26

Egipto se agitaba en el periodo previo a la inundación y por fin Hatshepsut oyó las anheladas palabras que ya comenzaba a dudar escucharía alguna vez. Duwa-eneneh corrió hacia ella por el césped cuando Hatshepsut se dirigía a su lago para tomar un baño. Tenía el rostro encendido, y ella se detuvo y lo esperó, ansiosamente, con las manos apoyadas en la cintura. El heraldo se frenó de golpe y le hizo una reverencia. Hatshepsut tuvo que contenerse para no tomarlo de los hombros y comenzar a zamarrearlo.

—¡Han sido avistados! —gritó él—. ¡Entrando en el río por el canal! ¡El mensajero se encuentra en el interior del palacio!

Ella giró sobre sus talones y desandó camino, con su séquito de mujeres detrás. En la sala de audiencias, el medjay se postró.

—¡De pie! ¡Cuéntamelo todo! ¿Son todavía cinco las naves? ¿Qué aspecto tienen?

—El de cinco cisnes destartalados, Majestad —dijo el hombre y luego sonrió—. Pero avanzan velozmente por tratarse de embarcaciones que deben oponerse a los comienzos de la inundación.

—¿Cuánto tardarán en llegar aquí?

—Diría que unas cinco o seis semanas más. Parecen estar muy cargados y pronto se verán obligados a bajar la marcha a medida que el caudal de agua vaya creciendo.

Hatshepsut se volvió al altar emplazado en un rincón, sintiendo que una nueva vida comenzaba a inundaría, pero no pudo expresar su gratitud. A pesar de que Amón le sonreía complacido, el nombre que sus labios pronunciaron en voz baja fue el de Senmut, pues estaba como aturdida y obnubilada por la felicidad que la embargaba. Despidió al mensajero y mandó llamar a Hapuseneb.

Acudió de inmediato, aliviado al ver su expresión radiante. Cuando Hatshepsut le contó que los barcos habían sido avistados, Hapuseneb sintió que le quitaban un enorme peso de los hombros.

—¡Loado sea Amón! ¿Habéis recibido cartas, Majestad?

—No, solamente el mensaje. Muy pronto llegarán sin duda noticias del mismo Senmut, pero mientras tanto quiero que comiences los preparativos de un día de festejos solemnes, Hapuseneb. ¡Le daremos la bienvenida como la que ningún faraón ha recibido jamás de su pueblo!

—No comprendo.

Hapuseneb quedó atónito. Sus ojos buscaron los de Hatshepsut.

—Tampoco yo lo comprendo bien, pero es posible que, en fin de cuentas, Tutmés acabe perdiendo el trono a pesar de su poderío.

De pronto Hapuseneb supo lo que ella se proponía.

—Majestad —le dijo, acercándosele—. ¡Os suplico, os imploro como mi Soberana Divina y mi Dios, que no lo hagáis!

—¿Por qué no? ¿Por qué no habría de casarme con él? Sería un faraón poderoso.

—Sí, pero demasiado poderoso. ¿Creéis que se resignaría a recibir los títulos y que Vos retuvierais el poder, como ocurrió con el Dios Tutmés? Como vuestro brazo derecho su fuerza es muy grande, pero como vuestra cabeza, terminaría por quitaros el trono. ¿Y cuánto tiempo creéis que transcurriría antes de que Tutmés formara un ejército y arremetiera contra Senmut para reclamarle lo que considera suyo? Entonces no se habría ganado otra cosa más que tiempo.

—Tiempo —murmuró ella recorriendo con la mirada esa habitación enorme en la que reverberaron sus palabras—. Tiempo. Lo lamento, Hapuseneb. En un momento de debilidad, sólo trataba de eludir lo que vendrá.

—Es imposible eludirlo, Majestad. Sólo es posible postergarlo. Perdonadme, pero no es propio de la divina perfección que sustentáis el intentar prolongar vuestra agonía con un recurso tan barato.

—Me ofendes —dijo Hatshepsut con serenidad, cerrando los ojos un momento y luego volviéndolos a abrir—, pero tienes razón. Siempre tienes razón, viejo amigo. Entonces habrá sufrimientos, ¿no es verdad? ¿Estaré algún día preparada para enfrentarlos? Pero, dejémonos de hablar de futuro y vivamos el presente cuanto nos sea posible. Dispón todo para que Amón sea traído a la ciudad en su barca sagrada antes de la llegada de la flota. Juntos les daremos la bienvenida a las naves. No creo que falte mucho.

