III
LA MEMORIA DEL OLVIDO

Sé que una cosa no hay. Es el olvido;

sé que en la eternidad perdura y arde

lo mucho y lo precioso que he perdido:

esa fragua, esa luna y esa tarde.

(J.L. BORGES)

En Historia de la eternidad[44] y en Nueva refutación del tiempo[45] expone Borges sus ideas acerca del tiempo. «El hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante», pensaba el Juan Dahlmann de su relato El Sur, mientras acariciaba a un viejo gato que había conocido a Hipólito Yrigoyen. «Es sabido que la identidad personal —diría Borges— reside en la memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez. Cabe pensar lo mismo del universo. Sin una eternidad, sin un espejo delicado y secreto de lo que pasó por las almas, la historia universal es tiempo perdido, y en ella nuestra historia personal». Ese ejercicio tenso que va de la memoria al olvido está presente no sólo en los numerosos ensayos borgeanos, sino también en su narrativa y en su poesía. Recordemos que los cuentos de Borges no son cuentos de «personajes», el personaje no perdura. Parodiando una frase de nuestro escritor referida a Flaubert, podemos afirmar que en la obra de Borges ninguna criatura es tan real como el mismo Borges.

De entre los numerosos relatos borgeanos donde el tema del tiempo es analizado, sería interesante detenernos un instante en Pierre Menard, autor del Quijote y en Funes, el memorioso. Del primero, en el que se narra la aventura literaria de una nueva escritura del Quijote, dice Borges: «Ahí habría un poco la idea de que no inventamos nada, de que se trabaja con la memoria, o para hablar de una manera más precisa, que se trabaja con el olvido». El creador estaría produciendo, consciente o inconscientemente un libro vano, del que podríamos deducir incluso la inutilidad última de la literatura, la idea de que los libros son demasiados, «de que es una falta de cortesía o de cultura atestar las bibliotecas con libros nuevos». Los libros acabarían siendo el gran problema, nuestro gran problema, como en el cuento de Cortázar Fin del mundo del fin. En su ensayo «La flor de Coleridge», incluido en Otras Inquisiciones[46], Borges justifica indirectamente la pasión quijotesca de su personaje —que inevitablemente se le parece— cuando dice: «Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos Asséns, fue De Quincey». Con Carlyle, justamente, cierra el ensayo del mismo libro Magias parciales del Quijote, en el que insiste: «¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet?». Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros sus lectores o espectadores podemos ser ficticios. En 1883 Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben». Leer y escribir, dos ejercicios aparentemente opuestos, se confunden con la renovada experiencia del texto sometido al ojo cambiante del lector. Toda lectura implica para Borges una recreación. En una entrevista que me concedió hace unos años Borges decía: «Para mí el Quijote fue siempre aquel libro que leí de niño, ese ejemplar y no otro, con aquellas ilustraciones. En el comercio con aquel volumen, y no con otro, estaba mi imagen del Quijote». Como es evidente, Borges marca la diferencia entre Cervantes y Menard, la singularidad de cada escritura y, lo que es lo mismo, de cada lectura.

En Funes el memorioso tenemos el caso inverso, Funes tiene una memoria prodigiosa, «tan perfecta que las generalizaciones le están prohibidas». Muere muy joven, agobiado por su memoria, que sólo podría soportar un dios, «un precursor de los superhombres, un Zarathustra cimarrón y vernáculo». Funes afirmaba: «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Mis sueños son como las vigilias de ustedes». Pero nuestro personaje no era sin embargo capaz de pensar, porque «pensar es abstraerse, es olvidar diferencias, es generalizar». En Funes sólo había detalles inmediatos. El pasado de Funes es un presente simultáneo al otro presente que también está registrando. «No sólo podía reconstruirlo todo —dice Borges—, sino que estaba obligado a hacerlo, es decir, no podía desembarazarse del peso del universo». El escritor explica el cuento como el resultado de noches de insomnio, ya recordados en un poema célebre. «Quería dormir —dice— y no podía: para dormir es necesario olvidar un poco las cosas. En esa época no podía olvidar. Cerraba los ojos y me imaginaba, con los ojos cerrados, en mi cama. Imaginaba los muebles, los espejos, imaginaba la casa. Imaginaba el jardín, las plantas. Había estatuas en ese jardín. Para librarme de todo ello escribí esta historia de Funes que es una especie de metáfora del insomnio, de la dificultad o imposibilidad de abandonarse al olvido. Ya que dormir es eso: abandonarse al olvido total. Olvidar su identidad, sus circunstancias. Funes no podía. Por eso murió, al fin, agobiado. Esta historia sirvió para curarme del insomnio, deposité todo mi insomnio en mi personaje. No digo que precisamente el día que terminé la historia haya podido dormir bien, pero en ese momento comenzó mi curación». La conclusión de Funes el memorioso se nos hace difícil, pero Borges se justifica: «Creo que Kipling dijo que a un escritor le estaba permitido hacer fábulas y no saber cuál era la moraleja de esas fábulas». El tema de un hombre de prodigiosa memoria está presente, además de en las fuentes citadas en el propio cuento, en una narración de Turgeniev titulada «Reliquias» e incluida en Memorias de un cazador.

