I
UNA VIDA PARA JORGE LUIS BORGES
(PIERRE DRIEU LA ROCHELLE)
Como Borges de Carriego, yo también poseo recuerdos de Borges: recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, para ser más exacto y más hurtador. El primero, una vasta concentración popular que en la porteña Plaza de Mayo festejaba el triunfo de una revolución que había acabado con la dictadura del general Perón. Corría septiembre de 1955, yo no había cumplido aún los diez años y una amiga brasileña de mi madre que nos acompañaba en la algarada habló de un escritor de cuentos fantásticos y probada fe antiperonista que respondía a ese nombre. La mutación había sido violenta, de un día a otro, en la penumbra confortable de un apartamento de la calle Bulnes, había descubierto que mis padres odiaban al líder, que yo había ignorado la verdad hasta entonces y tenía un altar de papel en mi cuarto con el general y con Evita que no tardé en destruir con la ira y con el júbilo del converso. No podré olvidar las lluviosas horas de septiembre, ni el gran aparato de radio que vencía las interferencias y nos traía la palabra opositora desde el Uruguay, ni la pistola que descubrí oculta entre las toallas del armario paterno, ni ese nombre pronunciado misteriosamente por una brasileña: Borges. Luego entreví otros rostros que respondían a ese mismo conjuro: un escritor extranjerizante que ignoraba su patria (yo había cumplido ya los trece y mis amigos me habían contagiado su fervor revolucionario, teníamos el nombre de Cuba siempre en la boca, amábamos a Neruda y despreciábamos lo que no fuera popular).
Después se hizo el milagro. Una tía borgeana, la tradición dice que no hay buena familia donde no surja una tía borgeana, me regaló el volumen de tapas grises que Emecé imprimió de su obra poética. Allí, otra vez, ese nombre tan oído en las discusiones precoces de quienes queríamos redimir la patria y hacerla sólo con el bronce de los próceres y con la música telúrica y caliente de las multitudes. Devoré en una noche esa poesía distinta, calmosa, que hablaba de campos atardecidos y silenciosos, de nocturnos espejos y de remotas batallas. Leí y releí el verso suburbial de Buenos Aires, donde la ciudad se asoma a la pampa, y vi al general Quiroga llegando en coche al muere, y rescaté el exótico nombre de Dakar, la inquietud del Golem, el ajedrez, el reloj de arena, el tallado diamante de Spinoza. En una noche demolí toda la fortaleza que había construido mi entusiasmo nacionalista y comencé a construir una nueva concepción de la literatura. Borges otra vez presente cuando se destruye un altar y se rompen los ídolos de barro.
Hay que forzar la memoria para verlo por primera vez, de carne y hueso, acercándose con su bastón al aula de la facultad de filosofía y letras. Es la vieja casona de la calle Viamonte. Borges habla de literatura inglesa: Stevenson, Conrad, Blake (todos nombres adánicos, oídos por primera vez, buscados después con fruición). Más tarde un café, Borges frente a un vaso de leche sonríe. Durante muchas tardes decido perseguirlo en silencio hasta su casa de la calle Maipú, un día frente a la vidriera de la librería Atlántida vencida mi timidez le hablo por primera vez. No recuerdo ninguna palabra. Después todo se hace menos mágico. Viajes de Borges a España, retornos míos a Buenos Aires. Charlas en hoteles, en colegios mayores, a las puertas de una conferencia, frente a las cámaras de la televisión, en la intimidad de su casa (doña Leonor aún presencia), o en mi casa madrileña en un high thea en su honor, en el aula magna de la Universidad de Barcelona, o descansando de un paseo gótico en el hotel Colón, en el aeropuerto o volando juntos con María Kodama y Rosa Pereda. Y algo más, Borges en el teléfono, en la radio, en la voz de Beba Barnatán. Y por qué no, también en sus libros.
