CAPÍTULO 6
EL STURMWALD

Dentro del cobertizo para barcos, donde se alzaban sobre el lago los poderosos cimientos del castillo Frankenstein, negros y viscosos, había una pesada puerta, reforzada con planchas de hierro. Siempre estaba cerrada, aunque hacía tiempo que Konrad, Elizabeth y yo habíamos encontrado la llave, escondida en una grieta del muro.

Era por la tarde cuando tomé la llave y abrí la puerta. El frío y húmedo olor de los calabozos subió flotando hasta mí. Cientos de años antes arrastraban hasta allí, esposados, a los enemigos de la familia Frankenstein que eran capturados. Entré en su interior, encendí un candil y cerré la puerta a mi espalda.

En diez pasos cuesta abajo llegué a un corredor estrecho, a cada lado del cual había seis celdas. Ahora las puertas estaban abiertas. Fui de celda en celda, asomando el candil en cada una. Tan cerca de la belleza del lago, el aire de las montañas… y apenas lo dirías estando allí, con solo una pequeña ventana con barrotes colocada en lo alto de la gruesa piedra. La luz de mi candil distinguió algunos escritos en la pared. Un nombre: Guy de Montparnasse. Y no lejos de él, otro, todavía más desdibujado. Al proyectar mi luz por la celda vi cinco nombres, todos prisioneros de diferentes épocas. Me los imaginé arañando la piedra… —¿con qué?, ¿una cuchara de estaño?, ¿una uña rota?, ¿un diente podrido?— dejando alguna marca de sí mismos, como un grito al mundo exterior. Una súplica para que los recuerden. Durante un instante me quedé sin aliento, pero me obligué a ir a la siguiente celda, y a la siguiente, hasta que encontré la que buscaba.

Mi memoria no se equivocó. Al final del corredor había una celda más grande. Quizá para los prisioneros más importantes. Tenía una mesa tosca de madera, varias sillas y algunas baldas en las paredes.

Aquella celda serviría.

Dejé en la mesa mi candil, la cartera que Polidori me había dado y un pequeño fardo con aparatos para medir cantidades que había sacado a escondidas de la cocina. Necesitaba un sitio para poder trabajar en secreto absoluto, en caso de que se derramara algo o que el olor de lo que iba a hacer me delatara ante mis padres.

Cuidadosamente saqué los frascos con los ingredientes y los puse en fila, después el mortero y el conjunto de minúsculas cucharas medidoras. Como había prometido, Polidori me había escrito unas instrucciones.

Mi laboratorio. Sentí un curioso entusiasmo, y excitación. Nunca había destacado en las tareas escolares. Era impaciente, descuidado. Pero ahora tenía la misión de crear algo, y estaba decidido a hacerlo bien.

Polidori no había mentido. Era un brebaje sencillo, y sus instrucciones resultaban muy claras. Aun así, yo estaba tremendamente nervioso. El éxito de nuestra empresa podía depender de aquello. Lo medí todo dos veces e incluso tres antes de echarlo en el frasco. Y con cada paso que completaba, sentía una creciente sensación de satisfacción y orgullo.

Mientras vertía el ingrediente final, me sobresalté al oír el ruido de unos pasos.

—Soy yo —susurró Elizabeth, y vi por el pasillo la estela de luz de su candil antes de que ella apareciera en la puerta—. ¿Te acuerdas de que, cuando tenía diez años, tú y Konrad me retasteis a quedarme aquí media hora a oscuras?

—Y lo hiciste —dije, riéndome.

—Claro que sí —contestó al tiempo que entraba en la celda y miraba la mesa—. ¿Ya está hecho?

—Sí —afirmé, tapando el frasco y agitándolo con fuerza.

—Eres muy listo, Víctor —comentó.

—Cualquiera podría haberlo hecho —murmuré, aunque me agradó su halago.

—¿Qué es, exactamente, esta visión del lobo?

—No es tan diabólico como parece. Polidori lo explica en su nota. ¿Te acuerdas de cuando padre nos habló del funcionamiento del ojo?

—Era como una lente —dijo Elizabeth—. Cuando necesita luz, la pupila crece para dejarla entrar.

—Sí —dije—. Pero el ojo humano no está acostumbrado a funcionar bien en la oscuridad, a diferencia del de muchos animales. Así que este compuesto hace que tus ojos se dilaten más de lo normal para utilizar toda la luz de las estrellas que sea posible.

—Tiene mucha lógica —dijo—. ¿Lo has probado?

Negué con la cabeza.

—No hay suficiente. Y debemos usarlo con moderación y solo cuando sea necesario, porque dura alrededor de una hora. Y después no lo podremos volver a usar hasta dentro de un mes, por lo menos.

—¿Por qué?

—Polidori dice que puede dañar los tejidos del ojo.

