25

Tardaron cuatro meses en construir los cinco barcos y equipar la expedición. Senmen, el hermano de Senmut, fue el encargado de conseguir los abastecimientos. Hatshepsut le había recomendado que llevaran lino, armas y otros productos para hacer trueque, y día tras día se dedicó a confeccionar listas, reunir las provisiones y luego, verificarlas. Menkh le había rogado a Hatshepsut que le permitiera participar en la expedición, pero ella rehusó y lo nombró su escolta personal durante la ausencia de Nehesi; ambos acudieron juntos con frecuencia a los muelles para asistir a la carga de las vituallas. Ella, Nehesi y Senmut habían pasado muchas horas inclinados sobre ese único mapa que quizá les indicara el camino hacia ese país misterioso, hasta que por fin, cierta tarde Senmut volvió a enrollarlo y se lo metió debajo del cinturón. Navegarían hacia el norte en dirección al delta aprovechando la corriente del Nilo, luego se desviarían hacia el este y se dirigirían hacia el Mar Rojo por el canal construido por sus antepasados. Hacia el norte no había nada, sólo un vasto océano, así que enfilarían rumbo al sur, abrazando la costa este. Desde el momento en que las proas de los barcos apuntaran hacia el canal se encontrarían navegando en aguas desconocidas, sin otra guía que los relatos legendarios. Nehesi pasó mucho tiempo sentado pacientemente junto al anciano bibliotecario, escuchando una y otra vez de sus labios los relatos de Ta-Neter, tratando de grabarse en la mente los detalles que podrían resultarle útiles. Senmut y Hapuseneb deambularon sin cesar por los jardines del templo, delineando la política que Hapuseneb habría de seguir, esforzándose por avizorar el futuro, lo que los meses venideros les depararían, esbozando sombrías estrategias por si llegaba a surgir la necesidad de echar mano de ellas.

El verano había llegado a su fin y en lo alto de las montañas del sur Isis derramó la Lagrima que se expandiría y multiplicaría hasta convertirse en una benéfica Inundación, que arrastraría las naves de Tebas hacia lo desconocido.

Senmut se despidió de Ta-kha’et el día antes de la partida. Se sintió muy apesadumbrado, pues sabía que la extrañaría y pensaría mucho en ella. Ta-kha’et se le colgó del cuello llorando desconsoladamente y suplicándole que no se fuera. Senmut le pidió a su hermano que se ocupara de su bienestar y le entregó el rollo de papiro que contenía las palabras que convertirían a Ta-kha’et en una mujer libre y la harían heredar sus bienes materiales en el caso de que él no regresara. Mientras avanzaba por los corredores de su casa y sus hermosos jardines, los sollozos de Ta-kha’et lo persiguieron. Pero él no miró hacia atrás. Estaba firmemente decidido a regresar, aunque para lograrlo tuviera que hacer el trayecto arrastrándose de rodillas. Tenía la absoluta certeza de que volvería a sentarse debajo de sus sicomoros y jugara los dados con Ta-kha’et. En cambio, no estaba tan seguro de encontrar al faraón aguardándolo.

La noche previa a la partida, Senmut permaneció tendido muy quieto junto a Hatshepsut en la penumbra de su alcoba. Habían hecho el amor tierna y calladamente, como si fuera la última vez. Senmut no podía descubrir en su interior ningún presentimiento o pálpito optimista que le brindara un atisbo de esperanza. En el silencio de esa noche que transcurría vertiginosamente, atormentado por sus pensamientos, acunó en sus brazos a ese ser tan querido. Los caprichos, los sueños, la perspicacia, la política pacifista y el profundo amor a Egipto de Hatshepsut eran en ese momento para Senmut una maraña absolutamente indescifrable que tal vez sólo el Dios estaba en condiciones de comprender.

Cuando llegó el día y la oscuridad abandonó el dormitorio con una repentina y cruel inconstancia, ambos se levantaron y Hatshepsut se arrodilló ante él y le besó los pies. Al incorporarse y abrazarlo, le susurró:

—Que el Dios dé firmeza a la planta de tus pies.

Fueron las únicas palabras que intercambiaron en toda la noche; palabras de despedida. Senmut la besó con inmensa ternura y la dejó ir.

