28

Senmut regresó a su palacio y pasó la mañana poniendo en orden sus asuntos. Antes del mediodía, embarcó a Ta-kha’et y a la mayor parte de los criados en su barco, ordenándole al capitán que los llevara al norte, a la granja de sus padres. Ella protestó airadamente, intuyendo algún peligro, pero él la besó en la mejilla.

—¡No discutas! —le dijo con firmeza—. Ve a la casa de mi padre y quédate allí hasta que te mande llamar. No será una espera muy larga. ¡Mira! ¡Si hasta he ordenado a mis músicos que te acompañen! ¡Te lo ruego, Ta-kha’et, no armes más alboroto, pues de lo contrario llamaré a mi mayordomo y le ordenaré que te dé unos buenos azotes!

Ella lo miró con ternura y dejó de gritar.

—Muy bien, Senmut. Me iré. ¡Pero si no me mandas a buscar antes de que finalice el invierno, volveré por mis propios medios! Y tú, ¿qué harás aquí?

—Algo muy difícil —respondió.

La besó nuevamente y se quedó de pie en su pequeño desembarcadero mientras el alegre esquife rojo y blanco comenzaba a alejarse y los remos salían a relucir. Ta-kha’et lo saludó con el brazo y se introdujo en la cabina, todavía enfadada, pero Senmut permaneció allí hasta que la popa de la nave desapareció en un recodo del río y el reflujo del agua cesó. Subió lentamente las gradas y recorrió las avenidas desiertas. El sol ya calentaba bastante, pero no con la intensidad abrumadora del verano. Se acercó al estanque y se sentó con las piernas cruzadas sobre el césped, contemplando los movimientos de los peces y los desplazamientos de las libélulas, con la mente en blanco. Por más que lo intentara, no podía cerrar sus oídos a su respiración acelerada ni al galope desenfrenado de su corazón. Aunque trató de sofocarlo, sintió nacer en él un inmenso amor por la vida. Gimió y se cubrió la cara con las manos.

Su Segundo Mayordomo le tocó el hombro.

—Señor, ¿cuántos invitados cenarán con Vos esta noche?

Senmut lo miró, sorprendido, y luego rompió a reír.

—Pues, ninguno, amigo mío. Esta noche no recibiré a nadie, así que puedes retirarte a tus habitaciones tan pronto como lo desees. Despide a la servidumbre antes de que anochezca y asegúrate de que los esclavos se encuentren bien lejos de mis aposentos. No necesitaré a nadie, creo, hasta la mañana.

El hombre, perplejo, le hizo una reverencia y partió. Senmut siguió contemplando los movedizos peces azules, verdes y violetas, pero de pronto se sintió aliviado, liviano y libre, y sólo cuando las sombras de los árboles le rozaron la espalda se levantó y caminó apresuradamente hacia su hermoso claustro rodeado de columnas.

Llegaron en plena oscuridad, segundos después de que las trompetas del templo sonaron para marcar la medianoche. Senmut los estaba aguardando, sentado junto a su lecho, leyendo a la luz de la lámpara. Oyó sus pasos furtivos en el vestíbulo de entrada y luego avanzaron con mayor lentitud. Senmut sonrió frente a la vacilación de los visitantes, hizo a un lado el papiro y se puso de pie. Sin duda habían esperado toparse con una horda de guardias y un palacio lleno de lámparas encendidas y de soldados alertas. Alguien probó la puerta suavemente, a lo cual siguió una pregunta susurrada y una orden brusca. Senmut permaneció inmóvil, luchando por controlarse mientras las garras candentes del pánico se apoderaban de él. Las altas puertas de cedro con incrustaciones de oro comenzaron a moverse. Senmut no se movió. En el altar ubicado a sus espaldas, el penacho de incienso osciló repentinamente con la corriente del aire, y el rollo de papiro crujió secamente sobre el lecho, pero los ojos de Senmut estaban fijos en ese agujero negro que crecía en la pared. Dentro de él, sus sentidos comenzaron a gritarle: «¡Huye! ¡Corre! ¡Vive!». Una mano oscura apareció, tanteando cautelosamente el canto de la puerta. Senmut cerró los ojos por una fracción de segundo y tragó, mientras el sudor le empapaba el faldellín y le corría por la espalda desnuda. Con un golpe estrepitoso, la puerta se abrió y se incrustó en la pared. Dos hombres se lanzaron contra él con los cuchillos en alto; alcanzó a distinguir la expresión salvaje de sus caras debajo de los cascos azules, la ferocidad de sus ojos, sus dientes apretados. Durante un momento, un instante interminable y congelado en que parecieron avanzar hacia él con intolerable lentitud y el tiempo pareció fusionarse con la eternidad, Senmut contempló las paredes y vio el rostro de Hatshepsut, majestuoso e incólume debajo de la doble corona, sus ojos dorados fijos en él con una mirada de mansa autoridad. Senmut le sonrió y de pronto sintió a los hombres sobre él, y en la agonía de su muerte gritó y cayó, y el sonido de su propio miedo le tapó los oídos, y borbotones de su propia sangre le llenaron la boca. Encima de él, el techo azul tachonado de estrellas plateadas se sacudió y se disolvió en una oscuridad más profunda y más amplia, como enormes fauces de hielo que se abatían sobre él para devorarlo.