—Pues no parece del todo seguro —observó.

—Él dice que lo es, siempre que sigamos sus instrucciones. ¿Cómo van los demás preparativos?

—Estamos listos —dijo, y me hizo un informe.

Ella y Henry habían encontrado una buena cantidad de cuerda ligera y habían ido anudándola a intervalos regulares para que pudiéramos escalar por ella. Habían reunido faroles y cerillas, cantimploras y capas, porque prometía hacer frío esa noche, y lo habían escondido todo a la entrada del Sturmwald.

—Hay algo que se te ha olvidado —dijo ella.

—¿Qué? —pregunté.

—Si voy a recorrer el bosque en la más completa oscuridad y a escalar un árbol, necesito la ropa apropiada. Ropa que no sea de mujer. Necesitaré unos pantalones.

—¿Pantalones? —repetí, atónito.

—Pareces sorprendido.

—Simplemente di por sentado que seríamos Henry y yo los que escalaríamos el árbol.

—Ah —asintió con tono humilde—. Sí, supongo que es más sensato. Puedo quedarme esperando abajo y hacer encaje a la luz del farol…

—Elizabeth… —dije, sintiendo el fuego que iba prendiendo en su interior.

—… o soñar con la última moda de París.

—Polidori ha dicho que el árbol es extremadamente alto.

—¿Como aquel del que te rescaté hace unos años?

—Creo que no sé de qué estás hablando —mentí, esforzándome por no sonreír.

—¡Sí lo sabes! ¿El gran olmo en la pradera del este? ¡Por tu cara veo que lo recuerdas!

Lo recordaba con exactitud. A Elizabeth le encantaba trepar a los árboles, como a mí, y aquel día ambos habíamos llegado muy alto. Pero cuando bajé la vista, quedé paralizado de miedo. Elizabeth me tranquilizó y me fue ayudando a llegar sano y salvo hasta el suelo.

—¡Ah, aquel! —dije con gesto desdeñoso—. Yo solo tenía once años.

—Yo también. Me necesitaste entonces y me necesitas ahora. Además, no conseguirás que Henry suba al árbol.

—¿Por qué no?

—¿Henry? Vamos, Víctor, no es nada aventurero.

—Pero es muy práctico —dije.

Elizabeth resopló con desdén.

—Un par de pantalones tuyos serían perfectos. Pantalones de montar y algún tipo de casaca.

—Sí, sí, por supuesto —dije—. Te llevaré algunos a tu habitación.

—Gracias —recorrió la celda con la mirada—. Me asombra que hayas podido concentrarte en este lugar.

—Estaba absorto en mi trabajo.

—El doctor Murnau parece muy experto —dijo—. A veces me pregunto…

—¿Si estamos haciendo el tonto con nuestra búsqueda? —dije.

Asintió.

—Su conocimiento parece tan moderno, y el nuestro es antiguo y…

—¿Te preocupa que sea pecaminoso? —pregunté.

Tomó aire.

—No —dijo con firmeza—. Dios es el Creador y todo en este mundo está aquí con Su permiso. No puedo pensar que le importe que utilicemos Sus creaciones… solo el cómo las usamos. Para el bien o para el mal. Lo que estamos buscando es para hacer un bien, así que no me preocuparé por ello.

Me pregunté si era lo que creía o solo lo que quería creer.

—Sentí el poder de aquel libro —comenté—. No puedo negarlo.

—Salgamos de este lugar —dijo— y descansemos un poco antes de esta noche.

La intermitente luz de las estrellas era nuestra única guía cuando abandonamos el castillo a pie. Era cerca de medianoche. Las nubes corrían por el cielo, empujadas por un viento helado del norte. Rodeamos la aldea de Bellerive y subimos por los prados alpinos hacia el Sturmwald, una franja de profunda oscuridad contra el horizonte.

Descansando un momento, volvimos la vista atrás y contemplamos el lago y la ciudad que brillaban trémulamente a nuestros pies. A lo lejos, la campana de una iglesia daba la una de la madrugada. Nos apresuramos y al poco tiempo llegamos al borde del bosque y encontramos el lugar donde Elizabeth y Henry habían escondido nuestro equipo.

—Habrá tormenta —dijo él con un escalofrío. Sobre nuestras cabezas, el viento sacudía las ramas.

Encendí un farol. Era rarísimo ver a Elizabeth con mis ropas. Estaba acostumbrado a verla con vestidos holgados. Mis pantalones de montar, ajustados en su cintura, hicieron que me fijara en sus caderas por primera vez. Y también fui consciente de lo ceñida que le quedaba la casaca en el pecho. En vez de hacerla parecer más masculina, mis ropas destacaban aún más sus atributos femeninos. Se había recogido la melena rojiza en una trenza.

