—Es algo terrible —comenté— estar lisiado en la flor de la vida.
—Solo tienes un esguince en el tobillo —repuso Konrad en tono de burla—. Elizabeth, ¿se puede saber por qué sigues llevándolo a todas partes en esa silla de ruedas?
—Bueno —dijo Elizabeth, riendo—, me parece divertido. De momento.
—El doctor Lesage dijo que no debía soportar ningún peso durante una semana —protesté.
El sol de la tarde se derramaba a través de las ventanas de la sala de estar del ala oeste, una de las muchas cámaras, grandes y elegantemente amuebladas, del castillo. Era domingo, cuatro días después de mi enfrentamiento con la muerte. Nuestro padre había ido a Ginebra a ocuparse de algún asunto importante, y nuestra madre le había acompañado para visitar a una tía enferma que vivía en la ciudad. Mis dos hermanos pequeños, Ernest, de nueve años, y William, que acababa de aprender a andar, estaban con Justine, su nodriza, en el patio, plantando un huertecito para su propio recreo.
—Francamente —dijo Konrad, a la vez que sacudía la cabeza—, es como una niñera con su cochecito de bebé.
Me volví hacia Elizabeth.
—Creo que nuestro Konrad quiere dar un paseo en la silla. Se siente excluido.
Volví la mirada hacia mi hermano, deseando que reaccionase como esperaba. Su cara era prácticamente idéntica a la mía, e incluso a nuestros padres a veces les costaba diferenciarnos desde cierta distancia, porque teníamos el mismo aspecto melancólico: cabello oscuro y abundante que tenía la costumbre de caérsenos sobre los ojos, pómulos altos, cejas espesas, mandíbula cuadrada. Nuestra madre a menudo lamentaba lo que llamaba el «gesto despiadado» de nuestros labios. Un rasgo de los Frankenstein. Desde luego, estaba completamente segura de que no venía del lado Beaufort de la familia.
—Víctor —dijo mi hermano—, estoy empezando a dudar de que tengas siquiera un esguince. Estás haciendo teatro. De nuevo. Vamos, ¡arriba!
—¡No estoy lo bastante fuerte! —me opuse—. Elizabeth, tú estabas allí cuando el doctor me examinó. ¡Díselo!
Elizabeth arqueó una ceja.
—Me parece recordar que dijo que podría ser un esguince… leve.
—¡Entonces ya deberías estar listo para ir renqueando por ahí! —proclamó Konrad, mientras intentaba sacarme de la silla—. ¡No querrás quedarte escuchimizado!
—¡Madre se va a enfadar! —dije forcejeando—. Esto podría dejarme cojo para siempre…
—Vaya par —dijo Elizabeth con un suspiro y después se echó a reír, ya que tuvo que ser una imagen muy cómica, los dos enzarzados en una pelea mientras la silla de ruedas se iba rodando y derrapando.
Al final, la silla se volcó y me tiró por el suelo.
—¡Estás loco! —grité, al tiempo que me incorporaba—. ¿Es así como tratas a un inválido?
—Una pequeña diva es lo que eres —dijo Konrad—. ¡Mírate, ahí de pie!
Me encorvé, haciendo una melodramática mueca de dolor, pero a Konrad le dio la risa, y a mí también. Era difícil verse reír a uno mismo y no imitarlo.
—Todavía duele —me quejé mientras comprobaba el pie, cuidadosamente.
Me pasó las muletas que había traído el doctor Lesage.
—Inténtalo con estas —dijo— y deja tranquila a Elizabeth.
Ella había enderezado la silla y se había aposentado grácilmente en el blando asiento.
—Caradura —me dijo, entornando sus ojos de color avellana—. Es muy cómodo. ¡Ya entiendo por qué no querías levantarte!
Elizabeth era una prima lejana nuestra, de la rama paterna de la familia. Cuando tenía tan solo cinco años, su madre murió, su padre se volvió a casar y enseguida la abandonó en un convento italiano. Cuando nuestro padre se enteró de esto un par de años después, viajó inmediatamente al convento y la trajo a casa con nosotros.
Nada más llegar era como un gato salvaje. Se escondía. Konrad y yo, que teníamos siete años, estábamos siempre intentando encontrarla. Para nosotros era un maravilloso juego del escondite. Pero no era divertido para ella; solo quería que la dejáramos en paz. Si la encontrábamos, se enfadaba. Bufaba, gruñía y pegaba. A veces mordía.
Nuestros padres nos dijeron que necesitaba tiempo. Elizabeth, decían, no quería que la hubieran sacado del convento. Las monjas se habían portado muy bien con ella, y su cariño había sido lo más parecido a un amor materno que había llegado a conocer. No quería que la separaran de ellas para llevarla a vivir con unos extraños. Konrad y yo debíamos dejarla en paz, pero por supuesto no hicimos nada parecido.
Continuamos buscándola durante los dos meses siguientes. Entonces, un día, cuando encontramos su último escondite, increíblemente, sonrió. Casi grité de la sorpresa.
—Cerrad los ojos —nos ordenó—. Contad hasta cien y buscadme otra vez.
Y entonces aquello se convirtió de veras en un juego, y desde aquel momento los tres fuimos inseparables. Su risa llenaba la casa, y su hosquedad y silencio desaparecieron.
Su genio, sin embargo, no.
Elizabeth era apasionada. No perdía los estribos con facilidad, pero cuando lo hacía, su antigua furia de gato montés retornaba. Mientras crecíamos juntos, ella y yo a menudo llegábamos a las manos por alguna discusión; incluso me mordió una vez, cuando sugerí que el cerebro de las niñas era menor que el de los niños. Konrad nunca parecía enfurecerla tanto, pero ella y yo luchábamos con uñas y dientes.
Ahora que teníamos quince años, todo aquello quedaba ya muy lejos.
—Bueno… —dijo Konrad, sonriendo con picardía hacia Elizabeth—, por fin ha llegado tu turno en la silla.
A toda velocidad la sacó de la sala de estar y la llevó hasta el final del largo pasillo, mientras yo me apresuraba para alcanzarlos con las muletas, antes de echarlas a un lado y correr detrás de ellos con el tobillo milagrosamente curado.