Jorge Luis Borges es como casi todos los argentinos, porteño. Nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. Primer hijo de Leonor Acevedo Suárez y Jorge Borges Haslam, puede contar varias generaciones argentinas y una decena larga de ilustres ancestros pioneros de la independencia y ligados a las guerras civiles que se sucedieron tras ella. Su padre, profesor de psicología en un colegio inglés, rompe con una tradición de militares que culminó en su abuelo el coronel Francisco Borges. Un pasado heroico que Borges evocará constantemente a lo largo de su producción literaria y sobre todo en su poesía. Batallas, gestos heroicos que recibe en la narración oral de sus abuelos y sus padres, y que el escritor convertirá en materia de su literatura. Una moral intachable, un coraje desmedido, una ética del renunciamiento que tuvo en San Martín, el Libertador, su paladín más ilustre. Lealtad a la palabra contraída aunque en ello vaya la propia muerte. Resistencia a la dictadura de Rosas, aunque el nepotismo hubiera podido favorecerles. Exilio, silencio, y el íntimo cuchillo en la garganta reencontrándole con su destino sudamericano. Toda una panoplia de historias que alimentarán las fantasías infantiles del niño, a las que acceden pronto los fantasmas verdes que vivirán en los espejos, las sociedades secretas de una infancia feliz, y más tarde la biblioteca paterna, las fértiles láminas de los libros y la palabra tigre, rayada e inglesa, como el verbo primigenio.
Emir Rodríguez Monegal, un profesor uruguayo con cátedra en la Universidad de Yale, ha publicado una biografía literaria de Borges en los Estados Unidos[4], donde recrea la leyenda con minuciosidad ejemplar. Una vida aparentemente gris, sin grandes aventuras que contar, ni sobresaltos, ni escándalos, se transforma en algo apasionante desde su origen en la casa museo de la infancia hasta su retrato del viejo gurú de fama internacional. El rastreo de Monegal no es el primero, pero sí el más completo. Los diálogos con Borges de la inolvidable Victoria Ocampo[5] viendo las viejas fotos de un álbum familiar, un libro biográfico de Alicia Jurado[6], y ya media decena de aproximaciones mías[7] constituyen la narración fragmentada de una vida dedicada exclusivamente a su destino literario, descubierto a los seis años por un niño que confiesa a su padre su deseo más ferviente: ser escritor.
Borges nace en la casa de sus abuelos, en el centro de Buenos Aires, en una manzana marcada por los nombres de batallas de sus calles. En ella vive hasta los dos años, fecha en que su familia se traslada a una gran casa ajardinada en el barrio de Palermo. Será la casa primordial de la infancia en Serrano, 2135, donde crecerá junto a su hermana Norah. Tras la verja y en ese jardín ocurrirán las fundacionales anécdotas de la niñez que se pueden rastrear perfectamente en su poesía y en su prosa. Aprenderá a leer primero en inglés de la mano de su abuela Fanny Haslam y enseguida llegarán los primeros libros, El Quijote en «aquella edición de Garnier», Las mil y una noches, «o como quiere Burton El libro de las mil noches y una noche», la selva indostánica de Kipling, las aventuras de Stevenson o el desbordado futurismo de Wells. «Como todos los chicos de mi edad —le confiesa a Victoria Ocampo— yo era muy snob. Al principio me parecía que lo literario debía ser arduo y que lo fácilmente accesible y placentero no podía ser buena literatura». Eran los años de la recordada miss Tink, la institutriz inglesa de los Borges. Sus padres, que temían las enfermedades contagiosas, habían preferido la enseñanza particular a la escuela. Norah, su hermana, recuerda ese tiempo del niño tranquilo, siempre leyendo, tirado en el suelo boca abajo con su guardapolvo color crudo. Rehuía los trabajos manuales y era torpe en los juegos de destreza a excepción del diábolo, pero sus juegos preferidos eran las representaciones teatrales inspiradas en escenas literarias. Todo «detrás de una verja con lanzas» y junto al seno protector de la biblioteca paterna. «Siempre me he creído un escritor, incluso antes de escribir un libro —dice Borges respondiendo a Richard Burgin[8], uno de sus entrevistadores—. Digamos que, incluso antes de haber escrito algo, sabía que lo haría. No pienso en mí como en un buen escritor, pero siempre he sabido que mi destino o mi suerte era la literatura». Su primer texto fue un manual en inglés de diez páginas, sobre mitología griega, donde el niño contaba las leyendas que le habían impresionado: la historia del Toisón de Oro, el Laberinto, los doce trabajos de Hércules, que era su favorito, los amores de los dioses y el caballo de Troya. «Recuerdo que estaba escrito con una letra pequeña y apretada porque era muy corto de vista». Doña Leonor, su madre, conservó muchos años una copia de esa aventura infantil, pero el tiempo pudo más y hoy no hay rastro del cuaderno.
