daño.

Los ojos de Elizabeth echaron chispas.

—Soy bastante capaz de cuidar de mí misma, Konrad, te lo aseguro.

—Le mordió a un buitre en la garganta —añadí.

La cara de Konrad se estremeció de repugnancia.

—¿Que hiciste qué?

—No era necesario contarle esa parte —dijo Elizabeth, poniéndome mala cara.

—Bueno, fue bastante impresionante —me defendí—. A mí desde luego me impresionó mucho.

Konrad se había quedado estupefacto, así que nos apresuramos a contarle nuestra batalla con los tres quebrantahuesos, y cómo Krake vino a rescatarnos.

—Nadie podría haberse inventado esto —dijo Konrad—. ¡Me lo creo completamente!

—Ahora parece casi irreal —dijo Elizabeth. Me miró apenas, con pudor, y me pregunté si se estaba acordando de cómo nos mirábamos entonces, con nuestros ojos de lobo cargados de deseo. Mis propios sentimientos por ella en el Sturmwald habían sido tan fuertes que ahora me hacían enrojecer, y aparté la vista para comprobar el estado de la vela mayor—. En cualquier caso —continuó Elizabeth con tono alegre—, es agua pasada. No tiene sentido continuar, ya que el brillante doctor Murnau lo ha resuelto todo.

Contemplé con atención el rostro de Konrad mientras ella decía esto, y de pronto sentí que se me encogía el corazón en el pecho.

—¿Qué pasa? —le pregunté en voz baja.

—Madre no lo sabe —dijo Konrad— y no debéis decírselo. Padre no cree que pueda soportarlo.

—¿Qué? —dijo Elizabeth, asustada—. ¿Qué es lo que tiene que soportar?

—Que no es una cura definitiva —dijo Konrad.

—Pero ¡mírate! —exclamó Henry—. ¡Tan sano como siempre!

—El doctor Murnau dijo que la enfermedad podría volver —observé cómo los ojos de mi hermano se posaban en Elizabeth—. Ha visto otros casos en los que ha vuelto.

Henry soltó una risita desenfadada.

—Bueno, entonces solo necesitarías otra dosis del famoso elixir del doctor Murnau, digo yo.

—No quiere volver a administrármelo en mucho tiempo —dijo Konrad—. Otra dosis demasiado pronto podría ser mortal.

—Estás poniéndote en lo peor —comentó Elizabeth con firmeza, aunque parecía pálida—. Dijo que tu enfermedad podría volver. Podría.

Konrad sonrió, pero fue la clase de sonrisa que un padre da a sus hijos cuando intenta tranquilizarlos.

—Vamos a virar —dije, y empujé la caña del timón. La botavara pasó sobre nuestras cabezas y Konrad ajustó el trinquete a nuestro nuevo rumbo.

—Padre debería decírselo a madre —dijo Elizabeth, con tono enojado—. Es un error ocultárselo.

—Tú no le digas nada —dijo Konrad.

—Claro que puede soportarlo. Es muy fuerte. Que sea una mujer no implica que haya que tratarla como a una niña.

—Estoy de acuerdo —dije.

Konrad suspiró.

—Él le está haciendo un favor. Quiere ahorrarle una preocupación… probablemente una preocupación innecesaria.

Yo ya no apreciaba tanto al doctor Murnau. Un médico curaba a la gente. Si un remedio no era seguro, ¿era de verdad un remedio? Durante un rato ninguno dijimos nada, mientras nuestro barco se deslizaba sobre el agua. Contemplé a Konrad y supe exactamente en lo que estaba pensando.

—Pero creo —dijo por fin— que podría ser una buena idea seguir buscando el Elixir de la Vida.

Elizabeth y Henry le miraron asombrados. Sin embargo, a mí no me sorprendió. Le conocía tan bien como a mí mismo, y yo habría tomado la misma decisión.

—Por si acaso —añadió Konrad.

—Claro que sí —asentí.

Henry estaba a todas luces descompuesto.

—Pero solo tenemos uno de los tres ingredientes, y ya ha sido demasiado complicado.

—Henry casi se muere de preocupación mientras nosotros estábamos en lo alto del árbol —comenté irónicamente.

—No tienes ni idea de lo que fue —protestó—. Vosotros dos estabais allí arriba con los ojos enloquecidos de lobo, y yo tenía que estar vigilando ahí abajo, y también asegurarme de que no os caía ningún rayo ni os comía vivos ningún lince…

—Por cierto, hiciste un buen trabajo deteniéndole… —bromeé.

—Te tocó hacer lo más difícil, es verdad —asintió Elizabeth, y se mordió el labio para no soltar una carcajada.

