II
LOS TÚNELES DE UNA PESADILLA

«Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.

El que lee mis palabras está inventándolas».

(J.L. BORGES: La cifra, 1981).

Primero intentamos bosquejar una breve biografía de Borges, hecha de antepasados y de infancia, de Ginebra y de España, pero al llegar al punto en que Borges retorna a su ciudad, se reencuentra con Buenos Aires y publica su primer libro de poemas, su biografía pasa a ser exclusivamente literaria. La vida estará consagrada a la construcción lenta de una obra y será ya sólo literatura, una literatura que tiene en Borges su principal personaje. Su primer poemario será también el comienzo de una sólida relación amor-odio con la ciudad, con Buenos Aires. «Los años que he vivido en Europa son ilusorios —dirá—; yo he estado siempre y estaré en Buenos Aires». Ciudad que hace fundar fantásticamente en una manzana del barrio de Palermo, la misma en la que se levantaba la casa primordial de la infancia. En el prólogo que para Fervor de Buenos Aires escribió su autor en 1969, evoca ese tiempo fundacional y lo compara con el de casi cincuenta años después, los dos Borges se miran uno al otro, casi como en el cuento El otro que escribiría más tarde. «Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes. Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban, como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo diecisiete, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el sur, de quintas con verjas. En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad».

Un año después de la aparición de ese primer libro de Borges y de otro libro renovador: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía[26], de Oliverio Girondo, aparece una revista que sería muy importante en la literatura argentina, la revista Martín Fierro, dirigida por un poeta modernista, discípulo de Rubén Darío, Evar Méndez, y cuya vida se extendería hasta 1927. En la revista se confundirán los poemas de los últimos modernistas con los restos del ultraísmo y otras corrientes innovadoras. Un mismo espíritu, que no una tendencia, unirán los dispares nombres de Ricardo Güiraldes, el autor de Don Segundo Sombra, el de Alberto Hidalgo, Macedonio Fernández, Keller Sarmiento, Leopoldo Marechal, Girondo y Borges. Pese a la apariencia confusa de su nombre, la revista no defiende la poesía gauchesca, ni trata de enlazar con las formas de la literatura del diecinueve. Sus condicionamientos son europeos, aunque los temas nacionales estén muy presentes en algunos de sus miembros, sobre todo en Borges. Córdova Iturburu[27] lo explicó así: «No hay inquietud, ni desazón, ni descontento, ni siquiera malestar económico, por lo menos en grado considerable. No están planteados problemas de fondo, nada en el orden político tiene suficiente fuerza para galvanizar a la juventud, empujarla a la lucha y sembrar la semilla de la insurrección política en su obra literaria». De ahí que la revolución martinfierrista sólo fuera un intento de subvertir los valores literarios. «Las guerrillas no iban nunca más allá del plano estético», insistirá el poeta Carlos Mastronardi[28]. Las preocupaciones políticas de Borges eran ya casi nulas. En su prehistoria ultraísta estaban aquellos fervorosos poemas de Salmos Rojos, sobre todo «Rusia» y «gesta maximalista», donde se cantaba a la revolución rusa. El poeta tenía veinte años y la revolución era un mito aún caliente. Más tarde simpatizó con el radicalismo, una especie de socialdemocracia alentada por Hipólito Yrigoyen, dos veces presidente de la república. Recordemos aquel verso de Fundación Mitológica de Buenos Aires: «El corralón seguro ya opinaba: Yrigoyen». Pero de todas maneras, ser radical en ese tiempo no era una forma contestataria muy profunda, ya que el partido radical estaba en el poder, con el presidente Alvear en el gobierno, un demócrata europeísta de linaje patricio.

El martinfierrismo nacía desprovisto de una ideología política, y sólo varios años después daría la división de los dos célebres grupos de Florida y Boedo, conservador el primero y socialista el segundo, división que Borges consideró una parodia amistosa de los bandos aguerridos que dividían a Europa. Lugones, como abanderado del modernismo y, por qué no decirlo, abanderado también de la política más reaccionaria que cuestionaba incluso el sufragio universal, fue el blanco preferido de los ataques y burlas martinfierristas. Aunque sin ahorrarle algunos elogios, ni negándole su inobjetable talento de escritor. Incluso algunos versos juveniles de Lugones son aplaudidos («Donde embravece él sol cóleras de oro» o «Y muera como un tigre el sol eterno»). Lugones es también el paladín de la rima ante una juventud versolibrista, y con cierto sarcasmo ataca a los jóvenes que tragaron «el anzuelo de Simón el Bobito».

