CAPÍTULO 5
EL DOCTOR MURNAU

El famoso doctor Murnau de Ingolstadt llegó al castillo al día siguiente. Yo esperaba a alguien majestuoso, de pelo gris, rebosante de sabiduría y tranquila seguridad. Pero este hombre era sorprendentemente joven; no podía tener más de treinta años, y parecía como si él mismo necesitara un médico. No creo haber visto jamás a nadie tan delgado y pálido. Sus dedos eran absolutamente esqueléticos. Tras sus polvorientos anteojos, sus ojos acuosos parecían estar siempre asustados.

Iba a quedarse con nosotros por lo menos una semana y mi padre le había dado una de las habitaciones de la torrecilla, con una sala contigua para usar como consulta y laboratorio. Mientras descargaban su carruaje después del desayuno, conté no menos de seis baúles, sin duda llenos de toda clase de productos químicos y aparatos.

Mi padre dijo que el doctor Murnau había dado conferencias en las mejores universidades y se le consideraba el mejor médico de Europa, y el más innovador, también. Si alguien podía encontrar una cura para Konrad, sería él.

Pasó una hora entera examinando a mi hermano, y durante todo ese tiempo Elizabeth y yo estuvimos recorriendo el pasillo de un lado a otro… si es que no teníamos las orejas pegadas a la puerta.

Cuando el médico por fin salió, dio un auténtico saltito de sorpresa al vernos.

—Bueno, ¿cuál es su diagnóstico, doctor? —pregunté.

—Oh, me temo que no tengo ninguno todavía —dijo con voz nasal.

Parpadeé confuso y decepcionado, porque me había dado la impresión de saber mucho. Los otros médicos no habían necesitado más de veinte minutos para tomar sus decisiones.

—Tendré que realizar muchas más exploraciones —dijo con sonrisa nerviosa—. Después de comer lo sangraré. Ahora, si me excusáis…

—Ya lo han sangrado —dije, pensando en el incompetente doctor Bartonne.

—Sí, eso he entendido —repuso el doctor Murnau.

—No le hizo ningún bien —añadió Elizabeth—. Solo sirvió para debilitarle más.

El doctor Murnau asintió con tanta energía que sus gafas se le resbalaron un poco por la nariz y tuvo que recolocárselas con su dedo huesudo.

—No os preocupéis. Escuchad, sé que hay muchos médicos que confían demasiado en las sangrías, pero yo no soy uno de ellos. Es completamente inútil. Podríamos también, no sé… salmodiar conjuros druídicos —soltó una extraña y nerviosa risilla—. Pero al decir que sangraría a vuestro hermano solo me refería a que voy a sacarle un poco de sangre… para estudiarla.

—¿Estudiarla? —dijo Elizabeth frunciendo el ceño.

—Exacto —se pasó la lengua por los labios—. Eso sí, solo una pequeña cantidad. Bueno, hay ciertas cosas que debo leer ahora.

Y con una torpe reverencia nos dejó solos en el pasillo.

—¿Qué te parece? —le pregunté a Elizabeth.

—¿Aparte del hecho de que está claramente loco? —dijo ella.

—¿Qué puede aprender de la sangre de Konrad? —pregunté—. ¡Salvo que la necesita en su cuerpo para vivir!

—Hay algo macabro en ello.

—Es como un vampiro —dije.

Al oír hablar por primera vez del doctor Murnau, me había hecho ilusiones… y algunas bastante ridículas. Este hombre se había pasado años de su vida estudiando, practicando su disciplina. Y ahí estaba yo, con libros de alquimia, persiguiendo un legendario elixir de la vida.

Pero ahora que sabía de sus descabellados planes —¡estudiar la sangre!— me parecían incluso más fantásticos que cualquier libro de hechizos antiguos.

Al día siguiente volveríamos al encuentro del señor Polidori, a ver si había tenido éxito traduciendo el Alfabeto de los Magos.