Los grandes retratos de nuestros ancestros me miraban con petulancia conforme pasaba a su lado corriendo. Una armadura que blandía una espada todavía manchada de sangre vigilaba desde una hornacina.
Por delante de mí, Konrad y Elizabeth desaparecieron hacia la biblioteca, y los seguí. Konrad estaba en medio de la gran habitación forrada de libros, haciendo que Elizabeth diera vueltas y más vueltas en un estrecho círculo hasta que le gritó que parara.
—¡Estoy demasiado mareada, Konrad!
—Muy bien —dijo—. Bailemos entonces —la tomó de las manos y la sacó de la silla sin ninguna delicadeza.
—¡No puedo! —protestó, tambaleándose como un borracho mientras Konrad la llevaba torpemente en un vals por la habitación.
Los contemplé y sentí dentro de mí el breve destello de algo que no supe reconocer. Parecía que yo bailaba con Elizabeth, pero no era así.
Llamó mi atención, entre risas.
—¡Víctor, haz que pare! ¡Debo de estar haciendo el ridículo!
Al haber crecido con nosotros, estaba acostumbrada a defenderse sola. No me preocupé por ella. Si hubiera querido, podría haberse soltado de las garras de Konrad.
—De acuerdo, señorita —dijo él—, la libero —y le dio una última vuelta antes de soltarla.
Riéndose todavía, Elizabeth se bamboleó hacia un lado, intentó recuperar el equilibrio y después chocó contra la estantería, tirando con la mano una fila entera de libros antes de caer al suelo.
Miré a mi hermano gemelo con fingida severidad.
—¡Konrad, mira lo que has hecho, sinvergüenza!
—No. ¡Mirad lo que he hecho yo! —exclamó Elizabeth.
La estantería que había tras ella se había girado hacia dentro sobre unas invisibles bisagras, para revelar una estrecha abertura.
—¡Increíble! —grité—. ¡Un pasadizo secreto que no habíamos descubierto todavía!
El castillo Frankenstein lo habían construido nuestros antepasados hacía más de trescientos años en las afueras de la aldea de Bellerive, a menos de siete kilómetros de Ginebra. El castillo fue concebido a la vez como hogar y como fortaleza, y sus anchos muros y altas torretas se elevaban sobre un promontorio que daba al lago, rodeado por el agua en tres de sus frentes.
Aunque también poseíamos una casa magnífica en la misma Ginebra, solíamos pasar allí solamente los meses de invierno, y cuando llegaban los primeros indicios de la primavera, volvíamos al castillo. Con el paso de los años, Konrad, Elizabeth y yo habíamos pasado incontables horas y días explorando sus distintos niveles, sus lujosas cámaras y salones de baile, el cobertizo para guardar embarcaciones, las caballerizas y murallas. Había húmedos calabozos subterráneos, rejas que caían estruendosamente bloqueando zaguanes… y, por supuesto, pasadizos secretos.
En nuestra ingenuidad creíamos que ya los habíamos descubierto todos. Pero ahí estábamos los tres, mirando entusiasmados aquel agujero en la pared de la librería.
—Ve por un candelero —me dijo Konrad.
—Ve tú por un candelero —repliqué—. Yo prácticamente puedo ver en la oscuridad —y empujé la gruesa estantería para que se abriera más todavía, lo suficiente para que una persona pudiera entrar de costado. La oscuridad era total, pero avancé con decisión hacia ella, con las manos extendidas.
—No seas bobo —dijo Elizabeth, agarrándome del brazo—. Puede haber escaleras o… nada de nada. Ya has tenido una caída mortal esta semana.
Konrad se abrió camino entre nosotros, con un candelero en la mano, y pasó el primero. Haciendo un mohín seguí a Elizabeth, y no había dado ni dos pasos cuando mi hermano nos detuvo de golpe.
—¡Parad! No hay rejilla… y la caída es considerable.
Los tres nos quedamos quietos, apretujados sobre un pequeño saliente que daba a un amplio hueco cuadrado. La luz de la vela no revelaba el fondo.
—Quizá sea una antigua chimenea —sugirió Elizabeth.
—Si es una chimenea, ¿por qué hay escaleras? —dije, ya que de las paredes de ladrillo sobresalían pequeños peldaños de madera.
—Me pregunto si padre conoce esto —dijo Konrad—. Deberíamos decírselo.
—Deberíamos bajar primero —repuse—. Ver adónde lleva.
Todos miramos los peldaños, casi tan estrechos como el extremo de una tabla.
—Pero podrían estar podridos —dijo mi hermano con sensatez.
—Dame la vela entonces —dije impaciente—. Los probaré mientras bajo.
—No es seguro, Víctor, y menos para Elizabeth que lleva falda y zapatos de tacón…
Con un par de gestos rápidos, Elizabeth ya se había quitado los zapatos. Vi cómo sus ojos brillaban de entusiasmo a la luz de la vela.
—No parecen tan podridos —dijo ella.
—De acuerdo —consintió Konrad—, pero pégate bien a la pared… ¡y pisa con cuidado!
Yo me moría por ir el primero, pero Konrad sostenía la vela y fue delante. Elizabeth iba después, levantándose las faldas. Yo pasé el último. Iba mirando fijamente los peldaños, con una mano rozando la pared, tanto por seguridad como por mantener el equilibrio. Tres… cuatro… cinco peldaños… y entonces un giro de noventa grados en el muro de al lado.
Me detuve y volví la vista hacia la estrecha franja de luz que salía de la puerta de la biblioteca. Me alegré de que la hubiéramos dejado entreabierta.
Desde abajo subió un asqueroso olor a moho, como a algas podridas del lago. Al cabo de algunos pasos Konrad gritó:
—¡Aquí hay una puerta!
En el halo de la luz de la vela vi, situada en un lateral del hueco, una gran puerta de madera. Su rugosa superficie estaba llena de arañazos. En lugar del picaporte había un agujero. Arriba estaban escritas las palabras:
SOLO LA BIENVENIDA DE UN AMIGO OS CEDERÁ EL PASO
—No es muy amistoso no tener picaporte —observó Elizabeth.
Konrad le dio a la puerta un par de buenos empujones.
