CAPÍTULO 4
EL ALQUIMISTA

A la mañana siguiente, mientras Konrad dormía, Henry, Elizabeth y yo viajamos en carruaje a Ginebra con mi padre. Tenía asuntos que resolver en el Palacio de Justicia, y entre los tres le habíamos convencido de lo bueno que sería que pasáramos el día estudiando la historia de nuestra gran república a través de sus edificios y monumentos más antiguos: la catedral de San Pedro, la iglesia de la Magdalena, el ayuntamiento. Era parte de nuestra educación. Mi padre, por supuesto, quedó encantado con nuestro entusiasmo, y contento, también, de que abandonáramos temporalmente el castillo y toda su melancolía.

Mientras nos acercábamos a Ginebra por la carretera del sur del lago, admiré las altas murallas que rodeaban la ciudad como una estrella protectora. Había solo cinco puertas, cuyas rejas caían cada noche a las diez en punto, para no volver a elevarse hasta las cinco de la mañana. Los guardias tenían instrucciones estrictas de no desviarse nunca de su horario, ni aunque lo ordenasen los mismísimos magistrados. Nuestra ciudad había visto muchas guerras y asedios, y los tiempos que entonces corrían, decía a menudo mi padre, eran inciertos.

Dejamos los caballos y el carruaje en nuestra casa de la ciudad, ya que manteníamos un pequeño número de empleados allí incluso en verano, cuando estábamos fundamentalmente en el castillo. Mi padre se despidió de nosotros y quedamos en encontrarnos a las dos de la tarde para volver a casa.

—Al ayuntamiento, entonces —dije después de que padre se perdiera de vista.

Habíamos debatido la estrategia que íbamos a seguir durante la noche anterior, y acordamos que este parecía el lugar más razonable para empezar nuestra búsqueda. La oficina del catastro tendría registrados a todos los propietarios de la ciudad.

Pero cuando le preguntamos al quisquilloso empleado del ayuntamiento, no halló inscrito a ningún Polidori.

—Esto lo que nos dice es que no tiene ninguna casa en propiedad —dije fuera, en la plaza.

—Podría vivir de alquiler —sugirió Elizabeth.

—Como hacen tantos —añadió Henry.

Nuestro siguiente paso era preguntar en varias boticas. Si este personaje era tan famoso como había dicho María, alguien sabría algo de él. Pero varios jóvenes aprendices sacudieron negativamente la cabeza y aseguraron que lo desconocían.

Un señor mayor nos miró con seriedad por encima de sus anteojos y dijo:

—No había oído mencionar ese despreciable nombre en muchos años. No sé nada sobre su paradero, ni me importa.

Nuestra búsqueda había empezado cerca del centro de la ciudad, pero poco a poco nos fuimos alejando de las fuentes floridas y elegantes y de las espaciosas plazas públicas. Las calles empedradas se fueron estrechando. Cada vez había menos caballeros alrededor, y más marineros, jornaleros y mujeres con ropa ordinaria. No me gustaron las miradas que nos lanzó una pareja de trabajadores de los muelles por una callejuela.

Estaba comenzando a perder la esperanza, porque habíamos preguntado ya en media docena de establecimientos y nadie había sido capaz de decirnos nada útil sobre Julius Polidori.

—Somos idiotas —dijo Henry de repente.

Me volví y lo encontré mirando por una ventana grasienta a una hilera de tipógrafos encorvados sobre sus mesas, mientras sacaban letras de unas bandejas con los dedos ennegrecidos.

—La Gaceta de Ginebra —dijo Henry—. Esa historia de María… seguro que fue noticia.

—¡Seguro que sí! —exclamó Elizabeth, entusiasmada—. ¡La hija de un general! Por supuesto que debió de ser la comidilla de la ciudad. Víctor, ¿te dio María una fecha exacta?

—Dijo que fue en el año de mi nacimiento, y que era invierno.

—Esperemos ahora que el periódico tenga un archivo en condiciones —dijo Henry.

No me hice ilusiones cuando entramos en las oficinas, porque el lugar era un caos de actividad, ruido y tinta. Al principio parecía que nadie iba a tener un segundo que dedicarnos, pero Elizabeth escogió al caballero joven que le resultó más amable. Caminó hacia él y con mucho encanto le dijo que nuestro profesor nos había encargado una tarea histórica, y que si sería posible mirar algunos números antiguos del periódico.

Fue sorprendente lo útil que nos resultó aquel hombre. Nos dio velas a todos y nos acompañó hasta un sótano, pero entonces fue cuando me descorazoné de verdad, al ver que había torres y torres de periódicos, apilados hasta el mismo techo.

—Es como una ciudad de papel —le murmuré a Elizabeth.

—¿Será difícil encontrar la época que necesitamos? —le preguntó al joven.

—En absoluto, señorita, en absoluto.

Rápidamente nos condujo hasta una torre en particular, metió la mano en ella, como un mago, y sacó un manojo de periódicos viejos.

—Creo que les convendrían estos —dijo, sonriendo a Elizabeth.

Ella le devolvió la sonrisa.