Hapuseneb se preguntó si el proyecto de casarse con Senmut habría ido tomando forma durante mucho tiempo en su mente, o si se trataba de un súbito estallido de emoción. No deseaba pasar los últimos años de su vida ensuciándose las manos con sangre, y estaba convencido de que si ella llevaba adelante sus planes no tendría otra alternativa que hacerlo. Ella se alejó pensativamente y Hapuseneb no se atrevió a hablar más del asunto.

—No cabe duda de que se trata de un gran logro —comentó—; algo que ningún faraón podrá igualar.

Hatshepsut se detuvo y, sin volverse, dijo fríamente:

—Tutmés si lo hará.

Todos los días recibía noticias frescas de sus centinelas, y las cinco naves avanzaban trabajosamente río arriba, luchando contra la colérica y cenagosa corriente provocada por la Lágrima de Isis. Finalmente, un agotado marinero le llevó a Hatshepsut un rollo que ostentaba el sello del propio Senmut. Lo rompió con impaciencia para enterarse lo antes posible de su contenido. Había olvidado que Senmut ignoraba lo acontecido desde su partida y que tal vez la creyera prisionera mientras Tutmés se arrogaba la dignidad real. Las palabras que leyó eran corteses, admirativas; las palabras de un súbdito a su señor. Ningún asomo de afecto campeaba por esas páginas descoloridas. Afirmaba que se encontraba bien y no habían perdido a ningún hombre. Habían llegado a Ta-Neter y era mucho lo que tenían para contar sobre las riquezas y la barbarie que allí encontró. Nehesi también le enviaba sus respetuosos saludos. Hizo la carta a un lado, a punto de llorar, abrumada por todo el tiempo transcurrido. En ese preciso instante llegó otro despacho, esta vez de Gaza. Mientras le echaba un vistazo superficial al informe, al principio sonrió y terminó riendo histéricamente. El rollo era de Tutmés y en él le anunciaba que había tomado Gaza y se encontraba camino de Tebas.

Esa última noche, cuando la flota ancló río abajo a sólo treinta kilómetros de allí y esperaba su arribo a la mañana siguiente, creyó que no podría conciliar el sueño. Pero durmió profundamente, sin sueños, como solía hacerlo en su juventud. Despertó al despuntar el alba y oír las voces sonoras de los sacerdotes, más vital y fresca de lo que se había sentido en meses. Envió a Hapuseneb a elevar sus plegarias en su nombre para tener tiempo de prepararse para recibir a los hombres que habían realizado una travesía a lugares tan remotos y regresaban, casi como si volvieran de la muerte. También el palacio despertó con nuevo vigor. Las multitudes ya se dirigían a los muelles entre gritos y risas. Las calles que conducían del puerto al palacio habían sido festoneadas con flores. Las banderas flameaban en las altas astas de madera, y los Valientes del Rey se encontraban apostados debajo de ellas, vestidos con sus mejores y relucientes galas.

Amón fue sacado del templo y los moradores de la ciudad hicieron un silencio reverente cuando el sol iluminó su cuerpo de oro. El faraón caminaba junto al Dios, llevando los símbolos de su autoridad cruzados sobre su pecho enjoyado, la cabeza erguida y una tenue sonrisa en su boca roja, mientras a su paso, todos se postraban sobre las calles de piedra. Detrás de Hatshepsut marchaban los nobles de Egipto, y el silencio se hizo más intenso, pues muchos de los hombres que la seguían eran figuras casi legendarias, cuyos nombres estaban en boca de todos desde hacía casi veinte años. Junto con el glorioso júbilo propio de una ocasión tan memorable, flotaba en el aire cierta nota de pesar, como si todo aquello estuviera a punto de derrumbarse con un estallido postrero de majestad. El sol derramaba sobre la procesión una luz clara y transparente que parecía convertir a esas figuras en llamas vivas de la Barca de Ra. El hechizo se rompió y las aclamaciones volvieron a estallar. Hatshepsut y sus nobles llegaron a orillas del río ovacionados por un aplauso ensordecedor.