—Está cerrada con llave —dijo.
La escalera continuaba bajando y mi hermano sostuvo la vela a un brazo de distancia, en un intento de iluminar las profundidades.
Entorné los ojos.
—¡Creo que veo el fondo!
Y en verdad era el fondo, y lo alcanzamos en veinte pasos más. En medio del suelo, húmedo y sucio, había un pozo.
Caminamos a su alrededor y escudriñamos su interior. No podría decir si lo que vi era agua oleaginosa o simplemente más oscuridad.
—¿Por qué esconderían un pozo aquí dentro? —preguntó Elizabeth.
—A lo mejor es un pozo de sitio —dije con arrogancia.
Konrad levantó una ceja.
—¿Un pozo de sitio?
—En caso de que el castillo fuera sitiado y les cortaran las demás provisiones de agua.
—Tiene sentido —dijo Elizabeth—. Y quizá esa puerta que pasamos ¡conduce a un túnel secreto para escapar!
—¿Eso es… un hueso? —preguntó Konrad, acercando al suelo la vela.
Sentí un escalofrío. Todos nos agachamos. El objeto estaba medio enterrado, era muy pequeño, blanco y fino, con la punta redondeada.
—¿Tal vez una falange? —dije.
—¿Animal o humano? —preguntó Elizabeth.
—Podríamos desenterrarlo —propuso Konrad.
—Quizá más tarde —dijo Elizabeth—. Seguro que solo es un trozo de algún Frankenstein.
Nos reímos, y el ruido resonó con un eco desagradable.
—¿Volvemos arriba? —dijo Konrad.
Me pregunté si estaba asustado. Yo lo estaba, pero no lo demostraría.
—Esa puerta… —murmuré—. Me pregunto adónde conduce.
—Puede que simplemente esté tapiada por el otro lado —sugirió Konrad.
—¿Puedo? —dije, cogiendo de su mano el candelero. Encabecé el camino de vuelta por los astillados escalones y me paré frente a la puerta. Sostuve la llama ante el pequeño agujero pero ni así pude ver lo que había detrás. Pasándole la vela a Elizabeth, tragué saliva y alargué la mano hacia el oscuro hueco.
—¿Qué estás haciendo, Víctor?
—Puede haber un pestillo dentro —dije, soltando una risita para ocultar mi nerviosismo—. Seguro que algo me agarrará desde el otro lado.
Contraje la mano y la deslicé dentro del agujero… e inmediatamente algo me apresó.
Los dedos eran fríos y muy, muy fuertes, y me apretaban con tanta energía que grité de dolor y de terror a la vez.
—Víctor, ¿es una broma? —preguntó Elizabeth enfadada.
Yo tiraba con todas mis fuerzas, intentando liberarme.
—¡Me ha atrapado! —grité a voz en cuello—. ¡Tiene mi mano!
—¿Qué es lo que tiene tu mano? —gritó Konrad desde abajo.
Debido a la histeria que sentía, lo único que pude razonar fue «Si tiene mano, tiene cabeza, y si tiene cabeza, tiene dientes».
Golpeé la puerta con el otro puño.
—¡Suéltame, diablo!
Cuanto más tiraba, más me apretaba. Pero aterrorizado incluso, me di cuenta de pronto de que su garra no parecía de carne. Era demasiado dura e inflexible.
—¡No es una mano de verdad! —grité—. ¡Es algún tipo de máquina!
—Víctor, idiota, ¿en qué te has metido ahora? —dijo Konrad.
—¡No me va a soltar!
—Voy a buscar ayuda —dijo Elizabeth, rodeándome cuidadosamente y remontando los estrechos escalones. Pero justo antes de que llegara a la puerta, hubo un golpe seco y el resplandor de la biblioteca desapareció.
—¿Qué ha pasado? —gritó Konrad.
—¡Se ha cerrado sola! —respondió Elizabeth—. ¡Hay un picaporte, pero no gira!
Empezó a golpear la gruesa puerta y a pedir ayuda. Su voz resonó por el pozo como el revoloteo de un murciélago asustado.
Durante todo ese tiempo yo todavía seguía forcejeando para liberar mi mano.
—Calma —dijo Konrad a mi lado—. Elizabeth, ¿puedes devolvernos la vela, por favor?
—¡Estaré atrapado aquí para siempre! —gemí, pensando en el hueso que había visto en el barro. Ahora comprendía los profundos arañazos de la puerta, sin duda hechos por las uñas de un desesperado—. ¡Tendréis que serrarme la mano!
Exhausto, paré de luchar contra la mano mecánica e instantáneamente dejó de apretarme… aunque no me soltó.
—«Solo la bienvenida de un amigo os cederá el paso» —dijo Elizabeth, leyendo el mensaje pintado en la puerta—. Es una especie de acertijo. «La bienvenida de un amigo»…
—¡Que te hace puré la mano! —dije.
—No —repuso—. Cuando le das la bienvenida a un amigo le saludas, le preguntas cómo está, le… ¡das la mano! ¡Víctor, a lo mejor quiere que le des la mano!
—¡He estado dándole la mano durante diez minutos!
Pero ¿de verdad lo había hecho? Había estado tirando de ella y zarandeándola como un loco. Me obligué a tomar aire profundamente para tranquilizarme. Con la mayor delicadeza que pude, intenté levantar la mano. Para mi sorpresa, me permitió hacerlo. Entonces la llevé con suavidad hacia abajo… y después educadamente la moví arriba y abajo una vez más. Al instante los dedos mecánicos se separaron, mi mano quedó libre y la puerta chirrió mientras se abría unos centímetros.
Me llevé al pecho mi vapuleada mano, doblando los dedos para asegurarme de que ninguno estaba roto.
—Gracias —le dije a Elizabeth—. Ha sido una gran idea.
—No haces más que meternos en líos —comentó furiosa—. Tu aventura nos ha acabado encerrando en… Víctor, ¿qué estás haciendo ahora?
—¿No quieres echar un vistazo dentro? —dije, empujando la puerta con el dedo para que se abriera un poco más.
—Debes de estar loco —dijo Konrad—, después de lo que te acaba de hacer esa puerta.
