—En garde! —jadeé, levantando mi florete.
Konrad y yo estábamos llegando al fin de nuestro combate e íbamos empatados. Quien marcara el siguiente tanto sería el ganador. En la armería del castillo nos observaba el Signor Rainaldi, nuestro maestro de esgrima, así como Henry y Elizabeth, ambos preparados en los laterales, esperando su propio combate.
Tomé la ofensiva e hice un fondo poco imaginativo que Konrad paró fácilmente. Estaba cansado y mis movimientos se estaban volviendo lentos.
—Puedes hacerlo mejor, hermanito —dijo Konrad.
No podía verle el rostro bajo la careta, pero seguro que no estaba tan empapado de sudor como el mío.
Konrad parecía haber nacido para ello prácticamente desde el primer momento en que cogió un estoque. En cambio, a mí no me ocurrió. Así que practiqué y practiqué, pidiéndole al Signor Rainaldi más ejercicios para llegar a su nivel. Valió la pena, ya que Konrad y yo íbamos ya muy igualados, aunque todavía me vencía la mayoría de las veces. Batirme contra mi gemelo suponía otro reto único, ya que ambos conocíamos los instintos del otro tan bien que era casi imposible sorprendernos mutuamente.
Paré su ataque y planeé mi siguiente movimiento.
—¡Ritmo, ritmo! —gritó nuestro maestro—. ¡He visto ancianos con más brío!
—No quiero agotar a mi hermano —repuso Konrad.
Hice una finta, pero golpeé sin fuerza en mitad de su florete.
—Qué desperdicio, ¿no crees? —me provocó.
—Así es —dije. Pero era lo que quería: dejar que se mofara de mí. Tenía un plan.
Konrad volvió a la guardia y empezamos a movernos en círculo, cautelosamente. Le contemplaba, esperando su ataque, esperando la flexión de su pierna al hacer un fondo. Cuando llegó, estaba preparado.
Ejecuté una passata sotto, una difícil maniobra que había estado practicando en secreto durante semanas. Bajé al suelo mi mano derecha y agaché el cuerpo por debajo del florete extendido de Konrad. Al mismo tiempo, hice un fondo con mi propia arma. La hoja de Konrad dio al vacío. La mía chocó contra su tripa.
—¡Tocado! ¡Un tocado clarísimo! —gritó nuestro maestro—. El combate es para Víctor. Una passata sotto. Bien hecho, señor.
Se me fueron los ojos hacia Elizabeth, que estaba aplaudiendo junto a Henry. Me levanté la careta, sonriendo. No vencía a Konrad muy a menudo y la victoria era dulce, desde luego.
—Un movimiento muy estudiado —dijo Konrad—. Felicidades.
Se quitó la careta y su palidez me desconcertó.
—¿Está bien, señor? —preguntó nuestro maestro, frunciendo el ceño.
Elizabeth se acercó a nosotros.
—Ha sido un combate muy duro —dijo—. Konrad, siéntate un momento.
Él, temblando, le hizo un gesto para que se apartara.
—Estoy bien. Estoy bien.
Elizabeth le puso la mano en la frente.
—Estás ardiendo.
—Es del esfuerzo —dije, y me reí con desenfado—. ¡Menudo combate! ¿Quieres que te traigamos la silla de ruedas?
—Tiene fiebre, Víctor —me reprochó ella con aspereza.
Al mirar con más atención a mi hermano vi que estaba enfermo de verdad. Su piel parecía ajada y le habían salido unas ojeras oscuras.
—No tengo fiebre —dijo Konrad… y después se desmayó.
Elizabeth y yo lo sujetamos torpemente antes de que cayera al suelo. No estuvo mucho tiempo inconsciente y, cuando despertó, Henry había ido a buscar a nuestros padres y estos estaban ya a su lado.
—A la cama, Konrad —dijo padre—. Haremos que Claire te lleve un caldo.
Ayudé a mi padre a ponerle de pie y a llevarle andando desde la armería, con Elizabeth y mi madre acompañándonos. Yo esperaba que Konrad me mirara, que me guiñara el ojo juguetonamente para tranquilizarme, pero parecía adormilado y retraído.
—¿Habrá sido por pasar tantas noches en el balcón, ensayando la obra? —dijo Elizabeth, preocupada, como culpándose a sí misma.
—Más bien demasiado tiempo en el lago sin capa —dijo mi madre.
—Estará en pie para la cena —comenté, intentando aparentar seguridad—. Es solo un resfriado, sin duda.
Más adelante, aquella tarde, el doctor Lesage vino a examinar a Konrad. Para enorme alivio de todos, dijo que no era la peste. Le recomendó reposo en cama durante tres días, nada de comida, solo caldo, y dosis regulares del reconstituyente que había patentado.
Mi madre nos prohibió entrar en su dormitorio, por miedo a que nos contagiara la fiebre. Elizabeth quería ayudar a cuidar de Konrad, pero a pesar de sus protestas, solo nos permitieron saludarle desde la puerta.
—No estoy siendo un anfitrión muy alegre para ti, Henry —dijo Konrad desde su cama.
—Entonces mejor que te des prisa y le entretengas como es debido —repuse.
—No seas tonto —dijo Henry—. Descansa, Konrad.
—Mejórate pronto —dijo Elizabeth.
Konrad asintió.
—Lo haré. Lo prometo.
Pero cinco días después todavía estaba postrado en cama.
Las clases de aquella mañana fueron muy apagadas, mientras Elizabeth, Henry y yo, sentados en la biblioteca, escuchábamos a mi padre hablarnos de los principios de la democracia y los primeros pensadores griegos. Si en los mejores momentos ya me costaba concentrarme, ahora era casi imposible. Se me iban los ojos continuamente hacia la silla vacía de Konrad.
Mi padre también parecía distraído. Por lo general sus lecciones estaban llenas de Sturm und Drang, se paseaba de un lado a otro, daba golpes en la mesa y nos lanzaba preguntas como si fueran una lluvia de flechas. Pero aquel día nos dejó salir pronto y dijo que fuéramos a tomar el aire.