Se sentó y los miembros de la corte se agruparon junto a ella. Estaba inmóvil, mirando fijamente río arriba hacia el recodo todavía vacío, un estanque de agua cenagosa entre los campos de tierra oscura que se extendían hasta unas colinas distantes. Gradualmente los sonidos fueron acallándose y transformándose en una quietud tensa y expectante. Todas las cabezas estaban vueltas hacia el norte; los ojos de todos se cansaron de escudriñar en vano en esa dirección. Permanecieron así durante una hora, como congelados por un hechizo; un extraño conjunto de estatuas ancestrales.

Alguien lanzó un grito excitado, sofocado a medias y señaló. Hatshepsut se puso de pie de un salto, mareada y débil por el repentino estremecimiento de temor y de júbilo que la recorrió de arriba abajo. Allí venían, doblando el recodo con majestuosa lentitud, los remos hundiéndose y saliendo de nuevo a la superficie, las velas izadas para aprovechar el viento del norte. Las cubiertas estaban atestadas de diminutas figuras oscuras que comenzaron a agitar los brazos y a gritar, cuyas voces llegaron vagamente a la bullente ciudad. Hatshepsut asió el cayado y el desgranador, se aferró a ellos y se los estrujó contra el pecho, consumida por la impaciencia. Los barcos siguieron acercándose. Ahora se divisaban con claridad dos personas inmóviles, de pie en el extremo de la proa de la primera nave. La mirada de Hatshepsut voló hacia ellas y no las abandonó. Los remos se hundían una y otra vez pero Hatshepsut no pudo seguir escuchando los gritos de los marineros pues, a su alrededor, estalló una clamorosa ovación que fue creciendo y creciendo en intensidad.

Al cabo de un momento de contemplación y de espera que le resultó interminable, por fin encontró su cara y su mirada firme y cálida. Se miraron a través de ese trecho de agua que era cada vez más angosto, sin moverse ni decir nada, sólo bebiéndose con los ojos. Ambos comenzaron a sonreír y Hatshepsut lanzó los brazos hacia arriba, riendo ya sin control, mientras el incienso se elevaba una vez más, triunfalmente, los sacerdotes entonaban cánticos y la gente aullaba su bienvenida.

—Tebas y todo Egipto os saluda, guerreros y príncipes —gritó Hatshepsut cuando el primer barco viró suavemente hacia sus amarras y bajaron la rampa.

Los otros barcos maniobraban para amarrar, con las cubiertas repletas de toda clase de extrañas maravillas. Todos la miraban con regocijo, pero ella sólo tuvo ojos para Senmut. Descendió por la rampa en dirección a ella, franqueado por Nehesi, y luego ambos se postraron sobre la piedra caliente del suelo del embarcadero. Luego se incorporaron y aguardaron, mirando cómo ella los observaba fijamente.

Senmut no había cambiado. De hecho, parecía más joven y en mejor estado físico que cuando zarpó. Su mirada era límpida y bajo sus ojos ya no había sombras. Las arrugas que las preocupaciones habían comenzado a trazar alrededor de su nariz y su boca habían desaparecido; sus músculos se veían más tensos y atractivos. También en Nehesi se había operado un leve cambio. Los suaves planos de su rostro negro estaban, tal vez, más destacados; su cuerpo macizo y fuerte lucía más compacto y ágil. La saludó con el mismo respeto sereno y la misma monumental indiferencia que siempre había demostrado ante la muchedumbre exultante y los cortesanos obsecuentes. Hatshepsut le entregó el cayado y el desgranador a User-amun y abrazó a ambos, mientras en sus largas pestañas brillaban algunas lágrimas.

Senmut se volvió hacia las naves e indicó sus cubiertas cargadas.

—Presentes para Amón y para Vos, Majestad —dijo. Antes de mirar las naves, volvieron a intercambiarse una mirada y ella volvió a sonreír, deleitada con esa dulce voz que seguía resonándole en los oídos. En cada cubierta habían instalado un toldo, debajo del cual se apiñaban los árboles de mirra con sus troncos jóvenes y flexibles y sus ramas alegres y oscilantes. Sus raíces seguían hundidas en panes de tierra que habían excavado para extraerlos, y que luego fueron atados flojamente con telas húmedas. Junto a ellos había otra pila de bolsas—. Árboles de mirra para los jardines del valle sagrado —dijo Senmut—, y bolsas de mirra, listas para perfumar e incensar.

—Árboles para Amón, tal como él lo deseaba —dijo Hatshepsut con los ojos brillantes y brazos que ya le dolían de tanto desear abrazarlo—. Oh, Senmut, ¡esto es realmente maravilloso! Haz que los marineros los descarguen enseguida y los lleven al otro lado del río para que los jardineros puedan comenzar a plantarlos. Necesitarán mucha agua. ¿Cuántos son?