Las influencias martinfierristas saltan a Europa, Apollinaire, Max Jacob, Reverdy, Cocteau, Morand, Rimbaud, y el norteamericano Walt Whitman. Curiosamente muy poco influyen los escritores españoles, y casi se ignora a dos grandes vanguardistas como Vicente Huidobro y Marinetti, que tanto habían influido en los ultraístas y creacionistas españoles. Pero Borges escribirá entonces una poesía alejada de la vanguardia, siguiendo un poco la idea que el argentino Esteban Echeverría tenía sobre cómo debía ser la literatura de su país: «Hay que tener un ojo puesto en la inteligencia europea y el otro clavado en las entrañas de la patria».

Fervor de Buenos Aires, primero, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, después, nos demuestran esa lealtad de Borges al enunciado de Echeverría. El redescubrimiento de su ciudad y de su país será el trasfondo fundamental de los primeros libros, en los que algunos críticos creen encontrar aún destellos del ultraísmo. El fanatismo ultra de Guillermo de Torre, le hace verlos incluso en su obra más madura. Sin embargo, un análisis desapasionado nos llevaría a afirmar que el divorcio entre la teoría y la obra de Borges es en esos años total. En el transcurso de esos años Borges vuelve a viajar a Europa, exactamente en 1923, el año de la aparición de Fervor de Buenos Aires. El nuevo viaje se inicia en Londres, continuando con París y Madrid. Los Borges vuelven a visitar Mallorca y el sur de España, Sevilla y Granada. Su libro había logrado cierta repercusión en Madrid, y de él escriben Gómez de la Serna y Díez-Canedo. Al regresar a Buenos Aires edita una colección de ensayos, de la que más tarde se arrepentirá, titulada Inquisiciones. El libro es hoy una auténtica rareza bibliográfica, al que sólo es posible consultar en alguna importante biblioteca británica, porque Borges se negó a reeeditarlo siempre. Alicia Jurado[29], antigua amiga de Borges y autora de un libro biográfico sobre nuestro escritor, reproduce un fragmento del prólogo, en el que Borges dice: «Este que llamo Inquisiciones (por aliviar alguna vez la palabra de sambenitos y humaredas) es ejecutoria parcial de mis veinticinco años. El resto cabe en un manojo de salmos, en Fervor de Buenos Aires y en un cartel que las esquinas de Callao publicaron. Allá esos borradores y el que verás. Veinticinco años: una haraganería aplicada a las letras. Yo no sé si hay literatura, pero yo sé que el barajar esa disciplina posible es una urgencia de mi ser». Cuando Borges se refiere a «un manojo de salmos» es a los poemas ultraístas ya referidos, y «un cartel» la revista mural Prismas que él fundó con un grupo de jóvenes poetas al regresar de Europa en 1921. Los temas de aquel libro eran exclusivamente literarios y según puede leerse en el índice recogido en varias bibliografías[30], los nombres de Joyce, sir Thomas Browne, Quevedo, o Unamuno, aparecen mezclados con los de los amigos próximos: Norah Lange, Cansinos-Asséns, González Lanuza. Alicia Jurado, que tuvo acceso a un ejemplar, escribió que los ensayos de Inquisiciones «están escritos con originalidad, entusiasmo y no poca pedantería. A los veinticinco años, cuando es natural creer que se descubren por primera vez las cosas, el entusiasmo y la pedantería son atributos normales; la originalidad ya lo es menos, y en este caso presagia agradablemente el futuro». Es curioso observar cómo muchos de los temas de Inquisiciones se repetirán a lo largo de toda su obra, incluso en sus últimos libros de poemas, Historia de la noche o La cifra.