—Puede ser nuestra única forma de salir de aquí —dije. Era consciente de la cantidad de quejidos y gritos que había dado. Por lo menos no había lloriqueado. Pero quería salvar las apariencias… y sentía verdadera curiosidad por saber lo que había dentro—. Vamos —le dije a Elizabeth, quitándole la vela de la mano.
Abrí la puerta entera, me hice a un lado y esperé. Nada salió volando.
Di un paso con cautela y eché un vistazo detrás de la puerta.
—¡Mirad esto! —exclamé.
Un elaborado mecanismo, lleno de engranajes y poleas, estaba atornillado al otro lado de la puerta. Sobre el agujero había una increíble mano mecánica con dedos articulados de madera.
—Qué cerrojo más ingenioso —dijo Konrad, asombrado.
—Y mira aquí —comenté, señalando hacia arriba—. Apuesto a que esas cuerdas van a la puerta de la biblioteca. ¿No se cerró después de que la máquina me agarrara la mano? Seguro que podemos abrirla desde aquí. Una trampa brillante para mantener protegida la habitación.
—Pero ¿por qué —preguntó lentamente Elizabeth— necesita que la protejan?
Todos a una, nos dimos la vuelta. Se me erizó el vello de la nuca porque, a decir verdad, no sabía qué nos aguardaba. ¿Una cámara de tortura horrorosa? ¿Restos humanos?
Levanté la vela. Estábamos en una cámara sorprendentemente grande. Cerca de nosotros asomaba una antorcha en un aplique de pared, y la encendí con rapidez. La habitación se iluminó, un resplandor anaranjado vaciló sobre las mesas sembradas de extraños instrumentos de cristal y herramientas metálicas… y fila tras fila de estanterías cargadas de gruesos volúmenes.
—Es solo una biblioteca —dije con alivio.
—Debemos de ser los primeros en descubrirla —comentó Elizabeth, maravillada.
Pasé el dedo por la espesa capa de polvo de la mesa más cercana, miré las combadas telarañas que colgaban de las esquinas del techo bajo.
—Puede ser —murmuré.
—Curiosos instrumentos —dijo Konrad, al tiempo que examinaba la cristalería, las balanzas y herramientas de afilados ángulos colocadas sobre la mesa.
—Se parece un poco a una botica —dije, fijándome en la gran chimenea cubierta de hollín—. Quizá alguno de nuestros antepasados elaboraba medicinas primitivas.
—Eso explicaría el pozo —dijo Elizabeth—. Necesitarían agua.
—Pero ¿por qué hacerlo en una cámara secreta? —pensé en voz alta. Caminé hacia una de las estanterías y revisé los resquebrajados lomos de los libros—. Los títulos están todos en latín y griego y… lenguas que no he visto jamás.
Oí reír a Elizabeth y me di la vuelta.
—Aquí viene un hechizo para deshacerte de las babosas del jardín —dijo, hojeando un volumen negro—. Y otro para hacer que alguien se enamore de ti —sus ojos se detuvieron un poco más en este—. Y aquí hay uno para hacer que tu enemigo caiga enfermo y muera… —su voz se fue apagando—. Hay un dibujo terrible de un cuerpo cubierto de llagas supurantes.
Nos reímos, o intentamos reírnos, pero estábamos todos, creo, sobrecogidos por aquel extraño sitio y los libros que contenía.
—Y aquí —dijo Konrad, hojeando otro volumen— hay instrucciones para hablar con los muertos.
Miré a mi hermano. A menudo tenía la rara sensación de que esperaba que él mostrara sus sentimientos para poder conocer yo mejor los míos. En ese preciso momento lo que vi fue el miedo, no la poderosa fascinación que yo sentía por aquel lugar.
Tragó saliva.
—Deberíamos marcharnos.
—Sí —dijo Elizabeth, dejando el libro en su sitio.
—Yo quiero quedarme un poco más —dije. No estaba fingiendo. Los libros normalmente me interesaban poco, pero aquellos tenían un brillo sombrío y quería pasar los dedos por sus páginas antiguas, examinar sus misteriosos contenidos.
Vi un libro titulado Occulta Philosophia y lo saqué del estante ansiosamente.
—Filosofía oculta —dijo Konrad, mirando por encima de mi hombro.
Pasé las primeras páginas de pergamino, en busca del nombre del autor.
—Heinrich Cornelius Agrippa —leí en voz alta—. ¿Alguna idea de quién era este tipo?
—Un mago alemán de la Edad Media —dijo una voz, y Elizabeth soltó un chillido, porque la respuesta venía de nuestras espaldas.
Todos nos giramos para contemplar, de pie ante la entrada… a nuestro padre.
—Habéis descubierto la Biblioteka Obscura, por lo que veo —dijo. En las duras facciones de su rostro bailaban desordenadamente la luz de la antorcha y las sombras.
Era un hombre fornido, su abundante cabello plateado y su mirada fija de cazador le daban aspecto leonino. No me habría gustado estar ante él en su tribunal.
—Ha sido un accidente —dijo Elizabeth—. Caí contra los libros, ¿sabe?, y la puerta se abrió delante de nosotros.
El humor de nuestro padre rara vez era tan severo como la ferocidad de su aspecto hacía suponer, y en aquel momento sonrió irónicamente.
—Y, por supuesto, tuvisteis que bajar la escalera.
—Por supuesto —dije.
—¿Y acertaría si me figuro, Víctor, que fuiste tú quien le estrechó la mano a la puerta?
Oí la risa de Konrad.
—Sí —admití—, ¡y casi me la machaca!
—No —dijo mi padre—, no fue diseñada para machacar manos, solo para agarrarlas. Para siempre.
Lo miré, sorprendido.
—¿De veras?
—Cuando descubrí este pasadizo secreto de joven, nadie había bajado sus escaleras desde hacía más de doscientos años. Y el último en hacerlo se hallaba todavía aquí. Al menos, lo que quedaba de él. Los huesos de su antebrazo estaban colgando de la puerta. El resto de su cuerpo destrozado había caído al pozo.
—Nos preguntábamos si habíamos visto… el hueso de un dedo ahí abajo —dijo Elizabeth.
—Sin duda se me escaparía algún trozo —comentó mi padre.
