PRESENTACIÓN, POR JOAQUÍN ARCE

IV
BORGES LECTOR DE LA DIVINA COMEDIA

Pocos poetas clásicos o modernos habrán dejado en Jorge Luis Borges una huella tan profunda, una tan obsesiva presencia en su memoria como Dante, con su Divina Comedia. Una y otra vez vuelve sobre el tema: en escritos autobiográficos, en conferencias, en ensayos, en artículos periodísticos, en narraciones, en la lírica. La constancia en su recuerdo es tan martilleante que retorna sobre los mismos temas, sobre los mismos versos. Y no me refiero tanto a las ocultas alusiones, a los subterráneos brotes de aisladas reminiscencias que podrían entresacarse de su misma obra narrativa, como a las menciones explícitas, confesadas y ostentadas.

De un ciclo de siete conferencias sobre variados temas culturales pronunciadas en un teatro de Buenos Aires en 1977, publicadas con el título de Siete noches, la primera estaba íntegramente dedicada a La Divina Comedia. Como empleado en una biblioteca —contaba entonces— fue a dar por casualidad con tres pequeños volúmenes, Inferno, Purgatorio e Paradiso, en edición bilingüe y con la traducción inglesa de Carlyle. Después leyó y releyó el original de la Comedia aun sin saber italiano, que nunca estudió, pero aprendiendo mucho precisamente con el texto de Dante, dejándose sugestionar por la magia melódica y expresiva de sus versos.

En su propia lírica llega en ocasiones a la cita directa y casi incluso a la traducción literal. Recuérdese un fragmento de su Poema conjetural. Se refiere a un episodio del canto V del Purgatorio, donde se trata de Bonconte di Montefeltro, uno de los arrepentidos en el último instante por haber sufrido muerte violenta:

«Como aquel capitán del Purgatorio

que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,

fue cegado y tumbado por la muerte

donde un oscuro río pierde el nombre,

así habré de caer. Hoy es el término».

Confróntese: fuggendo a piede e ’nsanguinando il piano («huyendo a pie y ensangrentando el llano»); quivi perdei la vista («fue cegado…»); là, ’ve il vocabol suo diventa vano («donde un oscuro río pierde el nombre»).

El título de sus NUEVE ENSAYOS DANTESCOS no puede ser casual: tenía que ser el nueve, como un nueve, es decir, un milagro —en palabras de Dante—, era Beatriz, en cuanto múltiplo perfecto del tres que es la trinidad divina. Ritmo ternario y novenario —más otros números que también pertenecen a la simbología numérica de Dante— que rige la arquitectura de la Comedia. Y así como en el Paraíso los nueve cielos que giran en torno a la esfera terrestre se coronan con un décimo, que es el Empíreo, los nueve ensayos de Borges tienen su prólogo, que asimismo cierra el número diez, otro número perfecto como expresión del Decálogo.

No se trata obviamente de lecciones magistrales en sentido académico; son magistrales en el aspecto interpretativo y expositivo, no siempre con especiales novedades para un italianista, en cuanto que tiene en cuenta a muchos comentadores antiguos y modernos. Lo nuevo es la vibración personal, las densas referencias culturales derivadas de fuentes muy diversas, las impresiones y reflexiones que acreditan sobradamente qué personajes o episodios le produjeron más hondo impacto. De sus citas de especialistas italianos recientes, se desprende que no supera los límites de la crítica estética y estilística, como se deduce de sus menciones de Momigliano y Grabher. No sorprende, por otra parte, que la más reciente crítica, sobre todo la de carácter filológico, le sea ajena. Y no hay por qué echarlo de menos, cuando lo que interesa son sus reacciones de lector, su literaria y personal reconstrucción de escenas dantescas o ver cómo versos, metáforas o comparaciones quedan grabadas en su sensibilidad, por lo que le afloran en sus escritos repetidas veces.

