CAPÍTULO 1
MONSTRUO

Encontramos al monstruo en el saliente rocoso de un acantilado, en lo alto del lago. Durante tres oscuros días, mi hermano y yo habíamos seguido su rastro a través de un laberinto de cuevas hasta su guarida en la cima de la montaña. Y ahora lo contemplábamos, acurrucado sobre su tesoro, con su pálido pelaje y sus escamas resplandeciendo a la luz de la luna.

Él sabía que estábamos ahí. Sin duda nos había olido al llegar, absorbiendo con las fosas nasales abiertas nuestro sudor y nuestro miedo. Levantó un poco la cabeza encrestada, casi con pereza. Algunas monedas y joyas tintinearon cuando su cuerpo empezó a desenroscarse.

—¡Mátalo! —grité. Tenía mi espada en la mano y, junto a mí, el arma de mi hermano destellaba.

La bestia atacó a una velocidad incomprensible. Intenté apartarme inmediatamente, pero su cuello musculoso se estrelló contra mí, y sentí cómo el brazo se me rompía y quedaba colgando inútil en mi costado. Sin embargo, era mi mano izquierda la que blandía la espada, y con un grito de dolor hice un corte en el pecho del monstruo, aunque mi hoja se desvió al chocar contra sus poderosas costillas.

Era consciente de que mi hermano estaba atacando las partes bajas del animal, evitando el azote del aguijón de su cola. El monstruo se precipitó hacia mí de nuevo, con las fauces abiertas. Apunté a su cabeza, intentando atravesarle la boca o los ojos, pero era veloz como una cobra. De un golpe me tumbó contra la piedra, peligrosamente cerca del borde del precipicio. El monstruo se encabritó, dispuesto a atacar, y después chilló de dolor, ya que mi hermano le había amputado una de sus patas traseras.

Aun así, la bestia solo me miraba a mí, como si fuera su único adversario.

Me levanté sobre mi mano buena. Antes de que el monstruo pudiera atacar, me lancé sobre él. Esta vez mi espada se hundió profundamente en su pecho, tan hondo que me costó sacarla. Un líquido oscuro se extendió como un lazo a la luz de la luna, y el monstruo se irguió a su máxima altura, una imagen terrible de contemplar, y después se desplomó.

Su cabeza chocó contra el suelo y allí, entre el ensangrentado pelaje y la quebrada cresta, apareció el rostro de una hermosa joven.

Mi hermano vino a mi lado y juntos la contemplamos, maravillados.

—Hemos roto la maldición —me dijo—. Hemos salvado el pueblo. Y la hemos liberado.

Los ojos de la muchacha se abrieron y su mirada recorrió a mi hermano hasta posarse en mí. Sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida y una pregunta me quemaba por dentro. Me arrodillé.

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué me has atacado solo a mí?

—Porque eres tú —susurró— el verdadero monstruo.

Y después de aquello murió, dejándome sobrecogido. Me alejé tambaleándome. Mi hermano no pudo oír sus palabras (de tan bajo como las pronunció) y cuando me preguntó qué había dicho, me limité a negar con la cabeza.

—Tu brazo —dijo preocupado, sosteniéndome.

—Se curará.

Volví la vista hacia el montón de oro.

—Tenemos más de lo que podríamos gastar nunca —murmuró mi hermano.

Lo miré.

—El tesoro es solo para mí.

Me devolvió la mirada sorprendido, este hermano mío que se parecía tanto a mí que podríamos haber sido la misma persona. Y de hecho así era, ya que éramos gemelos idénticos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Levanté mi espada, apuntándole a la garganta, y le fui llevando, paso a paso, hacia el filo del precipicio.

—¿Por qué no íbamos a compartirlo —exigió—, con la igualdad con la que lo hemos compartido todo hasta ahora?

Me reí entonces, ante aquella mentira.