Cayeron sobre Hapuseneb mientras caminaba por entre el silencio de su jardín iluminado por la luna. Murió diez minutos después sobre el césped mojado, herido en el estómago y en el pecho.

Se lanzaron contra Nehesi mientras éste recorría el trayecto entre el palacio y sus propios aposentos, reduciendo primero a sus dos guardias y clavándole luego un cuchillo en el cuello mientras él luchaba ferozmente por sacárselos de encima y correr de regreso al palacio. Se tambaleó, alcanzó a dar tres pasos y luego se desplomó de bruces sobre el frío sendero de piedra. Faltaban cuatro horas para el amanecer.

Hatshepsut todavía se encontraba levantada cuando Paere entró en sus aposentos como una exhalación. Nofret dormía profundamente sobre la estera, junto a la puerta, pero Hatshepsut había comenzado a recorrer la habitación con la cabeza gacha y los brazos cruzados debajo del pecho, demasiado nerviosa para dormir o acostarse. El pequeño criado apareció corriendo por la entrada privada, seguido por un guardia del Ejército de su Majestad. Hatshepsut giró sobre sus talones y corrió hacia él, que temblaba, lloraba y balbuceaba algo ininteligible. Tanto sus manos como una mejilla y el frente de su faldellín estaban manchados de sangre. Trataba desesperadamente de hablar, pero no lograba expresarse. A una seña de Hatshepsut, el soldado levantó la vasija de agua que había en un rincón del cuarto y la vació sobre la cabeza de Paere. El chiquillo se estremeció, jadeó, sin dejar de llorar, y finalmente se desplomó en la silla de Hatshepsut y comenzó a sollozar, mientras sus manos ensangrentadas seguían aferrando un objeto.

—Lo han matado. ¡Lo han asesinado! —exclamó con un grito desgarrador.

Ella se le acercó, sintiendo los pies insensibles y le arrancó el objeto de las manos. Era un rollo de papiro, pegajoso por la sangre. Llevaba el sello de Hatshepsut y había sido abierto muchos años antes. Cuando comenzó a desplegarlo lenta, serenamente, su otra puerta se abrió de golpe y Duwa-eneneh entró corriendo.

—¡Majestad, Hapuseneb! ¡Nehesi! ¡Ambos han sido muertos! ¡Tan pronto! ¿Qué debo…?

Pero ella no le prestó atención y se quedó contemplando a Paere con expresión de absoluto terror y congoja. El papiro pertenecía en realidad a Senmut; era el primer boceto del templo del valle. Cruzando sus líneas armoniosas y prolijas, ella había escrito: «Autorizado y aprobado por mí misma, para el arquitecto Senmut. ¡Vida, Prosperidad y Felicidad!».