—Muchísimas gracias, señor. Ha sido muy amable.

—Si necesitan más ayuda, estaré arriba —dijo. Nos dio su nombre, hizo una reverencia y desapareció.

—Ni siendo una marioneta podría haber sido más útil —dijo Henry, asombrado.

Elizabeth se ruborizó con pudor.

Cada uno cogimos varios periódicos y los estudiamos a la luz de las velas.

No había pasado nada de tiempo cuando Elizabeth exclamó:

—¡Aquí lo tengo! Aquí está la historia… —la leyó en voz alta apresuradamente, saltándose párrafos hasta que encontró lo que buscaba—: Julius Polidori, del callejón Wollstonekraft.

—No está ni a cinco minutos de aquí —dije con una sonrisa.

El callejón apestaba a orina… y a cosas peores. Las pocas tiendas que había tenían un aire decadente, con los toldos desgarrados y los escaparates sucios con polvorientas muestras que probablemente no habían cambiado en años.

—Este debe de ser el sitio —dijo Henry. Las ventanas tenían los postigos cerrados, pero sobre la puerta colgaba un letrero de madera. La pintura desconchada mostraba un mortero de boticario.

—No parece muy prometedor —dijo Elizabeth con tono burlón.

En la puerta había un ventanuco mugriento, pero dentro estaba demasiado oscuro para distinguir algo aparte de las sombras de las estanterías. A pesar de que el lugar se diría prácticamente abandonado, cuando giré el pomo, la puerta se abrió y sonó una campanilla.

Entré con Henry y Elizabeth.

—¡Buenos días! —grité.

Mezclado con la fragancia de un centenar de hierbas diferentes, había olor a polvo y un fuerte tufo a gato. En el pasado, la tienda debía de haber sido más próspera, porque las estanterías eran de una lujosa madera oscura. A nuestra izquierda había una pared entera forrada de cajones, todos etiquetados con elegancia.

—¿Hola? —volví a gritar.

Henry abrió un cajón, y después otro.

—Vacíos —dijo. Miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos, memorizando tal vez cada detalle para algún terrorífico poema u obra de teatro que inventaría más tarde.

Justo delante de nosotros se encontraba un largo mostrador, detrás del cual había estanterías llenas de complicados recipientes de mezclas. Aunque no parecía que hubieran mezclado nada ahí en bastante tiempo. En medio de las estanterías, una puerta vidriera. Vi un destello de luz y después una sombra que crecía.

Enseguida, la puerta se abrió y un hombre en silla de ruedas entró en la tienda. Tenía las piernas consumidas, la tela de sus calzones caía con holgura. No parecía tener más de cincuenta años, y aunque la parte superior de su cuerpo era de complexión fuerte, su cara demacrada transmitía la sensación de fracaso. Llevaba la peluca torcida, y estaba muy pasada de moda. Pero sobre todo eran sus ojos los que le daban ese aspecto de derrota. No contenían una chispa de luz ni de esperanza.

Pareció sorprendido de vernos. Seguro que no venían clientes tan bien vestidos a su tienda… si es que venía alguno.

—¿Qué puedo hacer por ustedes?

—¿Es el señor Julius Polidori? —preguntó Elizabeth con educación.

—Lo soy, señorita.

Entre los tres intercambiamos miradas rápidas, porque aquel tipo se alejaba bastante de la idea que nos habíamos hecho según la historia de María. ¡Un sanador! Un hombre poderoso que salvó a la niña pequeña que ninguno de los sabios de Europa había podido curar.

Aquel hombre que estaba ante nosotros apestaba definitivamente a fracaso.

Sentí que un desprecio instintivo se apoderaba de mí. ¿Qué especie de sanador podía ser aquella persona destrozada en una silla con la peluca torcida? Su tienda era una ruina. Con seguridad, no había lavado su ropa últimamente. Era ridículo. Estuve tentado de darme la vuelta e irme en ese mismo instante.

—¿Acaso necesitan alguna medicina? —preguntó.

—Creo que mejor… —empecé a decir con desdén, pero Elizabeth me interrumpió.

—La verdad es que sí —dijo, y me lanzó una mirada de advertencia, porque sabía con cuánta facilidad me enardecía. En ese sentido, no éramos tan diferentes. Continuó diciéndole a Polidori—: Pero es de una naturaleza… inusual.

Nos miró fijamente, sin decir palabra.

Yo todavía no estaba convencido de que nada bueno pudiera salir de aquello, pero aún seguíamos ahí.

Me acerqué al mostrador.

—¿Es usted el boticario que curó a la hija del general, hace unos años?

Tomó aire y lo expulsó, asintiendo con pesar.

—El mismo.

—Hemos oído que es usted un hombre de vastos conocimientos —dijo Elizabeth—. Un sanador con poderes asombrosos.

En ese momento soltó una amarga carcajada.

—¿Es alguna broma? ¿No tienen nada mejor que hacer con su tiempo?

—No, señor —dijo Henry—. Quiero decir, no, no es una broma, y estamos aquí por un asunto de la mayor urgencia.