—No me gustan estos pantalones —me dijo—. Me aprietan los muslos. Pero es absolutamente maravilloso sentirme tan ágil, acostumbrada a llevar tantas capas —soltó una risita mientras hacía una graciosa pirueta—. No me extraña que los hombres dirijáis el mundo. ¡Es mucho menos cansado con ropa ligera! —me dio un golpe en el pecho con el dedo—. Ya sé vuestro secreto.

—¡Ja! —dije, incómodo—. Toma —le pasé una capa de piel, y otra a Henry antes de ponerme la mía.

—Las estrellas van a desaparecer enseguida —dijo él, escrutando el cielo nublado sobre el lago.

Cada uno llevábamos un morral y al hombro un rollo de cuerda anudada. Encendimos dos faroles más.

Miré de nuevo el mapa de Polidori.

—Por aquí —dije, aventurándome en el Sturmwald por un sendero estrecho.

Los altos árboles nos tapaban la poca luz de las estrellas que había. Aunque cada uno tenía un farol, no podíamos ver nada a más de un metro de distancia. Subíamos la ladera lenta y trabajosamente. Yo llevaba envainada en el cinturón una daga de nuestra armería. Con ella me sentía más seguro.

El sonido del viento iba creciendo, y a nuestro alrededor en la maleza oía ruidos de animales. En la distancia, un par de ojos reflectaron la luz de nuestros faroles y después desaparecieron. No eran unos ojos pequeños.

—Víctor —me susurró Henry—, hay un animal.

—Yo también lo he visto —dijo Elizabeth, y añadió con optimismo—: A lo mejor es un ciervo.

—Se ha ido hace rato —comenté—. Nada se acercará a la luz.

No dije nada más, pero sentía que no estábamos solos los tres. Cierta presencia nos acompañaba, con zarpas silenciosas y unos ojos capaces de atravesar la noche tan fácilmente como si fuera una cortina.

Los árboles cada vez eran más altos. El viento gemía. El sendero se estrechaba y luego parecía desaparecer del todo. Me detuve para volver a mirar el mapa.

—Deberíamos haber llegado a un claro a estas alturas —murmuré.

—Entonces estamos perdidos —dijo Henry.

—Estos faroles son inútiles —dije—. Me siento atrapado por su luz.

También me sentía vulnerable. Todo me podía ver a mí, y yo no podía ver nada. Envidiaba la visión de los animales en la oscuridad. Saqué de mi bolsillo el frasco que había preparado antes.

—¿Es la poción de Polidori? —preguntó Henry, nervioso.

—La visión del lobo —dije, dejando mi farol en el suelo. Le quité el tapón, incliné la cabeza hacia atrás y le di un golpecito al frasco. Una gruesa gota cayó y me dio en la mejilla. Lo intenté de nuevo, y esta vez el líquido entró directamente en mi ojo. Luché contra la necesidad de parpadear y repetí la operación en el otro ojo. La siguiente gota hizo diana.

—¿Está funcionando? —preguntó Elizabeth.

—Escuece —dije, y entonces, de pronto, el escozor se convirtió en un dolor abrasador.

Instintivamente cerré los ojos con fuerza. Me los restregué con los puños. ¿Y si había hecho mal la poción? ¿Y si me quedaba ciego? Me dejé llevar por el miedo.

—¡Dame la cantimplora, Henry! —grité.

—¡Toma, toma! —le oí gritar.

—¡No veo nada! —bramé.

—¡Dame a mí la cantimplora! —oí que le decía Elizabeth y sentí su mano firme en mi brazo—. ¡Estate quieto, Víctor! Echa la cabeza hacia atrás. Te mojaré los ojos. ¡Ábrelos del todo!

Los abrí por completo y… el escozor paró en seco.

—¡Espera! —dije, y con brusquedad me aparté de ella. Parpadeé y miré a mi alrededor. El bosque parecía extrañamente iluminado, los troncos pintados de plata, la tierra a mis pies resplandecía. Entre los árboles, en medio de la maleza, avisté diminutos animales, musarañas y topos, dedicándose a su caza nocturna. Enjambres de mosquitos recién salidos del huevo flotaban como nubes sobre la hierba. Al pie de un árbol, un ratón sacaba la cabeza de su nido con precaución… y más arriba, un búho volvía hacia él la suya, atento, depredador.

—Víctor —estaba diciendo Elizabeth—. Víctor, ¿estás bien?

Me di cuenta de que no había dicho una palabra durante varios segundos, mirándolo todo a mi alrededor, bebiéndome la noche con los ojos.

—La visión del lobo —murmuré—. Funciona. ¡Funciona!

Me volví hacia Elizabeth y la luz del farol me provocó un dolor agudo en los ojos.

—Es demasiado brillante para mí —protesté, girándome.

—Dame un poco —dijo Elizabeth, bajando su farol.