No pudo calcularlo con la vista, pues le parecieron una suerte de bosque verde que nacía de los maderos mismos de los barcos.

—Treinta y uno. También traemos ganado, mucho oro y otras cosas preciosas.

Durante un rato permanecieron allí viendo descargar con gran cuidado los árboles. Amón fue llevado de vuelta al templo, y Hatshepsut y su cortejo regresaron lentamente al palacio, parloteando excitadamente como un grupo de coloridos pavos reales. En la sala de audiencias ella ascendió al trono y los nobles se agruparon a su alrededor, preparados para presenciar la ofrenda de los tributos. Senmut y Nehesi se situaron de pie, uno a cada lado del trono dorado, observando con mirada serena los dones que le eran presentados a Hatshepsut uno por uno, de acuerdo con el ceremonial, y luego quedaban depositados a sus pies. En primer lugar le ofrecieron las bolsas de mirra, que saturaron el recinto con su fragancia pesada y persistente. Tahuti y sus escribas comenzaron a pesarías y a anotar su valor.

Punt abundaba tanto en oro como Egipto, y Tahuti vigiló atentamente idéntico procedimiento con las pepitas, y el polvo y las incontables bandas de oro, que luego se dividieron entre Amón y las arcas del tesoro real. Nehesi se inclinó hacia Hatshepsut y le dijo:

—Prestad atención, Majestad, a la enorme cantidad de bandas muy anchas de oro. Son tantas porque la gente de Punt las confecciona para cubrirse las piernas. Lo veréis en un momento, pues siete de los jefes insistieron en acompañamos con sus correspondientes esposas y familias para manifestarle a Vuestra Majestad su alegría al ver restablecidas las relaciones con Egipto, y presentaros sus votos de paz y prosperidad.

Nehesi lo dijo con una sonrisa un tanto irónica en los labios, y Hatshepsut no pudo menos que sonreír también, segura de que si esos moradores de Punt se encontraban en Egipto, no era precisamente por propia voluntad.

A la derecha del trono comenzaba a apilarse el oro, mientras otros miembros de la servidumbre formaban una verdadera montaña de colmillos de marfil y otros se esforzaban por transportar enormes planchas de renegrido ébano. Detrás aguardaban más esclavos, prácticamente sepultados bajo una serie de pieles de distintos animales: de pantera, de leopardo para los sacerdotes, y otras. Sólo al cabo de un rato Hatshepsut cayó en la cuenta de que no toda esa confusa masa de pelaje pertenecía a animales muertos, pues doce de los ciudadanos de su zoológico encontraban cierta dificultad en inclinarse ante ella y, simultáneamente, sostener de la correa a una variedad de perros, monos y simios que armaban un estruendoso alboroto con sus ladridos, lloriqueos y aullidos. Luego le presentaron un guepardo: una bestia flaca, veteada y señorial que los contempló con mirada fría e impávida. Senmut le aclaró a Hatshepsut que se trataba de una dádiva muy especial que le enviaba Parihu, el más importante de los jefes de Punt, para su uso exclusivo, y que era un animal de caza extremadamente feroz y letal. Ella tomó la cadena de oro sujeta al collar del guepardo y, poco después, la bestia se incorporó, trepó por las gradas y se instaló junto a Hatshepsut, con su tibio y huesudo lomo apoyado contra las piernas desnudas de Senmut.

El desfile de ofrendas prosiguió: una infinita variedad de maderas, oscuras y duras, ligeras y con atractivas vetas y texturas, con fragancias dulzonas, capaces de llenar de gozo a cualquier tallador. También había plumas de avestruz, pintura para los ojos y aceite de mirra. Y Nehesi se había ocupado personalmente de llevarle una selección de flores y plantas exóticas de Punt para que ella pudiera incorporarlas a su propio jardín.