Por la mañana, después de una noche de insomnio y horror, en que había intentado consolar a Paere y hablar sensatamente con Duwa-eneneh, cuando lo que en realidad deseaba era subir al techo del templo y arrojarse al vacío, hizo que Nofret la vistiera de blanco y plata y le colocara la doble corona sobre la cabeza. Fue imposible borrar los estragos de las últimas horas, pero la pobre mujer se esmeró lo más posible, desparramándole colorete sobre las mejillas y rodeándole los ojos hinchados con el kohol más negro que encontró. Luego Hatshepsut se llevó a Duwa-eneneh y juntos se encaminaron a la sala de audiencias. Hatshepsut avanzó hacia el trono, ascendió las gradas y se sentó sobre la superficie fría del oro, sin que su furia y su pesar se traslucieran en su rostro arrogante.

Los cuerpos de Hapuseneb y Nehesi habían sido llevados apresuradamente a la Casa de los Muertos, pero nadie sabía el paradero del cadáver de Senmut. Su habitación fue sellada por orden de Hatshepsut hasta que la policía tuviera tiempo de iniciar una investigación, pero cuando las horas transcurrieron y un sirviente tras otro acudió a ella con informes negativos, Hatshepsut comenzó a temer que jamás sería encontrado. Conociendo a Tutmés, estaba segura de que no le bastaría con quitarle la vida; despedazaría y separaría su cuerpo y enterraría sus despojos bien hondo, para que los dioses no pudieran encontrarlo ni darle la bienvenida al paraíso. Sabía de los celos enloquecidos de Tutmés, del odio que le tenía a Senmut por ser su mano derecha; pero esa insensata saña demoníaca superaba su capacidad de comprensión. De pronto la imagen de Tutmés comenzó a despertarle un auténtico miedo. Hapuseneb. Nehesi. Senmut… Ya no quedaba nadie que hablara y actuara en su nombre. Estaba sola.

Esperó su llegada pacientemente, apoyada contra el respaldo del trono. Duwa-eneneh permanecía inmóvil a su lado, sosteniendo su estandarte, y el palacio comenzó a despertar ante un nuevo día.

Tutmés llegó por fin, recorriendo a grandes trancos el largo vestíbulo, mientras sus sandalias marcaban un ritmo sonoro y dominante. Hatshepsut permaneció en silencio y lo observó avanzar, pero lo único que veía eran sus manos teñidas con la sangre de sus fieles colaboradores. Leyó en los ojos de Tutmés un desafió culpable y un despertar al poder. Lo odiaba y lo temía.

Vio a Yama-nefru, Djehuty y Sen-nefer detrás de él. Hatshepsut se puso de pie, consternada y lacerada por el peso insoportable de esa nueva herida que se sumaba a las que ya sufría. Se tragó su dolor y los tres militares finalmente se detuvieron frente a ella y la saludaron. Tutmés levantó la vista y la miró, y así permanecieron durante largo rato, en silencio, hasta que Hatshepsut se sentó en el trono.

—Tú los mataste.

—¡Por supuesto que los maté! ¿Qué otra cosa esperabas? ¿Creías que dejaría que transcurrieran los meses y los años sin hacer nada?

—No.

—No me quedaba otra alternativa. ¡Estoy seguro de que hasta tú lo comprendes!

—Siempre existe otra alternativa. Lo que hiciste fue apelar al recurso empleado por los cobardes.

—¡Era lo único sensato! —gritó Tutmés.

Ella lo contempló, impasible, y miró a los tres hombres que permanecían de pie detrás de Tutmés.

—Adelantaos, Yamu-nefru, Djehuty, Sen-nefer —pronunció sus nombres lenta y pausadamente.

Ellos se apartaron de Tutmés y le hicieron una reverencia al pie del trono. Sus rostros eran imperturbables, carentes de expresión, y precisamente esa indiferencia le provocó un sufrimiento intolerable.

—¿Estáis implicados de alguna manera en esos viles asesinatos?

Yamu-nefru extendió una mano, exaltado.

—No, Majestad, ¡lo juro por vuestro nombre! ¡Sólo esta mañana nos enteramos de la muerte de Senmut y de los otros!

Hatshepsut buceó en sus ojos y asintió, satisfecha.

—Podéis agradecer a los dioses por eso. Tutmés o no Tutmés, os habría castigado con mis propias manos. ¿Hay alguna otra cosa que deseéis decirme?