A la hora de comer, cuando mi madre se nos unió en la mesa, estaba muy seria.
—¿Cómo está Konrad? —preguntó Elizabeth, preocupada.
—Tiene fiebre otra vez y se queja de que le duelen los miembros. Dice que cuando le leo siente que le va a estallar la cabeza.
Mi padre le cogió la mano.
—Es un muchacho muy fuerte. Le bajará la fiebre pronto, definitivamente. Todo va a salir bien.
Durante la tarde, a Konrad le subió la fiebre. El doctor Lesage vino y dejó unos polvos que según él eran beneficiosos para luchar contra la infección.
Antes de cenar fui a ver a Konrad con Elizabeth y Henry. Estaba dormido. Nos quedamos en la puerta y contemplamos cómo María le enjugaba la frente suavemente con un trapo frío. Se estremeció, sacudiéndose y murmurando sinsentidos. María trató de arreglarle las sábanas, calmándole como a un bebé.
—Nunca he visto una cabeza tan caliente —nos dijo en voz baja.
El ver a mi hermano tan enfermo despertó en mí sentimientos de tal intensidad que casi quedé abrumado. ¿Y si no se recuperaba? ¿Y si fuera a perderle? Mirarle era como contemplarme a mí mismo, ver mi propio cuerpo atormentado por la fiebre y el dolor.
Y, lo que es todavía más extraño, sentí rabia. ¿Cómo había permitido Konrad que esto sucediera? ¿Cómo alguien tan sano, y tan listo y prudente, podía ponerse tan enfermo?
Me avergoncé de tener aquellos pensamientos.
Y me avergoncé de no poder hacer nada para ayudarle.
Aquella noche fui incapaz de cenar. Me dolía todo el cuerpo y me daba vueltas el estómago.
—Víctor —dijo mi madre—. ¿Estás bien?
—No lo sé.
—Estás pálido —dijo.
Miré a Henry, luego a Elizabeth, y percibí la mirada rápida y nerviosa que le lanzó a mi madre. De repente el estómago se me contrajo, me dio un vuelco y tuve que irme corriendo de la mesa al baño más cercano donde me asaltaron las arcadas, una y otra vez, mientras se me saltaban las lágrimas. No podía recordar haber tenido nunca tantas náuseas.
Lo que le había ocurrido a Konrad me había ocurrido a mí.
Pasé una noche eterna dando vueltas en la cama, temblando y sudando. Cuando despertaba, era presa del terror; y cuando dormía era solo a ratos crueles, y mis sueños eran horrorosos. En uno, Konrad y yo estábamos representando la obra de teatro, alegremente al principio, pero después luchando cada vez con más furia, y cuando lo maté con la espada, era una espada de verdad, y brotó sangre de verdad de su pecho, y yo reía y reía… y me desperté, empapado y jadeando.
Durante la noche era vagamente consciente de que mi madre, mi padre y los sirvientes me estaban velando.
Al fin, debí de dormir bien, porque cuando volví a abrir los ojos amanecía, y el doctor Lesage me estaba examinando, me tomaba el pulso.
—Vamos a echarle un buen vistazo, señorito Frankenstein —dijo el médico, mientras me ayudaba a incorporarme con suavidad.
Me sometí lánguidamente a sus solemnes palpaciones. Pareció llevarle mucho tiempo, cosa que me inquietó todavía más.
—Es la misma enfermedad que Konrad —dije con la voz ronca.
—Hablaré con su madre —dijo el doctor y acto seguido se fue.
Los cinco minutos siguientes me parecieron horas. Estaba aterrorizado. Miré por la ventana y vi el sol y las montañas, y fue como si no tuvieran nada que ver conmigo. Era un mundo diferente, un mundo del que había sido expulsado para siempre. Estaba seguro de las noticias que estaba a punto de escuchar.
No fue mi madre quien entró por fin, ni mi padre, sino Elizabeth. Su rostro rebosaba de furia.
—¡No tienes nada! —dijo.
—¿Qué? —exclamé.
Se sentó al borde de mi cama y se echó a llorar.
—Estás bien —dijo—. El doctor Lesage ha dicho que estás perfectamente.
El poder de la mente debe de ser algo milagroso, porque en ese mismo instante sentí cómo menguaban la fiebre y las náuseas. Me incorporé y le toqué el hombro, pero me apartó la mano de golpe.
—No estaba actuando —objeté—. De veras me sentía… fatal, como si todas mis fuerzas me hubieran abandonado.
—Nos has tenido a todos tan preocupados —dijo—. Y solo estaba en tu cabeza.
—¡Yo no lo sabía! —repuse, pero me sentí tonto y avergonzado. Y extrañamente celoso, también, porque me di cuenta de pronto de que ella no lloraba por mí, sino por Konrad.
—El médico ha dicho que era de esperar —dijo, enjugándose las lágrimas.
—¿El qué?
—Ya ha visto esto antes, entre gemelos. Conoció a uno que, cuando a su hermano le aplastó el brazo una máquina por accidente, gritó, y no pudo utilizar el brazo durante semanas, del dolor.
—Tengo que ver a Konrad —dije—. ¿Cómo está?
Me levanté y recordé de pronto que estaba en camisa de dormir. Aunque Elizabeth y yo habíamos crecido juntos, ahora me avergonzaba al verme cerca de ella con tan poca ropa. Noté cómo se ruborizaba y apartaba la cara.
—Le ha bajado un poco la fiebre.
—Qué buena noticia.
—Mejor si hubiera desaparecido del todo.
—¿Se hace el doctor Lesage una idea más clara de lo que le pasa? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Solo sabe que no es una infección típica. No es contagioso. Padece una dolencia contra la que tiene que luchar solo.
—Vamos a verle ahora mismo —dije.
—Ah, Víctor —dijo Konrad—. Me han dicho que has tenido otra escaramuza con la muerte.
—Una enfermedad falsa —admití tímidamente.
Puso su mano caliente sobre la mía.
—Intenta no meterte en más problemas, hermanito —me dijo.