Cuando todas las dádivas quedaron finalmente depositadas a sus pies, Hatshepsut recorrió los distintos montones de pilas y ayudó a dividir los tributos mientras los sacerdotes de Amón aguardaban su tajada, mirando y tocando cada objeto con el júbilo entusiasta de las criaturas. Cuando el salón fue despejado, volvió a ocupar el trono y le presentaron a los siete jefes. Hatshepsut quedó sorprendida al comprobar que se parecían mucho a los egipcios, pues tenían tez clara, cabello negro y largo y eran de constitución pequeña. Como Nehesi le había adelantado, todos usaban bandas y pulseras de oro en una pierna, desde el tobillo hasta la cadera. Se le acercaron reptando por el suelo dorado y ella les indicó que se pusieran de pie. Los hombres llevaban barba y en sus rostros delgados y austeros asomaban ojos curiosos; las mujeres y los niños vestían como ellos: faldellines cortos muy semejantes a los de la misma Hatshepsut. Les dio la bienvenida con tono cordial y recalcó el respeto que les profesaba como habitantes de la tierra de donde procedían los dioses, y también expresó votos para que entre ambos países hubiera siempre una relación de paz y de intercambio comercial como antaño. Los visitantes la escucharon con rostro impasible, sin apartar los ojos oscuros de su cara maquillada. Uno de los hombres dio un paso adelante, se inclinó y comenzó a cantarle loas con voz entrecortada y palabras apresuradas.

De pronto, Hatshepsut comprendió lo que sentía esa gente. Levantó una mano y el hombre interrumpió su discurso.

—Os he dado la bienvenida —les dijo— y he hecho preparar una gran fiesta para vosotros, pues esta noche comeremos juntos. Pero vosotros no os sentís bienvenidos. Teméis que, así como habéis sido arrancados de vuestros hogares, jamás regresaréis a ellos. Quiero haceros la siguiente promesa: quedaos en Egipto todo el tiempo que se os antoje y, cuando queráis regresar a vuestras tierras, os enviaré a Ta-Neter con una escolta de soldados y muchos regalos. Os lo juro formalmente como rey y faraón de Egipto.

Las gentes de Punt sintieron un profundo alivio al escuchar esas palabras y comenzaron a parlotear entre sí en su extraño idioma. Hatshepsut se puso de pie.

—Ahora iremos al templo para agradecerle a Amón y ofrecerle su tributo —dijo.

Abandonó la sala de audiencias precedida por Hapuseneb y flanqueada por Senmut, y echaron a andar solemnemente hacia el templo de Karnak. Frente a las puertas abiertas del santuario, Hatshepsut pudo por fin pronunciar las plegarias que debió reprimir durante esos dos años de espera.

Oró fervientemente, primero tendida sobre el suelo y luego de pie, para dirigirse al Dios públicamente.

—Quiero que sepáis lo que me fue ordenado. He prestado oídos a mi Padre Amón, quien me expresó sus deseos de que, en su nombre, estableciera un Punt en Egipto y plantara los árboles de la tierra del Dios junto a su templo, en su jardín. No me mostré remisa en cumplir sus deseos. Él me eligió como su predilecta y yo conozco todos sus deseos. Por eso le he creado un Punt en su jardín, tal como me lo solicitó.

Hatshepsut enumeró entonces todos los dones que le presentaba a su poderoso Padre, excusándose luego en voz baja por su falta de fe, sus dudas y las palabras duras que le había dirigido. Y volvió a rendirle homenaje poniéndose de rodillas. Desde detrás de la estatua del Dios, la voz del oráculo flotó hasta los asistentes.

—El Dios te da las gracias, Hija de su cuerpo y Rey de Egipto. Vete en paz. Punt ha venido a Egipto y Amón se encuentra complacido.

El ritual había concluido. Los presentes se dispersaron para tomar su descanso acostumbrado, pero Hatshepsut se dirigió a los jardines con Senmut. Se sentaron a la sombra fresca de un sicómoro de copa ancha, conscientes de cierta cohibición entre ambos. Por más que se abrazaron, era evidente que les costaba mirarse a los ojos.

—Háblame de Punt —dijo ella por fin—. ¡No tienes idea de cuántas veces he imaginado estar a tu lado en el barco y contemplar contigo esos horizontes desconocidos que jamás podré conocer!

Camino a la sala de audiencias, Hapuseneb había llevado aparte a Senmut para ponerlo rápidamente al tanto de la muerte de Neferura y de la feroz presión ejercida por Tutmés. Senmut seguía consternado por las noticias y, al percibir cierta nota de tristeza en la voz de Hatshepsut y cierto aire de fatalismo y de apatía en su actitud, aunque exteriormente siguiera tan hermosa y agraciada como siempre, comprendió con cuánta intensidad la había acosado el destino en esos dos últimos años, mientras para él la vida pareció detenerse y dar un paso atrás. De repente volvió a sentir su apremio, sólo que en esta ocasión el destino tomó la forma de un monstruo destructivo dispuesto a arrojarlo inexorablemente al abismo que acababa de abrirse a sus pies, al final del largo camino recorrido desde sus épocas de aprendiz junto a Ineni.