En el muelle, los marineros, soldados, ingenieros y diplomáticos que integrarían la expedición se encontraban ya cargando sus pertrechos. Los ciudadanos de Tebas se iban acercando al río para ver zarpar las naves. Senmut se dirigió a los aposentos de Menkh, donde se bañó, se cambió el faldellín y las sandalias y se colocó un sencillo casco marrón de cuero sobre la cabeza rapada. Mientras deambulaba entre el dormitorio y el cuarto de baño, aprovechó para darle toda clase de instrucciones y recomendaciones a su decepcionado amigo, hablando casi sin parar hasta que fue hora de partir.

Precedido por sus mensajeros y seguido por Ta-kha’et y el resto de las esclavas, Senmut caminó lentamente por la ciudad hacia el muelle, donde Nehesi ya se encontraba a bordo del primer barco. En la rampa estaba Hatshepsut, demacrada, ojerosa y ataviada con las vestiduras de su coronación, pues se trataba de un evento solemne. Junto a ella los sacerdotes habían instalado la estatua de Amón en su Barca de oro. Muy cerca del Dios se encontraban Hapuseneb y los demás sacerdotes, envueltos en una nube de incienso. También Tutmés flanqueaba a Hatshepsut y contemplaba impasible la multitud y el río. Senmut y su séquito los saludaron con una reverencia y él ascendió a la nave por la rampa. Saludó a Nehesi rápida y fríamente, todavía no repuesto de la desagradable sorpresa de ver a Tutmés allí, de vuelta tan pronto de su recorrido por las guarniciones del sur. Al cabo de un rato, después que Senmen, con las listas en la mano y su escriba trotándole detrás, terminó de recorrer cada barco para la verificación final, dieron comienzo los sacrificios a Amón y Athor, Diosa de los vientos. Luego las velas se hincharon y las abarrotadas embarcaciones comenzaron a avanzar hacia la corriente.

La multitud prorrumpió en vítores que Senmut casi no oyó, sacudido por una repentina y violenta premonición. Sus ojos buscaron los de Hatshepsut en un postrer estallido de pesar. Tenía el rostro sereno bajo la corona roja y blanca que resplandecía al sol, pero la mirada de sus enormes ojos oscuros le hablaba de su amor y de sus sufrimientos, y él no pudo apartar la vista de ellos. Las aclamaciones se hicieron más débiles y los oídos de Senmut comenzaron a llenarse con el sonido del viento, el chasquido de las sogas y el aletear de las velas. Mucho después de que Tebas se hubiera perdido de vista, Senmut seguía viendo a Hatshepsut de pie en el muelle, erguida y arrogante, mientras el viento hacía que el faldellín le golpeara los muslos y tirara del manto que cubría sus delicados hombros.

—Son un espectáculo de gran belleza: parecen cinco aves blancas que levantan vuelo hacia parajes desconocidos —comentó Tutmés acercándose a Hatshepsut—. Me pregunto si alguna vez regresarán.

Ella se sobresaltó y giró lentamente la cabeza para mirarlo, como si acabara de despertar de un sueño profundo. Trató de encontrar alguna huella del sarcasmo que siempre teñía sus palabras, pero Tutmés lo había dicho con tono inocente y una sonrisa cordial en los labios. Supongo, pensó Hatshepsut, que está convencido de que ahora puede ocultar sus propósitos tras un aparente afecto por creerme privada de todo apoyo.

—Por supuesto que regresarán —respondió—. Anión los ha enviado, así que él se encargará de protegerlos y de traérmelos de vuelta.

—¡Ah! —ronroneó él—. Pero ¿cuándo? Tardarán alrededor de un año en llegar a Punt.

—Ya lo sé. Si es que Punt existe.

—¿Lo dudáis?

—En realidad, no. Lo que pasa es que también yo, Tutmés, como tú mismo, tengo momentos de fugaz vacilación.

—Me parece que ya no podéis duros ese lujo —dijo el muchacho, con un destello de su habitual hostilidad.

—¡Oh, Tutmés! —exclamó Hatshepsut con una carcajada—. ¿Crees acaso que me propongo pasar los próximos meses encerrada en la penumbra, llorando la ausencia de Senmut? ¡Soy faraón, y es mucho el trabajo que me espera!

