Después de veinte años de luchar para llegar al poder, de luchar para gobernar, de luchar para conservar lo que era suyo, ya ni siquiera hacía falta que pensara, y las tinieblas de la inutilidad amenazaban con devorarla. Habría sido mucho mejor —pensó Hatshepsut al escuchar el silencio— que mis días hubiesen terminado junto a Senmut, bajo el cuchillo asesino, en un estallido de sangre y de miedo súbito.
En la tenue luz de la lámpara, la puerta de su dormitorio se abrió de golpe. Su hijastro irrumpió en la habitación mientras, a sus espaldas, el guardia farfullaba corteses protestas. Pero Tutmés le cerró la puerta en las narices y se adelantó. Su cuerpo resplandecía con los aceites perfumados de la fiesta y sus ojos estaban rodeados de kohol. La cruz egipcia que colgaba sobre su pecho lanzaba destellos dorados en la penumbra y sobre su cabeza se alzaban los símbolos de la realeza: la cobra y el buitre. Se detuvo junto al lecho, las manos apoyadas sobre sus angostas caderas y ella aguardó.
—Hace frío aquí —dijo Tutmés—. ¿Dónde están tus criadas?
—Como bien sabes, sólo me queda una para la noche y dos para el día. Me has despojado hasta de mis escribas y de mi fiel Nofret. ¿Qué quieres?
—Hablar de Kadesh. ¿Estabas dormida?
—Casi. Últimamente me cuesta mucho conciliar el sueño. ¿Qué pasa con Kadesh? ¿Acaso vienes a pedirme consejo? —su tono era cáustico, pues hacía mucho que Tutmés no se lo pedía.
—No. Pero el representante diplomático y su séquito han decidido partir mañana… muy ofendidos y con los ánimos sumamente caldeados. Así que pronto deberé ir tras ellos.
—¿Habrá guerra?
—Habrá guerra.
—Entonces eres un rematado idiota. ¿No te basta que nuestras fronteras hayan sido consolidadas y la paz reine en nuestras tierras? ¿Por qué no puedes quedar satisfecho con incursiones ocasionales de saqueo para conseguir esclavos y con un par de expediciones de castigo?
—No. Ha llegado el momento de demostrar a nuestros enemigos que Egipto es el centro del mundo. Me propongo construir un imperio del que todos los hombres hablen hasta el fin de los tiempos. A fin de cuentas, soy soldado. Tú misma te ocupaste de que lo fuera.
—Sí, es verdad. Pero para comandar a las fuerzas siguiendo mis órdenes, para que cumplieras con mis deseos. No importa lo que hagas, arrogante Tutmés, no puedes ocultar el hecho de que me arrebataste el trono.
De pronto él se inclinó sobre Hatshepsut, con sus ojos negros echando chispas.
—¡No me hables tú de traición, usurpadora! Durante veinte largos años conservaste mi corona sobre tu hermosa cabeza. Pero ahora, finalmente, yo soy el más fuerte y he tomado lo que me pertenece desde que murió mi padre. He capitaneado a tu ejército en Rethennu y en Nubia. Cumpliendo tus órdenes, caí sobre Gaza con toda la fuerza de mis tropas y me apoderé de ella. Ahora conduzco mi propio ejército para mis propios fines. Pues yo soy el faraón. ¡Yo!
Se fulminaron mutuamente con la mirada, temblando y a punto de seguir lanzándose palabras ofensivas, pero Hatshepsut se incorporó y le colocó una mano en la mejilla. Tutmés sonrió y se sentó junto a ella en la cama.
—Hemos tocado este punto infinidad de veces —comentó ella— y siempre terminamos de nuevo en el principio. Me estoy volviendo vieja para proseguir con semejante lucha sin cuartel. Esta noche abandoné la fiesta porque mi hija, tu frívola y tonta esposa, rehusó dirigirme la palabra. ¡A mí! ¡La Diosa de las Dos Tierras! ¡Ojalá Neferura viviera todavía!
—Bueno, ¡pero lo cierto es que está muerta! —le replicó con dureza, y ambos quedaron en silencio—. Con respecto a Kadesh —comenzó a decir nuevamente—, pienso montar muy pronto una campaña de gran envergadura. Estaré lejos de Egipto durante algunos meses…
Como Tutmés vaciló, Hatshepsut aprovechó para mediar.