—¿Quién era? —preguntó Konrad.
Nuestro padre sacudió la cabeza.
—A juzgar por sus ropas, un sirviente… tan desafortunado como para descubrir el pasaje secreto.
—Pero ¿quién construyó todo esto? —pregunté.
Nuestro padre suspiró.
—Sería vuestro antepasado Wilhelm Frankenstein. Según se contaba, era un hombre brillante, y muy rico, además. Hace alrededor de trescientos años, cuando construyó el castillo, creó la Biblioteka Obscura.
—Biblioteka Obscura —repitió Elizabeth, y después tradujo del latín—: La Biblioteca Oscura. ¿Por qué la mantuvo oculta?
—Era un alquimista. Y en el tiempo que le tocó vivir esta práctica estaba a menudo perseguida. Vivía obsesionado con la transmutación de la materia, especialmente la transformación de los metales comunes en oro.
Yo ya había oído que existía tal cosa. Cuántas riquezas, ¡y poder!
—¿Lo consiguió? —pregunté.
Mi padre se rio.
—No, Víctor. No es posible hacerlo.
Insistí:
—Pero quizá eso explica por qué era tan rico.
Había algo de lástima en la sonrisa de mi padre.
—Es una bonita historia, pero no son más que tonterías —señaló las estanterías con la mano—. Tienes que comprender que estos libros se escribieron hace siglos. Son intentos primitivos de explicar el mundo. Hay algunos fragmentos de sabiduría en ellos, pero en comparación con nuestro conocimiento moderno son como sueños infantiles.
—¿Los alquimistas no hacían también medicinas? —preguntó Elizabeth.
—Sí, o al menos lo intentaban —respondió él—. Algunos creían que podían dominar todos los elementos y crear elixires que harían que la gente viviera para siempre. Y varios de ellos, incluido nuestro querido antepasado, volcaron su atención en asuntos todavía más fantásticos.
—¿Como qué?
—Conversar con los espíritus. Convocar a los fantasmas.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—¿Wilhelm Frankenstein practicaba la brujería?
—Quemaban brujas por aquel entonces —murmuró Elizabeth.
—La brujería no existe —dijo mi padre con firmeza—. Pero la Iglesia de Roma condenaba prácticamente todos y cada uno de esos libros. Creo que podéis ver por qué la biblioteca se mantuvo oculta.
—Nunca lo atraparon, ¿verdad? —pregunté.
Mi padre negó con la cabeza.
—Pero un día, cuando tenía cuarenta y tres años, sin decirle a nadie adónde iba, tomó un caballo y se alejó al galope del castillo. Dejó a su esposa e hijos, y nunca más se supo de él.
—Eso es… bastante escalofriante —dijo Elizabeth, pasando la mirada de Konrad a mí.
—La historia de nuestra familia es original, ¿no? —comentó mi padre con humor.
Volví la vista una vez más hacia las estanterías, que resplandecían a la luz de la antorcha.
—¿Podemos verlos un poco más?
—No.
Me sorprendí, porque su tono de voz había perdido su afectuosa vivacidad y se había vuelto duro.
—Pero, padre —protesté—, usted mismo ha dicho que la búsqueda de conocimiento es algo magnífico.
—Esto no es conocimiento —repuso—. Es una corrupción del conocimiento. Está prohibido leer esos libros.
—Entonces ¿por qué los conserva? —pregunté desafiante—. ¿Por qué no quemarlos, simplemente?
Durante un momento frunció el ceño enfadado, después lo relajó.
—Los guardo, querido, arrogante Víctor, porque son artefactos de un pasado ignorante y perverso… y es bueno no olvidar nuestros antiguos errores. Para mantenernos humildes. Para mantenernos alerta. ¿Entiendes, hijo mío?
—Sí, padre —dije, pero no estaba seguro de hacerlo. Me parecía imposible que toda aquella tinta no contuviera más que mentiras.
—Ahora salgamos de este lugar sombrío —nos dijo a los tres—. Mejor que no le habléis a nadie de él, y menos a vuestros hermanos pequeños. Las escaleras son muy peligrosas, y ya conocéis los riesgos de la puerta —nos miró con gravedad—. Prometedme que no os volveré a encontrar aquí.
—Lo prometo —dijimos los tres, casi al unísono. Aunque yo no estaba tan seguro de poder resistir el extraño encanto de aquellos libros.
—Excelente. Y, Víctor —añadió con una sonrisa irónica—, es magnífico verte de nuevo en pie. Ahora, si no me equivoco, es casi la hora de que preparemos la cena de los sirvientes.
—Seguro que ya es bastante —rezongué, lanzando otra patata pelada al montón que había en el cuenco.
—Unas cuantas más, creo yo —dijo Konrad, que seguía pelando patatas con diligencia. Le echó un vistazo a Ernest, que estaba sentado a nuestro lado en la larga mesa, con el ceño fruncido de concentración, ocupado en su patata. No se parecía en nada a Konrad y a mí. Había salido a nuestra madre, con el pelo rubio y los ojos grandes y azules—. Recuerda, aleja siempre de ti el cuchillo —le dijo Konrad con suavidad—. No querrás cortarte la mano. Bien. Así es.
Ernest sonrió ante la alabanza de Konrad; el niño prácticamente lo veneraba como a un héroe.
Eché otra patata al cuenco y paseé la vista por la cocina abarrotada de gente. Mi madre y Elizabeth estaban preparando el jamón y charlando alegremente con algunas de las criadas. A mi madre la adoraban todos los sirvientes. Era casi veinte años más joven que mi padre, y muy hermosa, con abundante cabello rubio, frente amplia y ojos dulces y sinceros. No podía recordar que hubiese tratado alguna vez con dureza a nadie de nuestro servicio.
En el extremo opuesto de la mesa, mi padre cortaba nabos y zanahorias para hacer al horno, y hablaba con Schultz, su mayordomo desde hacía veinticinco años, que en esos momentos estaba saboreando nuestro mejor jerez mientras mi padre trabajaba.
Nuestro hogar era muy peculiar.