Cuando le preguntaron a Borges por sus primeros recuerdos, habló de un arco iris en el campo, no podía asegurar si en una quinta bonaerense o en la casa de sus primos Haedo, al otro lado del río de la Plata, «en la banda oriental. En casa mi madre nos enseñó desde muy pequeños que había que hablar de orientales y de la banda oriental. Decir uruguayos era una guarangada». Pero junto a ese arco iris, Borges supone poder recordar todas las ilustraciones de Huckleberry Finn, de Life on the Mississipi, de Roughing It. Las de las Mil y una noches y Dickens ilustrado por Cruikshank y Fisk. «También recuerdo estar en el campo, montar a caballo en la estancia. Las ilustraciones de la enciclopedia y el diccionario los recuerdo perfectamente. La Enciclopedia Chambers o la edición americana de la Enciclopedia Británica con los grabados de animales y pirámides».
Tras el manual mitológico, Borges lee el Quijote, y a los ocho años escribe su primer cuento en castellano antiguo, La visera fatal. «Lo que me salvó de intentarlo quince años después. Lo había intentado ya una vez y había fracasado». De esa prehistoria, el primer trabajo editado es su traducción de El príncipe feliz, de Wilde, que publica el diario El País, de Buenos Aires. El trabajo, que aparece firmado por Jorge Borges (h), confunde a los amigos de su padre, quienes lo felicitan por el trabajo que en realidad había hecho su hijo. De su padre guarda Borges una gran admiración y respeto. Escritor frustrado, había compuesto algunos sonetos y una novela que imprimió a su costa en Palma de Mallorca (El Caudillo). Profesor de psicología en inglés, y abogado, quiso para su hijo el destino literario que él no alcanzó. «Él estaba interesado en psicología y pensaba que el derecho no servía para nada. Una vez me dijo que era un abogado bastante bueno, pero que pensaba que se trataba sólo de conocer un montón de trucos y que para haber estudiado el Código Civil podía haber estudiado igualmente las leyes del whist o del póker. Quiero decir que eran una serie de formas convencionales que sabía cómo utilizar pero en las que no creía. Recuerdo que mi padre me dijo algo sobre la memoria, algo muy triste. Dijo: Pensé que podría recordar mi niñez cuando por primera vez llegué a Buenos Aires, pero ahora sé que no puedo. Y yo dije: ¿Por qué? Y contestó: Porque creo que la memoria —no sé si era una teoría suya, yo estaba muy impresionado por ella y no le pregunté si la aprendió o era deducción suya—, pero dijo: Creo que si recuerdo algo, por ejemplo, si hoy recuerdo algo de esta mañana, obtengo una imagen de lo que vi esta mañana. Pero si esta noche recuerdo algo de esta mañana, lo que entonces recuerdo no es la primera imagen, sino la primera imagen de la memoria. Así que cada vez que recuerdo algo, no lo estoy recordando realmente, sino que estoy recordando la última vez que lo recordé». El pasado distorsionado por una repetición sucesiva, en la memoria de su padre, y en la memoria literaria de Borges. Y en la voz del hijo, sobre todo cuando recita en inglés, surge irremediable el tono de voz del padre. Y en la prosa magistral del hijo asoma tímida pero indefectiblemente la prosa raté de Jorge Borges Haslam.
Muchos años más tarde del tiempo de esa historia entre padre e hijo, cuando Jorge Borges ya había muerto prematuramente y ciego como sería su hijo, prologando La Metamorfosis, de Kafka, nuestro escritor evocará otra relación paterno-filial, esta vez conflictiva y siniestra, pero igualmente generadora de literatura: «íntimamente no dejó nunca de menospreciarlo su padre y hasta 1922 lo tiranizó. (De ese conflicto y de sus tenaces meditaciones sobre las misteriosas misericordias y las ilimitadas exigencias de la patria potestad, ha declarado él mismo que procede toda su obra)»[9].