—He hecho progresos —dijo Polidori, acompañándonos a su enrarecido salón.

—¡Qué maravillosa noticia! —exclamó Elizabeth.

De nuevo, los tres habíamos llegado a la ciudad acompañando a padre, y nos habíamos dirigido en secreto hasta el callejón Wollstonekraft. Polidori nos recibió con entusiasmo.

—Entonces ¿podrá traducir el alfabeto? —pregunté.

—Es algo complicado —respondió, mientras nos conducía a una mesa cubierta de libros y pergaminos—. No se ha podido recuperar todo el alfabeto. Y esto no es tan fácil como sustituir una letra de nuestro propio alfabeto por cada símbolo misterioso. No, no. Es una clave en constante transformación, ¿lo ven?, y cada veintiséis letras, el significado de los símbolos cambia completamente.

—¡Cielo santo! —exclamó Henry—. ¿Y cómo puede descubrir el significado de los siguientes caracteres?

El alquimista negó con el dedo.

—Las pistas, como ven, están establecidas en la transcripción anterior, y desde ahí se debe deducir el resto. Como pueden imaginar, esto requiere mucho tiempo. E incluso al lograr un pequeño triunfo, lo que se obtiene es una arcaica forma latina que requiere también más traducción.

—Pero ha hecho progresos —le indiqué.

—Oh, en efecto. He traducido la introducción.

—¿Solo la introducción? —me quejé, sintiendo que me hundía de la desilusión. ¿Por qué había perdido el tiempo con la introducción? Yo nunca leía ninguna introducción. ¡Me la saltaba e iba al grano!

Acurrucado junto al fuego, el lince Krake ronroneó con suavidad y me miró fijamente, como reprendiéndome por mi impaciencia.

—En la introducción —dijo Polidori— hay información importante. Agrippa nos cuenta que los ingredientes son tres.

—Pues tres no son tantos —comentó Elizabeth aparentemente animada.

—Ah —dijo Polidori, sonriéndonos—, y la otra noche descubrí el primero de ellos.

—¡Tiene el primer ingrediente! —grité de alegría—. ¡Eso sí que es una excelente noticia! ¡Bien hecho, señor! ¿Lo tiene usted aquí?

—Por desgracia, no, señorito.

—¿Tiene que comprarlo en otro lugar? —preguntó Elizabeth con amabilidad.

—No hay boticario que lo venda —dijo Polidori—. Vengan y se lo enseñaré.

Sobre la mesa había un gran volumen abierto.

—Aquí está. Miren —dijo, señalando un grabado a color.

—Es un hongo o un liquen de algún tipo —comenté.

—Muy bien —dijo Polidori—. Un liquen. Usnea lunaria.

—Es precioso —añadió Elizabeth.

El grabado estaba pintado con minucioso detalle. El liquen era de un color gris amarronado y sus complicados filamentos, delicados como el encaje. Contemplé la imagen durante un rato largo, intentando memorizar su forma, color y textura.

—¿Tiene cualidades curativas? —preguntó Henry.

—Es una toxina —respondió Polidori con simpleza.

—¿Una toxina? —repitió Elizabeth, alarmada—. ¿Quiere decir veneno?

—Sí, pero un veneno que destruye otros venenos —dijo Polidori. Y luego debió de percibir la inseguridad en mi rostro, porque añadió—: Curar es un asunto complicado. Para curar, a veces tenemos que dañar el cuerpo, pero esperando que el efecto general sea beneficioso.

—Es verdad —me dijo Henry—. Recuerdo a tu padre diciendo que el arsénico a veces se administraba como remedio.

—La dosis es de fundamental importancia —dijo Polidori—. Y Agrippa es muy claro a este respecto. Déjenme a mí este tema. Ahora mismo nuestra primera tarea es conseguir el liquen.

—¿Dónde crece? —preguntó Elizabeth.