—¿Y quién tomará las riendas del gobierno mientras dure tu ausencia? ¿Tu casquivana esposa?
—Tebas es una ciudad llena de consejeros y administradores capaces y leales —dijo pausadamente—. Pero una cosa te aseguro, querida tía-madre: tú no meterás ni un solo dedo en las cuestiones de Estado. ¿Me has entendido?
—Por supuesto que te he entendido. Pero dime, querido sobrino-hijo: ¿quién podría manejar el país mejor que yo?
—Me estás dificultando mucho las cosas. No puedo llevarte conmigo y tampoco puedo dejarte aquí, pues sé bien que, tan ciertamente como Ra se eleva triunfante cada mañana, a mi regreso encontraría que mis visires han sido despedidos y tú te has instalado nuevamente en mi trono. Basta, Hatshepsut, termina de una vez. Has vivido como ninguna reina lo ha hecho antes que tú. Has exprimido a fondo los frutos del poder. Has paladeado la gloria de los dioses, pero sigues llena de codicia. Lo he visto en tus ojos. Lo veo en este preciso instante: un brillo que me habla de la esperanza de que yo desaparezca y las cosas vuelvan a ser como lo deseas. Pero eso ya no podrá ser. El traidor Senmut ha muerto. No queda nadie que te encadene las muñecas a un reino que jamás fue tuyo. Basta de tretas, tía-madre; basta de secretos y de intrigas.
Hatshepsut lo golpeó en la boca.
—Debería haber puesto fin a tu vida cuando tuve oportunidad de hacerlo —le dijo con furia—, pero me opuse a ello. Habría sido tan sencillo cuando eras sólo una criatura que dependía de mi buena voluntad. Tanto los sacerdotes como mis ministros habrían vuelto la espalda y fingido no ver nada. ¡Pero, no! ¡Te perdoné la vida! ¡El buen Senmut te perdonó la vida! ¡Ten mucho cuidado, Tutmés; mira que la vieja abeja reina todavía puede clavarte su aguijón!
El Señor de Toda Vida se incorporó.
—No me amenaces —gruñó—. No estás en posición de hacerlo y una actitud tan temeraria sólo te acarreará la muerte. Te lo diré sin rodeos. Estás en mis manos, y la gloria de Egipto es más importante para mí que todo lo demás, incluyéndote a ti. Si es preciso que mueras para bien de esta tierra, entonces no te quepa la menor duda de que morirás. Insisto en que haces que las cosas me resulten más difíciles, Hatshepsut. No puedo llegar a una decisión, y eso no es propio de mí. Hace ya cuatro años que estás a un tris de la muerte y yo freno mi mano. Por qué motivos, no lo sé.
—Yo, si —dijo ella—. Es una deuda que crees tener conmigo. En una época me amaste como un jovencito ama por primera vez: ciegamente, apasionadamente, con tenacidad. Y, como siempre sucede con el primer amor de un adolescente, el fuego tardó poco en extinguirse; pero el recuerdo todavía perdura. —Hatshepsut se encogió de hombros—. Olvídalo, Tutmés. Haz lo que debes hacer. Yo estoy lista.
En lo alto de las paredes, una tenue luz grisácea comenzó a filtrarse por las ventanas y ella pudo verlo con mayor claridad. Tampoco él había dormido esa noche y tenía un aspecto cansado. La luz de la lámpara se convirtió en un resplandor amarillo mortecino y el frío silencio de las primeras horas de la mañana los envolvió mientras aguardaban y contemplaban el nacimiento de otro día que comenzaba a invadir la habitación.