La barca sagrada comenzó a desplazarse lentamente de regreso al templo, así que abandonaron el muelle y la siguieron.

—Tal vez Vos tengáis mucho trabajo pero ¿y yo? Me he pasado los últimos tiempos entre maniobras, marchas e inspecciones y ya estoy harto de ese tipo de vida. Basta de instrucción para mí. Miradme, Hatshepsut: casi tengo diecisiete años. ¡Asignadme un puesto en la corte!

Ella sacudió la cabeza vigorosamente.

—¿Me crees tonta o loca? ¿No te parece que estás abusando de mi clemencia, Tutmés? He consultado a los generales y todos insisten en que te nombre comandante. Parece que te consideran un brillante estratega. Así que, a partir de este momento, eres comandante.

—¿Y qué se supone que puede hacer un comandante en tiempos de paz? —dijo con aire despectivo—. ¿Reparar sus arneses y lustrar sus armas?

—Haz lo que se te antoje. El ejército te pertenece, como príncipe heredero que eres. Te aseguro que en sus filas tengo infinidad de tareas para encomendarte: escoltar caravanas, disciplinar a los evasores de impuestos y, desde luego, proseguir con la inspección de guarniciones.

—¡Vaya perspectiva! ¡Un manso comandante conduciendo a un manso ejército para un manso faraón, que ni siquiera lo es!

Hatshepsut se frenó de golpe en mitad del sendero y giró hacia él, lo aferró del brazo y le clavó las uñas en la piel.

—Te prevengo, Tutmés —dijo en voz baja—: obedéceme o lo lamentarás. Mil veces pude haberte matado, no lo olvides nunca. Y ya que estamos quiero que entiendas bien que, como comandante, estás directamente bajo mis órdenes. Por lo menos yo he participado en acciones bélicas, cosa que tú no has hecho. Si llego a enterarme de que has conducido a tus tropas fuera de los límites de Egipto, te haré encarcelar y dispersaré tus tropas asignando a los hombres a las demás divisiones. ¿Está claro?

El muchacho no hizo ningún intento de liberarse y ambos se fulminaron con la mirada.

—Sí, está muy claro —dijo—. Yo veo con claridad muchas cosas que os negáis a aceptar, faraón. ¡Es hora de que abráis bien los ojos!

Hatshepsut lo soltó y Tutmés se alejó caminando con furia, todavía con las marcas blancas de sus uñas en el brazo.

Dos meses más tarde llegaron noticias al palacio de que la flota había llegado al delta y se preparaba para penetrar en el antiguo canal. Hatshepsut ordenó que se ofrecieran más plegarias y sacrificios y escuchó ansiosamente el informe leído por Anen. Casi le parecía verlos flotar silenciosamente sobre los yermos ardientes en dirección al Gran Mar. Con la mirada de Tutmés fija en ella, tomó la carta personal que Senmut le enviaba y fue a su dormitorio, donde rompió el sello y devoró sus palabras con una punzada de dolor. Le decía que estaba bien y que todo se desarrollaba según sus deseos. Encontraron el canal en un estado bastante deplorable, así que tuvieron que empuñar los remos y avanzar con gran cautela. Senmut le recomendaba que, aprovechando la época de la inundación, en que los campesinos estaban ociosos, enviara un equipo de trabajadores al norte para reparar esos muros semiderruidos. Le hablaba de la vida salvaje y de la belleza de los atardeceres en el desierto. Al final de la carta daba rienda suelta a su nostalgia y afirmaba que su anhelo por ella era tan intenso como el de sus marineros por agua en las horas más abrasadoras del día, y que su alma clamaba por estar a su lado. Hatshepsut guardó la misiva en su caja de marfil, junto a las chucherías y recuerdos de toda su vida, y fue al templo. Allí se postró un buen rato ante el Dios y le suplicó que le concediera fuerzas para sobrellevar los meses venideros y salir ilesa, le pidió que bendijera a los barcos, le imploró que pusiera freno a las pretensiones de Tutmés. Cuando finalmente se puso de pie, se obligó a desechar las dudas que abrigaba en su interior y se encaminó a la sala de audiencias, donde Menkh, Tahuti y User-amun la aguardaban en el resplandor de otra tarde tórrida.