—Es muy doloroso al principio —le advertí.

—¡Yo también quiero la visión!

—Muy bien, acércate —le incliné la cabeza y su cuello, hermoso y pálido, pareció brillar en la noche. Eché una gota en cada uno de sus ojos de color avellana.

—¡Ah! —gritó, llevándose las manos a la cara, igual que había hecho yo—. ¡Agua! ¡Por favor, Víctor, por favor!

—No —repuse y la sujeté con firmeza mientras forcejeaba, quejándose. Entonces abrió los ojos y se quedó en silencio. Se separó de mí.

—Te veo como si apenas acabara de ponerse el sol —dijo.

—Sí.

Durante un momento nos quedamos mirándonos mutuamente con nuestros ojos de lobo. Ella parecía distinta, aunque no sabía por qué. Quizá fueran las pieles de su capa, alrededor de su garganta, pero me hizo pensar en un animal esbelto.

—Henry —dije, protegiéndome el rostro de la luz de su farol—, ¿vas a echarte tú un poco?

—No —respondió, y prácticamente pude oler su miedo mientras nos miraba con recelo, como si hubiéramos cambiado de alguna forma.

—Entonces apaga los faroles —le dijo Elizabeth. ¿Su voz se había vuelto más grave, casi ronca, o eran imaginaciones mías?

—Creo que sería prudente dejar uno encendido —dijo Henry—. Mantendrá apartadas a las fieras.

—Muy bien —murmuré entre dientes, aunque ya no temía a los animales—. Camina detrás de nosotros, para no cegarnos.

—Ahí está el claro —dijo Elizabeth, señalándolo.

Antes podíamos haberlo pasado de largo, pero ahora era evidente. Me apresuré a atravesar los árboles y la maleza y aparecí frente a un gran montón de huesos blanqueados.

Incliné la cabeza, intentando encontrarle una razón. Se me erizó el pelo de la nuca. Elizabeth se agachó a mi lado, respirando silenciosamente. Un momento después el farol de Henry iluminó los huesos y él soltó un grito. Era difícil saber de qué animales procedían los huesos, de lo astillados y rotos que estaban la mayoría.

—¿Qué tipo de criatura puede haber hecho esto? —exclamó Henry con voz entrecortada.

Me fijé en algunos huesos más grandes. Resoplé instintivamente. ¿Un conejo? ¿Un perro salvaje? No tenía ni idea.

—La mayoría son muy pequeños —dijo Elizabeth con seguridad.

Solté un débil gruñido cuando uno de los huesos se movió… y vi la terrible imagen de todo aquel montón ensamblándose en un monstruoso espectro que nos devoraría. Pero casi a la vez descubrí varios animalitos moviéndose entre los huesos, alimentándose de lo que quedaba de carne y tuétano.

Elizabeth se rio con suavidad, alzando la vista hacia el cielo sombrío.

—Pájaros —dijo—. Han sido ellos los que han hecho este montón. ¿No te acuerdas de lo que tu padre nos contó sobre el quebrantahuesos? ¿Cómo deja caer a su presa sobre las rocas para romperle los huesos y conseguir el tuétano con más facilidad?

—Debo de haberme perdido esa lección —dijo Henry—. ¿Qué es un quebrantahuesos?

—El buitre barbado —murmuré—. Los lugareños los llaman «grifos», en referencia al monstruo mitológico. Son bastante grandes.

—Ah, estupendo —dijo Henry—. Esta aventura cada segundo se hace más interesante.

—¿Por dónde vamos ahora? —me preguntó Elizabeth. Emanaba un calor que, extrañamente, me hacía perder la concentración.

Saqué mi mapa.

—Desde aquí hay un sendero que nos debería llevar directos al árbol.

Elizabeth se había puesto ya en marcha con ímpetu. La seguí.

—Esperadme, por favor —dijo Henry—. ¡Esto no parece un sendero!

—Solo está cubierto de maleza —dije con voz cortante. Con mis ojos de lobo podía distinguirlo como un río plateado que se adentrara en el bosque.

Corría detrás de Elizabeth, sin percibir apenas lo pronunciado de la pendiente.

—Vais demasiado rápido —oí que se quejaba Henry—. ¡Os perderé en la oscuridad!

A regañadientes reduje el paso. Los olores del bosque parecían haberse agudizado, y me sorprendí moviendo la cabeza de un lado a otro, saboreando el aire, atisbando entre los árboles. La sensación que había tenido antes de que nos estaban siguiendo se hizo más intensa y…

«Allí». Unos ojos distantes se encontraron con los míos mientras seguíamos avanzando por el Sturmwald.

Quizá fuera un lobo. No tenía miedo. De alguna manera sentía como si fuéramos parientes en ese momento, acechando en la noche.