—Estamos buscando el Elixir de la Vida —dijo Elizabeth en voz baja.

Polidori nos miró fijamente con sus ojos inexpresivos.

—Que tengan un buen día, señores, señorita —dijo de manera cortante y, con un hábil movimiento, le dio la vuelta a la silla para ir hacia la puerta.

—Por favor, señor, espere —dije, adelantándome, sacando de mi cartera un libro de la Biblioteca Oscura y poniéndolo sobre el mostrador.

—Tengo aquí una obra de Heinrich Cornelius Agrippa…

Polidori se detuvo. Rio con tristeza y después se volvió, sin mirar apenas el volumen.

Occulta Philosophia, ¿me equivoco?

Asentí, con asombro.

—Caballero, métalo de nuevo en su cartera. Añada dos piedras grandes, dígale adiós y láncelo a lo más profundo del puerto.

Henry me miró, confundido.

—¿Es una especie de hechizo?

—Es un consejo, y el mejor que puedo darles —dijo Polidori—. Ese libro solo les traerá desgracias.

—Señor —dije—, el doctor Agrippa…

—¡El mago Agrippa! —se burló Polidori.

Insistí:

—… escribe sobre algo llamado el Elixir…

—Sí, sí, lo sé —dijo con impaciencia—. El Elixir de la Vida. No fue el primero en fantasear con tal cosa. Hay muchas, muchas recetas de fantásticas pociones para curar todos los males, y quizá incluso garantizar la inmortalidad. Tales cosas son desvaríos, señor. No existen.

—Estoy desorientada —dijo Elizabeth—. Pensé que usted mismo…

—Sí —dijo—. Hubo un tiempo en el que a mí también me sedujeron tales fantasías y las perseguí con gran pasión. Incluso creé un elixir propio.

—Y tuvo éxito con aquella niña —dije.

Se rio de nuevo.

—Se curó —dijo—. Pero no gracias a mí. Fue el azar, o el divino poder de Dios, ¡un milagro! Pero no fui yo.

—¿Por qué dice eso, señor? —preguntó Henry.

Polidori frunció el ceño.

—¿Conocen mi nombre pero no saben toda mi historia? ¿No han venido aquí solo para atormentarme?

Negué con la cabeza, preguntándome por qué María me había ocultado algo. La sinceridad de nuestros rostros sorprendidos debió de convencer a Polidori, y la sospecha desapareció de sus ojos. Suspiró.

—Después de que aquella niña se recuperase, mi negocio prosperó. La gente llamaba a mi puerta hasta desencajarla, deseando la misma medicina —abarcó la tienda con un gesto de la mano—. Durante un breve tiempo fui un hombre rico, me invitaban a las mejores casas de la ciudad. Pero aquel elixir que le di a la niña, exactamente ese mismo elixir, ya no era fiable. A veces hacía mejorar a un paciente. A veces no producía ningún efecto en absoluto. Otras, parecía que lo hacía empeorar. Aun así, la gente lo reclamaba ansiosa, y eso que yo cada vez me volvía más reacio a prepararlo. Unos meses después apareció un naviero, Hans Marek, un hombre de cierta riqueza y poder en la ciudad, cuya mujer estaba muy enferma. Acudió a mí y me pidió el elixir. Le dije que ya no lo hacía. Me ofreció una gran cantidad de oro y, como un tonto, acepté. Marek llevó a casa mi elixir y su mujer murió al poco de tomarlo. Se puso tan furioso que quería que me colgaran por brujería —soltó una carcajada—. Ya ven, cuando una medicina funciona, es ciencia bendita, y cuando falla, es brujería. Me llevaron ante un magistrado, un caballero respetable e ilustrado que desestimó los cargos por bárbaros y primitivos. Pero me prohibió que volviera a hacer el elixir o que practicara la alquimia.

—Ese magistrado —preguntó Henry—, ¿cómo se llamaba?

Yo había tenido también la misma pregunta en la punta de la lengua, y esperé impaciente la respuesta.

—Su nombre era Alphonse Frankenstein —dijo el boticario.

Me sentí muy orgulloso de la justicia de mi padre, pero cuando vi que Elizabeth iba a revelar nuestra conexión, le toqué la mano a toda prisa. No me parecía prudente que Polidori conociera nuestra identidad, al menos, todavía.

—Le debo a Frankenstein mi vida —siguió diciendo Polidori—, lo que queda de ella. Pero su veredicto no satisfizo a Hans Marek. Varias noches después, un grupo de borrachos me sacó a la fuerza de la cama, me llevó a lo alto de las murallas de la ciudad y me tiró desde allí.

Elizabeth ahogó un grito.

—Como es obvio, sobreviví a la caída —continuó—. Un pequeño milagro en sí mismo. Pero quedé paralizado de cintura para abajo —se dio unas palmaditas en las piernas—. Prácticamente ya no tengo clientela, aunque he sido frugal con mis ahorros y de esta forma he podido seguir adelante, como ven. Bueno, menudo cuento largo y pesado acaban de escuchar. Desde luego, si tiene alguna moraleja sería esta: desháganse de ese libro antes de que les traiga mala suerte. Que tengan un buen día.