—La mañana ha llegado —dijo Hatshepsut con voz monótona—. Pronto acudirá el Sumo Sacerdote. Tal vez ya se encuentre en camino, acompañado por el Segundo Sumo Sacerdote, los portadores de incienso y los acólitos. Se congregarán junto a tu puerta, donde también estarán el Portador del Abanico Real, el Custodio del Sello Real, el portador de las sandalias del rey, el jefe de Heraldos y… ¡cuántos son! ¿No es verdad? Comenzarán a entonar el Himno de Alabanzas: «¡Salve, Encarnación inmortal, que te elevas como Ra en el Este! ¡Salve, Dador de la Vida, Que Vivirá por Siempre!». ¿Qué sientes, orgulloso Tutmés, al saber que no eres merecedor de esas alabanzas? ¿Qué sientes al saber que no eres tú sino yo la verdadera Encarnación del Dios, elegida por él antes de mi nacimiento, cuyo nombre también escogió antes de mi venida al mundo, la que recibió la corona de manos de mi padre terrenal mucho antes de que abrieras los ojos en el pabellón de las mujeres para ver a la bailarina ordinaria que es tu madre? Porque es lo único que cuenta, ¿no es así? Asesinaste cruelmente a Senmut y puedes envenenarme a mí en secreto, pero jamás podrás cambiar ese hecho. ¡Jamás! Puedes destruir mi nombre, puedes hacer derribar los testimonios de mis actos, pero jamás podrás borrar a fuerza de golpes de pico y de maza tu propia indignidad. Ahora vete. Vete y recibe la adoración de los sacerdotes. Vete y emprende tus guerras. Yo me siento mortalmente cansada. ¡Vete de aquí!
Tutmés la escuchó en silencio, mientras la furia se arremolinaba dentro de él y el rostro se le endurecía. Cuando Hatshepsut terminó de hablar, avanzó a grandes trancos hacia las puertas y las abrió con tal ímpetu que rebotaron contra la pared.
—¡Eres una mujer extraordinaria, Hatshepsut; realmente extraordinaria! —le gritó—. Y hermosa todavía, y cruel. Todavía tan cruel. ¡Ya ves cómo me repito! ¡Te aseguro que has logrado enfurecerme! —Se quedó parado en el vano de la puerta—. ¿Es que no le temes a nada?
Giró sobre sus talones y desapareció.
—¿Y tú eres el Poderoso Toro de Maat? —le gritó Hatshepsut—. ¡Bah! —y rompió a reír.
Hatshepsut permaneció en la cama, sin ganas de levantarse, sonriendo para sus adentros mientras la luz que entraba a la habitación se volvía dorada y posaba su caricia tibia sobre sus mejillas. Merire llamó a la puerta y ella le respondió que entrara, pero no se movió de la cama. Cuando Merire avanzó y se inclinó delante de ella, Hatshepsut contempló su rostro redondo y sus ojos pequeños con la misma oleada de repulsión que experimentaba cada mañana cuando la rolliza espía se presentaba para aguardar sus órdenes. ¿Cuánto hace?, se preguntó, con un súbito rechazo por las horas vacías e inútiles que se desplegaban frente a ella. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la última vez que Nofret me saludó con una sonrisa y respondió a mis preguntas mientras apagaba la lámpara y me preparaba el baño? ¿Cuántos años estériles han pasado?
—¡Hoy desayunaré en la cama! —le dijo con irritación—. Envíame esclavas con fruta y leche, pero nada de pan. Vuelve dentro de una hora para llenarme el baño.
La silenciosa mujer hizo otra reverencia y partió. Hatshepsut lanzó una exclamación de repugnancia y cerró los ojos. «¡Tener que morir con esa cara cerca!».
Dormitó un poco hasta que el Segundo Mayordomo de Tutmés llamó a la puerta. Hatshepsut se incorporó en la cama para recibir su homenaje, y en ese momento llegaron las esclavas con el desayuno. Se lo colocaron en la mesa y partieron.
—¿Cómo se encuentra el faraón esta mañana? —le preguntó.
El Segundo Mayordomo permaneció estólidamente al pie del lecho y habló sin sonreír siquiera.
—El faraón está muy bien —respondió—. Se encuentra contestando los despachos del día.
¿Por qué no me sonríe?, se preguntó Hatshepsut mientras bebía la leche y comenzaba a pelar una naranja. Todas las mañanas me sonríe, pero no esta vez. Hoy no. ¿Por qué?
—¿Es un lindo día?
—Así es.
—¿Cómo está mi nieto?
—El príncipe Amenofis también se encuentra muy bien. Ayer fue a la escuela por primera vez.