En 1927, con el fin de la revista Martín Fierro y el divorcio total de Borges con el ultraísmo, acaba una época borgeana. Un año antes había publicado un segundo libro de ensayos, igualmente desterrado de su bibliografía moderna, titulado El tamaño de mi esperanza, donde estudiaba autores cómo Góngora, Milton, Wilde, la literatura gauchesca, Evaristo Carriego y las coplas criollas. Dos años después, Cuaderno San Martín, su tercer poemario. El último libro de poesía de su primera etapa, el que iba a preceder un largo silencio que sólo se rompería en 1967 con la publicación de El otro, el mismo, un libro voluminoso donde reunió toda su producción posterior.

En 1925 tendrán lugar también dos encuentros importantes, la ruidosa llegada de Marinetti a Buenos Aires y el comienzo de la que sería una importante amistad: Victoria Ocampo. Por su parte Cuaderno San Martín obtiene en 1929 un segundo premio de la Municipalidad de Buenos Aires, obteniendo el primero un nombre hoy desconocido.

Atrás los primeros intentos juveniles, lejos de la frustrada vanguardia o del mero remedo «martinfierrista», encontramos a Borges en los umbrales de los treinta años, próximo a la primera madurez, consciente de la necesidad de encontrar el acento de su personalidad, disgregado hasta entonces nebulosamente. Corre ya 1930, año de grandes convulsiones sociales en Argentina, y Borges publica un libro clave en su evolución, el Evaristo Carriego. Carriego fue un poeta legendario, pero no por ello bien conocido fuera de su país, que se prestaba como cualquier otro personaje literario para encarnar ese otro personaje literario, totalmente fantástico, que Borges quería crear. Carriego había sido amigo de su padre y recordaba Borges de él haberlo visto subir a su casa muchas tardes. Lo había visto, lo había tenido cerca, era una sombra familiar que él ofrecía a la ficción. La timidez de Borges, sus reservas para entrar de lleno en una narrativa sin apoyaturas reales, le obliga a escribir una biografía ensayística, a crear una personalidad y una historia que sin duda ennoblece al Carriego real. Son estos años intensos en la vida de Borges, escribe mucha crítica literaria, colabora en la recién fundada revista Sur que dirige su amiga Victoria Ocampo y quien le presentará a Adolfo Bioy Casares, el que sería uno de sus grandes amigos y colaborador importante.

En una popular revista femenina, El Hogar, aparecerá una sección fija escrita por Borges titulada «Libros y Autores extranjeros», labor articulística que extenderá después a un diario también muy popular, Crítica de Buenos Aires[31], hitos de un proceso que culminará con la publicación de Historia universal de la infamia en 1935. De ese libro dice el propio autor: «Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias». Dos años antes, en 1933, la revista Megáfono de Buenos Aires publica un número monográfico dedicado a Borges, la lectura de esas colaboraciones hace pensar que Borges a los treinta y cuatro años era ya un autor conocido y sobre todo polémico, como seguiría siéndolo a lo largo de toda su dilatada vida. El número de Megáfono se titulaba «Discusión alrededor de Borges», y es el anticipo de lo que vendrá después, una interminable discusión que hace que Borges no sea jamás un escritor que provoque la indiferencia, por el contrario, es fuente de amores y admiraciones desmedidas o de odios y repulsas igualmente fanáticas. «Yo prefiero que me quieran o que me odien, pero los que no me gustan son los tibios», me confesó alguna vez Borges en alguna de las múltiples entrevistas que hemos tenido en este o en el otro lado del Atlántico.

Pero volvamos al tiempo de Megáfono, a esos años que no fueron, pese a lo activos, años felices. En un prólogo a Historia universal de la infamia Borges los describe como poco felices: «El hombre que lo ejecutó era asaz desdichado». Alicia Jurado conjetura que esa desdicha se relaciona con una mujer a la que el escritor dedica el libro: I.J.[32] English, innumerable and a Angel, y a quien ofrece: «The central heart that deals not in words, traffics not with dreams and is untouched by time, by joy, by adversities». (El corazón central que no utiliza palabras ni trafica con sueños y al que no tocan el tiempo, la alegría, las adversidades). Alicia Jurado llega aún a suponer que es la misma mujer a la que está dedicado un poema en inglés escrito en 1934, sin título, y que comienza con las palabras What can I hold you with?, (incluido en El otro, el mismo como el segundo de los Two English Poems), cuya última estrofa es el siguiente ofrecimiento:

«I can give my loneliness, my darkness, the hunger of my

heart; I’ am tryng to bribe you with uncertainy, with

danger, with defeat».