Hatshepsut no podía creer que se hubieran cambiado de bando sin una palabra ni una explicación. Los tres se intercambiaron miradas y fue finalmente Yamu-nefru quien volvió a tomar la palabra.

—Os hemos venerado, Flor de Egipto, y os hemos servido con nuestra propia sangre. Hemos combatido a vuestro lado y cumplido nuestras funciones con honestidad bajo vuestra mirada y la del Dios. Pero ahora el príncipe heredero reclama sus derechos al trono y, legalmente, no podemos desestimarlos. No es el miedo lo que nos mueve.

—Eso lo sé bien.

—Nuestra decisión se funda en la creencia de que Tutmés es realmente el Halcón-en-el-Nido, el auténtico heredero de la doble corona.

—¿En virtud de qué ley?

—La que estipula que el faraón debe ser varón.

Hatshepsut se pasó una mano por los ojos con gesto cansado y los despidió con el brazo.

—¡Está bien! ¡Está bien! Comprendo vuestro razonamiento y la extraña y artera honestidad que os anima. Yo también os he tenido mucho afecto. Ahora podéis iros. ¿O preferís quedaros y contemplar cómo el faraón pierde su corona?

Tutmés les hizo una señal y los tres giraron y abandonaron el recinto.

Cuando sus pisadas se desvanecieron, Tutmés dijo:

—Lo único que quisieron fue evitar una matanza. Eso es todo. También yo ignoro por completo lo que en realidad piensan.

—¡En cambio a ti no te aflige demasiado la posibilidad de que se derrame sangre egipcia!

Tutmés se acercó y Duwa-eneneh se puso tenso.

—No he venido a remover antiguas cenizas. El ayer ya no existe, y el mañana me pertenece. Bájate del trono.

—No.

—¡Bájate, Hatshepsut, o llamaré a mis soldados y haré que te derriben por la fuerza!

Hatshepsut habría querido gritarle: «¡Hazlo, entonces! ¡Hazlo!», pero era un desafío sin sentido, apenas un pequeño gesto tonto. Después de encogerse de hombros descendió las gradas, con furia helada en la mirada.

—¡Allí lo tienes! ¡Es tuyo!

—Quítate la corona.

Por un momento Hatshepsut vaciló y palideció.

Al mirar dentro de esos enormes ojos negros, Tutmés vio una súplica, una temible sensación de derrota que, sorprendentemente, lo desgarró y lo llenó de compasión. También vio en ellos algo parecido a la muerte, un violento y pavoroso desmoronamiento. Estuvo a punto de extender los brazos, pero un relámpago de obstinación se abatió sobre él y disolvió ese atisbo de conmiseración.

—¡Quítatela!

—Tendrás que venir y sacármela tú mismo. Duwa-eneneh, guarda ese cuchillo. Ya ha habido demasiadas muertes.

El jefe de Heraldos envainó resignadamente su arma y apartó la vista. Tutmés se acercó a Hatshepsut y con un movimiento rápido le arrancó la pesada corona de la cabeza. El cabello de Hatshepsut cayó libremente y le enmarcó la cara. De pronto era nuevamente Hatshepsut, una mujer, una reina.

—¡Bueno, bueno! ¡Tenemos un nuevo faraón! —exclamó ella con un tono burlón que lo enfureció—. ¿Cuándo legitimarás tus derechos, Tutmés? Meryet no ve la hora de conducirte al templo y convertirse en reina.

—Meryet no me interesa —dijo él ásperamente—. Te quiero a ti.

—¿A mí? —preguntó, azorada, Hatshepsut—. ¿Quieres que yo sea tu reina?

—Por supuesto. Meryet no tiene las aptitudes de una consorte, pero en cambio tú podrías gobernar activamente junto a mí. Juntos, formaríamos una pareja invencible.

—¿Me quieres decir que, a pesar de tener las manos empapadas en la sangre todavía tibia de las personas más queridas por mí, tienes el descaro de ofrecerme matrimonio? —Eso ya era demasiado, y Hatshepsut se desplomó sobre las gradas—. Supongo que cuando yo haya muerto, podrás casarte con Meryet y continuar gobernando Egipto sin ningún riesgo para ti. ¡Eres temerario, Tutmés; temerario y sin escrúpulos!