La ciudad de Ginebra era una República. No teníamos rey ni reina o príncipe que mandara sobre nosotros. Nos gobernaba el Consejo General, que elegían nuestros ciudadanos varones. Teníamos criados, como todas las familias pudientes, pero eran los mejor pagados de Ginebra y disfrutaban de mucho tiempo libre. De no ser así, como decía mi padre, habrían sido poco menos que esclavos. Que no hubieran tenido nuestras ventajas económicas y educativas no significaba que fueran inferiores a nosotros, según él.
Mucha gente los consideraba a ambos, a mi madre y a mi padre, extremadamente liberales.
Liberales significaba que no tenían prejuicios.
—Es terrible, señor, lo que está ocurriendo en Francia —le decía Schultz a mi padre.
—El terror que está extendiendo esas turbas es despreciable —asintió él.
—¿Todavía cree que la Revolución está tan bien, señor? —preguntó Schultz con su llaneza habitual, y me fijé en cómo los demás sirvientes en la cocina dejaban lo que estaban haciendo y lo miraban, con curiosidad y nerviosismo a la vez, esperando la respuesta de su amo.
En Francia, el rey y la reina habían sido decapitados, y en esa época a los terratenientes les estaban sacando de sus camas en mitad de la noche, para arrestarlos y ejecutarlos… Todo en nombre de la Revolución. Yo también miré a mi padre, preguntándome hasta dónde llegaba su liberalismo.
—Todavía tengo esperanzas de que los franceses establezcan una república pacífica como la nuestra —dijo tranquilamente—, que reconozca que todos los hombres fueron creados iguales.
—Y las mujeres también —añadió mi madre. Después aclaró, con tono cortante—: Iguales a los hombres, claro.
—¡Ah! —dijo mi padre con una bondadosa sonrisa—. Eso también puede que llegue con el tiempo, querida.
—Llegaría antes —comentó ella— si la educación de las niñas no fuera dirigida a convertirlas en criaturas sumisas y pusilánimes que malgastan su verdadero potencial.
—No en esta casa —dijo Elizabeth.
Mi padre la sonrió.
—Gracias, querida.
Mi madre se acercó a él y le besó cariñosamente la cabeza gris.
—No, esta casa es sin duda la excepción a la norma.
Nuestro padre era uno de los cuatro magistrados de la República. Era experto en leyes, pero no había tema bajo el sol que no provocara su interés. De hecho, tan grande era su consideración por el aprendizaje que había rechazado muchas de sus obligaciones públicas y negocios para poder entregarse a nuestra educación. El castillo era su escuela; sus propios hijos, sus alumnos… Elizabeth incluida.
Cada día, Elizabeth se sentaba entre Konrad y yo en la biblioteca para recibir clases de griego, latín, literatura, ciencia y política de nuestro padre, madre y de los profesores que consideraron apropiados.
Y había también otro estudiante en nuestra excéntrica clase: Henry Clerval.
Henry era sumamente inteligente, y mi padre había conseguido que su padre le diera permiso para asistir a clases en nuestra casa. Era hijo único y su madre había muerto unos años atrás. Como su padre, comerciante, a menudo hacía viajes de negocios que duraban semanas, o incluso meses, Henry pasaba gran parte de sus días —y de sus noches, también— en nuestra casa, y le considerábamos prácticamente uno más de la familia.
Ojalá hubiera estado ahí entonces para ayudarme a pelar patatas…
Ninguna otra familia que yo conociera hacía aquello. Admiraba los elevados principios de mis padres, pero ¿era necesario aquel estrambótico ritual de domingo? A veces me preguntaba si nuestros sirvientes se sentían totalmente cómodos en él. Algunos, sobre todo los más mayores, parecían un poco a disgusto, incluso algo gruñones, al ver cómo nos apoderábamos de su cocina. Y a menudo empezaban a echarnos una mano cuando nos veían perder el tiempo de manera innecesaria o hacer algo mal.
En lo que a mí respecta, no tenía ningunas ganas de que llegara el domingo por la noche. Hubiera preferido con creces que me hicieran la cena y me la sirvieran en el piso de arriba. Pero Konrad nunca había confesado sentimientos tan indignos, así que yo tampoco iba a revelar los míos.
Una mano regordeta, con forma de estrella de mar, apareció de pronto sobre la mesa de la cocina y se llevó un puñado de mondaduras. Bajé la mirada para ver al pequeño William metiéndoselas alegremente en la boca.
—¡William, para! —dijo Konrad, quitándole los restos—. ¡No puedes comerte eso!
Al segundo, William empezó a llorar.
—¡A-ta-ta! ¡Ta!
Dejé mi cuchillo y me arrodillé para consolar a nuestro hermano pequeño.
—Willy, tienes que esperar hasta que estén cocinadas. Están más ricas así. Mucho, mucho más ricas.
William se sorbió la nariz, sobreponiéndose.
—Más icas.
—Eso es —dije, mientras le daba un abrazo. Sus brazos rechonchos me rodearon el cuello con fuerza. Sentía un tremendo cariño por Willy. Acababa de aprender cómo dar los primeros pasos y era un auténtico diablillo. Era ruidoso, bastante pesado y le encantaba ser el centro de atención, como yo, así que sentía debilidad por él. Y sorprendentemente él parecía preferirme a Konrad. Me pregunté cuánto duraría aquello.
—Le están saliendo los dientes —dijo nuestra madre desde el otro lado de la habitación—. Tal vez necesita algo que morder.
Vi en la mesa una cuchara limpia de madera y se la pasé a William. Con conmovedora gratitud la agarró y enseguida se la metió en la boca. Puso cara de felicidad absoluta.
—Todo un éxito —dije.
—¿Cómo está su pie, señorito? —me preguntó uno de nuestros nuevos mozos de cuadra.
—Ya estoy recuperado, gracias —respondí.
—Esa obra suya estuvo muy bien —comentó.
—¿Disfrutaste con mi vileza, verdad? —pregunté complacido… esperando más halagos. Muchos de los sirvientes habían visto la representación desde las últimas filas.
Asintió.
—Oh, sí.
—La esgrima del final de la obra nos llevó mucho tiempo perfeccionarla. Seguro que te fijarías en el espectacular barrido que hice al terminar.
—Por favor, no le animéis —dijo Elizabeth, mirando hacia arriba con exasperación—, o querrá repetirnos la escena entera.