—¿De veras? —El tono animado de Hatshepsut no revelaba el pesar y el placer que las palabras del Segundo Mayordomo le habían provocado. No había vuelto a tener al niño en sus brazos desde el día en que nació, pues Tutmés se había encargado de mantenerlo alejado para que no se encariñara con ella. En los cuatro años transcurridos desde el nacimiento de su nieto, Hatshepsut apenas había visto al pequeño príncipe tres veces—. Entonces le irá muy bien en sus estudios —agregó—, pues cuando se comienza de muy joven se aprende con más facilidad.
El mayordomo permanecía desmañadamente de pie, con los ojos bajos y las manos entrelazadas detrás de la espalda.
Hatshepsut lanzó un suspiro y lo despidió.
—¿Hoy no me preguntas si necesito algo? —le gritó cuando él ya había franqueado la puerta.
El mayordomo regresó, sonrojándose por la vergüenza y por algo más, algo que ella no pudo alcanzar a comprender.
—Perdonadme, Majestad. Me estoy volviendo muy olvidadizo.
—Qué mal presagio para mi día —dijo ella.
El hombre se puso tenso y la miró con expresión consternada.
—Aceptad mis sinceras excusas por arruinaros el día, Majestad.
—Tú no me arruinarás el día, mi amigo, pero el faraón si lo hará. ¿No es verdad? —y le lanzó una mirada sombría y penetrante.
El mayordomo perdió todo control. Le hizo una reverencia torpe, se desplomó junto a la cama para besarle la mano y se precipitó corriendo hacia la puerta.
De pronto Hatshepsut quedó paralizada. «De modo que será ahora, hoy, sin ningún aviso previo». Aunque noche tras noche había tratado de reunir coraje para el fin que podría sobrevenirle antes de que otro atardecer se volcara sobre los muros, en ese momento supo que no estaba lista; que jamás lo estaría. Saltó de la cama y fue a la antecámara en busca de su estuche de marfil. Lo llevó a la alcoba, se instaló en su silla y levantó la tapa, revolviendo su contenido con delicadeza. Allí estaba el pequeño abanico de plumas de avestruz que Neferura le había regalado hacía mucho tiempo en vísperas de la fiesta de Año Nuevo; acarició lentamente las espigadas plumas. Allí, una carta de Senmut, la que le había enviado por mensajero cuando sus barcos abandonaron el delta y viraron hacia el canal camino a Punt. Comenzó a desplegaría pero el coraje la abandonó, así que la dejó caer con un leve suspiro. Y allá, en el fondo, debajo de las brillantes joyas de ayer, los papiros y las flores secas, las cintas y dijes que la inundaron con dulces recuerdos de épocas pasadas, estaba el grueso anillo de oro que Wadjmose llevaba puesto el día de su muerte. Todavía se veía negro por obra del fuego que había reducido su cuerpo a cenizas. Lo tomó y lo hizo girar un buen rato en la mano, viendo el rostro de Nehesi cuando lo depositó en su palma temblorosa. Se lo deslizó en el pulgar. Wadjmose. El hermano que jamás había conocido. ¡Cuántos rostros ignorados, cuántos lugares cuyos placeres ocultos ya no tendría oportunidad de descubrir! Con gesto solemne se quitó el anillo y lo puso de nuevo en la caja. Cerró la tapa con llave, pues Merire llamaba a la puerta y era hora de vestirse.
Hacía mucho tiempo que no usaba faldellines. Merire la miró azorada cuando Hatshepsut hizo a un lado la túnica que le había preparado y le ordenó que buscara una de esas prendas de antaño. Los faldellines estaban apilados en un armario detrás de la puerta, prolijamente doblados, tal como Nofret los había dejado. Mientras Merire seguía contemplándola con la boca abierta, Hatshepsut escogió uno y se envolvió en él. Le quedaba tan bien como si se lo hubiese quitado el día anterior; se lo sujetó con un cinturón enjoyado y se colocó un casco amarillo. Merire le sujetó al cuello el collar de oro argentífero con flores de amatista y jaspe. Mientras Hatshepsut se calzaba las botas blancas de cuero, le ordenó que fuera en busca de Per-hor y le dijera que tuviera su carro preparado.
Merire abandonó la habitación pero, antes de dirigirse a los establos, fue a hablar con el Mayordomo Principal de Tutmés. Hatshepsut nunca conducía su carro por la mañana, y sin duda el faraón querría enterarse de ello. El hombre la despidió e hizo que su escriba redactara un mensaje para Tutmés.