Elizabeth encontró el árbol. En el inmenso tronco la marca de una X todavía se veía débilmente. Alcé la vista. Las primeras ramas estaban muy altas, quizá a más de quince metros. Dejamos nuestro equipo al pie del árbol. Tomé la cuerda ligera, en uno de cuyos extremos había puesto un peso, para lanzarla mejor.

Apartándome del tronco, la arrojé hacia las ramas. La cuerda se desenrolló a la perfección, pero después cayó al suelo. La tiré de nuevo, con todas mis fuerzas. Agucé la vista, intentando seguir su ascenso, pero ni siquiera mis ojos de lobo pudieron penetrar la alta penumbra del árbol.

Mi cuerda seguía desenrollándose.

—¡Creo que lo has conseguido! —dijo Elizabeth.

—¡Ahí está el extremo con el peso! —gritó Henry.

Exactamente como esperaba, se había enganchado a una rama y la cuerda subía mientras el otro extremo caía a tierra. Golpeó el suelo a nuestros pies.

Atamos el extremo ligero a una cuerda más resistente para escalar, y la hicimos pasar sobre la rama y bajar luego de vuelta al suelo.

—Hay un buen trecho de dieciocho metros… —dijo Henry mientras asegurábamos el extremo de la cuerda alrededor del tronco. Le di un buen tirón y después salté sobre ella. Era firme.

—Henry, ¿vas a subir? —le pregunté.

—Lo haría, normalmente, sí, si no fuera por el pavor que le tengo a las alturas.

—No sabía que tuvieras miedo a las alturas.

Mareado, levantó la vista hacia el árbol.

—Pues sí.

—¡Te inspirará! ¡Piensa en la poesía que escribirás!

—Ah. Para eso está la imaginación —dijo—. Para no tener que pasar experiencias desagradables.

Le eché una mirada a Elizabeth. Me sonrió muy ufana.

—Henry —dije—. Estoy decepcionado.

—Víctor, no le fuerces —dijo ella—. Está bien también tener a alguien en tierra por si acaso nos pasa algo en el árbol.

—Os vigilaré. Desde aquí —añadió Henry.

—Excelente plan —dije—. Puede haber depredadores asesinos que ahuyentar. Yo iré primero.

Me quité la capa. A pesar del viento, tenía demasiado calor, como si mi propio cuerpo estuviera recubierto de pelaje. Empecé la escalada, sirviéndome de los nudos de la cuerda como apoyo para las manos y los pies. Sentía una energía fuera de lo común en los miembros y, antes de darme cuenta, ya había llegado a la rama —era una bien gruesa— y estaba encaramándome a ella. Me fui arrastrando hacia el tronco para esperar a Elizabeth.

Me llenó de admiración contemplar cómo trepaba. No mostraba ningún asomo de duda o de miedo y ni siquiera perdió el resuello mientras la ayudaba a subir a la rama. Viéndola respirar con suavidad, noté por mis venas los latidos de mi corazón, poderosos y salvajes, y me pregunté si ella también sentía la misma emoción extraña. Quería agarrarla de la mano y desaparecer en el bosque. Yo era un lobo y ella mi loba, y la noche nos pertenecía.

Aparté los ojos de Elizabeth con dificultad y empecé a escalar hacia la cima. Entre las ramas grandes había otras más pequeñas que se cruzaban en nuestro camino y se me clavaban. Mis manos pronto estuvieron pegajosas de savia, mi pelo enmarañado de agujas e insectos.

—¿Cuánto falta? —preguntó Elizabeth, justo debajo de mí.

—Siento la brisa —dije—. Debemos de estar cerca.

Entonces descubrí no muy lejos sobre mi cabeza un denso seto de palos y hierbas secas levantado en el tronco. Se lo señalé a Elizabeth.

—Un nido —susurró.

Era una maravilla de ingeniería: una enorme forma cónica de un metro de altura y por lo menos dos de anchura en la parte superior. Yo había visto una vez un magnífico nido de águila en una escarpada pared de roca del monte Salève. Este nido era más grande… y nos bloqueaba el camino hacia la cima del árbol.

—A lo mejor está abandonado —dije, pensando en que podíamos atravesarlo en nuestra escalada. Pero la respuesta llegó con una ráfaga de viento: el olor rancio de excrementos recientes de pájaro y de carne regurgitada casi me provocó una arcada.

Desde el suelo, Henry gritó de repente:

—¿Cómo estáis? ¿Habéis llegado a la cumbre?

—¡Calla! —le respondí.

Dentro del nido algo crujió.

—Podemos trepar rodeándolo. Mira, por ahí —sugirió Elizabeth.

—Es complicado —dije. Nos llevaba más cerca del nido de lo que me habría gustado, y las ramas por ahí eran más cortas y finas. Se había levantado el viento y me parecía que la oscuridad del cielo se había intensificado, si todavía era posible. Vi las lejanas luces de Ginebra, y cómo desaparecían después, conforme unos jirones enormes de nubes negras como el carbón se abalanzaban sobre nosotros.