Al espiar dentro de ese hoyo profundo en que se había convertido su futuro, asomado vacilantemente al borde, sintió que un viento implacable le azotaba la espalda. No hizo referencia alguna a Neferura, cosa que fue un verdadero alivio para Hatshepsut.

—Cuando salimos del canal viramos hacia el sur —dijo—, pero eso ya lo sabes. Nos mantuvimos cerca de la costa durante muchos meses, buscando siempre el lugar del que tanto habían hablado el bibliotecario y nuestros antepasados. Ya casi desesperábamos de encontrarlo cuando, al echar anclas cierta noche, fuimos recibidos por Parihu, el jefe que te mencionó Nehesi. Era obvio que le inspirábamos miedo con nuestros arcos y hachas, pero nuestras palabras fueron de paz y, al contemplar las facciones de esos hombres, supimos enseguida que estábamos frente a los moradores de la tierra santa. Parihu estaba anonadado por nuestra intrepidez; ¡hasta nos preguntó si habíamos caído de los cielos!

Hatshepsut sonrió apenas, pues sentía una opresión en la garganta por el dolor y el placer que le causaban la voz y el cálido abrazo de Senmut.

—¡Qué momento! ¡Qué bendito momento! —exclamó, y el alivio y la emoción hicieron que rompiera a llorar.

Senmut no recordaba ninguna otra ocasión en que el faraón hubiese florado tanto, en silencio, aparentemente sin motivo. Se preguntó cómo se las habrían arreglado Menkh, User-amun y Tahuti en su ausencia, enfrentados a un gobierno inestable y a una mujer acosada. La apretó más contra sí y prosiguió con su relato como si las lágrimas de Hatshepsut no se desbordaran ya sobre sus faldas.

—Ati, la esposa de Parihu, es la mujer más inmensamente gorda que he visto en mi vida, y llegó a la playa montada en el jumento más pequeño que he visto en mi vida. El inescrutable Nehesi casi hizo fracasar la expedición con sus esfuerzos por contener la risa. Al parecer, para la gente de Punt la obesidad es un signo de gran belleza; ¡y te aseguro que, con ese criterio, Ati era una verdadera hermosura! Viven en chozas construidas con troncos de palmera muy por encima del nivel del río, sobre pilotes, rodeados por una jungla densa…

Y así prosiguió Senmut con su relato, acariciándole el pelo y hablando sin cesar mientras el calor aumentaba y la quietud y el silencio se apoderaban de los jardines; tratando de llenar su cabeza con imágenes que no fueran las de los fantasmas sombríos y desesperados que la carcomían. Cuando Senmut bajó la vista descubrió que Hatshepsut estaba dormida; le besó los ojos, sonrió para sí, se recostó contra el tronco del árbol arrastrándola con él, pero no se entregó al sueño. Descansó, con la mirada fija en la tierra que el calor hacía bailotear frente a sus ojos, mientras por su mente desfilaban lentamente los eventos más importantes de su corta vida, teñidos de un aura triste y lejana, como algo definitivamente perdido.

Hatshepsut siguió durmiendo acurrucada junto a Senmut hasta el atardecer, cuando resonaron las trompetas en el interior de los muros del templo. En el salón de banquetes, la servidumbre se afanaba en dar los toques finales a las mesas doradas llenas de flores para el banquete que se ofrecería en honor a los príncipes de Ta-Neter.

Hatshepsut despertó sobresaltada, se enderezó y miró a su alrededor para ver dónde estaba. Senmut le rozó el brazo y ella se volvió, fijando sus ojos en ese rostro que amaba desde hacía tanto tiempo, tocando ese sueño hecho realidad. Por fin había regresado.

Era una noche muy especial. Algo de la magia del pasado se derramaba sobre los vastos salones iluminados con lámparas y los corredores con columnatas; algo de las épocas en que Tutmés era apenas un niño y las fiestas de Hatshepsut se prolongaban hasta el amanecer. Pero también flotaba en el aire la sensación de que era un espectáculo hermoso que ya llegaba a su fin.