—Claro —le dije—. Pero sería mejor que dejaras de holgazanear para poder estar pendiente de mí.
—Sí, me levantaré pronto. Hoy ya me siento un poco más fuerte.
Elizabeth me sonrió. Las ventanas de su habitación estaban abiertas de par en par y entraba el aroma de la hierba cortada de los campos, junto con el sonido de las olas suaves del lago, y parecía como si la misma primavera bastara para curar cualquier mal.
—Debes saber que has tenido a madre terriblemente preocupada —dije.
Konrad puso los ojos en blanco.
—Todo el mundo está haciendo un drama de nada. ¿Te acuerdas de Charlie Fancher? Permaneció en cama con fiebre alta durante dos semanas antes de que se le pasara. Estaré de nuevo en pie muy pronto.
—Bien —dije—, porque Henry y Elizabeth han estado preparando otra obra y esta vez vas a ser tú el héroe.
—Excelente —dijo.
Pero después, cuando intentó levantarse, no tuvo fuerzas para mantenerse de pie más de un minuto sin temblar. Tenía la cara demacrada.
Estaba tan débil como un recién nacido.
Durante los días siguientes intenté conservar la esperanza y convencerme de que Konrad estaba mejorando.
La fiebre no volvió con la ferocidad de antes, pero se negaba a abandonarle totalmente.
Después de una mañana de tregua, retornaba de nuevo por la tarde… como un viento infernal que amainara solo para renovar sus fuerzas.
Ahora que sabíamos que no era contagioso, Elizabeth pasaba mucho tiempo ayudando a mi madre y a los sirvientes a cuidarle, leyéndole para distraerle de sus dolores. Cuando se sentía mejor, Henry y yo pasábamos a verle para hablar con él o en ocasiones hasta para jugar al ajedrez.
Rara vez acabábamos aquellas partidas, porque le aquejaban dolores de cabeza o simplemente se sentía demasiado mal como para concentrarse.
Yo me sentía extrañamente incompleto, deambulando por el castillo sin mi gemelo.
No es que hubiéramos estado siempre pegados el uno al otro, pero ahora sentía su ausencia con mayor intensidad. Una vez, cuando teníamos seis años y nuestra madre no se encontraba bien durante el embarazo de Ernest, padre nos mandó a pasar quince días con distintos parientes.
Fue una de las épocas más tristes y solitarias de mi vida.
Pero esta era peor.
¿Por qué no mejoraba Konrad?
—Tienes que llevarme a misa, Víctor —dijo Elizabeth el domingo por la mañana durante el desayuno en el comedor.
Levanté la vista de mi huevo duro, con la boca todavía llena de pan, sin comprender durante un instante, ya que estaba acostumbrado a que fuera Konrad quien la acompañara a la catedral de Ginebra o a la pequeña iglesia de pueblo de Bellerive.
—Sí, por supuesto —asentí.
—Philippe te preparará el carruaje —dijo padre.
Aunque mis padres no eran creyentes, no querían privar a Elizabeth de su fe, y estoy convencido de que no hubo domingo sin que asistiera al servicio católico romano.
Era un alivio estar fuera del castillo, sintiendo el aire templado de primavera, llevando las riendas y conduciendo por la carretera del lago. Viajábamos en silencio, pero nuestra preocupación por Konrad venía con nosotros.
Cuando llegamos a la pequeña iglesia, Elizabeth dijo:
—Puedes entrar si quieres.
—Creo que mejor te esperaré aquí.
—Podrías encender una vela por Konrad.
—Tú sabes que no creo en esas cosas.
Asintió y miró cómo los demás feligreses entraban en la iglesia con sus familias. Por primera vez se me ocurrió que debía de haberse sentido muy sola yendo a misa sin nadie que la acompañara todos estos años.
—¿Konrad entraba contigo?
—Al principio no.
La ayudé a bajar y contemplé cómo entraba en la iglesia. La imaginé encendiendo una vela y rezando… y sentí envidia.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ernest, conforme entraba en la biblioteca.
Era lunes por la tarde y me había pasado prácticamente todo el día sumergido en los libros que había esparcidos a mi alrededor, tomando apuntes de un modo frenético.
—Estoy intentando aprender sobre el cuerpo humano y sus enfermedades —dije.
Mi hermano de nueve años se acercó a mí y miró con gravedad las ilustraciones del libro.
—Konrad se recuperará, ¿verdad, Víctor? —preguntó.
Abochornado, me di cuenta de lo poco que había pensado en Ernest, y cómo la enfermedad de su hermano mayor podía afectarle. El pequeño William era demasiado niño para comprender… y suponía a veces un gran consuelo para mí con solo abrazar su cuerpecito e intentar abstraerme en su calidez y su risa, y su inconsciente buen humor… Pero con nueve años, Ernest, como todos nosotros, estaba teniendo que aguantar el temporal sombrío que había azotado nuestra casa.
Dejé la pluma y sonreí como hacía nuestro padre cuando intentaba reconfortarnos.
—Claro que se recuperará. No tengo ninguna duda de ello. Es fuerte, ¡como todos los Frankenstein!
Señaló el libro con seriedad.
—¿Está ahí el remedio?
Me reí.
—No lo sé. A lo mejor.
Se interesó en el gráfico de un bazo humano.
—¿Qué hace eso?
—Antes pensaban que regía nuestros temperamentos.
—Tú encontrarás la cura, Víctor —dijo—. Eres casi tan listo como Konrad.
—¿Casi tan listo? —dije con brusquedad—. ¿Y tú qué sabes, mocoso?
Abrió los ojos, asombrado y dolido, y al instante lamenté mi arrebato. ¿Cómo podía criticarle, cuando era algo perfectamente obvio, después de todo? Konrad había sido siempre mejor estudiante y mi padre no se molestaba en ocultarlo. Aun así, las palabras de Ernest escocían. Hasta un niño de nueve años veía claro que Konrad era la estrella más brillante de nuestra constelación familiar.