—Es un liquen arbóreo —respondió Polidori—. Una vez lo recogí yo mismo, pero… —señaló sus piernas atrofiadas— ya no puedo hacerlo.

—¿Dónde podemos encontrarlo? —pregunté.

—Somos muy afortunados. Puede encontrarse a menos de medio día de camino. A lo largo del año migra por el tronco del árbol siguiendo a la luna. Por ello, no es extraño que solamente crezca en la cima de los árboles más altos.

—Los árboles más altos están en el Sturmwald —dije.

Conocía bien el bosque, ya que nacía en las laderas escarpadas que había detrás de nuestro castillo en Bellerive. Los árboles que tendían a crecer allí eran fuertes, porque en invierno sufrían el azote de vientos terribles. Algunos habían alcanzado grandes alturas y se decía que estaban allí desde antes del tiempo de Jesucristo.

—Tengo aquí un mapa —dijo Polidori, sacando un trozo de papel doblado tantas veces que estaba casi destrozado—. Ya ven, lo guardé por si volvía a necesitar el liquen. Encontrarán aquí algunas referencias que les ayudarán en el camino. En el mismo árbol donde yo encontré el liquen hice una señal a cuchillo en la corteza, pero no les garantizo que se vea todavía. Hace muchos años de aquello, fue antes de perder el uso de las piernas.

Le volví a echar una mirada a sus piernas y pensé en cómo odiaría que me quitaran esa libertad.

—Gracias —dije, metiéndome su mapa cuidadosamente en el bolsillo.

—No será fácil —comentó—. Aunque el liquen necesita la luna para vivir, solo se puede ver en las noches más oscuras.

Sacudí la cabeza, sin comprender.

—Debe de ser del mismo color que la corteza en la que crece —dijo Elizabeth, observando el grabado.

—Exactamente —dijo Polidori—. Ni siquiera con la luna brillando en todo su esplendor podrían distinguirlo. Pero en la oscuridad lo verán.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Henry.

—Emite un palidísimo resplandor —dijo Polidori—. Pero tienen que asegurarse de que no haya nada de luz de luna. Así es como lo encontrarán.

—¿Cuánto tenemos que recolectar? —preguntó Elizabeth, sensata.

Polidori le pasó un frasco de cristal con una funda de cuero.

—Con esto debería ser más que suficiente.

Miré a Elizabeth y a Henry sucesivamente.

—Bueno, parece bastante sencillo —dije bromeando—. Tenemos que guiarnos por el Sturmwald en total oscuridad, encontrar el árbol más alto y escalarlo, y luego, en la cima, descubrir el liquen.

—¿Has visto los árboles del Sturmwald? —me dijo Henry—. ¡Muchos ni siquiera tienen ramas hasta que llegan a los quince metros de altura!

—Con seguridad, necesitarán una cuerda —comentó el boticario.

—¿Cómo puede uno escalar un árbol totalmente a oscuras mientras sujeta un farol? —preguntó Henry—. ¡Hay que tener las dos manos libres!

—El doctor Polidori lo ha hecho, así que nosotros también podemos —dijo Elizabeth, fulminando a Henry con los ojos.

—Pero su amigo tiene razón —dijo Polidori—. Escalar un árbol de noche es peliagudo. Una antorcha prendería fuego al árbol, y un farol es demasiado engorroso. Tengo algo que puede serles de gran ayuda.

Me pasó una cartera gruesa y acolchada.

—¿Qué es? —pregunté.

—Los ingredientes para un compuesto sencillo. Se los mezclaría yo mismo, pero su fuerza es breve y solo dura unas horas tras su preparación. He escrito las instrucciones dentro. Hará su periplo nocturno mucho más fácil.

Vi que Elizabeth y Henry me miraban con inquietud.

—¿Tiene algo que ver, de alguna manera, con las obras del demonio? —preguntó Henry.

Polidori se rio.