—Me gustaron las partes de mentira —dijo el mozo de cuadra—, pero la forma con la que le salvó al final el joven amo Konrad, aquello fue propio de un héroe de verdad.
—Ah, sí —dije, volviendo los ojos a mi patata—, sí que lo fue.
—¿Cómo lo hizo, señor? —le preguntó a mi hermano con total admiración—. Yo no lo hubiera hecho ni por todo el oro del mundo, del miedo que le tengo a las alturas.
—Oh, no estaba tan alto, Marc —le dijo Konrad, riendo. Conocía el nombre del joven… por supuesto. Konrad siempre sabía el nombre de todos los sirvientes—. ¿Y qué te parece Bellerive?
—La campiña está muy bien —dijo Marc.
—Cuando tengas oportunidad, deberías montar uno de los caballos y subir la ladera para admirar la vista de Ginebra y los montes del Jura.
—Lo haré, señor, gracias.
Una de las razones por las que no me gustaban aquellas cenas era que Konrad se desenvolvía en ellas mucho mejor que yo. Cuando todos nos sentábamos por fin en la mesa, señores y criados unidos en una enorme y atípica familia, mi hermano gemelo entablaba conversación con todos sin ningún esfuerzo. Le preguntaba a María, nuestra ama de llaves, cómo mejoraba el brazo roto de su sobrino. A Philippe, el caballerizo, cómo estaba Prancer, nuestra yegua preñada. Y enseguida los sirvientes se ponían a contarle sus historias, que verdaderamente me encantaba escuchar, porque sus vidas eran muy distintas a la mía. Kurt, nuestro lacayo, una vez fue soldado y luchó en una sangrienta batalla donde perdió varios dedos de los pies; Celeste, la doncella de mi madre, había servido en Francia a una malvada duquesa que le pegaba con la zapatilla si el bizcocho le salía duro.
Después, mientras ayudábamos a los criados a lavar los platos, ollas y sartenes, me asombraba ante el trabajo que hacían por nosotros cada día.
Y me alegraba mucho de que solo tuviéramos que hacerlo una vez a la semana.
Flotando en el lago, contemplando el despejado cielo nocturno: la perfección.
Era martes, después de cenar. Henry, Elizabeth, Konrad y yo nos dejábamos llevar sin rumbo en una barca por el lago, recostados sobre cojines. Era uno de mis pasatiempos favoritos. Habíamos crecido tan cerca del agua que era como nuestro segundo hogar. Konrad y yo habíamos aprendido a navegar poco después de aprender a andar. Poseíamos tanta habilidad que nuestros padres nunca se preocupaban cuando pasábamos el rato en el lago Lemán.
Esa noche, teníamos una buena razón que celebrar: Henry iba a pasar con nosotros un mes entero. Su padre acababa de emprender un largo viaje de negocios, y nuestros padres afortunadamente habían invitado a Henry a quedarse con nosotros durante ese tiempo.
—Me pregunto por qué Wilhelm Frankenstein se fue de pronto, de esa manera —dijo, en cuanto terminamos de contarle lo de la Biblioteca Oscura—. Hay material para escribir una increíble obra de teatro.
Cuando Henry se entusiasmaba, me recordaba todavía más a un extraño pájaro blanco. Su cabeza rubia giraba rápidamente de unas personas a otras, con los ojos muy brillantes, agitando a veces los dedos para mayor énfasis como si fuera a salir volando en cualquier momento.
—Quizá estuviera embrujado —dijo Elizabeth—. ¡Enloquecido por todo lo que había aprendido!
—Interesante —asintió Henry con aprobación.
—Lo más probable es que le ocurriera alguna desgracia en el camino —dijo Konrad.
—Bandoleros que lo asesinaran y se deshicieran de su cuerpo en el monte —sugirió Henry con excitación—. Me gustan los bandoleros. Pueden crear una excelente trama.
—O quizá —sugerí— descubrió de verdad el secreto de la inmortalidad y se marchó para empezar una nueva vida.
—¡Oh, esa idea es buena! —dijo Henry—. Me gusta mucho también —tanteó su bolsillo en busca de lápiz y algún trozo de papel, y suspiró al no encontrar ninguno.
Durante un momento nos quedamos todos en silencio, disfrutando del dulce balanceo del bote y el aire perfumado.
—¡Mirad, otra estrella fugaz! —señaló Konrad.
—La creación de Dios es inmensa —murmuró Elizabeth, mirando el cielo nocturno.
—Padre no cree en Dios —comenté—. Dice que es un sistema anticuado…
—Sé muy bien lo que dice —interrumpió Elizabeth—: Un sistema anticuado de creencias que ha controlado y abusado de la gente, y que se marchitará bajo el resplandor de la ciencia. Qué original eres, Víctor, imitando a tu padre.
—Tú sabes más que él, claro —dije.
—Parad, por favor —suspiró Konrad.
Elizabeth me fulminó con la mirada.
—No estoy diciendo que sepa más, sino que se equivoca.
—¡Hala! —exclamé, buscando pelea.
—¿No podemos hablar un poco más sobre Wilhelm Frankenstein? —intervino Henry—. En serio creo que esta historia tiene material para…
Pero Elizabeth no iba a dejarse distraer.
—Víctor, dudo de que seas un ateo de verdad, y si lo eres, es solo porque tu padre te ha enseñado a serlo.
—Y tú eres católica porque tu madre te enseñó a ti a serlo. ¡Y unas cuantas monjas, también!
—Tonterías —dijo—. Lo he pensado cuidadosamente y no encuentro otra explicación posible para… —señaló con la mano el cielo nocturno, y el lago, y a nosotros—, ¡todo esto!
—No hay prueba de Dios —dije, citando a mi padre.
—El conocimiento y la creencia —dijo Elizabeth— son dos cosas distintas. El conocimiento requiere hechos. La creencia necesita de la fe. Si hubiera pruebas de la existencia de Dios, no sería una fe, ¿verdad?
Aquello me confundió durante un momento.
—No veo adónde quieres llegar —dije—. La fe no vale nada, entonces. Uno podría tener fe en cualquier fantasía. Flores que cantan o…
—¿Que no vale nada? —gritó Elizabeth—. ¡Mi fe me ha dado sustento durante muchos años!