—¡No es verdad! —le respondió él con rudeza—. No te necesito, pues, como acabas de decir, tengo a Meryet. Pero te quiero a ti.

—¿Por qué? ¿Por qué, Tutmés? Yo ya tengo casi cuarenta años y tú apenas llegas a la mayoría de edad. ¡Vaya pareja!

—Muy bien. ¿Qué haré contigo, entonces? —saltó Tutmés, irritado—. ¡No puedo permitir que te pasees de un lado a otro creándome problemas!

—Eso, faraón, Que Vivirá Por Siempre —dijo ella con una tenue sonrisa—, es problema tuyo.

Sacudió la cabeza en dirección a Duwa-eneneh y abandonó la sala de audiencias en dirección a sus aposentos silenciosos y vacíos, dejando a Tutmés de pie y enfurruñado, con la corona entre las manos.

Tutmés decretó los habituales setenta días de duelo por Hapuseneb y Nehesi. Sus cuerpos habían sido confiados a los sacerdotes sem, quienes los envolverían con vendas y los prepararían para su último viaje. Pero Tutmés omitió deliberadamente referirse a Senmut.

—No merece que se haga duelo por él —le dijo a Hatshepsut—, ni tampoco ser sepultado. Fue un traidor.

Así que ella tuvo que llorarlo a solas, postrada frente a la imagen de Amón en su alcoba solitaria, elevando plegarias por él sin sacerdotes ni acólitos que sostuvieran los incensarios y rezaran los responsos. El dolor que sentía no le daba tregua y seguía creciendo en su interior hasta que toda ella terminó por convertirse en un interminable, atroz e intolerable sufrimiento. Rehusó asistir a las procesiones fúnebres, demostrando con su ausencia la repugnancia que esa farsa le provocaba, pero contempló las ceremonias de pie sobre el techo. Murmuró algunas oraciones cuando las barcas fueron empujadas con pértigas hasta la otra orilla del río, pero no lloró. Ya no le quedaban lágrimas para hacerlo. Lo único que le quedaba era un enorme y abrumador cansancio y una soledad imposible de soportar que llenaba los vastos salones de su palacio con ecos del pasado.

Dos días más tarde Tutmés y Meryet fueron al templo y la corona fue oficialmente colocada sobre la cabeza de Tutmés. Meryet recibió la pequeña corona con la cobra, exultante y sonriendo con aire triunfal. Esa noche la fiesta se prolongó hasta la madrugada y las oleadas del jolgorio flotaron hasta los aposentos de Hatshepsut, donde ella se encontraba tendida sobre su lecho. No podía dormir. Se había negado a acudir al templo. Tutmés la había amenazado, presionado e increpado, pero ella se limitó a mirarlo en silencio y a sacudir la cabeza enfáticamente.

—¿Por lo menos me ayudarás con los problemas de gobierno? —le había suplicado.

—Si lo deseas —le respondió con indiferencia después de encogerse de hombros—. Por cierto que Meryet no te servirá de nada en ese sentido y por lo menos me dará algo que hacer.

Necesitaba llenar sus días con alguna tarea pero, al cabo de dos meses, Tutmés le anunció que podía arreglarse sin ella, y Hatshepsut se retiró a sus aposentos con la misma calma glacial.

Le dolió tener que cederle a Tutmés el mando de los Valientes del Rey, pero el nuevo faraón había exigido los brazaletes de plata con las insignias de comandante y había enviado al propio subcomandante de Hatshepsut a pedírselas. La perversidad implícita en ese detalle mezquino que tenía como finalidad infligirle una nueva humillación la enfureció y contribuyó a que le resultara menos doloroso entregarle las insignias al pobre soldado en cuyo rostro adusto se traslucía la turbación que lo embargaba. Lo abrazó, le agradeció sus servicios y lo despidió.