—Estimado señor, ni el demonio ni los ángeles tienen nada que ver con mi trabajo.

—¿Qué es exactamente lo que hace el preparado? —preguntó Elizabeth.

—Les dará —dijo Polidori— la visión del lobo.

Cuando volvimos a casa de la ciudad, pasé por los aposentos del doctor Murnau y encontré la puerta de su laboratorio entreabierta.

Asomé la cabeza y no vi ni rastro del médico. Pero en una larga mesa de caballete había un gran despliegue de aparatos, y entre ellos una caja abierta llena de agujas de metal que brillaban a la luz. Había una fila entera de ellas, de diferente longitud. Como si tiraran de mí, me acerqué más. Las agujas estaban huecas, con las puntas más diabólicamente afiladas que el colmillo de una serpiente.

Mis ojos viajaron sobre la mesa hasta una bandeja que contenía seis ampollas cerradas, llenas de sangre de color rubí. En unos platos llanos de cristal había todavía más líquido rojo. Sangre de Konrad. Estaba por todas partes.

Sentí un escalofrío. Cuando le había dicho a Elizabeth que el médico era como un vampiro, estaba medio bromeando, pero ahora ya no me sentía tan seguro. ¿Por qué iba alguien a tomar la sangre de una persona?

—¿Te gustaría mirar? —dijo una voz y me volví sobresaltado, para ver al doctor Murnau saliendo de su dormitorio, vestido para la cena.

—Siento haber entrado sin permiso, señor —dije, pero su demacrado rostro no mostró señales de enfado.

—Pareces un chico curioso —dijo—. Ven aquí. Deja que te enseñe algo.

Junto a la ventana había instalado un impresionante microscopio, con el espejo orientado para captar la luz e iluminar la muestra. En la bandeja había un portaobjetos de cristal, con una mancha de color rojo brillante en el centro.

—Es sangre de Konrad —dije.

—Por favor —me indicó con su dedo huesudo que mirara por el ocular.

Bajé la cara y cerré un ojo para ver con el otro…

Y me quedé asombrado. Había un mundo vivo delante mí. Objetos redondos se movían y chocaban entre sí. Mientras los contemplaba, algunos se dividían por la mitad y se convertían en dos. Otros se enganchaban entre sí hasta que uno se debilitaba y moría.

—¿Todo esto está en su sangre? —dije, aterrorizado.

—Tu sangre no sería muy diferente.

—¿Qué están haciendo?

—Ah —levantó las cejas—. Compartiré mis impresiones con todos vosotros esta noche.

No dije nada y seguí mirando por el microscopio. Al parecer, todos hospedábamos incontables millones de organismos, cada uno con su propia y complicada inteligencia.

—Es fascinante, ¿verdad? —dijo.

Asentí, todavía absorto en la contemplación. El mundo estaba lleno de misterio y quería descubrir todos sus secretos.

—¿Es normal, su sangre? —pregunté.

—No.

Levanté la mirada hacia él rápidamente.

—¿Puede hacer que lo sea?

—Es cuestión de seguir investigando —respondió—, y es un tema del que debemos hablar tu padre y yo.

—Claro —dije, incorporándome.

—En el futuro, Víctor, preferiría que no entraras en mi laboratorio a no ser que yo esté aquí. Mi equipo es delicado. Te veré en la cena —dijo, y me di cuenta de que me acababa de despedir.

Volví a mi habitación para vestirme.

—Creo que su hijo ha autogenerado una anomalía en la sangre —dijo el doctor Murnau.

Era después de la cena. Justine había llevado al cuarto de los niños a William y Ernest, y el resto de la familia se había retirado a la sala de estar del ala oeste. Eché un rápido vistazo a Elizabeth y Henry, y luego a mis padres, y habría jurado que estaban tan ansiosos como yo por escuchar lo que el extraño médico iba a decir después.