—Se avecina una tormenta —dijo Elizabeth.

Asentí.

—Tenemos que ser rápidos.

A toda prisa trepamos alrededor del nido, a la mayor distancia que podíamos de él. Estábamos algo alejados del tronco y yo echaba de menos su seguridad. En las ramas más finas donde nos encontrábamos era mucho más difícil agarrarse en caso de resbalar.

Abajo: una caída de treinta metros.

Un poco de lluvia helada me salpicó el rostro.

—¿Estás bien? —le susurré a Elizabeth—. ¿Quieres bajar?

—Por supuesto que no —dijo—. Ahora, ¡corre!

Estábamos a la altura del nido y, mientras lo pasábamos trepando, un graznido sobrenatural me dejó paralizado. Bajé la vista y observé que una cabeza asomaba por el borde.

Aquello no era un águila.

Pensé: «Un grifo».

Percibí el brillo de un gran ojo enfadado y vi cómo se abría un pico largo y feroz. Erizándose desde la mandíbula inferior de la criatura había una especie de oscura barba. Su cuello y hombros eran tupidos y daban la impresión de tener una enorme fuerza. De noche no se distinguían los colores, y además, un lobo tampoco los vería, a diferencia de los humanos. Pero me dio la impresión de contemplar un pelaje brillante, de color naranja encendido, envuelto en plumas negras.

—El quebrantahuesos —dije.

Abrió las alas y pareció pasar una eternidad hasta que llegaron a su máxima envergadura. Dos metros y medio, tres… No podía estar seguro. Con el viento cada vez más fuerte, se hincharon como velas de plumas y después se replegaron de nuevo contra el cuerpo de la bestia. Un golpe de aquellas alas nos podía tirar del árbol.

Aparentando seguridad comenté:

—Seguro que no puede ver en la oscuridad.

Detrás del lago, sobre las montañas, un brillante relámpago iluminó el interior de las nubes y en ese medio segundo el perfil de Elizabeth y el mío se recortaron claramente contra el cielo. El buitre barbado dio un chillido.

—Creo que ahora sí nos ha visto —dije.

—No abandonará el nido —susurró Elizabeth—. Su instinto será proteger, no atacar.

Me alegraba que hubiera estado tan atenta en las clases de mi padre; yo no recordaba nada por el estilo.

Con lentitud y vacilación, seguimos avanzando hacia la cima del árbol, a menos de cinco metros sobre el nido. Intenté ignorar al buitre que había abajo e inspeccioné la corteza buscando el liquen.

—¡Aquí! —dijo Elizabeth.

Apuntando al sudeste había un pequeño trozo. Incluso con nuestra visión de lobo, su resplandor era sutil. Saqué de mis pantalones el frasco forrado de cuero y unas pinzas y se las pasé a Elizabeth. Sus dedos hábiles se pusieron a ello inmediatamente, raspando el liquen de la corteza.

—Está agarrado con empeño.

—¿Quieres que lo intente yo? —pregunté, tratando de alcanzar las pinzas.

—¡No! —dijo con agresividad.

Nuevos relámpagos, esta vez más cercanos, iluminaron el cielo. La lluvia empezaba a arreciar y el viento sacudía la cima del árbol. Rodeamos el tronco con las piernas para sujetarnos. Otro chillido me hizo bajar la vista. Ya no asomaba del nido solo una cabeza, sino dos. Y luego, para mi horror, tres.

—Elizabeth —dije, con toda la calma que pude reunir, aunque temía que se me quebrara la voz.

—¿Sí?

—¿Tienes suficiente?

—Todavía no.

—Por favor, corre. Que ya son tres.

Echó un vistazo abajo, ahogó un grito y luego empezó a raspar como loca la corteza.

—He leído —dijo con voz agitada— que la hembra a menudo elige dos machos, y que entre los tres comparten el nido y protegen a las crías.

Uno de los buitres saltó sobre el borde del nido, moviendo la cabeza de un lado a otro. Desabroché la funda de mi daga.

A menos de cien metros un rayo zigzagueante cayó en un árbol y este ardió en llamas.

—¡Tenemos que irnos! —grité.

—¡El frasco no está lleno! —repuso ella.

—¡Es bastante! ¡Vamos!

Le puso el tapón de corcho al frasco y se lo metió en un bolsillo de sus pantalones. Yo empecé a bajar delante, manteniéndome lo más alejado posible del nido. El buitre erguido en el borde nos miraba fijamente, pero no se movía. Llegamos a la misma altura del nido. Las ramas estaban resbaladizas por la lluvia, y me di cuenta de pronto de que estaba esforzándome para verlas.