Neferura apareció en sus aposentos cierta noche, mientras sus criadas la preparaban par acostarse. La muchacha entró sin anunciarse y se le acercó deprisa, y sus pies descalzos no resonaron al apoyarse sobre el suelo dorado. Hatshepsut le hizo señas a Nofret de que dejara el peine, colocara su bata de dormir sobre la cama y abandonara la habitación. Neferura quedó de pie frente a su madre y le hizo una reverencia. Estaba cubierta por un velo blanco transparente que permitía apreciar sus delgadas caderas y sus incipientes pechos, y usaba un collar de oro con incrustaciones de trozos cuadrados de amatista. Una cinta trenzada de color blanco y dorado le rodeaba la frente, pero no llevaba ningún afeite en el rostro, y sus ojos negros vacilaron al cruzarse con los de su madre. Hatshepsut le sonrió y le ofreció una silla, pero Neferura permaneció de pie, con la vista baja y las manos nerviosamente entrelazadas bajo sus diminutos senos.

—¡Qué sorpresa tan agradable! —exclamó Hatshepsut.

Atareada con los preparativos de la expedición había visto poco a su hija, aunque sí se había mantenido en contacto con el tutor de la niña, como lo hacía todas las semanas, para que la tuviera al tanto de sus progresos. Algunos meses antes, pen-Nekheb le había recomendado que no obligara a su hija a someterse a un entrenamiento militar, pues tenía un físico demasiado frágil. En aquel momento Hatshepsut sufrió una gran decepción pero coincidió en que nada debía poner en peligro la salud de la Heredera del trono. Con preocupación observó el juego de las luces de las lámparas sobre esa pequeña figura; las vacilantes llamas destacaban sus piernas largas y delgadas y sus hombros afilados. No sabía bien por qué, pero en los últimos tiempos Neferura siempre le ponía los nervios de punta.

—¿Cómo has pasado el día? ¿Parada al sol viendo los ejercicios de destreza de las tropas? —le preguntó a Neferura con cordial tono de broma, pero su hija no rió.

—Madre, quiero hablarte de Tutmés.

Hatshepsut suspiró. ¿Acaso no parecía ser ése el único tema del momento? Se sentó en la silla, resignada.

—Habla, entonces. Sabes bien que siempre puedes confiarme tus pensamientos.

—Hace mucho tiempo que estamos comprometidos, a pesar de lo cual no haces nada que indique que piensas conducimos al templo. ¿Por qué lo postergas tanto? ¿Acaso has cambiado de opinión?

Hatshepsut buceó en los ojos atribulados y suplicantes de su hija.

—¿Te envió Tutmés para que intercedieras en su favor?

—¡No! Estuve con él al mediodía y comimos juntos, pero no hablamos mucho. —Se ruborizó y bajó la vista—. Nunca es muy comunicativo conmigo.

—¿Realmente lo amas, Neferura?

Ella asintió con vehemencia.

—¡Sí! ¡Lo he amado desde que recuerdo! Quiero casarme con él y tú nos has comprometido en matrimonio. Pero el tiempo pasa, y yo no hago otra cosa que esperar.

—Los dos sois todavía tan jóvenes: apenas tenéis diecisiete años. ¿No puedes esperar un poco más?

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué edad tenías tú cuando te prendaste del mayordomo Senmut? Oh, madre, estoy cansada de ser un muñeco que tú manejas y usas según tus conveniencias. ¿No me permitirás nunca ser yo misma y casarme con Tutmés?

Las palabras de su hija le provocaron una sacudida. ¿Realmente soy tan dura con ella?, pensó, consternada. ¿Estaré perdiéndolo todo, incluso el amor de mi querida Neferura? Se puso de pie y rodeó con un brazo los delgados hombros de la muchacha, que se tensaron bajo su roce.

—¿Ésa es la imagen que tienes de mí, Neferura? ¿Sabes lo que significa casarse con un príncipe heredero, sobre todo con uno como Tutmés?

Neferura se libró del abrazo de su madre con una sacudía desafiante.