Una vez más empezó a girar su silla de ruedas para irse.

—Es mi hermano… —empecé a decir, pero se me quebró la voz.

Polidori suspiró.

—Lo siento mucho —dijo con tristeza—. Siempre ocurre lo mismo. Lo he visto muchas, muchas veces. Cuando un ser querido cae desesperadamente enfermo y todo lo demás fracasa, asumimos el riesgo.

—Sí —dijo Elizabeth.

Polidori sacudió su cabeza enjuta.

—La última vez que sentí lástima por un paciente así, le costó la vida al paciente, y a mí casi la mía.

—Tenemos dinero —dije.

Pero Polidori levantó la mano con cansancio.

—No puedo. No lo haré. Y, si me permiten que les dé otro consejo, abandonen totalmente su búsqueda. Nunca se ha podido repetir la receta de Agrippa. ¿Por qué? Porque está escrita en un extraño y complejo…

—Alfabeto de los Magos —dije—. Lo sabemos.

—Muy bien —me dio la razón—. Pero ¿saben también que no tiene traducción? Es ilegible.

—¿Y entonces Paracelsus? —preguntó Elizabeth—. ¿La Archidoxia Mágica?

Polidori parecía desconcertado, incluso impresionado.

—Todas las ediciones han desaparecido, quemadas —afirmó con un dejo de nostalgia—. ¡Extinguidas! Y aunque no fuera así…

Saqué de mi cartera el volumen de Paracelsus y lo dejé cuidadosamente ante él en el mostrador.

Lo miró en silencio con una curiosa expresión que no logré interpretar del todo. Y entonces me vino a la cabeza: era la forma con la que un gato contempla a su presa justo antes de saltar sobre ella. Levantó lentamente sus ojos grises hasta los míos.

—¿Dónde ha encontrado esto? —preguntó en voz baja.

—Ese es mi secreto —temía que supiera demasiado sobre nosotros, podría adivinar mi procedencia familiar y negarse a seguir colaborando—. ¿Nos ayudará?

—Sus padres, señorito, ¿saben de esta visita? —preguntó.

—No.

Polidori echó un vistazo a la calle, como si temiera que alguien nos pudiera ver. Después nos miró a los tres, de nuevo con desgana, pero entonces volvió a posar los ojos en el Paracelsus.

—Vengan —dijo—. Traigan esos libros suyos a mi salón. Vamos a echarles una ojeada.

Nos condujo a la habitación oscura que había detrás del mostrador. También estaba llena de estanterías, pero estas contenían libros en vez de frascos y recipientes de estaño. La descolorida alfombra oriental se hallaba repleta de surcos de la silla de ruedas. En torno a una pequeña chimenea había dos sillones y un sofá raído. No había recogido totalmente la mesa desde su última comida. Era cierto que vivía con modestia.

No habíamos dado cinco pasos en la habitación cuando algo saltó sobre Polidori de entre las sombras. Elizabeth y yo gritamos del susto, y Henry chilló sin reservas.

Polidori le dio la vuelta a la silla para darnos la cara, y todos contemplamos la extraordinaria criatura que se había acurrucado en su regazo.

—Eso —dijo Henry, con un tono más agudo de lo habitual— ¡es un gato enorme!

Era una criatura espléndida, sin duda. Su cuerpo era ágil, alargado, con la cola corta. Su pelaje pardo estaba salpicado de pintas oscuras. Bajo el cuello tenía una mancha de pelo a rayas blancas y negras que recordaba bastante a una pajarita. Y de las puntas de sus altas orejas triangulares salían mechones de pelo negro y tieso.

Miré a Elizabeth y ella me devolvió la mirada con curiosidad.

—No será, por casualidad —empezó a decir con aire vacilante—, un…

—Un lince, sí —dijo Polidori con una sonrisa, evidentemente complacido con nuestra sorpresa.

—Ah —musitó Henry con voz débil.

Muchos animales salvajes habitaban los bosques que rodeaban nuestro lago: osos, lobos, gamuzas y linces, que podían vivir casi a la altura de los Alpes más elevados.

—No sabía que pudieran ser amaestrados como… mascotas —confesé.

Polidori levantó una ceja, como si cuestionara mis palabras.

—Es bastante dócil. Vino a mí cuando no era más que un cachorro y es tan dócil como cualquier gato casero. ¿Verdad, Krake?

Los dedos de Polidori masajearon enérgicamente la piel entre sus orejas, y el lince soltó un buen bostezo, revelando unos dientes perversamente afilados. Saltó del regazo de su maestro y caminó sigiloso hacia mí. Me olisqueó y después se restregó contra mis piernas con tal fuerza que casi me hace perder el equilibrio.

—Le gustas, Víctor —dijo Henry.

—Y a mí me gusta Krake —dije con forzada alegría, dudando de si darle unas palmaditas a la criatura en la cabeza. Levantó hacia mí una mirada de ojos verdes que, de tan penetrante, resultaba perturbadora. Entonces, para alivio mío, el lince volvió a saltar al regazo de Polidori.