—¡Víctor! —susurró Elizabeth angustiada—. ¡Mi visión…!

Miré en la dirección de donde procedía su voz y me impactó el no poder ver de ella más que una sombra. Sentí que su mano me tocaba el brazo.

—Se está pasando el efecto —dije—. ¡Rápido!

Pero la visión se fue con tanta velocidad como había llegado. De repente estaba prácticamente ciego, había dejado de ser un lobo.

Oí que Elizabeth se arrastraba hacia mí y después escuché otro sonido. El ventoso aleteo de un pájaro grande. Un hedor asqueroso nos envolvió.

Un gran relámpago iluminó la noche, y allí, recortado contra el cielo durante medio instante, había un buitre barbado mirándonos con deseo desde la rama que estaba sobre nosotros.

Entonces volvió la oscuridad total y con el ruido ensordecedor del trueno sentí un dolor penetrante en la mano. Maldije, mientras me liberaba del pico del buitre tan rápido… que perdí el equilibrio. Sacudí los brazos y conseguí agarrarme a otra rama para evitar caerme del árbol.

—¡Víctor! —gritó Elizabeth.

—Bien, estoy bien. ¡Sigue bajando! —exclamé.

Tanteando el camino descendí hasta la siguiente rama, y luego a la siguiente, y empecé a regresar al tronco. Podía oír el jadeo de Elizabeth y sabía que estaba cerca.

Ahora la tormenta se hallaba justo sobre nosotros. Caían grandes rayos como jabalinas, uno detrás de otro, y yo solo veía imágenes espectrales, congeladas y veteadas por la lluvia.

El buitre en lo alto, en tensión, preparado para descender.

El rostro de Elizabeth, mirando con horror hacia algo bajo nosotros.

Un segundo buitre, encorvado, dos ramas más abajo, con el pico abierto en un chillido mudo, porque ningún sonido pudo superar al de aquel trueno demoníaco. El árbol entero se sacudió y me aferré a las ramas empapadas, aterrorizado.

—¡Víctor! —gritó Elizabeth en mi oído—. ¡Hay uno bajo nosotros!

—¡Lo sé! —le respondí.

—¡Están intentando tirarnos del árbol!

—¡Ven aquí! Pega tu espalda al tronco —me moví para dejar espacio. Desenvainé la daga, después enganché mi brazo libre con fuerza alrededor de una rama y esperé a que hubiera más relámpagos.

«Déjame ver. Déjame verlos venir».

—¡Víctor! —me llegó el grito desesperado de Henry entre dos truenos—. ¡Hay algo rondándome aquí abajo!

—¡Cállate y enciende otro farol! —le respondí.

La tormenta estaba tan cerca que el rayo y el trueno cayeron simultáneamente, un gran golpe cegador fulminó el árbol contiguo, haciendo astillas la madera y formando una columna de humo y llamas.

¡Ahora tenía mi luz!

Y justo a tiempo… porque mi rama se combó y el buitre que antes estaba abajo de pronto apareció a mi lado. Abrió sus alas y embistió. Yo le ataqué rápidamente con mi daga, clavándosela en el pecho. El pájaro gritó, pero antes de poder gatear hacia atrás, me dio en el brazo con el ala, quitándome la daga de un golpe. El arma cayó hasta el suelo dando vueltas.

Desde abajo llegó el grito histérico de Henry:

—¡Víctor! ¡Elizabeth! ¡Algo está escalando el árbol hacia vosotros!

El buitre de mi rama dio un salto para acercarse más a mí. Le enseñé los dientes y aullé hacia él. Y quizá quedaba todavía un poco de lobo dentro de mí, porque el pájaro retrocedió, siseando.

Un grito de Elizabeth hizo que me diera la vuelta. El otro buitre estaba ahora justo encima de ella, intentando clavar sus afiladas garras en la mano que tenía extendida. Sus ojos brillaban, tenía el pico abierto. Contemplé con asombro cómo Elizabeth, con su mano libre, agarraba a la criatura y la empujaba de la rama.

Al buitre le pilló tan de sorpresa que no tuvo tiempo para desplegar las alas antes de que Elizabeth le hincara los dientes en la garganta. No sabía quién estaba más impresionado, si el buitre o yo. El animal hizo un ruido infernal, forcejeando hasta liberarse. Mientras aleteaba para llegar a una rama más alta, me golpeó con el ala y mi pie resbaló.

Caí, intentando agarrarme a cualquier cosa… y lo único que encontré fue el ala del buitre que estaba a mi otro lado. Clavó profundamente las garras en la corteza, sujetándose con fuerza, e inconscientemente me salvó de una caída mortal.

—¡Víctor! ¡Elizabeth! —voceó Henry de nuevo.