El faraón estaba sentado en su tienda de campaña en las afueras de Tebas, rodeado por sus generales, y con sus tropas desplegadas en la planicie. Al leer el mensaje, permaneció extrañamente inmóvil.
—Lo sabe —murmuró.
—¿Decíais, Majestad? —preguntó Nakht.
Pero Tutmés sacudió la cabeza y ordenó más vino. Ya no faltaba mucho, y debía esperar. Por la mañana podrían emprender la marcha. Por la mañana…
La pista de carrera reverberaba al sol, convertida en una franja enceguecedora de tierra incandescente. Per-hor la aguardaba de pie en el carro dorado, mientras los caballos hacían cabriolas, impacientes. Cuando la vio acercarse, saltó a tierra y le entregó las riendas.
Hatshepsut sonrió y lo saludó mientras trepaba al carro y se calzaba los guantes.
—Sube y quédate de pie detrás de mí, Per-hor —le dijo, y él la obedeció con presteza—. Hoy no daremos vueltas y más vueltas por la pista —dijo, tensando las riendas—. Hoy nos internaremos un poco en el desierto.
Los caballos resoplaron y rompieron al trote. Per-hor mantuvo el equilibrio sin ninguna dificultad y la brisa le refrescó la cara.
—Al faraón no le gustará esto, Majestad —le gritó al oído.
Ella giró la cabeza por un instante y le sonrió, chasqueando levemente el látigo sobre los caballos.
—¡Qué el faraón se pudra! —gritó, y sus palabras fueron llevadas por el viento.
Recorrieron a galope tendido el camino que bordeaba el río y luego giraron hacia el este tambaleándose al pasar entre los acantilados hasta aparecer en la planicie que se extendía del otro lado.
Toda la mañana hizo restallar el látigo sobre los caballos, recorriendo al galope kilómetros y kilómetros de arena que les picoteaba la cara y les tapaba las ventanillas de la nariz. Alrededor de mediodía el viento comenzó a soplar con violencia, haciendo evaporar el sudor que los cubría y secándoles la piel. Per-hor se prendió de los costados del carro maravillado ante ese súbito estallido de fuerza de Hatshepsut, pues en los tres años que la conocía siempre se había mostrado sumamente calma, casi fría; una mujer de andar despacioso y enigmático. Volaron en una y otra dirección, dejando el desierto surcado por sus huellas, llegando incluso a sofocarse con la arena y el polvo que ellos mismos levantaban. Cuando ya Per-hor se preguntaba si no debería arrancarle las riendas y poner fin a esa descabellada carrera, ella hizo un viraje brusco y enfiló hacia la hendidura entre las rocas y nuevamente el río. Per-hor cerró los ojos y elevó en su interior una plegaria de agradecimiento. Los caballos avanzaron rumbo a los cuarteles y allí se detuvieron, sudados y jadeando. Per-hor se apeó ceremoniosamente y extendió una mano para ayudarla a bajar, pero Hatshepsut permaneció un momento inmóvil recorriendo lentamente con la mirada los edificios bajos de piedra, el bosquecillo de árboles junto al campo de adiestramiento, hasta llegar al borde del río. Cuando finalmente apoyó la mano sobre la suya y saltó a tierra, Per-hor observó que había estado llorando y que las lágrimas aún surcaban sus mejillas, como arroyos que atravesaban el desierto de arena que le cubría el rostro.
—Lávate y cámbiate la ropa, Per-hor —le ordenó—. Y después preséntate inmediatamente en mis aposentos.
Él le hizo una reverencia y ella partió, traspuso los portones y echó a andar con paso cansado por la avenida hasta llegar a su puerta. Per-hor se preguntó qué tendría en mente, pues era raro que solicitara su presencia antes del atardecer.