(«Puedo darte mi soledad, mis tinieblas, el hambre de

mi corazón; estoy tratando de sobornarte con la

incertidumbre, el peligro y la derrota»).

«Me he preguntado más de una vez —dice Alicia Jurado— si fueron aceptados esa dádiva dolorosa y ese amargo cohecho; si la desconocida supo qué soledad, qué tinieblas, qué hambre de corazón eran esas que rechazaba; si, por el contrario, se arriesgó a la incertidumbre y al peligro y recibió la derrota».

Pero las desdichas no sólo llegaban por el camino del amor. En 1938 muere Jorge Guillermo Borges, su padre, y a los treinta y nueve años debe buscar su primer empleo, que será el de auxiliar en una biblioteca municipal. Padece de insomnio y su vista es ya bastante deficiente. El poema que abre El otro, el mismo se titula «Insomnio» y está fechado en Adrogué, en la casa de recreo que los Borges poseían, en 1936:

«El universo de esta noche tiene la vastedad

del olvido y la precisión de la fiebre».

Otro fragmento es premonitorio de algunos de sus cuentos más importantes:

«Creo esta noche en la terrible inmortalidad:

ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún muerto,

porque esta inevitable realidad de fierro y de barro

tiene que atravesar la indiferencia de cuantos estén dormidos o muertos,

aunque se oculten en la corrupción y en los siglos

y condenarlos a la vigilia espantosa.

Toscas nubes color borra de vino inflamaran el cielo;

amanecerá en mis párpados apretados»[33].

El mismo año que pierde a su padre, en la Navidad de 1938 sufre un gravísimo accidente que lo mantuvo varias horas en el límite mismo entre la vida y la muerte. Subiendo una escalera de una casa de Buenos Aires, en la que no funcionaba el ascensor, su mala vista no le permitió advertir una ventana de ventilación que estaba abierta, y recibió un terrible golpe en la cabeza. Siguieron al accidente tres angustiosas semanas de fiebre alta y delirios, poblados de horribles visiones que referirá después en un relato: El Sur. Más tarde lo operaron, y durante la larga convalecencia, Borges comienza a dictar su primer relato fantástico: Tlón, Uqbar, Orbis Tertius. Extrañamente, la peligrosa experiencia sufrida parece haber sido el impulso definitivo que decidió al escritor y que ayudó a Borges a encontrarse con el otro Borges, el que se iría dibujando lentamente en el paisaje literario para asumir, al fin, una fuerza y una consistencia singular, que lo harían uno de los más grandes escritores contemporáneos y un auténtico redentor de la lengua castellana en tiempo de absoluta penuria. Pero pese a su creciente fama la vida de Borges era monótona y casi gris: «Mi vida cotidiana —dice— no concordaba con la supuesta reputación de buen escritor, era una vida curiosamente anónima y fastidiosa». Como bibliotecario en un barrio alejado del centro, ganaba doscientos pesos, un sueldo precario que las presiones amistosas hicieron ascender a doscientos cuarenta, con la condición expresa de la superioridad: «de no oír hablar más de ese Borges». Pese a tratarse de una biblioteca («yo que me imaginé el paraíso en forma de biblioteca»), el trabajo era vulgar y rutinario. Algunos hechos reales están presentes en su cuento La biblioteca de Babel: «Mis únicas ventajas eran las lecturas de los libros de Léon Bloy, que me gustaban, y los de Paul Claudel, que no me gustaron tanto». La leyenda dice que fue en esa época en la que leyó la Divina Comedia en el tranvía que lo desplazaba desde su casa hasta el barrio de Almagro, donde estaba su trabajo. De todas formas es muy posible que se tratase de una relectura más detenida. En un reciente artículo, publicado en un periódico de Madrid[34], dice Borges: «Muchas veces he leído la Divina Comedia. Yo no sé italiano. Nunca estudié ese hermoso idioma. Pero con Dante aprendí mucho italiano. Después fue Ariosto el que me enseñó también cuando leí Orlando el furioso. Fueron dos magníficos maestros. Como ya señalé, he leído muchas veces la Comedia, a través de distintas ediciones y he estudiado los diversos comentarios…».