Este nos invitó a sentarnos y después extendió la mano.

—¿Puedo?

Le pasé el volumen de Paracelsus y lo tomó con delicadeza. Inspeccionó el lomo y la encuadernación en silencio antes de abrir siquiera la cubierta. Durante largo tiempo contempló el retrato del autor y después se adentró más profundamente entre las páginas quemadas del libro, sin que sus dedos cuidadosos desprendieran un solo fragmento de ceniza.

Cuando llegó a la página donde empezaba el Alfabeto de los Magos se detuvo. Me di cuenta de que yo había estado conteniendo la respiración hasta entonces, y resoplé ruidosamente. Krake se volvió hacia mí y me miró con severidad.

—Es ilegible —dije.

—Esperábamos —dijo Elizabeth con suavidad— que usted supiera de algún otro libro que contuviera una traducción.

Polidori negó con la cabeza.

—No hay ninguno, se lo puedo asegurar. Pero este… —tocó delicadamente las páginas fundidas—. Creo que puede haber alguna esperanza para este.

—¿Eso cree? —preguntó Henry, reproduciendo el placer y la sorpresa que yo sentía.

—Quizá —dijo—. Tengo cierta experiencia restaurando textos que han sido… dañados, por decirlo así. Vayamos a mi taller.

Esperaba que nos condujera de vuelta a la tienda, pero llevó su silla en la dirección opuesta, a través de otra puerta y por un corto pasillo. Vislumbré una pequeña cocina y, siguiendo por otro breve corredor, un dormitorio y un aseo que soltaba un leve pero desagradable olor a alcantarilla.

Al final del pasillo había una estrecha puerta que apenas dejaba pasar la silla de ruedas de Polidori. Primero la cruzó él, e inmediatamente dio la vuelta a la silla para mirarnos de frente. Por la luz de su vela pude ver que estaba dentro de un cuarto que en realidad no era más que un gran armario.

—Creo que cabremos todos —dijo—. Entren.

—¿Este es su taller? —pregunté, confuso.

—Este es el camino al taller —dijo—. Es una especie de montaplatos. Yo lo llamo ascensor. Lo mandé construir después de mi accidente.

—Qué ingenioso —dijo Elizabeth, entrando en el compartimento.

—¿Tiene… una estructura segura? —preguntó Henry con intranquilidad.

—Lo he usado durante más de una década.

—¿Y soportará todo nuestro peso?

—Sí, señor, lo hará.

Entré en el ascensor, seguido por Henry, y los tres nos apretujamos alrededor de la silla de ruedas. El suelo crujió de forma alarmante bajo mis pies.

—Krake, me temo que tendrás que esperar arriba —le dijo Polidori a su lince.

Sin dudarlo, el gato saltó de su regazo y se sentó al otro lado del umbral, chupándose las patas meditativamente.

A la entrada había dos puertas gemelas, una a cada lado, y Polidori tiró de ellas ajustándolas bien y encerrándonos en el vehículo.

—Desde el pasillo parece que no hay salida —dije.

Me pasó su vela.

—¿Podría sujetar esto, por favor? —con ambas manos agarró una de las cuerdas que colgaban del techo del ascensor—. Es un sistema simple de poleas —continuó Polidori y, al tirar de ella, el ascensor dio una sacudida hacia abajo.

La fuerza de Polidori debía de ser considerable para soportar el peso de nosotros cuatro. Conforme descendíamos, un olor húmedo y frío subía hasta nosotros. Miré a Elizabeth de refilón y vi que sus ojos, animados, parecían bailar a la luz de la vela.

—Esto baja hasta el sótano, ¿verdad? —preguntó Henry, bastante pálido.

—A un sótano bajo el sótano —dijo Polidori—. Lo hice cavar ex profeso después de mi accidente. Este ascensor es la única forma de llegar allí.

Descendimos muy despacio bajo las vigas del suelo, después pasamos unos cimientos de piedra, luego ladrillo, y una piedra todavía más basta hasta que la pared finalmente cedió el paso.

El sótano se abrió ante nosotros y enseguida el ascensor se paró.

Polidori condujo afuera su silla. Con su llama encendió más velas. El sótano parecía tan grande como la suma de todas las habitaciones de arriba. Me di cuenta de que, a diferencia de las que había en su tienda, todas las estanterías estaban construidas a un nivel que permitía a Polidori alcanzarlas desde su silla de ruedas. Vi varias mesas de trabajo y más frascos y matraces, y aparatos que nunca había visto antes.

Polidori debió de adivinar mis pensamientos, porque dijo:

—Todo el trabajo que hago prefiero hacerlo aquí abajo, mejor que en el piso de arriba. Después de ser acusado de brujería, y amenazado con la horca, uno se vuelve más precavido. Bueno, vamos por aquí.

Nos llevó a una mesa larga y estrecha sobre la que había varias bandejas que podían ser de estaño o de cinc.

—Señorito, ¿podría por favor traerme aquellos tres tarros verdes? —me dijo, señalándolos—. ¿Y usted, caballero —le dijo a Henry—, recoger las velas y traerlas a la mesa?