—La sangre es una sustancia increíble —explicó mientras aceptaba una copa de oporto que le ofrecía mi padre—. No es un simple fluido. Piensen en ello como un líquido metrópoli, ¡bullendo de actividad!

—¿Qué tipo de actividad? —preguntó madre.

—La sangre está llena de lo que yo llamo células, señora Frankenstein. Diminutos compartimentos cerrados, invisibles a simple vista, en cuyo interior se realiza todo tipo de hechos importantes. Las células son como máquinas vivas que hacen su trabajo sin ningún conocimiento de ello o voluntad.

Ninguno de mis profesores se había emocionado nunca tanto con su tema. Había definitivamente algo hipnótico en la forma con la que hablaba este médico novelesco y cadavérico… Yo aguardaba cada palabra suya, desesperado por entender más sobre el mundo microscópico que había vislumbrado antes en su laboratorio.

—Hay tantas de estas células —continuó— que un hombre podría pasar toda la vida observándolas y aun así no llegaría a comprenderlas. Esto es lo que sé: casi todas estas células hacen algún trabajo fundamental para mantener el cuerpo sano. Algunas llevan nutrientes. Otras luchan contra la enfermedad. Algunas envían mensajes que incitan a otras células a entrar en acción —hizo una pausa para recolocarse las gafas en lo alto de la nariz—. A veces, sin embargo, el cuerpo, mediante un extraño fenómeno natural, produce células designadas a destruirlo.

—¿Destruirlo? —murmuró Elizabeth.

Era una idea escalofriante, pensar que nuestros propios cuerpos podían volverse en contra nuestra.

—En la sangre de Konrad —continuó el doctor Murnau—, he identificado muchas células malignas haciendo travesuras, y creo que ellas han sido la causa de su fiebre debilitadora.

«Haciendo travesuras». Hacía que sonara como un juego de niños.

—¿Tiene cura? —preguntó madre, apretando su copa entre los dedos.

El doctor Murnau carraspeó.

—La enfermedad es poco común, pero no he tardado mucho en encontrarle un tratamiento.

Me di cuenta de que no había dicho «cura», aunque permanecí en silencio.

—Con las muestras de sangre que he tomado —continuó el médico— espero producir un compuesto que atacará a esas células malignas.

—¿Tiene alguna idea de cuánto tiempo tardará? —preguntó padre.

—Necesitaré dos o tres días más para prepararlo. Y respecto al tratamiento en sí, llevará alrededor de una semana, ya que le iré inyectando la medicina en sus venas.

—¿En sus venas? —pregunté, recordando con un escalofrío todas las agujas.

—Oh, sí. Es la vía más directa —dijo el doctor Murnau, pasándose la lengua por los labios.

Mis padres se miraron. Padre tomó la mano de madre y asintió.

—Muy bien, doctor —dijo ella—. Por favor, actúe lo más rápido que pueda.

Me pregunté hasta qué punto confiaban mis padres en Murnau. ¿Albergaban de veras alguna esperanza? ¿O creían que este tratamiento era igual de dudoso que una receta de un libro de alquimia?

Tres días después, empezó el tratamiento de Konrad.

Junto a su cama había un perchero de metal. Colgando de él, boca abajo, un frasco sellado de cristal. Estaba lleno de un fluido transparente… la medicina especial que había creado el doctor Murnau. Del tapón de goma del frasco serpenteaba un tubo largo unido a una aguja de punta hueca bien sujeta al brazo de mi hermano. La punta de la aguja estaba clavada en su carne y entraba en una de sus venas. El líquido, mediante algún ingenioso mecanismo, goteaba poco a poco, entrando en su sangre progresivamente, minuto a minuto, hora a hora.

El doctor Murnau le había dado a mi hermano un potente bebedizo para dormir.

Durante dos días, Konrad estuvo en cama, inmóvil y pálido como la muerte.

Al día siguiente por la noche, durante la luna nueva, haríamos nuestra excursión al Sturmwald.