Pero si el padre fue en Borges una influencia determinante para su destino literario y su formación filosófica, doña Leonor, su madre, ejercerá en él la influencia más continuada. Su poderoso carácter y la desvalidez a que rápidamente lo condenará la ceguera, hizo de ella una compañera y una ayuda singular. Así lo reconocerá con tierno agradecimiento el escritor cuando en la cumbre de su fama le dedicará el tomo de sus Obras Completas con estas palabras: «Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre le ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada para merecerlos. Por supuesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores —los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas—, tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos, las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin, las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, Madre, vos misma. Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature, como escribió, con excelente literatura, Verlaine»[10].
Aquí estamos hablando los dos, dice Borges a su madre, y esa conversación, ese diálogo parece ser una de las claves determinantes de su obra, un diálogo profundo y cómplice, que sólo la muerte de doña Leonor ha truncado.
Y esa familia, unida, cómplice, partícipe de unas mismas preocupaciones e intereses, resolverá abandonar Buenos Aires en busca de la mítica Europa. Borges no ha cumplido aún los quince años y la familia se establecerá en Ginebra, ciudad en donde acabará su bachillerato y completará el conocimiento de dos nuevas lenguas compañeras del inglés y el castellano original: el francés del escolar y el alemán de la curiosidad literaria. El cosmopolitismo de Suiza, exacerbado en tiempos de guerra europea y neutralidad ejerciente, marcará las inquietudes del joven y enriquecerá sus lecturas y su medio de crecimiento. La gran eclosión de las vanguardias es contemporánea de un escolar atento, que compagina el latín con los poetas expresionistas alemanes, la apasionada lectura de Whitman, de Schopenhauer, de Chesterton o Carlyle, junto al descubrimiento de Rimbaud y los simbolistas franceses de la mano de su compañero de estudios Maurice Abramowitz. «Éramos tan ignorantes de la historia que la guerra nos sorprendió en Ginebra y de allí no nos movimos hasta que acabó». Antes habían estado en París, y en el norte de Italia (Milán, Venecia), en Ginebra estudiará en el mismo instituto que vio crecer a Calvino y es allí donde se entrega a la lectura y al estudio de lenguas. El alemán lo aprende traduciendo a Heine, tras encerrarse en un hotel con un diccionario alemán-inglés y los poemas completos del romántico alemán. Enseguida se entusiasma con El Golem, de Gustav Meyrink, la famosa novela expresionista que muchos años más tarde le inspiraría uno de sus poemas más célebres. «El incesante Ródano y el lago» es un recuerdo que luego perseguirá al poeta. Lee a los autores argentinos que entusiasmaban a su padre para no perder los lazos con la patria lejana: Ascasubi, José Hernández y su Martín Fierro, con quien tendrá siempre una relación conflictiva, a Eduardo Gutiérrez, a Evaristo Carriego y a Lugones.
Los que han calumniado a Borges desde el fanatismo nacionalista ignoran que su formación europea no relegó nunca los auténticos valores de la literatura argentina, a la que tuvo acceso directo gracias a la erudición de su padre y a una voluntaria aceptación de lo argentino integrado en la cultura occidental. Y quien repase los ensayos borgianos encontrará a cada paso las referencias a la poesía gauchesca[11], el idioma de Buenos Aires[12], o el escritor argentino y la tradición[13]: «debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo, ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara. Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos, también, buenos o tolerables escritores». Para no entrar en los temas de su poesía o en la ambientación de una gran cantidad de su prosa narrativa, que realzan la historia y las escenografías rioplatenses como ningún otro escritor realista o «populista» ha conseguido. Pero es curioso que la universalidad de Borges, sólo comparable entre los latinoamericanos contemporáneos con la de Octavio Paz, moleste tanto a quienes rinden pleitesía a una literatura eminentemente parroquial, al decir de Emir Rodríguez Monegal, que vive enquistada en su propia mediocridad y se alimenta de sus pares. «Hoy lo que dice Borges sobre Henry James o sobre Kafka (y no sólo lo que dice sobre Lugones o Carriego) se examina con atención en Occidente», escribe Monegal[14], para agregar enseguida que Borges no desdeña la práctica cotidiana de la inteligencia y de la erudición. El americanismo, el argentinismo no excluye, sino que incorpora toda la tradición occidental, y a veces también la oriental.