Su tono y sus modales se habían vuelto de pronto más autoritarios, y nos apresuramos a hacer lo que nos pedía. Sobre cada vela colocó un pintoresco farol de cristal rojo. El sótano de repente quedó bañado por un intenso resplandor de este color.

Cuidadosamente abrió los tarros verdes y fue vertiendo una dosis de cada uno en un matraz y después en una de las bandejas metálicas que tenía delante. Al terminar, había una delgada película de líquido en el fondo de la bandeja, roja a la luz del farol.

Podría haber sido sangre perfectamente.

—Necesitaremos esto más tarde —dijo Polidori, empujando la cubeta al fondo de la mesa.

De un cajón sacó una gruesa cartera de tela y la abrió junto al libro de Paracelsus. Colocados dentro de la cartera había un asombroso despliegue de instrumentos que, a primera vista, se parecían a los de un cirujano. Había todo tipo de pinzas, fórceps y diminutos bisturíes. Miré a Henry de reojo y vi cómo se estremecía.

—Supongo que todos querrán ayudar —afirmó Polidori. Le dijo a Henry—: Usted será el cronometrador. Hay un reloj ahí, y debe vigilar los segundos cuando se lo pida más tarde —a Elizabeth y a mí nos dijo—: Confío que serán capaces de ayudarme en la operación.

—¿Operación? —preguntó Elizabeth, sorprendida.

—Claro —dijo Polidori—. Esto es tan minucioso como cualquier procedimiento médico.

A continuación nombró todos los instrumentos, para nuestra información, y después tomó un difusor lleno de líquido y pulverizó con él el libro. Entonces se volvió hacia mí.

—Si pudiera, por favor, sujetar firmemente el ejemplar, empezaríamos. ¡El bisturí Gutenburg, preparado!

Elizabeth se lo dio rápidamente, y se puso manos a la obra.

Varios meses antes, mi padre nos había llevado a la sala de disecciones del célebre doctor Bullman. Desde el graderío, lleno hasta el techo de ávidos estudiantes de anatomía, habíamos contemplado cómo Bullman abría el cadáver de un convicto recién ahorcado. Vimos su corazón y sus pulmones, el bazo y el estómago. Henry tuvo que irse. Pero Konrad y yo —y Elizabeth también— nos quedamos hasta el final del todo. Era terrible y fascinante a la vez ver cómo los secretos más íntimos del cuerpo quedaban al descubierto.

Sentí exactamente la misma fascinación cuando las manos de Polidori se cernieron sobre el volumen, y lo cortaron. Quizá fuera por la toxicidad de los químicos de la bandeja o el olor a moho de la habitación, pero me pareció que el libro se había estremecido y suspirado.

El objetivo de Polidori era separar las páginas quemadas y fundidas entre sí, y era una tarea delicada. Utilizó una apabullante serie de instrumentos para separar los delicados pergaminos. A veces salía bien. A veces un minúsculo fragmento se desgarraba, y Polidori maldecía entre dientes. El calor en la habitación se hacía cada vez más intenso, como si un gran horno estuviera ardiendo cerca de nosotros. Se me metió el sudor en los ojos y parpadeé para aclararme la visión. No podía apartar la mirada de las manos firmes de Polidori y de las puntas de sus instrumentos. Y por un momento el libro no fue un libro, sino un cuerpo viviente, y en vez de papel, percibí vísceras palpitantes, y sangre, y órganos. Parpadeé de nuevo, desconfiando de mi visión. Pero el libro —y esto fue lo más extraño y repulsivo— pareció emanar el olor de un matadero, a entrañas y despojos.

Preguntándome si serían solo desvaríos de mi mente, miré a Elizabeth, y vi cómo arrugaba la nariz. Se apoyó sobre una mano para no perder el equilibrio, pero su mirada no flaqueaba al contemplar aquella extraña cirugía sobre el libro de Paracelsus.

—He hecho todo lo que he podido —dijo al fin Polidori y, con gesto seguro, cortó de la encuadernación del libro las páginas en las que había estado trabajando. Las levantó con unas pinzas acolchadas y las sostuvo sobre la bandeja de líquido.

—Señorito —le dijo a Henry—: Prepare el reloj para contar sesenta segundos. Y sea preciso, ¡ya!

Henry cogió el ornamentado reloj y giró hacia atrás la manecilla delgada, sujetándola en el sitio.

—Suéltela… ¡ahora! —gritó Polidori, y sumergió los trozos carbonizados de papel en el líquido sangriento, agitándolos suavemente una y otra vez. Al principio las páginas se quedaron pegadas, pero unos momentos después flotaron por separado.

—¡Se han soltado! —gritó entusiasmada Elizabeth.

Polidori colocó las hojas calcinadas en una fila ordenada dentro de la cubeta.

—El tiempo ahora es de vital importancia.

—¿Qué es lo que hace este líquido? —pregunté.

—Recupera lo que se ha perdido. Pero un segundo de más y lo perderemos todo para siempre.