En 1940 Borges asiste como testigo a la boda de dos grandes amigos, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y ese mismo año aparece una Antología de la literatura fantástica firmada por los tres. Al año siguiente reincidirán con una Antología de la poesía argentina. Pero el cuarenta y uno es muy importante, porque es el año de la publicación de El jardín de los senderos que se bifurcan, primera recopilación narrativa que posteriormente integrará Ficciones, y que es presentada al Premio Nacional de Literatura sin obtener ningún éxito para gran escándalo en el mundo literario argentino. El hecho provoca un número de desagravio a Borges que publica la revista Sur, y en el que colaboran Eduardo Mallea, Francisco Romero, Pedro Henríquez Ureña, Amado Alonso, Eduardo González Lanuza, Samuel Eichelbaum, Adolfo Bioy Casares, Enrique Anderson Imbert, Carlos Mastronardi, Enrique Amorim, Ernesto Sábato y otros escritores latinoamericanos[35]. Este número de Sur debe considerarse como el principio del reconocimiento generalizado del talento de Borges, y de las después reiteradas denuncias que diversos tipos de injusticia justificarían. El gobierno argentino de aquellos años, además de ignorar olímpicamente la cultura, iría demostrando su desprecio por la inteligencia y su entusiasmo desmedido por las dictaduras que entonces florecían en Europa, la Europa de Hitler, Mussolini y Francisco Franco. Durante la guerra civil española, hecho que como en casi todo el mundo civilizado había conmovido a la opinión pública argentina tan ligada a España, Borges se había manifestado muchas veces partidario de la república y de la legalidad vigente antes del pronunciamiento militar del 36 que provocaría la guerra. Así como se mostró enemigo de los totalitarismos de derechas y del que José Stalin presidía en la Unión Soviética. Esta actitud pro aliada, de evidentes simpatías a Inglaterra y a Francia, era muy mal vista por los grupos nacionalistas argentinos de inspiración integrista que dominaban los distintos gobiernos que se sucedieron esos años[36]. Había además en Borges un espíritu cosmopolita, el mismo que ejercieron Darío en su tiempo y Octavio Paz entre sus contemporáneos, que necesariamente tenía que reaccionar contra el provincianismo y el nacionalismo, esencialmente retrógrados, que no sólo se alimentaba de la derecha totalitaria sino que también existía entre los partidarios de un populismo izquierdista que sobrevaloraba el folklore, la literatura supuestamente regional, e incluso cierto indigenismo incomprensible en una sociedad de emigrados europeos totalmente divorciada de los restos de la población aborigen como era, y es hoy, la sociedad argentina. En aquel número memorable de Sur, el poeta Eduardo González Lanuza escribía: «Lamento tener que decir que este fallo me parece honesto; que la exaltación del aguachirlismo y de la subliteratura no es el resultado de una injusticia, sino de una íntima convicción. Los señores del jurado serían dignos de un premio de virtud, por la entereza con que mantuvieron su propio parecer por encima de toda vana consideración literaria». Por su parte Manuel Peyrou escribía: «Yo hubiera preferido para él algo más original: hubiera preferido que le otorgaran el premio de Literatura. Es cierto que entonces algún escéptico sobre la infalibilidad de la Comisión hubiera podido dudar de su talento, pero a Borges le hubiera quedado, por lo menos, el consuelo del premio en efectivo». Por último, Bioy Casares afirmaba con rotunda ironía: «El voto de Mallea y estas notas que publica Sur advertirán a la posteridad que la Argentina, en 1942, no era un desierto poblado por miembros de la Comisión Nacional de Cultura». Con la perspectiva que nos dan los cuarenta años transcurridos desde aquel lamentable suceso, y el reconocimiento universal de la literatura del entonces despreciado autor, las palabras de Bioy son afortunadamente visionarias.