En lo más profundo de su ser, Hatshepsut sabía que ésa era la última de sus grandes fiestas. Se había vestido para ella con el mismo cuidado y suntuosidad con que lo habría hecho si caminara hacia su muerte. Llevaba la doble corona, y se preguntó si Nofret volvería a colocársela en alguna otra ocasión. Ostentaba el collar real de oro y el pesado pectoral de su coronación, en el que se destacaba el Ojo de Horus. Las cruces egipcias, símbolos de la vida, le ceñían los brazos, y en los dedos de la mano lucía grandes anillos de oro con piedras azules, púrpuras y verdes. Sus sandalias eran de cuero rojo y estaban adornadas con relieves de oro representando flores de loto y, en su faldellín, diminutas cuentas doradas se adherían como gotas de lluvia a la suave tela de lino.

Tomó asiento entre los hombres que habían formado el grupo de poder más indestructible y unido de Egipto de los últimos veinte años: Senmut, su bienamado, con las vestiduras del príncipe que era, sus ojos bordeados del kohol, contemplándola por encima de las flores; Nehesi, el negro, general y canciller, portando nuevamente el gran Sello en su sencillo cinto de cuero, con el rostro impasible bajo el casco azul; Hapuseneb, el de la mirada serena y sensata, envuelto en su lienzo sacerdotal y con los dedos sumergidos en el bol de agua; Tahuti, con el ceño todavía fruncido mientras las largas listas de tributos seguían desplegándose en su mente; User-amun, los ojos negros lanzando destellos y gesticulando exageradamente con las manos, con una sonrisa en su cara agraciada, mientras Menkh se le acercaba para no perderse el final de la broma; Puamra, jugueteando con la comida que tenía en el plato, con una expresión meditabunda en su rostro hermético; Inebny el Justo, en animada conversación con el Virrey del Bajo Egipto, las cabezas de ambos juntas y sus pensamientos inmersos en algún asunto diplomático, ajenos por completo al barullo que los rodeaba; Duwa-eneneh ocupando su lugar en la grada inferior de la tarima, con el rostro encendido, comiendo y contemplando las bailarinas desnudas, su bastón de heraldo apoyado en el suelo junto a él; el pobre y cortés Ipuyemre, su Segundo Profeta, incapaz de expresarse pero consagrado por completo a sus funciones; el formal Amun-hotpe; Senmen el Poderoso; Amunophis, su mayordomo. Nombres, caras —rostros que ya eran historia viviente—; voces que pronto se acallarían, inteligencias brillantes ahora agotadas, cuyos días de gloria llegaron y ya se perdían en la distancia como trozos de una hoja seca arrastrada por las aguas del río. Estos pensamientos poblaban la mente de Hatshepsut mientras recorría esos rostros con la mirada, su copa volvía a ser llenada y ella apuraba el vino. Los jefes de Punt comían en silencio, observándola con curiosidad. Extrañaba a Yamu-nefru, con su hablar pausado y parsimonioso y sus gestos lánguidos; y también echaba de menos a Djehuty y a Sen-nefer, pues siempre le habían proporcionado una sensación de intemporalidad, tal vez por el hecho de que el origen de sus familias y la de ella se perdían en la bruma de las épocas más remotas de Egipto, como un hilo que enhebraba el pasado, el presente y el futuro.

Ta-kha’et estaba sentada entre las princesas y las esposas de los nobles, con su inseparable gato gris dormido hecho un ovillo sobre sus faldas, el cabello castaño rojizo destacándose entre ese mar de testas negras adornadas con pequeñas coronas. Había terminado de comer y no le quitaba los ojos de encima a Senmut. Él había acudido a su lado al atardecer, antes de vestirse para la fiesta y ella se le colgó del cuello, llorando. Senmut no la había olvidado, y le entregó los regalos que le traía de esas tierras lejanas. Luego se sentaron un rato en el tranquilo estudio de Senmut, tomaron cerveza y conversaron, pero Ta-kha’et sabía que también esa noche dormiría sola, como lo hacía desde hacía tanto tiempo. Como de costumbre, no se quejó, ni siquiera interiormente. Senmut había vuelto, estaba de nuevo en casa, y volverían a jugar a las damas en las interminables tardes, junto a su estanque, a la sombra de los sicomoros.