Una brillante silueta felina se lanzó hacia mí desde las ramas. Vi una boca llena de dientes afilados y levanté el brazo para protegerme. Pero aquellas fauces no iban por mí. La criatura pasó como una centella y hundió sus colmillos en el cuello del buitre, inmovilizándolo contra la rama y apretándolo con fuerza hasta que el pájaro dejó de moverse.

El gato moteado por fin lo soltó y el cuerpo inerte del buitre resbaló hacia abajo, chocando ruidosamente contra otras ramas en su caída. El gato entonces se volvió, con las fauces salpicadas de sangre, y vi que era Krake.

Sus ojos verdes se encontraron con los míos durante un momento, y contenían tanta sed de sangre que pensé que me atacaría a mí después. Pero no lo hizo. Levantó la mirada con hostilidad hacia el segundo buitre, que todavía nos sobrevolaba algo inseguro, y soltó un maullido ensordecedor. El pájaro se retiró inmediatamente, volviendo a su nido y a su pareja.

Krake enseguida se tumbó en la rama y empezó a limpiarse a lengüetazos.

—¡Krake! —exclamó Elizabeth emocionada—. ¡Gatito bueno!

—¡Víctor! ¡Elizabeth! —gritó Henry—. ¿Estáis bien? ¡Decidme qué está pasando! ¡Me siento tan inútil aquí abajo!

Elizabeth y yo nos empezamos a reír, calados hasta los huesos por la lluvia.

—¡Estamos bien, Henry! —respondió ella—. ¡Krake ha venido en nuestra ayuda!

Miré a Elizabeth con asombro.

—¡Mordiste al buitre! ¡En la garganta!

Pareció sorprendida durante un momento, después asintió lentamente y empezó a reírse todavía con más ganas.

—Sentí… como si fuera… ¡lo que tenía que hacer!

Todavía podía ver la expresión feroz de su rostro. Debería haberme repelido, pero en cambio me atraía. Sentí una poderosa necesidad de apretarla contra mí y beberme su calor y su aroma, que había estado distrayéndome toda la noche. Clavé los ojos en su boca. Sacudí la cabeza para apartar el pensamiento.

—¿A qué sabía? —pregunté.

—No tengo ni idea —respondió, luego arrugó la nariz y se limpió la boca, escupiendo—. ¿De verdad lo mordí?

Asentí.

—Salgamos de este árbol.

Descendimos hasta la cuerda cuidadosamente, porque el árbol era traicionero y nuestras extremidades estaban débiles. Elizabeth bajó primero y después yo, una mano tras otra, con el cuerpo temblando. En cuanto mis pies tocaron la tierra, Henry apareció para envolverme con mi capa. Me arrebujé junto a Elizabeth para recuperar el aliento.

Henry parecía el más conmocionado de todos. Sus mejillas estaban encendidas y se movía de un lado a otro a la luz del farol, asediándonos a preguntas.

—Me cayó encima una lluvia de chispas; ¡temí que el bosque entero fuese a arder! —exclamó—. ¡Y entonces un gato montés saltó por encima de mí y subió al árbol! ¡No tenía ni idea de lo que ocurría! Francamente, ¡Polidori podría habernos dicho que iba a enviar a Krake!

El lince aterrizó en el suelo a nuestro lado. Extendí la mano hacia él y le rasqué la piel entre las orejas. Ronroneó con fuerza. Me pregunté si era Krake quien nos había acompañado por el bosque. Sus ojos verdes se posaron en mí con tranquilidad, y supe que no debíamos subestimar su inteligencia. Estaba claro que Polidori lo había adiestrado bien, tan bien que podía seguirnos al Sturmwald y vigilarnos, por si nos encontrábamos en peligro.

—Lo importante es que lo hemos conseguido —dije—: ¡El primer ingrediente!

—Espero que sea suficiente —dijo Elizabeth con el ceño fruncido, sacándose el frasco del bolsillo.

El lince me dio un suave topetazo con la cabeza, y después lo repitió con insistencia. Atada alrededor de su cuello había una bolsita. Me miró expectante. Desenganché la bolsa y dentro había una nota escrita a mano.

Querido señor:

Confío en que todo haya salido bien en el Sturmwald y que Krake fuera de alguna ayuda. Espero que su presencia no les inquietara. Para ahorrarles un viaje a Ginebra pueden dejar el liquen en la bolsa de Krake y él me lo entregará inmediatamente. Sigo avanzando con la traducción. Vuelvan de nuevo en tres días si así lo quieren.

Su humilde servidor,

Julius Polidori

Le mostré la carta a Elizabeth.

—Un extraño mensajero, pero con certeza, el más seguro —dijo, y colocó cuidadosamente el frasco en la bolsita de Krake.

Sin demora, el lince se internó de un salto en el bosque para regresar a toda velocidad a Ginebra junto a su amo.