El desagravio a Borges se completó con la concesión del Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, creado especialmente para Borges y otorgado en 1944 coincidiendo con la publicación de Ficciones. Que sean las palabras de Borges recordando ese tiempo en una conversación con María Esther Vázquez las que nos ilustren: «No recuerdo bien los cuentos porque confundo fácilmente Ficciones y El Aleph. Pero supongo que no están mal. El Aleph es un cuento que me gusta. Me acuerdo que mi familia se había ido a Montevideo; yo estaba solo en Buenos Aires y lo escribía riéndome, porque me causaba mucha gracia. Y luego hubo otro cuento, que se llama Las ruinas circulares, con el que me ocurrió algo que no me ha sucedido nunca. Ocurrió por única vez en mi vida, y es que durante la semana que tardé en escribirlo (lo cual en mi caso no significa morosidad, sino rapidez) yo estaba como arrebatado por esa idea del soñador soñado. Es decir, yo cumplía mal con mis modestas funciones en una biblioteca del barrio de Almagro; veía a mis amigos, cené un viernes con Haydee Lange, iba al cinematógrafo, llevaba mi vida corriente y al mismo tiempo sentía que todo era falso, que lo realmente verdadero era el cuento que estaba imaginando y escribiendo, de modo que si puedo hablar de la palabra inspiración, lo hago refiriéndome a aquella semana, porque nunca me ha sucedido algo igual con nada»[37]. Hablando con Richard Burgin comenta: «En una historia como El inmortal hice lo posible por ser grandioso, mientras que Emma Zunz es una historia oscura, una historia muy gris, e incluso el nombre Emma fue escogido porque pensé que era particularmente feo, aunque no fuese horroroso, ¿no?, y el apellido Zunz es un apellido pobre, ¿verdad? Recuerdo que yo tenía una gran amiga llamada Emma y que me dijo: “Pero ¿por qué ha puesto mi nombre a esa horrible chica?”. Y claro, no le pude decir la verdad, pero la verdad era que, cuando escribí el nombre de Emma con las dos emes y Zunz con las dos zetas, intentaba conseguir un nombre feo y a la vez desprovisto de brillantez, y había olvidado por completo que era el nombre de una amiga»[38].

Pero los años duros llegaban no sólo para Borges, sino para todo el país. Mejor dicho, los años duros no habían dejado de serlos desde 1930. El 17 de octubre de 1945 marcó la asunción al poder del peronismo. Borges, que había sido enemigo de los distintos gobiernos militares anteriores de inspiración germanófila, lo era también del que capitaneaba un admirador ferviente de Benito Mussolini. El triunfo electoral del general Perón significará para Borges su destitución, ya que el nuevo gobierno municipal ordena sea transferido de su puesto de bibliotecario al de inspector de aves en venta en los mercados públicos. Obligado a renunciar, escribe el texto de su dimisión con gran sentido del humor y declarándose incompetente para el nuevo cargo. Con esta burda humillación al más grande de los escritores que contaba el país, el nuevo gobierno demostró que estaba mucho más cerca de la barbarie que de la civilización, siguiendo la vieja disyuntiva que uno de los grandes intelectuales que tuvo Argentina, Domingo Faustino Sarmiento, puso como subtítulo a su Facundo. Algunos diarios de Buenos Aires publicaron la renuncia y el poeta Roberto Ledesma organizó un banquete en honor del frustrado inspector de aves, al que concurrieron los amigos incondicionales de siempre. Ledesma recitó unos versos definitorios del hombre:

«Éste que va como tanteando un muro

pero que tan centrado está en su centro,

es como el fruto cuando está maduro,

tierno por fuera, pero firme dentro».