—¡Por supuesto que lo sé! ¡Y también sé que el motivo por el que dilatas mi matrimonio es que temes que, al casarme con Tutmés, sus derechos quedarán inmediatamente legitimados y podrá entonces derribarte del Trono de Horus!

—Correcto. Y no te quepa la menor duda de que eso es precisamente lo que haría. Tú crees conocerlo, Neferura, porque lo amas, pero yo lo veo con los ojos del reino. Lo conozco desde que nació, y he visto cómo lo crió su intrigante madre. Por eso te digo que si te casas con él será como si firmaras mi sentencia de muerte. Lo siento, pero así son las cosas.

—¡No te creo! ¡Tutmés será todo lo rebelde que quieras, pero no es inhumano ni cruel!

Hatshepsut regresó a su silla y se desplomó, abatida, apartándose el cabello de la cara.

—Lo que te digo es cierto. Y no puedo correr ese riesgo. Lo lamento de veras, Neferura, pero jamás te casarás con Tutmés.

—¡Entonces yo misma lo conduciré al templo! —Sus ojos echaban chispas, con una violencia heredada de la misma Hatshepsut, pero luego se cubrió la cara con las manos y se volvió para abandonar la habitación—. No, no podría hacerlo. Jamás permitiría que él te hiciera eso, madre. —Neferura se detuvo, regresó y se detuvo junto a la mesa donde se apoyaba la pequeña corona con la cobra—. No sé si sabes que no deseo ser faraón. Porque eso es lo que anhelas para mí, ¿no es verdad? Preferiría mil veces seguir siendo princesa durante toda mi vida. Preferiría que me dejaran en paz, como Osiris-Neferu-khebit. ¿No podrías —le sugirió con desesperación— permitir que nos casáramos y luego nombrar a Tutmés visir o monarca de algún rincón de Egipto? Viviríamos lejos de Tebas y de ti, y entonces no correrías ningún peligro.

—Mi pobre Neferura —dijo tiernamente Hatshepsut—. ¿Durante cuánto tiempo crees que se resignaría Tutmés a gobernar un pequeño nomo, teniendo la posibilidad de regir los destinos de su reino? Dame otro año más, uno sólo, y entonces os llevaré a ambos al templo. Te lo prometo.

—¡No! ¡No deseo ser la causante de tu muerte!

—Tal vez no llegue a ese extremo. Dentro de un año Tutmés comprobará que no soy una amenaza para él y me dejará vivir en paz.

Neferura rompió a reír y se agachó para besar a Hatshepsut en la mejilla.

—Oh, madre; jamás te das por vencida, ¿no es así? El poder es tu vida misma. El poder y Egipto. Para ti, con frecuencia ambos son una misma cosa. ¿Qué me dirás cuando expire ese plazo? ¿Te irás a gobernar un nomo y dejarás a Egipto en manos de Tutmés? ¡No lo creo! Y tampoco lo cree él. Sé que no me ama, pero no me importa. Seré una buena esposa para él.

—De eso estoy segura. Dentro de un año.

—Para ese entonces Senmut estará emprendiendo el viaje de regreso. —Neferura volvió a reír, luchando por no llorar—. Odio ser hija principal, madre. Odio esto —dijo, tomando la pequeña corona—. Odio los planes que tienes para mí y odio las necesidades del Estado que me apartan de Tutmés. ¡Qué Meryet sea la Hija Principal!

—Neferura: la codicia de Meryet terminaría por despedazar el país si alguna vez se convirtiera en faraón, ¡y bien que lo sabes!

Estuvo a punto de decirle a su hija que Tutmés jamás le habría puesto los ojos encima si no hubiese sido la Hija Principal, pero la desdicha que vio en el rostro perturbado de Neferura la hizo callar.

Oh, Amón, suplicó para sus adentros, ¿por qué no me concedisteis una hija fogosa y un hijo altivo y capaz? ¿Qué será de mi vida, mi sangre, mi Egipto, cuando lo abandone para ascender a la barca sagrada?

—Sí, lo sé —asintió Neferura, mirando a su madre—. Preferiría ver a Tutmés con la doble corona a saber que existe la menor oportunidad de que ella ascienda al trono.