Tutmés nombró a Menkheperrasonb, su arquitecto, Sumo Sacerdote de Amón. Hatshepsut no se acostumbró jamás a verlo con la piel de leopardo, cumpliendo sus oficios en el santuario del Dios cuando ella se dirigía allí a orar. Más de una vez, al encaminarse al templo abstraída en sus pensamientos, esperó encontrarse con el rostro de Hapuseneb y dio un respingo al toparse en cambio con Menkheperrasonb.

Era sólo uno de los innumerables cambios. Cierto día Hatshepsut mandó llamar a Duwa-eneneh, pues quería enviarle un mensaje a su nuevo mayordomo, pero el que entró en su habitación y la saludó con una reverencia fue Yamu-nedjeh.

—Mandé llamar a mi Jefe de Heraldos, no a ti —le dijo ásperamente—. ¿Dónde está Duwa-eneneh?

Yamu-nedjeh no sonrió.

—El noble Duwa-eneneh ha sido llamado a sus heredades del sur —dijo con mucha calma—. El faraón me ha nombrado Jefe de Heraldos en su lugar.

Hatshepsut observó con tristeza a ese joven alto de cejas tupidas y rectas y hombros cuadrados. No pudo contestarle nada. Era inútil luchar, gritar, exigir que Duwa-eneneh fuese reintegrado inmediatamente a su cargo. Sabía que jamás regresaría. Despidió a Yamu-nedjeh e hizo que Nofret llevara el mensaje.

A medida que las semanas fueron transcurriendo y cada nuevo día le proporcionaba pruebas nuevas y concluyentes de que su autoridad había caducado, Hatshepsut canalizó sus oleadas de energía en un frenético y furioso ejercicio físico. Cazaba a diario, con una crueldad nueva para ella. Mataba desaprensivamente en las tierras situadas al otro lado de los muros del palacio y volvía con carros repletos de aves y animales muertos, piezas cobradas que luego no volvía a mirar siquiera. Pasaba horas tirando al blanco con el arco y las flechas: tensar y soltar, tensar y soltar, horadando un blanco tras otro. A pesar de levantarse por la mañana con los músculos rígidos y el hombro dolorido, la frustración y la furia no la abandonaron, como había tenido la vaga esperanza de que sucediera.

Menkh la acompañaba en sus correrías con el carro, contrarrestaba sus temores, corría junto a sus perros para recuperar las presas abatidas. Parecía no haber cambiado. Parloteaba sin cesar, reía y brincaba frente a ella como lo había hecho toda la vida. No prestaba atención a los omnipresentes soldados que Tutmés apostaba para vigilarlos, y que los seguían dondequiera que fueran. Pero cuando Hatshepsut miraba a Menkh a los ojos, veía sangrar una herida tan profunda como la suya, un torrente de dolor que le resultaba imposible restañar. En todas esas palabras insustanciales que salían de sus labios no había referencia alguna al pasado ni al futuro, como si quisiera mantenerse a distancia, no sólo de ella, sino también de lo vivido anteriormente. Se escudaba tras los brillantes comentarios de ingenio cortesano sumados a su propio encanto; una defensa que fatalmente terminaría por derrumbarse y dar paso al duro resplandor de la realidad.

Tutmés estaba al tanto de las actividades que ambos compartían, como estaba al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor. Sopesé las cosas, reflexionó y finalmente decidió disolver con brutal celeridad la relación de camaradería que los unía.

Menkh la esperó junto a los cuarteles, debajo de los árboles, pero no vestido para ir de caza sino de viaje. A sus pies estaba su fardo y sobre el brazo su capa. Cuando ella se le acercó, él la saludó con una inclinación; pero al incorporarse, Hatshepsut percibió una expresión atribulada en su rostro. De la noche a la mañana, las líneas de risa que le rodeaban los ojos se habían transformado en implacables señales del paso de los años. Vio a los soldados detrás de él y volvió a mirarlo a los ojos. Menkh no esperó a que ella lo saludara.

—Mis más humildes excusas, Divina Dama, pero no podré acompañaros hoy en vuestra partida de caza… ni tampoco mañana. Debo partir.

—¿Tú? —preguntó ella, apabullada.

En el rostro de Menkh afloraron por un instante la aflicción, la furia y algo más; algo extraño y alarmante que pugnaba por apoderarse de él.