Si yo hubiera sido tan solo un año menor que Konrad —o por lo menos un gemelo no idéntico— habría sido más fácil de llevar. Pero se suponía que él y yo éramos iguales en todos los aspectos. Por lo tanto, ¿qué excusa tenía para ser el más débil?
Elizabeth apareció en la puerta.
—Ernest, Justine te está buscando en el jardín.
Sonreí a Ernest a modo de disculpa y le di una palmadita en el hombro, pero la mirada que me lanzó al despedirse era desconfiada.
—¿Sigues aquí? —preguntó Elizabeth mientras entraba.
—Tú tienes tus rezos —dije—. Yo no puedo rezar, pero tengo que hacer algo o me volveré loco.
Incansable, volví los ojos hacia el libro, un volumen enorme escrito fundamentalmente en latín. Mi conocimiento de esta lengua era pobre y me costaba mucho entender cada frase, pero me negué a darme por vencido. Había sido un estudiante mediocre, mas lo remediaría con trabajo duro.
Elizabeth cerró el libro con delicadeza.
—No pretenderás curarle por tu cuenta.
—¿Por qué no? —pregunté—. Alguien tiene que hacerlo.
Se me fue la vista a la estantería que ocultaba el pasadizo secreto hacia la Biblioteca Oscura.
—Te has pasado aquí todo el día —dijo—. No puedes abandonar a Henry así.
Suspiré.
—Lo siento si Henry se siente abandonado, pero hay tantos libros que debo entender…
—Da un paseo a caballo —sugirió—. Te deprimirás si pasas más tiempo aquí. Llévate a Henry arriba, a los prados, durante una o dos horas.
Miré sin demasiado entusiasmo mi escritorio.
—Solo una pequeña pausa —accedí.
Así que Henry y yo nos pusimos la ropa de montar y sacamos nuestros caballos durante varias horas. Y disfruté de la luz del sol y del aire en mi rostro, aunque me sentía culpable por dejar a Konrad en el lecho del dolor.
Conforme volvía a casa, me atreví a albergar esperanzas. Cuando viera a mis padres estarían sonriendo, y dirían que la fiebre de Konrad había desaparecido para siempre y que estaba mejorando, y todo iría bien.
Pero no fue así. Continuaba igual.
Al día siguiente, un segundo médico acompañó al doctor Lesage a ver a Konrad. Era un apuesto caballero llamado doctor Bartonne, que vestía a la moda y emanaba seguridad como si fuera una penetrante colonia. Nada más verlo, me desagradó.
Entró confiadamente en la habitación, le echó un vistazo a mi hermano y dijo que tenía una alteración en la sangre. Por lo tanto, necesitaba una sangría.
Puso sanguijuelas viscosas por todo el pálido cuerpo de mi hermano, y las dejó chuparle la sangre hasta que Konrad se desvaneció. El tipo quedó muy satisfecho y anunció que había purgado a Konrad de los venenos que le habían causado la fiebre, y que cuando mi hermano despertara por la mañana se sentiría débil pero mejor.
Es verdad que esa noche estuvo menos caliente. ¿Quién no lo estaría después de que le chuparan casi toda la sangre? Sin embargo, todos nos hicimos ilusiones de que aquello aceleraría la recuperación de Konrad.
No obstante, la fiebre volvió con la mañana. Llamaron de nuevo al doctor Bartonne. Cuando se marchó, fui a buscar a mi madre para preguntarle qué había dicho.
Mientras caminaba por el pasillo del piso de arriba, la oí hablar con María en la sala de estar del ala oeste. Me detuve antes de llegar a la entrada, porque por los susurros del ama de llaves se notaba que estaban hablando de algo terriblemente serio.
—… podría ser de ayuda —estaba diciendo María—, ya que muchos dicen que tiene un gran poder.
—Tú le quieres, como todos nosotros, María —repuso mi madre—. Pero sabes que Alphonse no quiere ni oír hablar de la alquimia. Piensa que son disparates primitivos, y yo tiendo a estar de acuerdo con él. Por favor, no le hables de esto.
—Muy bien, señora —dijo la otra.
—Sé que tus intenciones son buenas, María. No creas que estoy enfadada.
—No, señora. Solo es que… escuché lo que dijo el doctor sobre… no saber cómo tratarle, y cómo hacer si continúa debilitándose…
Se me heló la sangre en las venas mientras me esforzaba por escuchar. ¿Qué había dicho el médico? Pero no hubo más palabras, solo sollozos y pequeños gemidos, e intuí que las dos se estaban abrazando y consolándose mutuamente. Entonces volvió la voz de mi madre, un poco temblorosa.
—María, sabes que eres para nosotros un miembro muy querido de nuestra familia —dijo.
—Yo a Konrad no podría quererle más ni aunque fuera mi propio hijo.
—Estamos haciendo todo lo que podemos. Alphonse ha oído hablar de otro médico, el doctor Murnau, de la universidad de Ingolstadt, que es especialista en enfermedades poco comunes. Hemos enviado a un mensajero para que haga averiguaciones.
—Seguiré rezando, entonces, señora —dijo María—, si eso no la ofende.
—Por supuesto que no, María, claro que no. Debo confesar que yo misma me he sorprendido también rezando últimamente. Aunque dudo de que alguien escuche, aparte de mí.
—Con el debido respeto, señora, alguien la está escuchando. No pierda la esperanza.
Me volví y me alejé en silencio por el pasillo, pues no quería que supieran que había estado escuchándolas a escondidas.
Deseé con urgencia saber qué había dicho antes María sobre la alquimia.
¿Conocía algún tratamiento que pudiera ayudar a Konrad?
Aquella noche mientras dormía, mi mente me llevó a la biblioteca de mi padre, donde me senté, rodeado de libros de medicina, a luchar contra el latín y el griego en mi esfuerzo por curar a Konrad.
Pasé una página y allí, incrustada en el grueso papel, había una semilla. Con mucha emoción la saqué y la sostuve cuidadosamente entre las manos, ya que sabía que tenía que plantarla de inmediato o perecería. Pero la puerta que daba al corredor estaba cerrada con llave y, aunque estuve golpeándola y gritando, nadie vino a abrirla.