Nos quedamos absortos mirando la bandeja. Veinte segundos, treinta… No ocurría nada. Bajo la luz roja el papel ennegrecido continuaba en el líquido, tan imposible de leer como siempre. Cuarenta segundos…

—¡Mirad! —exclamó Elizabeth casi sin voz.

Algo estaba pasando. En la oscuridad de las páginas aparecieron débiles arañazos… completamente ilegibles, pero al fin y al cabo eran algo.

—Ya sale… —dijo Polidori con voz ronca—. Ya sale…

—Cincuenta segundos —dijo Henry.

En todas las páginas los arañazos se fueron haciendo más gruesos, soltando brotes como extrañas plantas que crecieran a una velocidad inusual. Reconocí los estrafalarios caracteres del Alfabeto de los Magos, y después algunas letras familiares debajo de ellos: ¡las traducciones!

—Cincuenta y cinco segundos —dijo Henry.

—¡Debemos tenerlo más tiempo! —dijo Elizabeth, ya que había partes de las páginas que eran todavía imposibles de leer.

—¡No osaremos hacerlo! —repuso Polidori, preparando sus pinzas—. ¡Mirad!

Los bordes de las hojas estaban empezando a enroscarse y disolverse, como si estuvieran en un ácido. Y las partes del texto que antes se leían con claridad estaban comenzando a emborronarse peligrosamente.

Sonó el reloj y al momento Polidori sacó las páginas y las extendió en un tendedero especial.

—Tendremos que apañarnos con esto —dijo.

—Pero ¿es suficiente? —pregunté, aguzando la vista en la intensa penumbra roja.

—Es un buen principio —dijo—. Un comienzo. Vuelvan en un par de días y les diré qué he descubierto.

Saqué mi monedero del bolsillo e intenté ofrecerle dinero, pero negó con la cabeza.

—Esperemos a los resultados, caballero. Todo esto puede acabar en nada. Esperemos.

—Es muy amable por su parte, señor —dijo Elizabeth—. Gracias.

Por primera vez Polidori sonrió, como sorprendido de veras por aquellas palabras dulces. Me miró.

—Espero que su hermano se mejore —dijo— y convierta todo este esfuerzo en algo innecesario.

Abandonamos la tienda de Polidori en silencio. Sentía que había sido testigo de un hecho increíble, incluso peligroso. Fuera del callejón, las calles parecían extrañas a mis ojos. Toda la gente y los caballos y carruajes y el ajetreo no tenían nada que ver conmigo. Mis ojos estaban todavía en las páginas del tomo de Paracelsus, las palabras antiguas que aparecían flotando después de largos siglos de olvido.

—Es como si hubiéramos resucitado algo —dijo Elizabeth.

La miré, sorprendido.

—Sí. Es exactamente así como me siento. Había algo en ese volumen… que hacía que no fuera un mero libro.

—Estaba vivo —dijo Elizabeth con sencillez.

—¡Y tanto que lo estaba! —exclamé—. Sentí que se movía entre mis manos, como un paciente que se retorciera.

—¿No había olor a sangre? —dijo.

—¿Es posible que fuera todo un engaño de nuestra emoción febril? —dijo Henry—. ¿Que todos imagináramos cosas tan fantasmagóricas porque queríamos verlas?

—Eres demasiado realista, Henry —dijo Elizabeth, de forma cortante—, para alguien cuya pluma tiene tales arrebatos de pasión.

—Son solo invenciones —insistió Henry—. No es la realidad. Si de verdad creemos que ese libro se movió, estamos creyendo en… la magia —bajó la voz—. La brujería.

—No existe tal cosa —dije—. Solo cosas que todavía no logramos comprender. Padre diría lo mismo.

—Tu padre condenaría lo que acabamos de hacer —dijo Henry.

Tragué saliva.

—No lo sabrá.

—¿Estamos idiotas? —dijo él con nerviosismo—. Decepcionar a tu padre es una cosa, pero aunque Polidori pudiera traducir la receta, ¿de verdad deberíamos hacer el elixir?

—Si es la única oportunidad que tiene Konrad de vivir, sí —respondí—, ¡y al infierno las consecuencias!

—El propio Polidori dijo que había un sinfín de elixires mágicos… y que su efecto podía ser peligroso —insistió.

No dije nada.

—Confío en Polidori —dijo Elizabeth—. Nos aconsejará bien.

Cuando las campanas de San Pedro dieron las dos, nos sorprendieron a todos, porque habíamos perdido la noción del tiempo dentro del laboratorio. Echamos a correr por las calles empedradas de la ciudad, hacia nuestra casa, para encontrarnos con padre.

Después de cenar fui a visitar a Konrad, pero ya estaba dormido, con nuestra partida de ajedrez inacabada todavía en la mesita de noche. Con un suspiro me senté y miré el tablero. El día anterior, de tanto como tardé en pensar mi movimiento, Konrad se había quedado traspuesto.

Examiné la posición de sus piezas cuidadosamente y casi al momento comprendí su estrategia. Era muy buena. Como me descuidara, me vencería en tres movimientos. Hice uno de ellos en su lugar y después giré el tablero para coger mi propio turno.