—También yo —dijo Hatshepsut—. No lo odio, Neferura. Lleva mi misma sangre real y siempre lo he tratado con afecto. Pero no permitiré que me despoje de la corona mientras yo siga con vida; lo juro. ¡No es suya y jamás le ha pertenecido! ¡Cómo Encarnación de Amón, la corona es y será siempre mía!

—Pero cuándo tú ya no estés, madre, ¿qué ocurrirá entonces?

—Pues en ese momento, si tú no la deseas, será de Tutmés.

—Yo no la deseo.

—Lo lamento de veras.

Hatshepsut se quedó mirando a su hija mientras ella la saludaba con una inclinación y abandonaba sus aposentos, cerrando suavemente la puerta tras de sí.

No llegaron a Tebas más noticias de la expedición y Hatshepsut se resignó a esperar con paciencia. Pensaba con frecuencia en Senmut y Nehesi, surcando aguas desconocidas. A medida que los meses fueron transcurriendo, trató de imaginarlos bronceados por el sol, encallecidos, navegando sin tregua. Pero por algún motivo esa imagen la perturbaba, así que se sumergió en sus tareas cotidianas. Las fiestas del Dios y el Aniversario de su Aparición llegaron y se celebraron con los habituales festejos, y Hatshepsut inició su trigésimo quinto año de vida con la misma vitalidad que cuando acaba de cumplir veinte. Pero Tutmés y sus secuaces la acosaban como perros rabiosos y debió apelar a todo su autocontrol para no derrumbarse y huir de ellos, para no abandonar Egipto y correr a ocultarse en alguna parte.

Cierta noche, el terrible odio que bullía en las venas de Tutmés se transformó en un devorador deseo de poseer a esa mujer que conducía su carro como un hombre y podía regir la vida de quien se le antojase. Mentalmente la vio avanzar contoneándose con los faldellines ridículamente diminutos que siempre usaba, vio proyectarse sus pechos por entre los pesados collares de oro que solía ponerse, vio sus ojos observándolo sin cesar. Tenía diecisiete años. Toda su vida la había odiado y la había admirado. Ahora sentía algo más, algo nacido de su inquieta, creciente y enloquecedora insatisfacción; fue como si dentro de él se hubiese abierto un nuevo canal por el que corría su propia sangre mezclada con la misma fiebre que había afligido a su padre, y que también había alcanzado a Senmut, Hapuseneb y cientos de otros hombres obligados a compartir su presencia en el ejercicio del poder. El hecho de descubrir ese nuevo sentimiento lo desconcertó y lo enfureció a su vez y, casi sin darse cuenta, abandonó el palacio en que vivía y que Hatshepsut había hecho construir para él en el otro extremo de sus jardines y echó a andar hacia la residencia real. En el camino tropezó con un grupo de guardias que, luego de someterlo a un breve interrogatorio, lo dejaron pasar. El ritmo de su marcha se aceleró y de pronto se convirtió en una carrera. Vio a lo lejos las luces de los aposentos de Hatshepsut titilando alegremente y dobló por la amplia avenida festoneada de imponentes árboles. No entró en el palacio por la sala de banquetes sino que tomó un atajo y llegó a la puerta misma de los departamentos del faraón.

Un miembro del Ejército de Su Majestad le interceptó el paso.

—Salud, príncipe heredero. Es una hermosa noche. ¿Deseáis tener audiencia con el faraón?

Tutmés asintió.

—¿Está en sus aposentos?

—Así es. Podéis pasar.

Tutmés franqueó la puerta y avanzó lentamente por los corredores desiertos, con andar cauto pero con una sonrisa en los labios y el cuerpo ardiendo. Cuando llegó a las enormes puertas dobles de Hatshepsut, nuevamente dos guardias se interpusieron en su camino. El heraldo se puso de pie y lo saludó.

—Salud, príncipe heredero.

—Salud, Duwa-eneneh. ¿Sabes si el Poderoso Horus se ha acostado ya?

—Me parece que no, pero está a punto de hacerlo.

—Quisiera hablar con ella. Anúnciame.