Sus aposentos estaban vacíos, silenciosos y frescos, a pesar del calor abrasador de media tarde que azoraba sus gruesos muros. Sin llamar a Merire se quitó el casco, el faldellín y las enarenadas joyas, arrojando todo descuidadamente sobre el lecho. Fue al cuarto de baño, se lavó con agua fría, y regresó a su alcoba con el agua goteándole de su cuerpo bronceado. Abrió todos los armarios y con gran concentración eligió la ropa que se pondría: el faldellín azul entretejido con oro que se había mandado hacer en ocasión de la Purificación de Neferura, un cinturón de eslabones de oro y plata, pulseras sencillas de oro, sandalias doradas, una pequeña corona de oro con las plumas de Amón asomando por la parte posterior y un amplio collar de oro tachonado de turquesas. Se acercó al altar y rezó sus oraciones en voz baja, con los ojos apretados, esforzándose por no pensar en otra cosa que no fuera la presencia de su Padre.
Se puso de pie, llamó a Merire y se sentó frente al espejo de cobre mientras la muchacha juntaba sus potes y cosméticos.
—Maquíllame con gran esmero —le dijo—. Usa el azul y espolvoréalo con un poco de polvo de oro, y procura esfumarme el kohol hacia las sienes.
«Si tan sólo mi cuerpo hubiese cambiado. Si tuviera la cara floja y llena de arrugas. Si la sangre ya no me cantara en las venas como agua que sonríe y burbujea sobre las piedras. Si tan sólo…, oh, sí, si tan sólo…».
Cuando Merire tomó el peine y lo deslizó por su abundante cabellera negra, Hatshepsut se colocó la pequeña corona y echó una última ojeada al reflejo opaco de su rostro sin par. Depositó el espejo sobre la mesa con gesto brusco.
—Ya está bien —dijo—. Ve y dile al mayordomo principal que estoy lista.
Merire vaciló.
—Majestad, no comprendo.
—Me lo imagino, pero él si entenderá. Vete deprisa, pues estoy impaciente.
La criada se inclinó y partió.
Hatshepsut abandonó su mesa y sus cosméticos y atravesó la habitación para salir al balcón bañado por el sol. Oyó que Per-hor entraba silenciosamente a la alcoba y le dijo:
—Alcánzame una silla.
Cuando él lo hizo, Hatshepsut se sentó a disfrutar de esa tarde luminosa y se puso a contemplar los jardines, los árboles, el río y las colinas cobrizas que había al otro lado.
—Ra se dirige ya hacia el oeste.
Per-hor, asomado sobre la balaustrada, no le respondió; su rostro joven y terso carecía por completo de expresión. Permanecieron un rato así, compartiendo un silencio profundo y afable: él, preguntándose cuándo le diría Hatshepsut por qué lo había convocado; ella, absorbiendo la gloria gozosa y veteada por el sol del panorama que se abría a sus pies, soltando una por una las cuerdas de la vida y sintiendo que el puño con que las asía se iba aflojando a medida que escapaban de su mano y retrocedían sinuosamente hacia el pasado.
Cuando el mayordomo principal llamó a la puerta de la habitación, allá lejos, a sus espaldas, y luego avanzó hasta el balcón con una bandeja de plata en las manos, ella lo miró aterrada, como si jamás lo hubiese visto antes.
—Vuestra copa de vino de la tarde —dijo, con una reverencia, colocando la bandeja junto a la silla, sobre la piedra gris.
Per-hor volvió súbitamente a la vida y cruzó el balcón como una exhalación.
—¡Pero si Vos jamás bebéis vino antes de la cena, Majestad! ¡Me consta! —dijo con alarma, mientras su mirada se desplazaba de la copa de plata al rostro inexpresivo del mayordomo principal.
Y, al observar los ojos sonrientes de Hatshepsut, comprendió.
—Pero hoy sí lo haré, Per-hor —dijo con voz calma—. Mayordomo, puedes retirarte.
—Lo siento, Majestad —dijo con gran embarazo—, pero he recibido órdenes del mismo faraón de no apartarme de vuestro lado.
Per-hor se incorporó con furia y se lanzó hacia el hombre, pero Hatshepsut asintió con la cabeza, como si esperase esa respuesta.
—Tutmés todavía teme que yo me las ingenie para escapar y, de alguna manera, sea su perdición —dijo riendo—. ¡Pobre Tutmés! ¡Pobre e inseguro Tutmés! Pero te ruego, mayordomo, que te retires y esperes fuera, en el corredor. Te prometo que no saltaré por el balcón para luego huir. ¡Si quieres, puedes enviar a un guardia del Ejército de Su Majestad para que se siente a mi lado, pues prefiero hacer esto en compañía de un soldado íntegro y no junto a un esbirro de mi sobrino!