Encorvado sobre la silla, jugué contra mí mismo —conocía a Konrad tan bien que era casi como si jugara él— pero de golpe me sobrecogió la tristeza que había en aquello y me di cuenta de lo mucho que lo echaba de menos, y de cuánto quería que saliera de aquella cama para siempre.

—Hemos tenido un día muy emocionante —susurré a su rostro dormido.

Había deseado contárselo desde que volvimos de Ginebra, pero sabía que era mejor guardar el secreto. Ahora, sin embargo, al menos podía pronunciar las palabras.

—Tenemos un plan fabuloso para reunir los ingredientes del Elixir de la Vida y, en cuanto lo consigamos, podrás bebértelo.

Cambió de postura en sueños, apartando la cabeza, como si dudara de mí.

—Lo prometo —dije, besándole en la frente—. Si nadie más puede hacer que mejores, yo lo lograré.

Aquella noche me desperté de pronto con la espantosa sensación de que había alguien en mi cuarto. Me asomé con cautela a través de las cortinas de mi cama y vi mi habitación bañada por la luna. Elizabeth estaba delante de la ventana que daba al lago, en camisón.

—Elizabeth —dije suavemente—. ¿Qué pasa? ¿Es por Konrad?

De repente temí que viniera a traerme noticias horribles, pero no volvió la cabeza. No me había oído.

A la luz de la luna su cara tenía una palidez fantasmal, con el ceño fruncido. Parecía estar sujetando algo en sus brazos, que miraba una y otra vez con inquietud.

—¿Elizabeth?

No hubo respuesta. Estaba despierta, pero dormida.

No era la primera vez. Cuando Elizabeth llegó a nuestra casa de pequeña era sonámbula. Mis padres la encontraban por los pasillos, mirando confusa a su alrededor u observando intensamente algo invisible. Padre dijo que su mente estaba afectada de manera temporal por los grandes cambios ocurridos en su vida, que ni siquiera en sueños la dejaban descansar, haciéndola caminar por la casa de madrugada, intentando resolver cosas. Se le pasaría con el tiempo, dijo.

Una vez, durante aquellos primeros meses, me desperté sobresaltado al encontrar su cuerpo apretado contra el mío. Sus delgados brazos me rodeaban con fuerza. Estaba temblando. No me atreví a despertarla, porque padre había dicho que nunca debes despertar a un sonámbulo. Así que simplemente me quedé muy quieto. Poco a poco dejó de temblar, su respiración se calmó y ambos nos dormimos. Por la mañana se sintió indignadísima de encontrarse en la cama de otra persona, y me despertó con un puñetazo en el hombro antes de salir airada de mi habitación. Pero de aquello hacía mucho tiempo, cuando teníamos siete años y pico.

Ahora teníamos quince, y casi me daba miedo acercarme a ella, porque parecía emanar un inquietante poder. Era ella y no era ella, y sentía como si tuviera a una extraña en la habitación. Me pareció que debía guiarla suavemente hasta su propio cuarto, a ser posible. Mi padre había dicho que lo mejor que se puede hacer con los sonámbulos es hablarles con mucha calma y precisión.

—Elizabeth —dije—. Por aquí.

Cuando se volvió hacia mí, su cara estaba atormentada por la angustia. En sus brazos acunaba una vieja muñeca. Me estremecí, porque su mirada parecía ver a través de mí a alguien que estuviera justo a mi espalda.

—La niña no está muerta —dijo con ferocidad.

—No —le seguí la corriente.

—Solo está fría.

—Sí —afirmé.

—Necesita entrar en calor —tan apremiante y fija era su mirada que por un momento volví la vista a la muñeca, para asegurarme de que no era real—. Solo es eso. Un poco de calor y estará bien.

—Tú ya la estás calentando ahora —dije con dulzura. Había algo tan infantil y suplicante en su mirada que me dolió el corazón—. Pronto estará maravillosamente caliente y feliz.

Bajó los ojos hacia la muñeca, frotándola con las manos.

—¿Lo ves? —dije—. El bebé está bien. Seguro que solo necesita dormir bien. Te enseñaré el camino.

Empecé a andar hacia la puerta y volví la cabeza para asegurarme de que me estaba siguiendo. Rápidamente encendí una vela y recorrí el pasillo hasta su dormitorio. La puerta estaba entreabierta. Entramos. Le señalé su cama, con las sábanas revueltas.

—Ya hemos llegado —dije—. Tú y el bebé podéis descansar aquí.

—La cama estará caliente —comentó.

—Claro.

Intenté arreglarle las sábanas, pero se tumbó sobre ellas antes de que pudiera terminar, todavía aferrada al bebé. Me alegré de que no fuera un bebé de verdad, porque Elizabeth estaba aplastándole la cabeza y el tronco. Había cerrado los ojos y se había quedado ya completamente dormida. Encontré una manta en su armario y la extendí sobre ella con suavidad. La contemplé durante un momento y después abandoné la habitación.

En el desayuno, Elizabeth no dijo una palabra sobre sus andanzas nocturnas. No se acordaba de nada, y no iba a ser yo quien se lo recordara.