Pero retomemos la historia. Volvamos al joven estudiante argentino que descubre en Suiza las vanguardias europeas y lee entusiasmado los telegramas que llegan de la lejana Rusia. Ha estallado la revolución de octubre y el joven Borges escribirá algunos poemas expresionistas dedicados a la gesta maximalista, junto a otros sonetos decadentes hechos en el más decoroso de los franceses posibles a un bachiller que leía a Verlaine y a Baudelaire. «Compuse sonetos, bien mediocres por cierto, en francés y en inglés. Ahora, ya no osaría hacerlo. Tengo un sentido de la responsabilidad que no tenía entonces»[15].
Son estos años ginebrinos muy importantes, marcan el fin de la infancia y el despertar adolescente de un hombre lejos de su patria, conviviendo con gentes distintas, flexibilizando su concepción del mundo. En un memorable cuento titulado «El otro», incorporado a su volumen El libro de arena[16], Borges utiliza el viejo tema del doble como pretexto para comparar sus opiniones de adolescente con las actuales y memorar ese tiempo fundacional. El Borges anciano de hoy se encuentra una mañana de febrero de 1969 con un joven junto al río Charles, al norte de Boston, en Cambridge. El joven que está a su lado no es otro que él mismo, sentado en un banco ginebrino que mira al lago. La autobiografía da algunas pistas: «En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches, de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germanía, de Tácito, en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote, de la casa Garnier, las Tablas de sangre, de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus, de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg». Y según Emir Rodríguez Monegal ese misterioso atardecer en la plaza Dufour, como corrige el Borges adolescente al desmemoriado memorista, es la iniciación sexual del personaje real que vive detrás de las dos máscaras de la ficción.
El incesante Ródano y el lago, en cuyas aguas el joven Borges probó ser un excelente nadador, costumbre que había adquirido en sus vacaciones australes en el Uruguay. Y cuya imagen quedará grabada en su poesía:
«Agua, te lo suplico. Por este soñoliento
enlace de numéricas palabras que te digo,
acuérdate de Borges, tu nadador, tu amigo.
No faltes a mis labios en el postrer momento»[17].
De esos años suizos, en medio de la guerra europea del catorce, guardaba doña Leonor, su madre, un hermoso testimonio. Es una fotografía en la que aparece con su hijo, los dos sentados en una silla doble de varillas blancas. Ella, protegida por un gran cuello de piel, y escondiendo sus manos en un manguito, tocada por un sombrero oscuro, coronado con dos altas plumas que llegaban al hombro de su marido, de pie. Jorge Luis, abrigado, con una gorra en la mano y una correa cruzándole el pecho, quizá sosteniendo su cartera de escolar en la que sobrevivían sus primeros poemas escritos en francés. Norah, su hermana, de pie, a su lado, sujetando un paraguas apoyado al brazo de la silla, con un abrigo blanco de grandes botones y un sombrero cilíndrico adornado con una cinta ancha y oscura. Por fin, el padre, aún joven y sin nada que denuncie el ya presente estigma de la ceguera, dejando ver tras el abrigo del cuello redondo de su camisa y una abultada corbata. Hasta aquí el amarillento daguerrotipo ginebrino.
El joven Georgie, como lo llamaba su madre y lo llamarán después los que lo quieren, no recordaba en «El otro» todos los libros de esas dos filas que guardaba el armario de su cuarto: están también Tartarín de Tarascón, Los Miserables, Flaubert, Zola, Maupassant, Voltaire y Barbusse, como los ya citados Verlaine y Baudelaire, Rimbaud y los simbolistas. Borges aprovechó intensamente ese «estado de sitio», que la guerra les impuso, para leer, estudiar y escribir mucho. Sus compañeros de colegio lo llamaban «Borges» con la e muda, pronunciación que no se preocupaba en corregir, ya que él tampoco sabía la fonética correcta de su propio apellido: «La verdadera —escribió— debería ser una pronunciación portuguesa de hace dos siglos».