El pánico empezó a apoderarse de mí, porque la semilla estaba ya empezando a descomponerse. Sentí un soplo de aire, aunque no había ninguna ventana abierta, y al recorrer la biblioteca con la mirada vi que la puerta secreta se hallaba entornada.
Se lo había prometido a mi padre, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Había que plantar la semilla, y sabía que allá abajo había un pozo, y agua, y tierra.
Agarrando la semilla, me apresuré a cruzar la puerta para descubrir que ya no estaban las tablas astilladas, sino una escalera de caracol de mármol. Al final, bañado de una imposible luz solar, estaba el pozo, rodeado de una tierra fértil y fragante.
Cavé un pequeño agujero con mis manos y planté la semilla. Casi a la vez, brotó un zarcillo verde, que engordaba y se abría en delgadas ramas… y de las ramas colgaban huesecillos blancos.
Aquello me asustó y di un paso atrás, pero entonces vi que, creciendo entre los huesos, también había fruta, roja y suculenta. Y de la rama más alta —porque el árbol ya era más alto que yo— floreció un libro.
Empecé a trepar, pero el árbol seguía creciendo, llevando el libro todavía más arriba. Trepé con más velocidad, y también con más desesperación y rabia, porque sabía que debía poseer ese libro.
Pero no pude alcanzarlo.
—Tenemos que volver a la Biblioteca Oscura —dije apasionadamente.
Era la mañana después de mi sueño y Elizabeth, Henry y yo estábamos haciendo una caminata por las colinas que había detrás de Bellerive. El día no podía haber sido más hermoso. Un cielo azul sin mácula se extendía sobre la cadena de montañas coronadas de nieve que rodeaban el lago. Por todas partes crecían cosas: brotaban flores silvestres en los campos, los árboles florecían, en las ramas se abrían las hojas nuevas. Vida por todas partes… y Konrad encerrado en casa en su lecho de enfermo.
—¿Con qué intención, Víctor? —preguntó Elizabeth.
—Para que podamos curar a Konrad —dije.
—¿No es mejor dejárselo a los médicos? —sugirió Henry.
—¡Al infierno con los médicos! —repliqué—. No son más que barberos con píldoras. ¡No les confiaría ni el cuidado de mi perro! Konrad está cada día más débil. Tenemos que pasar a la acción.
—¿Acción? —dijo Henry—. ¿Qué tipo de acción?
—Para alguien con tanta imaginación, a veces puedes ser un poco torpe, Henry —dije—. Tenemos que encontrar nuestra propia cura.
Henry parecía asustado, como Elizabeth, que dijo:
—Víctor, le hicimos a tu padre la promesa…
—… de que nunca nos volvería a encontrar en la biblioteca. Sí. Esas fueron sus palabras exactas. No pretendo romper esa promesa. No nos encontrará en ella.
—No quería decir eso, ¡y tú lo sabes!
Sacudí la mano con impaciencia.
—Hay conocimientos ahí que todavía están por probar.
Henry se frotó nerviosamente el cabello rubio.
—Tu padre dijo que era todo basura.
Resoplé.
—Pensad, los dos. Aquellos libros hubo que ocultarlos porque asustaban a la gente. ¿Por qué? Deben de tener algo, alguna especie de poder. Las cosas tontas e inofensivas no asustan.
—Pero ¿y si son ofensivas y dañinas? —dijo Elizabeth.
—¿Qué otras opciones nos quedan? —pregunté—. ¿Contemplar cómo el doctor Bartonne le vuelve a aplicar sanguijuelas? ¿O palomas muertas? ¿O quizá podemos pedirle al querido doctor Lesage que se rasque la peluca y mezcle el polvo con otro frasco del tónico reconstituyente de Frau Eisner?
—Tu padre… —empezó a decir Elizabeth, pero la interrumpí.
—Mi padre es un hombre brillante, aunque no lo puede saber todo. Tú misma dijiste que podía equivocarse.
Sentí como si se hubiera abierto una puerta en el aire ante mí y la hubiese cruzado para siempre. Toda la vida había supuesto que mi padre lo sabía todo. Había querido que lo supiera todo. Me hacía sentir seguro. Pero él confiaba en que los doctores iban a curar a Konrad… y no era así.
—Tenemos que buscar otra solución —dije—. Las situaciones extremas requieren medidas extremas. Debemos estar dispuestos a correr riesgos si queremos salvarle la vida.
—¿De verdad crees que es asunto de vida o muerte? —preguntó Elizabeth, y sentí una punzada de culpabilidad, porque me di cuenta de que ella no había pensado en el tema en esos términos… o había evitado hacerlo por pura voluntad. Parecía asustada.
—Solo sé que los médicos están desorientados. Están preocupados.
Henry desvió inquieto la mirada hacia los montes del Jura, pero Elizabeth me miró fijamente con seriedad.
—La Iglesia condenó esos libros —aseveró.
—La Iglesia condenó a Galileo por decir que el Sol no giraba alrededor de la Tierra. También se puede equivocar.
—Ese lugar me asusta —confesó.
Henry tragó saliva y después de mirar a Elizabeth clavó su nerviosa mirada en mí.
—¿Tan seguro estás de que esos libros prohibidos tienen la respuesta?
—Lo único que sé es que si por lo menos no lo intentamos, me volveré loco. No puedo soportarlo un día más. Y os necesito a ambos —dije—. Vuestro conocimiento del latín y el griego es mejor que el mío.
Vi cómo Elizabeth dudaba, pero entonces algo cambió en sus ojos.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Esta noche.
—Bien —dijo—. Nos encontraremos una hora después de medianoche.
No mucho después de que las campanas de la iglesia de Bellerive dieran la una, los tres nos encontramos en el pasillo y fuimos hacia la biblioteca. Henry miraba continuamente a todas partes con sus movimientos nerviosos de pájaro, esforzándose por ver más allá de la temblorosa luz de nuestras velas, como si esperara que algo se abalanzara sobre él. Cuando se quedaba en el castillo, a menudo se quejaba de oír extraños ruidos por la noche. Y a pesar de que lo tranquilizábamos sin cesar, seguía pensando que había fantasmas.