—El faraón necesita un guerrero de carro para incrementar el número de integrantes de un nuevo escuadrón que ha formado. Está constituyendo una nueva fortaleza en la frontera con Nubia, y me ha destinado allí. —Por último sonrió, pero esta vez con amargura—. Es un lugar que queda lejos, muy lejos de aquí.

—¿A qué distancia?

Hatshepsut estaba anonadada. ¿Cómo era posible que Tutmés, por inconmensurables que fueran sus recelos y sus sombrías especulaciones, pudiera imaginar siquiera que Menkh sería capaz de tramar algún complot con ella? Menkh, con ese temperamento alegre, abierto y transparente para todos.

—A una distancia tan abrumadora que no creo que jamás regrese. Esta guarnición se encuentra en pleno desierto, rodeada por los hombres de Kush. Pero los años son más largos que las distancias. En una palabra, Majestad —concluyó bruscamente—: he sido desterrado.

La mente de Hatshepsut se negó a funcionar. ¡Tú no, Menkh! ¡Mi último amigo, mi último recuerdo viviente! Si tú te vas, ¿quién me hablará de mi infancia en estos días en que no me queda otra cosa? Y Tutmés lo sabe. ¡Qué actitud tan implacable y rencorosa; y tan típica de él! ¿No le basta con tener mi trono?

—¿Y qué me dices de Ineni? —dijo, en cambio—. Sin duda Tutmés lo escuchará.

Menkh se encogió de hombros.

—Mi padre acudió al faraón. Tutmés lo trató con gran deferencia y respeto, pero no sirvió para nada. Mi padre ya es anciano y le tiemblan las manos. Su lengua ya no posee la persuasión de antes. Se le dijo que si su hijo elegía asociarse con un traidor, era natural que pagara las consecuencias.

—¿Y si yo intercediera por ti?

—¿De qué serviría? Perdonadme, Majestad, pero lo único que lograríais sería incrementar su odio.

—Y tú sufrirías las consecuencias. ¡Lo conozco bien! Pero ¿qué sufrimiento podría ser peor que éste, querido amigo de mi juventud?

Menkh contempló todo lo que lo rodeaba saboreando la gloria del día, con los ojos entornados por el fuerte resol. Los árboles crujían sobre sus cabezas y el estridente gorjeo de los pájaros era como una música disonante.

—He vivido toda mi vida en el paraíso —dijo, y lanzó una carcajada—. Ahora debo transitar por los infiernos. Será una marcha calurosa y desesperanzada. Sin embargo, Majestad, no pierdo las esperanzas.

Lo dijo con tono jovial, tratando de levantarle el ánimo, pero Hatshepsut no se dejó engañar.

Algo dentro de ella se tensó y se quebró.

—¡Oh, Amón, Amón! —exclamó—. ¿Acaso no he sido siempre obediente? ¿No he sido tu hija leal? ¿Por qué también esto?

El eco de su voz reverberó hasta ella desde el otro extremo del campo de adiestramiento, devolviéndole palabras que no eran las que ella había pronunciado. «¿Y yo, no te he dado acaso lo que tu corazón anhelaba? ¿No supusiste que el precio sería muy alto?».

Hatshepsut se mordió los labios.

—Conserva las esperanzas si quieres, querido amigo, pero mucho me temo que morirán contigo. Yo, por mi parte, ya he perdido toda esperanza y toda alegría.

Menkh se le acercó.

—Adiós, Hatshepsut, faraón, Que Vivirá Por Siempre. Es mucho lo que hemos llevado a cabo juntos. Cuánto más habríamos podido hacer si no hubiese intervenido la mano del destino.

No lo dijo como un criado a su amo sino como un amigo a otro amigo.

Por más que lo miró a los ojos, Hatshepsut no pudo encontrar ni rastro del joven que había bailado en sus fiestas, que solía hacer restallar el látigo alegremente sobre las cabezas de sus gallardos caballos, que se había burlado de ella en el campo de batalla por el sudor y la mugre que la cubrían y la furia que la embargaba. Silenciosamente, Hatshepsut se despidió de las risas y de la despreocupada alegría que habían coloreado su relación a lo largo de los años. Tuvo la premonición de que los dioses abatirían a Menkh mucho antes de que los hombres de Kush tuvieran ocasión de tensar sus arcos.