De Ginebra se trasladarán a Lugano, poco antes del fin de la guerra, y es allí donde morirá su abuela Fanny Haslam, que los había seguido a Europa poco tiempo después de que la familia dejara Buenos Aires. A pesar de su juventud colabora con algunos artículos en revistas alemanas, que llamarán la atención de Martin Buber, quien quiso conocerlo, y se asombró al saber que el escritor que le interesaba no había cumplido los veinte años. Su francés era entonces muy bueno, y en esa lengua escribió, además de los sonetos citados y hoy perdidos, una gran correspondencia, de la que se publicaron extractos en las páginas literarias de un periódico ginebrino. Pero además de leer a Carlyle y a Chesterton, a Schopenhauer, a Walt Whitman y a Johnson, el joven Borges salía a remar al lago con su hermana, mientras le recitaba poemas simbolistas, ejercitando esa extraordinaria memoria que nunca le abandonaría. Pero son también años de nostalgia, nostalgia de su ciudad argentina que se le manifestaba al leer y releer los libros argentinos de la biblioteca de su padre. Pero el regreso a Buenos Aires tendrá que esperar aún unos años, el último estampido de la guerra europea significó el fin de la estancia de los Borges en Suiza y el comienzo de su aventura española.
La llegada a España es en 1919. La familia entra por Barcelona y enseguida se instalan en Palma de Mallorca, buscando la tranquilidad. Carlos Meneses, un escritor peruano que reside en Mallorca desde hace muchos años, es quien mejor ha investigado esa etapa de la vida de nuestro escritor. En su libro Poesía juvenil de J.L. Borges[18] y en Escritores latinoamericanos en Mallorca[19], además de en numerosos artículos Meneses ha desvelado algunas de las incógnitas de esa estancia larga y fructífera. Ya que en Palma vivirán los Borges diez meses, y de ella recuerda aún el hotel donde vivían, frente a la iglesia de San Miguel, que fue mezquita y que conserva unos curiosos Cristos con pelo de mujer, faldas de brocado y ramillete de rosas en la cintura. Hay también un profesor de latín y unas cartas que su condiscípulo ginebrino Abramovich hará que se publiquen en las páginas literarias de La Feuille. A Meneses debemos la recuperación de algunos documentos muy interesantes de esa época, entre los que está el manifiesto ultraísta que en Mallorca firman con Borges, Jacobo Sureda, Fortunato Bonanova y Juan Alomar. Del hotel Universal, de Palma, la familia se traslada a Valldemosa, donde son huéspedes de Jacobo Sureda. «Fuimos a Mallorca —escribe Borges— porque era barata, hermosa y difícilmente habría más turistas que nosotros. Vivimos casi un año en Palma y en Valldemosa, una aldea en lo alto de las colinas». Recorrido que Borges repitió sesenta años después, con su secretaria María Kodama, y tras la obtención del premio Cervantes. Esta vez se llegaron hasta la mágica Deyá, refugio de escritores, y conocieron el prestigio de sitio de poder junto a Robert Graves.
En Mallorca publica Borges dos poemas en la revista Baleares, uno de ellos firmado con una errata, y un texto en prosa sobre una casa de tolerancia de Palma, «Casa Elena», se publicará en esos meses en Madrid. En un café de la ciudad se reúne Borges con los jóvenes poetas de la isla, entre los que estaban Miguel Ángel Colomar, Jacobo Sureda, Juan Alomar, Ernesto María Detholrey, Vives, Bonanova, Vidal, y con algunos de ellos redacta el manifiesto que se publicará en febrero de 1921 en la revista Baleares. Y es también en una imprenta de Palma donde se editará la novela de su padre, El Caudillo, un libro que no escapará del ámbito familiar. «Mi padre escribía su novela El Caudillo, que se remonta a los viejos tiempos de la guerra civil de 1880 y tantos, en su Entre Ríos natal. Recuerdo que le di algunas metáforas infames, tomadas del expresionismo alemán. Él las aceptó con resignación. Imprimió unos quinientos ejemplares y los llevó consigo a Buenos Aires para repartirlos entre sus amigos. Cada vez que el término Paraná —el pueblo en que nació— aparecía en el manuscrito, los impresores pusieron Panamá creyendo corregir un error. Para no molestarlos, y también porque así resultaba divertido, mi padre lo dejó tal cual. Ahora me arrepiento de mis intrusiones juveniles en ese libro. Diecisiete años más tarde, poco antes de morir, me dijo que le encantaría que yo reescribiera la novela en un estilo directo, quitándole todas las finuras y preciosismos»[20].