No es cuestión de destacar ahora aciertos o adivinaciones en estos ensayos. Pero sí puede iluminar alguna de sus características comentar algunas de las impresiones del autor, ciertas reacciones ante episodios o personajes que resultan sugestivos y sugeridores. Algunas de las observaciones que hace son incluso de carácter técnico. Le parece, por ejemplo, que el hacer hablar o confesarse a un réprobo que destaque sobre el fondo de la escena es algo que Dante no descubre hasta llegar a Francesca, en el canto V del Infierno. Hay, por tanto, una fractura entre este canto y el anterior, el de las grandes almas de la antigüedad que están en el Limbo. Echa de menos, por tanto, las palabras que el autor de la Comedia hubiera podido poner en boca de Aristóteles de haber pensado antes en el hallazgo de la confesión del personaje.

La paradoja insoluble de Francesca, a quien Dante comprende pero, condenándola, no perdona, se resuelve más allá de la lógica. Con la interpretación de algunos críticos recientes, distinguiendo entre un Dante-personaje, que reacciona como tal en el momento inicial de su viaje, y un Dante-autor, que escribe una vez cumplido su itinerario de salvación, se explica tal aparente paradoja. Sin embargo, aunque Borges no plantee así el problema, no parece habérsele escapado la intuición de tal dualidad interpretativa al aludir en el ensayo final a un «Dante protagonista» frente a un «Dante redactor o inventor».

Aparte del ensayo dedicado al verso «dolce color d’oriental zaffiro», uno de los que obsesionan al poeta argentino, hay otros en que abundan las conexiones llenas de referencias culturales; así, pone en relación ciertas visiones ultraterrenas de Beda con las de la Divina Comedia, que Borges no cree fueran conocidas por Dante. En otro lugar se hacen arcanas y esotéricas comparaciones, como la que se establece entre la imagen paradisiaca del Águila y el extraño Simurgh persa, que significa Treinta pájaros. Y es aquí donde se alude al rarísimo personaje de Rifeo que, por nombrarlo Virgilio como varón muy justo, es uno de los pocos paganos que Dante salva. Siguiendo también a otros críticos, afirma Borges, sobre la rareza del troyano Rifeo, que «no hay en toda la literatura otro rastro de él». Aunque casi avergüenza mezclar erudición menuda entre estos sugestivos comentarios, estimo oportuno recordar que, en un artículo mío (La Divina Comedia, clave interpretativa de una estrofa de Imperial, 1978), me refiero a la mención que este poeta sevillano-genovés, Francisco Imperial, hace precisamente de Rifeo, al lado de Trajano, otro pagano salvado, junto al cual se encuentra en la Divina Comedia.

Otros problemas que el ensayista aborda son los de Ulises, Ugolino y Beatriz: Dante se proyecta en Ulises y pudo muy bien temer el castigo de Ulises; de Ugolino se nos dice que Dante no pretende que pensemos en el canibalismo, «pero sí que lo sospechemos»; en cuanto a Beatriz, Borges se apoya en la idea de que fue para Dante irrecuperable, de que, desairado en vida por ella, jugó con la ficción, una vez muerta, de encontrarla, y de que sólo, para intercalar ese encuentro, edificó el gran poema. La severidad de Beatriz en su aparición y la fealdad y monstruosidad de la procesión simbólica en el paraíso terrenal se explican porque, negado por ella, Dante soñó con Beatriz, pero la soñó severísima e inaccesible. Por eso cree, paradójicamente para el lector, que, antes de volverse a la eterna fuente de luz, La última sonrisa de Beatriz —título del último ensayo—, sugieren en el autor de la Comedia «los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado», por la «trágica substancia» que encierran.

Quedan así marginalmente insinuados algunos de los puntos que más removieron la sensibilidad del intérprete argentino ante el poema que no vacila en considerar como «el mejor libro que la literatura ha alcanzado». Y más tajantemente aún, en la conferencia citada anteriormente, había ostentosamente proclamado: «el ápice de la literatura y de las literaturas es la Comedia».

JOAQUÍN ARCE.

Marzo, 1982.