Duwa-eneneh se escabulló en la habitación y poco después salió y les hizo un gesto de asentimiento a los guardias, quienes inmediatamente levantaron las lanzas y se pusieron en posición de firmes.

—Podéis entrar —dijo el heraldo, y Tutmés traspuso las puertas.

Había estado allí antes pero no con demasiada frecuencia. Para sus sentidos excitados fue como si de pronto el perfume de Hatshepsut lo hubiese envuelto por completo. Todo rezumaba mirra: su cuerpo, el lecho, los cortinajes, incluso las paredes plateadas. En el otro extremo de la habitación la oscuridad luchaba con la llama de las lámparas y logró divisar el vago contorno negro de copas de árboles del otro lado del balcón. Hatshepsut estaba de pie junto al lecho con su bata de dormir, una suerte de velo blanco y sutil que le caía de los hombros hasta el suelo. Tenía la cabeza descubierta y su cabellera negro-azulada que le rodeaba el mentón brilló bajo la luz cuando ella se volvió para mirarlo.

Tutmés le hizo una reverencia y ella le devolvió el saludo con una tenue inclinación de cabeza.

—Buenas noches, Tutmés. ¡Por cierto que has elegido una hora bien extraña para tener audiencia conmigo!

La sobresaltó el aspecto del muchacho. Parecía ofuscado y no le quitaba los ojos de encima. En el fondo de su mirada percibió un brillo extraño.

Él se acercó con andar vacilante.

—Majestad, deseo hablar con Vos a solas. Tener la bondad de despedir a Nofret.

Hatshepsut meneó la cabeza.

—Me parece que no deseo estar a solas contigo. No es mi intención ser descortés, pero no confió en ti. Nofret no se moverá de aquí.

Tutmés extendió las manos en son de súplica.

—No pienso haceros ningún daño. Hatshepsut, sólo conversar. Si llegáis a sentiros en peligro, no tenéis más que llamar a vuestros guardias. Y Duwa-eneneh está sentado junto a vuestra puerta, listo para pedir ayuda en caso necesario. ¿Me teméis acaso? —preguntó con un esbozo de sonrisa.

—No, en absoluto. Pero por el bien de mi país no debo confiar en ti. Sin embargo, no soy una adolescente inexperta. —Hizo una pausa mientras meditaba cuál sería su decisión—. Muy bien. Puedes irte, Nofret. Espera en tu habitación hasta que te mande llamar. —Ambos permanecieron en silencio mientras Nofret saludaba, se dirigía a la puerta y desaparecía sigilosamente tras ella—. Habla entonces. ¿Qué quieres?

Era obvio que estaba impaciente por terminar con él de una vez para poder acostarse.

Tutmés se quedó inmóvil durante un momento, indeciso, deseando correr hacia ella y estrujarla entre sus brazos. Por un instante se preguntó qué hacía allí, pero al verla sonreír y enarcar las cejas como para alentarlo a hablar, decidió acercarse.

—¿No podríamos beber un poco de vino mientras hablamos? —pregunto—. ¿Pensáis dejarme aquí parado?

—Encontrarás vino a tu derecha y una silla junto al vino. ¿Realmente has venido sólo a hablar conmigo, Tutmés?

—Puede ser. Tengo algo que proponeros.

Giró y se sirvió vino, que bebió de un golpe, y volvió a llenarse la copa.

—¿De veras? Has despertado mi curiosidad. Sigue hablando.

El muchacho se sentó y escondió las largas piernas debajo de la silla. Habría deseado que también ella tomara asiento.

—Iré derecho al grano, Majestad, para no demorar vuestro descanso. Aquí va, entonces. Habíamos quedado en que me comprometeríais con Neferura para que algún día yo pudiera gobernar.

—Sí.

—Pero jamás me daréis a vuestra hija, lo sé bien.

—En cambio, yo no. Deja de tratar de leerme los pensamientos, Tutmés.

—Ambos sabemos también que ya casi soy un hombre. Cuando llegue a la mayoría de edad, me resultará fácil apropiarme de lo que me pertenece y Vos no tendréis manera de impedírmelo.

—Es posible que tú estés convencido de eso, pero yo no. En nombre de Amón, Tutmés, ¿qué estás tramando?