—He oído algo —susurró—. En serio, hay una presencia allí arriba.
—Deberíamos decirle la verdad —me dijo Elizabeth guiñándome un ojo con disimulo.
—¿La verdad sobre qué? —chilló Henry.
Suspiré.
—El primo Theodore.
Los ojos de Henry se volvieron bruscamente hacia mí.
—Nunca me habías hablado del primo Theodore.
Me encogí de hombros.
—Murió muy joven y este era su sitio favorito para jugar.
—Entonces ¿es que le habéis visto? —preguntó Henry.
—Bueno, parte de él —respondí—. Estaba… bueno…
—Fue un terrible accidente —dijo Elizabeth con solemnidad, y después le entró la risa.
—Bellacos —nos insultó Henry haciendo una mueca—. Sabéis lo impresionable que es mi imaginación, y a pesar de eso seguís atormentándome. Claro, ¿qué puede ser más divertido?
—Lo siento, Henry —dijo Elizabeth, apretándole el brazo con cariño.
Todos nos quedamos callados al acercarnos y pasar ante la habitación de Konrad, pues no queríamos molestarle o despertar a mi madre, quien sabíamos que estaría durmiendo a su lado esa noche.
Apenas había un momento del día en que la enfermedad de mi hermano no ocupara mis pensamientos. Al pasar junto a su habitación, me lo imaginé durmiendo en su cama, mientras su cuerpo luchaba y luchaba. Me invadió una gran pena. Me alegré de que hubiera tanta oscuridad, porque los ojos se me humedecieron.
Íbamos todos vestidos con nuestra ropa de dormir, con las batas puestas, ya que las noches en el lago a veces eran frías cuando el viento del norte arrastraba consigo el frío glacial.
—¿Te has dado cuenta alguna vez —me dijo Henry con nerviosismo, mirando los retratos del gran pasillo, temblorosos a la luz de las velas— de lo deprimentes que eran tus antepasados? ¡Mira a ese tipo de ahí! ¿Has visto un mohín como ese?
—Es la sonrisa Frankenstein —susurró Elizabeth.
—¿Y quién es este de aquí? —preguntó Henry, al tiempo que señalaba.
Al levantar la vista hacia el más antiguo de todos los retratos, sentí un repentino escalofrío.
—Este —respondí— es Wilhelm Frankenstein.
—¿El alquimista? —murmuró Henry.
Asentí, estudiando el viejo cuadro. Es extraño que puedas pasar delante de algo todos los días de tu vida y no mirarlo nunca como es debido. A la luz de la vela, el retrato resplandecía con calidez. Wilhelm todavía parecía un hombre joven, y nos miraba por encima del hombro con una sonrisilla en los labios ligeramente desdeñosa. Tenía un secreto y no lo iba a compartir. Vestía un jubón negro con gorguera blanca y llevaba un sombrero oscuro de estilo español. Estaba de pie, con una de sus finas manos apoyada en la cadera y con la otra sujetaba un libro sobre una mesa, marcando su lectura con un dedo entre las páginas.
—Deberíamos irnos —dijo Elizabeth, mientras me tiraba del brazo.
—Sí —murmuré, apartando los ojos.
Cuando entramos en la biblioteca iluminada por la luna, sentí que, del susto, se me salía el corazón del pecho. Mi padre estaba sentado en un sillón de cuero junto a la ventana, fulminándonos con la mirada. Pero no —exhalé un suspiro—. Eran solo las sombras, moldeadas sin duda por mi sentimiento de culpa, puesto que le estaba desafiando.
Elizabeth encontró el estante y accionó de nuevo el mecanismo secreto. Hubo un sonido sordo, más fuerte de lo que recordaba, y la estantería se giró hacia dentro.
—¡Increíble! —exclamó Henry casi sin voz.
—Espera, ya verás —le dije mientras nos deslizábamos dentro.
Su reacción fue muy estimulante.
—¡Cielo santo! —dijo—. No mencionaste que los escalones eran tan endebles.
—Son perfectamente seguros —le tranquilicé, dirigiendo el camino.
En la puerta, mientras me preparaba a introducir la mano en el agujero, sentí que parte de mi seguridad me abandonaba.
—¿Quieres que lo haga yo esta vez? —preguntó Elizabeth.
Aquello me provocó.
—No, no —dije, y metí el brazo. De golpe la inquietante mano me agarró. Luché contra la repugnancia instintiva que sentía y esta vez no me resistí, tan solo moví la mano arriba y abajo.
Hecho el saludo, la puerta se abrió.
—Y ahora entramos —dije con una sonrisa.
Realmente la Biblioteca Oscura estaba bien nombrada, porque parecía tragarse las llamas de nuestras velas, retorciéndolas y haciéndoles echar humo. Sentí algo nuevo, algo que no había percibido durante nuestra primera visita a pleno día. Mezclado con el olor a moho y a humedad, había miedo, emoción y… una inquebrantable y hambrienta expectación.
—Pongámonos manos a la obra —dije, llevando mi luz hacia las baldas que contenían los volúmenes de cuero resquebrajado—. Estamos buscando cualquier cosa que trate sobre sanación.
—¡Menudo lugar! —murmuró Henry.
Despejamos una de las mesas polvorientas. Después de reunir los libros, nos subimos en taburetes, con los volúmenes esparcidos a nuestro alrededor, pasándolos de un lado a otro si necesitábamos ayuda para traducir o leer una caligrafía tan delgada que era prácticamente invisible en la penumbra de nuestras velas.
—Aquí hay algo —dijo Henry y alzó la mirada con avidez—. Está en Occulta Philosophia.
—¡Ese es el libro que saqué en nuestra primera visita! —le dije a Elizabeth—. El de Agrippa.
—¿Qué has encontrado? —le preguntó a Henry.