—Los gemelos nunca son completamente iguales —dije—. Aunque tengamos el mismo cuerpo, no somos iguales, hermano, pues tú naciste dos minutos antes. Incluso en el útero de nuestra madre me robaste. La primogenitura familiar es tuya. Y supone tal tesoro que hace que este parezca la pitanza de un mendigo. Pero lo quiero, al completo. Y lo tendré.

En ese momento el monstruo se sacudió y me volví alarmado… solo para ver el último estertor de su muerte. En ese mismo instante, mi hermano desenvainó su espada.

—¡No me engañarás! —gritó.

Recorrimos el acantilado, luchando. Ambos éramos fuertes, de espaldas anchas y músculos prietos, que se dilataban con el esfuerzo. Mi hermano había sido siempre mejor en esgrima, y yo, con el brazo roto, todavía tenía mayor desventaja. Pero mi voluntad y sangre fría eran tan fuertes que en poco tiempo conseguí arrebatarle la espada de un golpe y lo puse de rodillas. A pesar de que me mirara con mi propio rostro y me suplicara con mi propia voz, hundí la espada en su corazón y le quité la vida.

Suspiré con enorme alivio y alcé la vista hacia la luna, mientras sentía cómo el aire fresco de mayo me acariciaba el rostro.

—Ahora tendré todas las riquezas del mundo —dije—. Y, por fin, estoy solo.

Durante un momento no se oyó nada más que el susurro de la brisa sobre el lago glacial, y después estallaron los aplausos.

De pie en el amplio balcón, volví la cara hacia el público, que había estado contemplándonos desde las filas de sillas que había justo a la entrada del salón de baile. Estaban nuestros padres y sus amigos, sus alegres caras bañadas por la luz de las velas.

Mi hermano Konrad se levantó de un salto y juntos corrimos hacia el monstruo, que estaba acurrucado, y ayudamos a nuestra prima a salir del disfraz. Su cabello exuberante de color ámbar se derramó con libertad sobre sus hombros y su piel aceitunada resplandeció bajo la antorcha. El aplauso creció todavía más. Los tres nos cogimos de la mano e hicimos una reverencia.

—¡Henry! —grité—. ¡Ven con nosotros! —le hicimos gestos para que saliera. A regañadientes, nuestro mejor amigo, un chico alto, rubio y muy delgado salió de su escondrijo junto a las puertas de cristal—. Damas y caballeros —anuncié al público—: Henry Clerval, nuestro ilustre dramaturgo.

—¡Bravo! —gritó mi padre, y su elogio se contagió por la sala.

—Elizabeth Lavenza como el monstruo, damas y caballeros —dijo Konrad con una floritura. Nuestra prima hizo una coqueta reverencia—. Yo soy Konrad. Y este —me miró con una traviesa sonrisa— es el héroe de nuestro cuento, mi malvado hermano gemelo, ¡Víctor!

Y entonces todo el mundo se puso en pie para aplaudirnos.

La ovación era embriagadora. En un impulso, salté sobre la balaustrada de piedra para hacer otra reverencia, y tendí la mano hacia Konrad para que se uniera a mí.

—¡Víctor! —oí que gritaba mi madre—. ¡Baja de ahí ahora mismo!

No le hice caso. La balaustrada era ancha y fuerte, y, después de todo, no era la primera vez que me subía en ella… Pero lo había hecho siempre en secreto, porque la caída era considerable: quince metros hasta la orilla del lago Lemán.

Konrad tomó mi mano, pero en vez de dejarse llevar por mi impulso, hizo fuerza para intentar bajarme.

—Estás preocupando a madre —susurró.

Como si el propio Konrad no hubiera jugado nunca sobre la balaustrada.

—Oh, venga —dije—. ¡Solo una reverencia!

Todavía con las manos unidas, sentí cómo aumentaba la presión, queriendo hacerme volver al balcón. Y de pronto me enfurecí contra él por ser tan sensible, por no compartir mi alegría ante los aplausos… por hacerme sentir presuntuoso e infantil.