El mayordomo palideció.
—Eso no será necesario, Majestad —dijo rígidamente.
Se dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta, que aseguró con cerrojo después de haberla franqueado.
Per-hor se puso de rodillas ante ella y Hatshepsut le tomó las manos.
—¡No lo bebáis, Majestad! —le suplicó—. Aguardad. ¡Todavía es posible que las corrientes de la suerte cambien!
Ella sacudió la cabeza con pesar y se agachó para besar la testa oscura del muchacho.
—Avanzan con demasiada rapidez para que se produzca un nuevo cambio —dijo—. Muchas, muchas veces han tirado para mi lado, elevándose en oleadas de triunfo, pero eso no volverá a suceder. Ahora se inclinan hacia Tutmés y ya no están dispuestas a llevarme en su seno. Vamos, levántate y tráeme el laúd.
Per-hor así lo hizo. Volvió sosteniendo el instrumento entre sus brazos y se lo entregó con gran delicadeza.
Ella pulsó las cuerdas con aire pensativo.
—¿Recuerdas la canción que él solía cantarme cuando nos sentábamos juntos sobre el césped y nos quedábamos contemplando las ondas que se formaban en la superficie de las aguas, cuando los pájaros se lanzaban en picado sobre nuestras cabezas y lo acompañaban con sus gorjeos? —El muchacho sacudió la cabeza en silencio y Hatshepsut sonrió—. Desde luego que no. ¿Cómo podrías recordarlo?
Sus dedos se posaron sobre las cuerdas y comenzó a cantar en voz muy baja, la mirada perdida a lo lejos, en dirección al sol que se hundía lentamente.
Siete días ayer no que veo a mi amada
Y ya el mal se ha abatido sobre mí
Me duelen los brazos y las piernas
Y hasta me olvido de mi propio cuerpo.
Si los médicos más reputados acuden a yerme,
Mi corazón no encuentra consuelo en sus remedios,
Y tampoco los magos logran curarme
La dolencia que me aqueja no figura en sus textos.
Mi bienamada me cura más que cualquier remedio,
Es más importante para mí que toda la ciencia médica.
Mi salud regresa a mí en cuanto ella aparece.
Cuando la veo, entonces me siento sano;
Apenas me mira, mi cuerpo rejuvenece;
Ella me habla y vuelvo a sentirme fuerte;
Y cuando la abrazo… cuando la abrazo…
Su voz vaciló y se quebró. No pudo terminar la canción. Dejó el laúd y tomó la copa, los ojos fijos en sus rojizas profundidades. Per-hor se quedó inmóvil, sentado a los pies de Hatshepsut, rodeándose las rodillas con los brazos, la cara vuelta hacia otro lado. Hatshepsut apuró el contenido de la copa, saboreando la dulce frescura del vino y un dejo de algo más, algo amargo. Volvió a colocar el copón en la bandeja de plata con un pequeño suspiro.
—Tómame de la mano, Per-hor —le pidió—, y no me la sueltes.
El muchacho extendió el brazo y le aferró la mano, apretando sus dedos con fuerza. Hatsepsut se recostó en la silla.
—Que mi bendición se derrame sobre ti, hijo de Egipto —susurró—. Senmut, Senmut, ¿estás allí? ¿Me estás esperando?
Per-hor sintió que esa mano delgada se sacudía con un estremecimiento, pero siguió sosteniéndola con firmeza. La oyó murmurar una vez más, con voz cansada. Permaneció sentado en el balcón un largo rato mientras Ra se ocultaba lentamente detrás de la silueta oscura de los acantilados y la luz que iluminaba el balcón se volvía rojiza y se extendía detrás de él para abarcar la alcoba. Cuando empezó a soplar el viento del anochecer, levantándole el cabello de la frente y agitando la orla dorada del faldellín de Hatshepsut hasta hacer que le rozara un brazo, Per-hor trató de levantarse pero sus músculos se negaron a obedecerlo. Siguió sentado allí, aferrando la mano fría de Hatshepsut, mientras los últimos jirones de las brillantes vestiduras del Padre de Hatshepsut encendían las joyas de sus pies.