El Madrid, que pronto verá Borges, estaba marcado por las tertulias literarias, apasionadas y noctámbulas. Las más famosas, las que se disputaban la celebridad eran la de Ramón Gómez de la Serna en el Pombo, y la otra la que presidía Rafael Cansinos Asséns en el Café Colonial. Quien quiera sentir de cerca lo que esa gente sentía en esas memorables tertulias que Borges no olvidó nunca, y que no tuvieron en Buenos Aires la fuerza que al menos Gómez de la Serna evoca, deberían leer la biografía que del célebre Café Pombo escribió su mantenedor[21]. Gómez de la Serna nos dejó en la Revista de Occidente un retrato de ese Borges adolescente que conoció junto a su hermana, y lo recordará precisamente en uno de los rojos divanes del Pombo. Los primeros poemas de Borges se publicarán esos años en las revistas que difundían el ultraísmo: Grecia, de Isaac del Vando Villar, Ultra, Cervantes, Cosmopolis. Guillermo de Torre describe esos años fervorosos para desembocar pronto en «el entusiasmo transformado en desdén y agresividad»[22]. El cambio o desengaño frente a la vanguardia española trata de explicarlo por su «innata desconfianza por todo lo que sea afirmativo, su inclinación hacia las dudas y las perplejidades, tanto estéticas como filosóficas, unido a su gusto por las lecturas clásicas que practicaba a los veinte años, no tan ortodoxas, puesto que abarcaba a los conceptistas como Quevedo y Torres Villarroel, alternadas con ciertos autores ingleses: Berkeley, sir Thomas Browne, De Quincey». Cuando un crítico francés, Charbonier[23], intentó que evocara esa etapa vanguardista, Borges contestó lapidario: «Creo que lo mejor sería ignorar totalmente el ultraísmo. Se trata de un movimiento literario que tuvo su origen en España: se quería imitar a Apollinaire, a Pierre Reverdy, al chileno Huidobro. Una teoría que hoy encuentro totalmente falsa, quería reducir toda la poesía a la metáfora. Y bien, yo creí, o yo intenté creer en ese credo literario. Ahora lo encuentro falso de toda falsedad». Para agregar enseguida: «Creo que éste movimiento no tiene ninguna importancia, o lo que es otra forma de decir lo mismo, que sólo es importante para los historiadores de la literatura. Lo que es una manera de ser insignificante. Estoy avergonzado de haber firmado sus manifiestos». Pese a la rotundidad de Borges en rechazar hoy esa etapa de sus comienzos literarios, quien desee profundizar en ella puede consultar el libro de Gloria Videla[24] y los ya citados libros de Carlos Meneses, que representan lo más avanzado en la investigación de una zona oscura que hasta entonces sólo Guillermo de Torre se empecinó en desvelar.
También es fruto de su estancia española el embrión de un libro de narraciones que Borges no llegaría a publicar y que tituló Los naipes del tahúr, y al que su autor le asignó alguna vez una supuesta influencia de Pío Baroja, probablemente apócrifa. Sólo se sabe que envió estando en Mallorca uno de esos cuentos a la revista La esfera, y que fue rechazado. Gerardo Diego, compañero entonces de una misma vanguardia, recuerda su primer encuentro con ese joven argentino en una cervecería de la plaza de Santa Ana en Madrid, frente a los primeros calores, pero no logra precisar si fue en su primer viaje o en el segundo. En 1921 los Borges vuelven a Buenos Aires. Habían pasado siete años largos desde el día en que habían embarcado rumbo a la mítica Europa. El niño de quince años, aún habitante del país de los tigres y de los primeros espejos, es ya un joven de veintidós años, entusiasta de la literatura, propuesto a ser un escritor. Reencuentra su ciudad, funda y disuelve el ultraísmo argentino y busca la protección magistral de Macedonio Fernández, como había tenido en Madrid la de Cansinos Asséns. «Volví a la casa primordial de la infancia», cantará en uno de los poemas de su primer libro, Fervor de Buenos Aires[25], cuya publicación borrará los últimos vestigios de lo que él llamó la secta, la equivocación ultraísta.