Recorrió la página con los ojos y empezó a leer, traduciendo lentamente del latín. «A partir de la excelente erudición de épocas pasadas y de mis propios conocimientos modernos he creado una formulación… que tiene gran poder para remediar todo sufrimiento humano. Y no solo remediar, sino prolongar la vida… de modo que quien la ingiera evitará todas las muertes menos aquellas de naturaleza violenta, y gozará de innumerables años, como Matusalén».
—¿Matusalén? —dije, frunciendo el ceño—. No conozco a ese tipo.
Elizabeth suspiró.
—¿Nunca has leído la Biblia, Víctor?
—No puedo memorizar todos los nombres.
—Matusalén —dijo Elizabeth— vivió durante mucho, mucho tiempo.
—¿Cuánto?
—Novecientos sesenta y nueve años —respondió Henry, con la mirada fija todavía en el libro que tenía delante.
—Sigue leyendo —dije con impaciencia.
—«Y así —continuó Henry—, tras muchos años de intentos fallidos por fin he perfeccionado este Elixir de la Vida, y aquí lo he transcrito, a la manera de Paracelsus, para toda la eternidad».
Corrí al otro lado de la mesa y le arrebaté el libro a Henry.
—¡El Elixir de la Vida! Esto es justo lo que buscamos. ¿Dónde está la receta?
Ya tenía el libro ante mí e intenté encontrarla. Vi el texto latino, hallé las palabras Vita Elixir, pero lo que venía después estaba en un idioma sobre el que nunca había posado los ojos.
—¿Qué es esto? —pregunté, golpeando con el dedo la página de pergamino.
Henry se levantó y se inclinó hacia el libro.
—Si no me lo hubieras quitado, podría haberle echado un vistazo mejor. Pero así, no lo sé.
—¿Elizabeth? —dije—. ¿Tú entiendes esto?
Acercó su taburete.
—No es arameo —dijo—, ni sánscrito.
Tenía un aspecto muy raro, desde luego, todo curvas y ángulos y repentinas florituras. Continuaba durante diez páginas.
—Vaya galimatías —murmuré, y pasé unas cuantas páginas, intentando encontrar alguna especie de glosario o clave para su traducción.
—Te precipitas demasiado, Víctor —dijo Elizabeth—, como siempre.
En ese momento sonaba exactamente como Konrad, y la miré con resentimiento.
—Retrocede —dijo—. ¿No hay ninguna pista en lo que venía antes?
—¿A qué te refieres?
Cuidadosamente volvió atrás las páginas.
—Aquí. Escribió: «Lo he transcrito a la manera de Paracelsus». ¿Qué es Paracelsus?
—¿O quién? —dije.
Estaba casi seguro de que había visto aquella palabra en el lomo de un libro. Me levanté y volví corriendo a las estanterías, para rastrear meticulosamente las encuadernaciones.
De no ser por la sombra tan concreta que proyectaba mi vela no lo habría encontrado, porque el oro de las letras estampadas se había descascarillado, dejando solo una serie de hendiduras. PARACELSUS.
Y luego, más abajo en el lomo, también casi sin color, el título: Archidoxia Mágica.
—Paracelsus —dije, sacando el volumen del estante y agitándolo triunfalmente sobre mi cabeza. Al momento deseé no haberlo hecho, porque me cayó encima una lluvia de pedazos de hollín.
—¡Con cuidado, Víctor! —dijo Elizabeth, precipitándose hacia mí y cogiendo el libro con sus propias manos. Avergonzado, la dejé.
Volvió con él a la mesa y allí pude ver con claridad que lo habían quemado. Un gran fragmento triangular de la portada estaba carbonizado y desmenuzándose.
—¿Crees que las extrañas letras de Agrippa las inventó Paracelsus? —le pregunté a Elizabeth.
—Esperemos —respondió.
—¿Por qué lo quemarían? —preguntó Henry.
—Padre dijo que se consideraba brujería —respondí—. Seguro que lo requisaría la Iglesia o la gente del pueblo y lo tiraron a la hoguera.
—Pero Wilhelm Frankenstein lo rescató —añadió Elizabeth.
—Los Frankenstein, siempre tan progresistas —comentó Henry con una risa nerviosa, y todos miramos a nuestro alrededor, como si aquel antepasado que llevaba tanto tiempo muerto todavía estuviera ahí en la Biblioteca Oscura con nosotros, vigilando.
Con mucha delicadeza, Elizabeth abrió el libro. En el frontispicio se hallaba el retrato de un hombre, pero sus rasgos eran difíciles de distinguir porque la página estaba medio quemada. Solo quedaba un vestigio esquemático de su robusto rostro. O llevaba un sombrero raro y anguloso o su cráneo tenía una forma de lo más deforme y estrambótica. Sus ojos, extrañamente, se veían todavía con claridad. Eran sagaces y seguros, y parecían mirar fuera del libro, hacia nosotros, con intensidad.
Contemplé a Elizabeth y pude ver que la imagen causaba en ella el mismo efecto perturbador, porque sus labios temblaron un poco.
—Es como un hombre que ha sido terriblemente quemado, del que solo sobrevive el fantasma de lo que fue —susurró.
—Sin embargo, es Paracelsus, no cabe duda —dijo Henry, señalando el pie del retrato donde, a modo de palabras pintadas sobre un cartel de madera, se leía:
FAMOSO DOCTOR PARACELSUS
El cuerpo del doctor no había sido tan dañado por el fuego. Con un estremecimiento vi que una de las manos de Paracelsus se apoyaba en el borde de su propio retrato, con los dedos doblados sobre el pequeño letrero con su nombre. Era solo una parte del cuadro, por supuesto, pero hacía el efecto de que pudiera salir fácilmente de allí.
Si quería.
Me tragué mi desazón.
—Era un médico alemán —dijo Elizabeth, leyendo la letra diminuta que había bajo el retrato—, y también astrólogo y alquimista.
Empecé, con gran cuidado, a pasar las páginas. Era una tarea desesperante, desgarradora, porque muchas de ellas se habían fundido entre sí por las llamas, y tan solo el hecho de separarlas las arrancaba, dejando en el aire trozos sedosos de ceniza.