—Víctor, ya basta —dijo Konrad—. Vas a herir sus sentimientos.
—Venga, Elizabeth puede cuidar de sí misma —repuse—. No es una florecilla delicada.
—Desde luego que no —replicó ella—, pero de ahora en adelante solo voy a discutir con gente que esté a mi altura intelectual.
—Estoy pensando si tirarte al lago —dije, al tiempo que me levantaba.
—Me gustaría ver cómo lo intentas —repuso ella, con la mirada feroz del gato montés.
—Por favor, por favor, no le desafíes —suplicó Henry, agarrándose asustado a los laterales del bote, que se balanceaba—. Víctor siempre acepta los retos. ¿Te acuerdas de lo que pasó la última vez?
—Casi volcamos —recordó Konrad, mientras le salpicaba un poco de agua.
—No me gusta mojarme —dijo Henry—. Víctor, siéntate.
Lancé a Elizabeth una mirada amenazadora; ella me la devolvió.
—He leído —dijo Henry a toda prisa— que si miras fijamente el cielo durante un rato, puedes ver tu futuro. ¿Lo has intentado, Víctor?
Era un truco tan obvio que no pude evitar reírme. Volví a repantingarme cómodamente en los cojines.
—¿Y qué has visto tú, Henry? —le pregunté a mi diplomático amigo.
—Bueno —dijo—, en mi caso lo veo claro. Me convertiré en comerciante y cuando llegue el momento me haré cargo del negocio de mi padre.
Elizabeth se incorporó sobre sus codos, indignada:
—Eso es deprimentemente práctico, Henry.
—No hay nada malo en ser práctico —observó Konrad.
—Pero, Henry, ¿y tu interés por la literatura? —preguntó Elizabeth.
—No te lo puedes comer, ese es el problema —respondió—. Lo he intentado, está muy seco y no es nada nutritivo. Y un hombre tiene que ganarse la vida.
—Pero ¡mira los aplausos que recibió tu obra! —le recordó.
—Me sentí como un impostor al llevarme el mérito —dijo Henry—. La idea era tuya.
Era cierto. Pero a Elizabeth le pareció que el público se horrorizaría de que una jovencita hubiera inventado un cuento tan truculento y lleno de violencia.
—Bueno —dijo Elizabeth, satisfecha—, tengo facilidad para las historias, pero la escritura fue toda tuya, Henry. Tienes el alma de un poeta.
—Ah… —suspiró él—. Un comerciante no necesita hacer rimas. ¿Qué te dicen a ti tus estrellas?
—Que escribiré una novela —dijo Elizabeth con decisión.
—¿Sobre qué? —pregunté, sorprendido.
—No sé el tema todavía —respondió con una carcajada—. Solo sé que será algo asombroso. Como un rayo.
—Necesitarás un pseudónimo —dijo Konrad, ya que la idea de que una mujer escribiera una novela era escandalosa.
—Quizá sorprenda al mundo con mi propio nombre —dijo ella—. Elizabeth Lavenza tiene un aire muy literario, ¿no os parece? Sería una pena desperdiciarlo.
—¿Y el matrimonio? —preguntó Konrad.
—Haría falta un hombre excepcional para hacer que me casara —respondió—. Los hombres son mercurio. Siempre cambiantes. Mira mi padre. Se volvió a casar y enseguida me abandonó. Se deshizo de mí como si fuera un mueble. Y solo me visitó una vez en dos años.
—Miserable —dije.
—No todos los hombres son tan malos, ¿no? —dijo mi hermano.
Ella se rio.
—Por supuesto que no. Tendré un marido fabuloso y un montón de niños preciosos y llenos de talento. Bueno, ya me he puesto demasiado en ridículo. Víctor, ¿qué ves tú en tu futuro?
Medité un momento y después dije:
—Cuando veo las estrellas pienso en los planetas que deben de girar en sus órbitas, y me gustaría viajar por ellos. Si pudiéramos hacerlo, ¿no seríamos dioses?
—Un modesto objetivo, entonces —dijo mi gemelo—. Víctor solo quiere ser un dios.
Riéndome, le di un codazo en las costillas.
—Estoy lleno de altas expectativas y nobles ambiciones. Y si no puedo viajar entre planetas…
—Siempre está bien tener un plan alternativo —intervino Henry.
—… entonces crearé algo, algo grande que sea útil y maraville a toda la humanidad.
—¿Te refieres a algún tipo de máquina? —preguntó Konrad.
—Sí, a lo mejor —dije, pensándolo con más seriedad—. Un motor que transformará el mundo… o una nueva fuente de energía. Últimamente parece que hay nuevos descubrimientos científicos cada día. Sea como sea, se me recordará para siempre.
—¡Habrá estatuas y monumentos que lleven tu nombre, seguro! —dijo Konrad con una sonrisa.
—¡Muy bien, cuéntanos tú ahora tus humildes sueños! —dije.
Konrad clavó la mirada en el cielo.
—Seguiré el ejemplo de padre —dijo pensativo—. Me gustaría ayudar al Gobierno de Ginebra, para hacerla todavía más grande de lo que ya es. Pero también querría ver mundo. Quizá cruzar el océano y conocer la nueva América, o las colonias británicas del norte. Dicen que todavía quedan paisajes inmensos allí, que no han pisado aún los europeos.
—Entonces ¿nos abandonarías a todos —preguntó Elizabeth— y te casarías con alguna exótica princesa indígena?
Konrad se rio.
—No. Haré mis viajes con un alma gemela.
—Tú solo me querrías para cargar con todas tus provisiones —bromeé—. Mejor que te busques otro compañero de viaje.
Pero me encantaba la idea de tener una gran aventura con Konrad.
Siempre había sido uno de nuestros juegos favoritos, desde que éramos muy pequeños, el tumbarnos codo con codo en el suelo de la biblioteca, con el gran atlas ante nosotros, eligiendo los países que recorreríamos juntos.
Anhelaba un viaje así, nosotros dos solos. Hacia el Nuevo Mundo: a algún lugar remoto y salvaje… donde nadie nos compararía.