La memoria, el tiempo detenido, la noción de eternidad son constantes en la obra de Borges. De ahí que exista también un paralelismo entre Funes el memorioso y El inmortal. El propio autor al recordar, muchos años después, la escena de su encuentro con Funes hace una extraña ostentación de memoria. No debemos olvidar que Borges siempre fue un gran memorista, que hace pública gala de ella: son famosas sus recitaciones de largos poemas en diversas lenguas, y la ceguera le obligó a tener que memorizar íntegras sus conferencias.

La década del sesenta fue para Borges pródiga en viajes, condecoraciones, premios. (En 1961 recibe el Premio Internacional Formentor compartido con Samuel Beckett, con lo que se le traduce a numerosas lenguas. Ese mismo año viaja a Texas y es condecorado por el Gobierno italiano. En 1962 es el Gobierno francés el que le concede la Legión de Honor. En 1963 viaja a Europa, vuelve por primera vez a España, visita Inglaterra, Francia y Suiza. Al regresar a Buenos Aires recibe el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes. En 1964 la revista francesa L’ Herne le dedica un voluminoso número monográfico donde colaboran importantes escritores de todo el mundo. En 1967 viaja a los Estados Unidos tras contraer matrimonio con Elsa Astete Millán, esta vez a la Universidad de Harvard donde da un curso especial sobre su poesía en inglés. En 1968 viaja a Chile, donde participa en el congreso de escritores antirracistas, luego es invitado a Israel donde se encuentra con su maestro en Kábala, el recientemente desaparecido Gershom Scholem. Al año siguiente vuelve a Norteamérica, la Universidad de Oklahoma lo invita a un curso sobre su obra). Y en este período publica su libro de poemas Elogio de la sombra, que iniciará toda una nueva etapa de su obra poética continuada en El oro de los tigres, La rosa profunda, La moneda de hierro, Historia de la noche, y el último La cifra.

El tema de la vejez, que aparece por primera vez en Elogio de la sombra, como una reflexión serena pero no por ello falta de dramatismo, y una mayor simplicidad en la forma son las características novedosas de esta etapa en la que una poesía insospechadamente confesional irá creciendo junto a los temas de siempre, junto a las referencias culturales y a las obsesiones tradicionales de su obra. El poeta contempla la impasible realidad de los objetos que rodean al hombre, que cercan su vida y que seguramente lo sobrevivirán:

«El bastón, las monedas, el llavero,

la dócil cerradura, las tardías

notas que no leerán los pocos días

que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada

violeta, monumento de una tarde

sin duda inolvidable y ya olvidado».

(Las Cosas, fragmento)

Si el tema de la muerte se insinúa en su obra anterior, en la última etapa crece mezclada con la sensación de impotencia del hombre ante la vastedad del universo. El último Borges es especialmente triste, pero la poesía le sirve igualmente como un conjuro a la soledad, a la ceguera, a la vejez, al escepticismo: «Qué importa la tristeza si hubo en el tiempo alguien que se dijo feliz». Y hay en él una exaltación que hace que aceptemos al poeta como es, como un hombre que sufre, que ama, y que sobre todo siente. La dedicatoria de su último libro de poemas, La Cifra, acaba con estas emocionantes palabras: «Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio».