En muchas páginas era solamente la mitad inferior, cerca de la encuadernación, lo que todavía resultaba legible.
—Estamos destruyendo el libro según lo examinamos —dijo Henry abatido.
Seguí pasando páginas cuidadosamente, una y otra vez.
Hasta que lo encontré.
—¿Es esto? —pregunté con emoción. Al final de la página había uno de los extraños caracteres que habíamos visto en la Occulta Philosophia de Agrippa.
—Sí —dijo Elizabeth, asintiendo con la cabeza hacia mí—. Es inconfundible.
—¡Entonces tendremos nuestra traducción! —exclamé—. Seguro que si el doctor Paracelsus inventó este lenguaje, habrá escrito su traducción al alfabeto ordinario.
Pero cuando intenté pasar la página, no pude hacerlo. El fuego la había fundido completamente en una gruesa masa de papel.
—¡Para, para! —dijo Elizabeth—. ¡La vas a romper!
Me contuve para no arrojar el libro al otro lado de la habitación.
Como si percibiera mi rabia, Elizabeth me sujetó la mano y señaló el libro abierto.
—Mira aquí —dijo.
Encima del extraño símbolo había algo escrito en griego. Le eché un vistazo pero no le encontré ningún sentido.
—El Alfabeto de los Magos —tradujo Elizabeth.
—Pero no tenemos la clave para traducirlo —me quejé—. ¡El libro es ilegible!
—Por lo menos sabemos el nombre del alfabeto —dijo ella.
Asentí y respiré hondo.
—Ahora tenemos que encontrar a alguien que pueda traducírnoslo. Tenemos que encontrar a un alquimista.
Dormí solo unas horas y, después del desayuno, bajé a las dependencias de los criados. Esperé en el pasillo junto a la cocina hasta que María torció la esquina y me vio. Su rostro se iluminó.
—¿Konrad? —preguntó, con tal alegría que me sentí culpable de decepcionarla… y también contrariado, porque Konrad había sido siempre su favorito cuando éramos pequeños.
—Soy Víctor, María —dije, acercándome más a la luz.
—Víctor, perdóname. Me has sobresaltado. Por un momento pensé que eras tu hermano, ya curado… —se entrecortó—. ¿Va todo bien ahí arriba? ¿Me necesita tu madre?
—No, no, todo está bien —dije—. Siento molestarte, María, pero hay algo que quería preguntarte —esperé mientras Sasha, una de las cocineras, pasaba por el corredor, mirándonos con curiosidad. En voz baja dije—: Algo muy confidencial.
—Claro, por supuesto —dijo—. Ven a mi gabinete.
Al ser ama de llaves, disponía de varias habitaciones confortables, algunas de las cuales daban al lago. Me condujo a su pequeño gabinete, donde llevaba cuidadosamente todas las cuentas de la casa. Era una mujer meticulosa, y a menudo oía decir a mi madre que estaríamos completamente perdidos sin ella.
—¿De qué querías hablarme, Víctor? —preguntó, cerrando la puerta.
Debería haberme llamado «señorito», pero María me había criado desde que no era más que un bebé llorón, y habría sido raro que ella me llamara señor.
—Estoy muy preocupado por Konrad —empecé a decir con cautela.
Asintió, y no me sorprendió ver que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Me preocupa que los médicos no sepan cómo curarle —dije, observándola— y me pregunto si habría curanderos que tal vez tuvieran más éxito con otras técnicas.
No dijo nada, pero tampoco me miró a los ojos.
—¿Conoces a alguien así, María?
Tomó aire.
—No.
Me recosté en el asiento, desanimado, e intenté pensar en otra forma sutil de interrogarla, pero no pude.
—Pues te oí hablando con madre —solté— sobre cierto tipo que conoces, un alquimista.
—¡Tú, granujilla! ¡Espiando! —dijo, y de repente me sentí como si tuviera de nuevo cinco años y me hubiera sorprendido en alguna diablura.
—¿De quién estabas hablando? —insistí.
—Le prometí a tu madre que no hablaría del tema.
—Con mi padre —dije—. Te pidió que no le hablaras de ello a mi padre. Pero me lo puedes decir a mí, María.
Me fulminó con la mirada y después apartó los ojos.
—Tienes que prometerme que no le dirás nada a tus padres —dijo—. Solo lo hago porque estoy muy preocupada por tu hermano.
—Por supuesto —dije.
—Me fío muy poco de esos médicos. Algunos no pueden ni cortar el pelo a derechas, y mucho menos asistir en un parto sin matar a la madre —suspiró—. Hubo un incidente hace unos cuantos años; tú y Konrad estabais recién nacidos. Uno de los generales de la ciudad tenía una hija de menos de seis años que enfermó de pronto. El general no ahorró en gastos. Reunió a los mejores médicos de Europa. Todos dijeron que no había esperanzas para la niña y que moriría antes de que llegara el invierno. Pero la madre no podía soportar la idea y localizó a un boticario aquí en Ginebra. Algunos decían que era un sanador excepcional. Otros que era alquimista. Algunos que tenía tratos con el diablo. Pero a la madre le dio igual todo eso. Acudió a él, y él le preparó una medicina y salvó a aquella niñita.
La voz de María tembló de la emoción. Tomé mi pañuelo y se lo pasé, y conté cinco segundos mientras se secaba los ojos, pero sentía demasiada impaciencia para esperar más.
—Su nombre —dije imperiosamente—, ¿cuál es el nombre de ese tipo?
—Julius Polidori.
Nunca había oído hablar de él, lo que resultaba extraño. Ginebra, aun siendo una ciudad importante, no era una vasta metrópoli como París o Londres, y la posición de mi padre le hacía conocer a cualquier persona prominente.
—¿Y todavía sigue en la ciudad? —le pregunté a María.
—No lo sé, Víctor. Pero creo que deberías averiguarlo.
Le sonreí.
—Lo haré. Puedes estar segura de que lo haré.