Sacudí la mano para soltarme, aunque demasiado rápido y con demasiado ímpetu.

Sentí que perdía el equilibrio. Arrastrado además por mi pesada capa, tuve que dar un paso atrás. Pero no había dónde pisar, y de repente me encontré cayendo, al tiempo que hacía aspavientos con los brazos. Intenté impulsarme hacia delante, pero era ya muy tarde, demasiado tarde.

Al darme media vuelta vi las montañas negras y el lago, más negro todavía, y justo debajo de mí la orilla rocosa… y mi muerte, corriendo hacia mi encuentro.

Y así fue que caí contra los arrecifes.

Mas nunca llegué a alcanzarlos, ya que aterricé duramente sobre el estrecho tejadillo de una ventana de la planta baja del castillo. El dolor del choque me recorrió desde el pie izquierdo, y después eché a rodar… y mi cuerpo comenzó a deslizarse fuera de la cornisa, empezando por las piernas. Busqué un punto de apoyo con las manos, aunque no había nada a lo que agarrarse y yo no tenía fuerzas para poder pararme. Mis caderas cayeron, después el pecho y la cabeza… pero el tejado tenía un reborde de piedra, y fue allí donde mis manos desesperadas finalmente se aferraron.

Quedé colgando. Con los pies, golpeé la ventana, pero sus cristales emplomados eran muy fuertes. Incluso si hubiera logrado romper el cristal, dudaba de poder columpiarme hasta el interior desde aquella posición.

Y lo que era más importante: sabía que no podría aguantar mucho tiempo.

Con todas mis fuerzas, intenté impulsarme hacia arriba. Asomé la cabeza sobre el tejado y conseguí enganchar la barbilla en el reborde de piedra. Mis brazos flexionados temblaban de fatiga, y ya no pude hacer nada más.

Justo encima de mí hubo un gran vocerío y vislumbré una multitud asomada a la balaustrada, sus rostros cadavéricos a la luz de la antorcha. Vi a Elizabeth y a Henry, a mi madre y mi padre… pero fue en Konrad en quien detuve la mirada.

Alrededor de una de las columnas de la barandilla había atado su capa para que colgara como una cuerda. Oí los quejidos de mi madre y los enfadados gritos de mi padre cuando Konrad se subió al barandal. Se agarró a la capa y, medio a pulso, medio deslizándose, llegó hasta el mismo extremo.

A pesar de que las fuerzas me iban abandonando en los brazos y las manos, lo contemplé fascinado. Las piernas de Konrad todavía pendían a dos metros del tejadillo donde yo estaba, y el sitio para aterrizar no era generoso. Echó un vistazo hacia abajo y se soltó. Cayó al suelo de pie, se tambaleó perdiendo el equilibrio —ante los gritos de todos los espectadores—, y después se agachó hasta recuperar la seguridad.

—Konrad —exhalé. Sabía que solo quedaban segundos antes de que me fallaran los músculos y mis dedos se soltaran. Extendió la mano hacia mí—. ¡No! —gruñí—. ¡Te arrastraré conmigo!

—¿Es que quieres morir? —gritó, mientras intentaba agarrarme de las muñecas.

—¡Siéntate! —le dije—. Pon la espalda contra la pared. ¡Apoya los pies en el reborde!

Hizo lo que le había ordenado y después tendió sus dos manos hacia las mías. Yo no sabía cómo iba a funcionar aquello, ya que pesábamos lo mismo y la gravedad estaba en nuestra contra.

Y aun así… aun así… agarrándonos mutuamente de las muñecas, él empujando con las piernas contra el saliente de piedra, tiró con todas sus fuerzas —e incluso más— y me subió al alero del tejado. Me desplomé sobre mi hermano, temblando, y llorando y riéndome a la vez.

—Qué tonto —exclamó casi sin voz mientras nos abrazábamos con fuerza—. Qué grandísimo tonto. Casi te matas.