Se inclinó apenas hacia adelante y lo besó en la boca.

—No hables más del destino —le dijo con aspereza—. Recuérdame, Menkh, en las largas noches del desierto, como yo te recordaré a ti.

Él le hizo una reverencia y levantó su fardo.

—Sea —dijo—. ¡Tal vez encontréis otro conductor para vuestro carro, Majestad, pero juro que ninguno tendrá mi gracia!

Su sonrisa era una mueca repulsiva, una parodia de su risa fácil.

Ella no respondió sino que permaneció inmóvil y siguió observándolo hasta que él y los guardias desaparecieron entre los gruesos árboles que bordeaban el agua.

Jamás volvió a salir de caza.

La implacable reorganización de Tutmés siguió adelante. Tahuti fue perdonado gracias a sus conocimientos, pero se le relegó al cargo de Subtesorero, mientras el salvaje Minmose, con sus ruidosas carcajadas y sus modales toscos, fue nombrado Tesorero. May se convirtió en Portador del Abanico Real de la Mano Derecha del Rey. Los Portadores de Abanico de Hatshepsut fueron despedidos y ella lamentó profundamente la pérdida de esos dos hombres que siempre caminaron junto a ella meciendo las plumas color escarlata sobre su cabeza coronada. Encomendó esa tarea a sus criadas pero siguió caminando con arrogante desdén, a pesar de tener que exhibir ese nuevo emblema de humillación pública, pues era un cargo que siempre se asignaba a varones. Nakht, el conductor de carros que jamás había perdido una carrera, se convirtió en Mensajero Real de Tutmés, y las ruedas de bronce de su vehículo recorrieron a toda velocidad el país, sirviendo a ese faraón cuya inflexible mirada se dirigía siempre al norte, hacia Rethennu y más allá todavía. De pronto, los salones de los ministerios comenzaron a llenarse de hombres de aspecto aguerrido, los secuaces de la época en que Tutmés militaba en las filas del ejército, y en Tebas comenzaron a correr rumores de guerra.

Hatshepsut empezó a huir de ese palacio que se había vuelto tan inhóspito para ella. Solía cruzar el río a primera hora de la mañana y transitar sola por la avenida que conducía a su templo, entre la mirada serena e indiferente de esas esfinges que no reconocían en ella la imagen de su creadora. Luego ascendía por las rampas y deambulaba por las capillas seguida por los sacerdotes que aún la veneraban, dejando que la paz y la belleza inmutables de los atrios rodeados de pilares la consolaran.

Nunca se detuvo a leer su propia biografía ni Jade Senmut. Las palabras se encontraban talladas para siempre en su alma en ardientes jeroglíficos. No necesitaba que ninguna pintura le recordara quién era ni de dónde procedía. Tutmés o no Tutmés, ella seguía siendo Dios y siempre lo sería. Mientras caminaba bajo la sombra verde de sus árboles de mirra y hundía sus dedos en los estanques sagrados, le pareció que Senmut avanzaba a su lado, y que sus fuertes brazos aguardaban con impaciencia el momento de abrazarla.

Qué rápido ha pasado el tiempo, pensó Hatshepsut, contemplando desde las terrazas la cinta plateada y candente del río. Si parece que fue apenas ayer que me abrí paso entre los cañaverales y lo vi allí, parado, con su lienzo de tela ordinaria, la cabeza rapada y mi lanza en la mano. ¡Mi pequeño sacerdote we’eb! Mañana lo veré de nuevo, caminando y conversando con Ineni mientras tratan de resolver juntos algún problema inesperado. Pasado mañana vendrá a mí y celebraremos juntos; y me servirá vino y me rodeará el rostro con las dulces y azules flores del loto. ¡Gran Erpa-ha, príncipe de Egipto para toda la eternidad!

Recuerdo haber pensado en una oportunidad que sólo dos cosas me importaban: el pueblo y el poder. Pero estaba en un error. Pues detrás del pueblo y el poder se ocultan dos misterios mucho más grandiosos. El Dios. Y el amor de Senmut.