—Venga, seguid, reíos a gusto de mí… —dijo Henry—. Deberíais estar agradecidos de que por lo menos uno de nosotros tenga algo de sentido común.

—No será tan difícil esta vez, Henry —dijo Konrad, guiñándole el ojo—. Ahora que estoy bien, puedo ayudaros a encontrar los ingredientes que faltan.

Al día siguiente los encontré en la sala de música.

El sonido del pianoforte me había atraído hasta allí. Sabía por la canción que era Elizabeth quien tocaba. La puerta estaba entreabierta. En silencio, sin que me advirtieran, me quedé contemplándolos. Konrad estaba de pie junto a ella; le pasaba las páginas. Mientras ella tocaba, él tomó un mechón de su pelo rizado que se le había soltado y se lo metió detrás de la oreja, dejando la mano detenida sobre su mejilla durante tres, cuatro, cinco latidos de mi corazón desbocado. La cara de él expresaba tanta ternura…

Elizabeth sonrió y sus mejillas se oscurecieron de rubor. Confundió las notas, después levantó las manos del teclado y le dijo a Konrad en voz baja algo que fui incapaz de oír.

Retrocedí algunos pasos, me armé de valor y eché a andar silbando por el pasillo antes de entrar en la sala. Fingí no ver sus caras de sorpresa y de vergüenza.

—Mañana padre va a ir a la ciudad —dije—. Podemos acompañarle y ver a Polidori.

—Excelente —dijo Konrad—. Tengo muchas ganas de conocer a ese hombre… y a su lince.

—Tú no puedes venir —dije.

Konrad se rio.

—¿Por qué no?

—Polidori no sabe quiénes somos —le expliqué—, pero si nos ve a los dos puede sospechar. La mayoría de la gente en Ginebra sabe que Alphonse Frankenstein tiene dos gemelos. No es nada común.

Konrad se encogió de hombros despreocupadamente.

—¿Y qué si lo hace?

Sacudí la cabeza, irritado.

—Konrad, ¿no te acuerdas? Fue nuestro padre quien lo juzgó. ¡Quien le ordenó no volver a practicar la alquimia! Si Polidori descubre quiénes somos, no querrá ya nada con nosotros.

—Aunque así fuera —dijo mi hermano pensativamente—, sin duda tenemos ventaja. Sabe que podemos decírselo a padre si se niega a ayudarnos.

—No creo que debamos entrar en ese juego —repuse.

—Víctor tiene razón —comentó Elizabeth y la miré, satisfecho—. No podemos arriesgarnos, Konrad. Debemos mantener en secreto nuestra identidad.

Konrad resopló; parecía tan decepcionado que casi me dio pena.

—Es por tu propio bien, tontorrón —le dijo Elizabeth, con más dulzura de la que me habría gustado.

—Sí, ahora lo entiendo —dijo Konrad—. Tienes una mente muy lúcida, Víctor. Gracias.

No dije nada. No podía aceptar su agradecimiento con el corazón limpio, porque tenía otra razón, egoísta, para alejarle de Polidori. La búsqueda del Elixir de la Vida había sido idea mía. Yo la dirigía, y quería que siguiera siendo así. Quería ser el que destacara. Si Konrad entraba en el laboratorio de Polidori, temía que nos reconociera, sí… pero temía aún más que tomara el mando de nuestra aventura. Con su encanto natural y su inteligencia, reposada y entusiasta a la vez, podría tardar menos de un segundo en ocurrir. Y yo no lo iba a tolerar.

—Bien —dije—, entonces continuaremos como hasta ahora —le di una fuerte palmada en el hombro—. No te preocupes. Habrá muchas aventuras todavía para ti.

«Se aman el uno al otro».

Nunca me había sentido tan estúpido… o tan traicionado. Konrad y yo jamás habíamos tenido secretos, pero se había guardado esto para sí, con avaricia. ¿Durante cuánto tiempo?, me pregunté. ¿Por qué no me lo había dicho?

¿Y cómo yo no me había dado cuenta, cuando tan a menudo sabía exactamente lo que estaba pensando?

Era como si en un momento se hubiera convertido en un desconocido.

Y yo también en un desconocido para mí.

Toda mi vida había ambicionado cosas: ser el más listo y el más rápido y el más fuerte. Había soñado con la fama y la riqueza.

Pero contemplando el rostro de Elizabeth, de pronto supe que había algo que quería incluso más.

Tuve que verlos juntos para comprender debidamente mis propios sentimientos. Un rayo no habría sido más fulminante. Contemplar cómo Konrad la tocaba era verme a mí mismo tocándola.

En el Sturmwald había intentado ignorar mis sentimientos, diciéndome que eran meros efectos de la poción.

«Estoy enamorado de Elizabeth».