Borges agradeció aquella muestra de solidaridad y cariño con palabras valientes en aquellas horas, palabras que le costarían más tarde más disgustos: «Las dictaduras —decía— fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de líderes, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes de un escritor»[39]. La humilde labor de bibliotecario de barrio se verá inmediatamente reemplazada por la de conferenciante, venciendo su timidez comienza a dar conferencias en distintas instituciones privadas de su país y del Uruguay. El poeta argentino Lysandro Galtier presenció cómo Borges se ayudó de algunas copas de ginebra, bebidas de un trago, para animarse a hablar en público por primera vez. Paralelamente es nombrado director de la revista Anales de Buenos Aires, donde tendrá la oportunidad de publicar el primer cuento de Julio Cortázar. Ese mismo año de 1946 publicará dos obras escritas en colaboración con Adolfo Bioy Casares bajo seudónimos distintos, Dos fantasías memorables, y con el nombre de B. Suárez Lynch, Un modelo para la muerte. Al año siguiente aparece su libro de ensayos Nueva refutación del tiempo. Pero es en 1949 cuando aparece El Aleph, su libro de cuentos más popular junto con Ficciones. Las reacciones fueron unánimes, Alfonso Reyes ya había escrito que «Jorge Luis Borges era uno de los escritores más originales y profundos de hispanoamérica»[40], y por su parte Ernesto Sábato había acumulado todos estos calificativos para definirlo: «arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil, inmortal»[41]. Mucho más tarde André Maurois, prologando una antología de sus cuentos traducida al inglés, diría: «Es un gran escritor que sólo ha compuesto breves ensayos o cuentos cortos. Bastan, sin embargo, para que lo llamemos grande, a causa de su maravillosa inteligencia, su riqueza de invención y su estilo conciso, casi matemático. Argentino por su nacimiento y su temperamento, pero nutrido de la literatura universal, Borges no tiene patria espiritual. Crea, fuera de tiempo y del espacio, mundos imaginarios y simbólicos. Es síntoma de su importancia que, al intentar situarlo, sólo vienen a la mente obras extrañas y perfectas. Se parece a Kafka, a Poe, a veces a Henry James, a Wells, siempre a Valéry por la brusca proyección de sus paradojas en lo que se ha dado llamar “su metafísica privada”»[42].

En esos años es elegido presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, en los difíciles momentos en que este sindicato de escritores era considerado enemigo del régimen peronista imperante en Argentina. Como conocieron los españoles durante el franquismo, las conferencias de Borges eran vigiladas por un «delegado gubernativo» o policía secreta. Y mientras Manuel Mujica Láinez traduce los sonetos de Shakespeare para olvidarse de Perón, Borges comienza a estudiar la antigua literatura anglosajona desde la cátedra de literatura inglesa que ocupa en una institución privada, la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Los años de la dictadura peronista obsesionaron mucho a Borges, su madre y su hermana fueron detenidas tras una manifestación de mujeres antifascistas. La prisión de Norah, que sólo duró un mes, fue un auténtico drama familiar, que Borges evocó varias veces: «Mi hermana fue enviada con algunas amigas a una cárcel de prostitutas con objeto de humillarla. Ella logró pasarnos una carta. No sé como lo logró. Decía que la prisión era un lugar precioso, que todo el mundo era muy amable, que estar en prisión era un descanso, que tenía un patio bellísimo, blanco y negro como un tablero de ajedrez. La verdad es que utilizó tales epítetos que no tuvimos más remedio que pensar que se encontraba en una terrible mazmorra»[43]. En otro pasaje de la misma conversación con Richard Burgin dice: «Cuando se tiene dolor de muelas, cuando se tiene que ir al dentista, lo primero que se piensa cuando se despierta por las mañanas es ese problema, pero durante diez años —claro, yo tenía mis problemas personales también—, pero durante aquellos diez años lo primero que pensaba al despertarme era: “Perón está en el poder”». En su poesía quedarán también algunas huellas de esa época, y un recuerdo a las épicas lluvias de septiembre que precedieron la revolución que derrocó a Perón en 1955. La revolución, llamada libertadora, que presidieron los generales Lonardi, primero, y Aramburu, después —este último fue asesinado años más tarde por la entonces incipiente guerrilla urbana—, designa a Borges director de la Biblioteca Nacional. Ese mismo año es recibido en la Academia Argentina de Letras y se le concede una cátedra de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires. Tras la humillación, el reconocimiento oficial: doctor honoris causa de la Universidad de Cuyo, Premio Nacional de Literatura en 1956. Pero junto con «los libros, la noche», los médicos le prohíben leer y escribir ante el indefectible avance de su ceguera. La edición ordenada de sus Obras Completas y las numerosas traducciones a todas las lenguas cultas marcan la internacionalización de su prestigio que pronto haría que le propusieran para el Premio Nobel de Literatura, que nunca llegó a obtener por las razones políticas aducidas por su, sin embargo, traductor, el sueco Artur Lundqvist.