Hubo música y vino, y el relato del viaje contado por el hijo de Ipuky; y más vino y bailes, y más vino. La algarabía y el clamor fueron creciendo mientras la luna menguaba. Los salones, los jardines e incluso el templo se encontraban llenos de gente que celebraba el evento, y los gritos, vítores y risas se propagaron hasta la otra orilla del río.

También Hatshepsut bebió y rió hasta sentir que los años se transformaban en meses, luego en semanas y luego en días. Los días se volvieron minutos y los minutos, segundos; segundos preciosos e invalorables, más vitales, más hermosos, más duraderos que todo el oro de sus arcas. Por último intercambió una mirada con Senmut y ambos abandonaron el alboroto del salón y se abrieron paso dificultosamente por entre los grupos que atestaban el jardín, caminando deprisa por las avenidas y dejando atrás los sonidos hasta toparse con la luz de la luna que se derramaba sobre la alcoba de Hatshepsut. Ella suspiró, se quitó la doble corona y la depositó con reverencia en su cofre. Senmut avanzó para encender la lámpara de la mesa de luz pero ella lo detuvo, tomándole del brazo y colocándoselo alrededor del cuello. Se besaron, y los años de separación se disolvieron como si nunca hubieran existido. En la penumbra y el silencio se tantearon lentamente, redescubriendo las delicias ocultas del cuerpo del otro, tratando de volcar en ese momento todos los sentimientos inexpresables que habían acumulado y atesorado desde el día en que se conocieron, tratando de derribar cuanta barrera invisible pudiera quedar aún en pie. No fue preciso que recurrieran a las palabras. Con las manos, los labios y sus cuerpos ungidos con aceite hablaron de amor y muerte, de reinos conquistados y perdidos, de los rayos del sol, de su mutua adoración, de hijos y del mero placer de estar vivos. Cuando todo terminó, permanecieron tendidos muy juntos, sabiendo que esa maravillosa experiencia jamás se repetiría, que lo único que se abría frente a ellos eran las tinieblas.

Dormitaron durante una media hora, oyendo a lo lejos la partida de los invitados y los nobles. Hatshepsut se incorporó, se apoyó sobre un codo y acarició el pecho de Senmut.

—Senmut, ¿has logrado todo lo que deseabas aquel día que te cité junto al lago? ¿No hay nada más que quieras conseguir antes de… antes de…? No pudo concluir la frase y decir «antes de que llegue el fin».

Senmut le apartó el pelo de los ojos y sonrió.

—Absolutamente nada, Hatshepsut. He recibido mucho más de lo que me atrevía a soñar siquiera en aquella época.

—Si te pidiera que te casaras conmigo, ¿lo harías?

Senmut se incorporó de pronto y la miró.

—¿En qué estás pensando?

Hatshepsut saltó de la cama y corrió hacia la mesita.

—En esto —dijo, alzando la doble corona—. En esto, para ti.

Durante un momento muy largo él se quedó mirándola y luego su vista se dirigió a la corona que ella acariciaba. En su interior, esa parte suya tan fría, serena y calculadora, se le acercó furtivamente y le susurró: «Tómala. ¿Acaso no te la has ganado, hijo de la tierra?». Pero luego su mente se pobló de otros pensamientos, pensamientos tristes y desagradables que le hicieron sacudir lentamente la cabeza mientras lo embargaba la sensación de que su buena estrella lo abandonaba y se escabullía por la puerta.

—No, mi querida hermana, no —dijo—. Me conozco bien y creo conocerte un poco, aunque seas en realidad un pozo profundo e insondable. Si Tutmés no te estuviera acosando, ¿me ofrecerías igual la corona? Supongamos que acepto y la ciño sobre mi cabeza. Supongamos que me convierto en el faraón Senmut 1. Tutmés presentará batalla y yo me veré obligado a defender a un Egipto que no está dispuesto a servirme. ¿Acaso esperas alargar la hora de tu triunfo a mis expensas? ¿Me usarás tú también, incluso ahora?

Hatshepsut arrojó la corona sobre la mesa y sepultó la cara entre las manos.

—Te amo, te amo. ¡Eso es lo único que sé! —sollozó—. No quiero morir, ni ahora ni nunca. ¡No quiero dejarte a ti, ni a las hermosas tierras de Egipto, ni a todos los que convirtieron mi vida en una delicia y en una fragancia que me invade! ¡Dame tu fuerza, oh amado mío!

Senmut la abrazó sin pronunciar palabra, anhelando dispersar con la fuerza de sus brazos las sombras negras y traicioneras de la eternidad.