Antes de cerrar esta estancia quedan por reflejar aún algunos hechos últimos de la vida de Borges. En 1970 se separa de su mujer y vuelve a su casa de la calle Maipú, donde aún vive su madre doña Leonor. En agosto publica su nuevo libro de narraciones El informe de Brodie, tras casi diecisiete años de silencio en la prosa narrativa. Viaja a Brasil, donde recibe el premio Ciudad de San Pablo, y el periódico New Yorker publica en Estados Unidos su ensayo autobiográfico. Al año siguiente vuelve a Europa, en Oxford recibe el doctorado honoris causa, y en Londres ofrece un ciclo de conferencias multitudinarias en la ICA. En el mismo viaje, visita Jerusalén, donde recibe el Gran Premio de la Paz. Al regresar a Buenos Aires cumple un viejo sueño, visita Islandia, donde es recibido por los escritores del país. En 1972 aparece El oro de los tigres, y en 1973 se celebra el cincuentenario de su primer libro, Fervor de Buenos Aires. Vuelve a España, y en Madrid dicta dos tumultuosas conferencias. Su popularidad en España ya es enorme gracias a las ediciones de bolsillo de sus libros.

El triunfo electoral de Héctor Cámpora, primero, y del general Perón, después, lo obliga a renunciar a su puesto de director de la Biblioteca Nacional. Durante los años de restauración peronista desaparece prácticamente de la vida intelectual argentina, ante una atmósfera que le es adversa. De todas formas no calla, hace valientes declaraciones contra el peronismo en momentos de violencia generalizada que podrían ser muy peligrosos para su seguridad. Recibe amenazas, es insultado por la calle, e incluso una bomba que no llega a explotar es encontrada en su domicilio. Comienza a escribir un ensayo sobre Spinoza, que no concluirá. En 1975 publica El libro de arena, la última de sus recopilaciones de cuentos publicadas hasta hoy. Viaja a Estados Unidos y a Europa. Vuelve a ser una vez más candidato al Premio Nobel de Literatura, que no le concederán. «Viene a ser una costumbre escandinava», afirma jocosamente Borges. Ese mismo año muere su madre, casi centenaria. Ante el derrocamiento del Gobierno de Isabel Martínez de Perón, por una junta militar, Borges apoya inicialmente al nuevo régimen, lo que provocará una ola de reprobación en los medios culturales europeos. Visita al general Videla, acompañado de Ernesto Sábato y otros escritores para interesarse por escritores desaparecidos. Viaja a España y a Chile, invitado por la Universidad de Santiago de Chile, que le nombra doctor honoris causa. Su viaje a Chile vuelve a provocar reacciones contrarias. Ese mismo año aparece La moneda de hierro y Arthur Lundqvist declara que Borges no será nunca premio Nobel, por razones exclusivamente políticas, desvirtuando así el carácter del premio. Nuevos viajes a Europa, casi anuales, marcarán el fin de la década de los setenta, sembrados de homenajes y premios, que van desde el homenaje de la Sorbona en París, a los premios Cervantes en España, que recibe de manos del rey Don Juan Carlos, la medalla de oro de la Academia Francesa, el gran premio Balzan italiano, o el premio Ollin Yoliztli, que recibe en 1981 de manos del presidente mejicano.

La conflictividad, la polémica constante, son, junto a un reconocimiento casi universal, las constantes que se dan en los últimos años de Borges, años de enorme popularidad que deja perplejo al escritor «literario» y de «minorías» que siempre se creyó. El extraño fenómeno que significa hacer un best-seller a un escritor para escritores, sorprenderá incluso a críticos tan solventes como George Steiner. De permanente actualidad todo lo que Borges diga salta a los periódicos, y casi siempre creando polémicas, fervores apasionados o terribles denuestos. En 1980 en unas declaraciones suyas al matutino de Buenos Aires La Prensa, condena la represión política en Argentina. Al año siguiente, y en Roma, hace otras declaraciones que resultan polémicas acerca del papado. El día que cumple ochenta y dos años declara «necesito vivir al menos un año más».