—¿Por qué no podemos gobernar Vos y yo juntos?

Hatshepsut se sentó lentamente sobre el lecho, con un cansancio súbito en los ojos.

—Confieso que no alcanzo a comprender el hilo de tus pensamientos. Habla.

—Es muy simple —dijo Tutmés—. Podemos terminar con nuestras diferencias en un instante y quedar satisfechos ambos. Nos casaremos. Llevadme al templo Vos misma y yo tendré la doble corona y mis derechos al trono quedarán convalidados.

Ella lo contempló atónita durante largo rato. Él le devolvió la mirada con unos ojos llenos de fuego que, pocos momentos antes, eran sólo puntitos de resplandor amarillentos. Tenía los dientes apretados y la mandíbula tema.

—¿Es una broma de mal gusto?

En la habitación reinó por un instante un silencio total.

—Nada de eso. Así no tendré que pasarme la vida esperando que me deis a Neferura, y Vos quedaréis libre del peso de vuestras responsabilidades y ya no me temeréis.

—No es así de simple —dijo ella—. No, en absoluto. Tu padre vino a mí, Tutmés, casi con las mismas palabras con que hoy intentas seducirme. Por ser joven e inexperta consentí en acudir con él al templo, pero le di una corona sin valor y una autoridad inexistente. No soy tan tonta como para creer que tú eres blando y maleable como lo fue él. Jamás podría gobernar sin tu constante interferencia. Al casarme contigo, inmediatamente dejaría de ser faraón y me convertiría nada más que en divina consorte, y ya no tendría sentido luchar contra ti, pues en la palma de la mano tendrías a Egipto… y a mí. ¿Te asusta la idea de tratar de conseguir la corona por tus propios medios? ¿Consideras que mi poder no tiene límites? ¿Te sientes acobardado? ¿No puedes esperar algunos años más y entonces arrancarme el trono? —Hatshepsut se inclinó hacia adelante—. ¡Lo que pasa es que babeas por tener la corona ahora mismo pero todavía me temes! ¡Me temes tanto que no te atreves a tomar la iniciativa!

Tutmés se puso en pie de un salto y con dos pasos estuvo junto a ella.

—¡No tiene nada que ver con la corona! —le gritó—. ¡Si la quisiera podría tenerla mañana mismo!

—Mientes —respondió Hatshepsut sin perder la calma—. Todavía no estás listo para dar semejante golpe, y lo sabes. ¿Por qué estás aquí, Tutmés? ¿Qué es lo que en realidad quieres?

Él la aferró de ambos brazos, se los empujó detrás de la espalda y la apretó contra su cuerpo.

—A ti —dijo salvajemente—. Te quiero ti, orgulloso faraón.

Acometió contra su boca, pero ella forcejeó y apartó la cara. Tutmés le soltó entonces un brazo y le sacudió la cabeza para obligarla a mirarlo, mientras enlazaba brutalmente los dedos en su cabellera.

—Mírame, Hatshepsut —aulló—. Soy un hombre, y tu amante está muy lejos de aquí. No permitiré que sigas provocándome y burlándote de mí. Te haré mía, y no te atrevas a gritar, porque si lo haces te romperé el brazo como una rama podrida antes de que tus guardias acudan en tu ayuda.

Le retorció el brazo y Hatshepsut gritó. Tutmés la besó, incrustándole los labios dentro de la boca, y se apretó contra ella con tal fuerza que Hatshepsut tuvo la sensación de que se le quebraba la espalda.

De pronto percibió sabor a sangre, no sabía si la suya propia o la de Tutmés. En un estallido de furia enloquecida arremetió contra su cara con la mano que le quedaba libre: le rasguñó la mejilla y comenzó a golpearle la nariz, con lo cual él se vio obligado a aflojar el brazo con que la tenía aprisionada. En un abrir y cerrar de ojos Hatshepsut le clavó los dientes en el hombro y él la arrojó de su lado aullando de dolor, momento que ella aprovechó para correr hacia el altar, tomar un soporte pesado de cobre para el turíbulo y blandirlo amenazadoramente. Se tanteó la boca con los dedos y los vio teñidos de sangre.

—¡No eres más que una perra loca! —jadeó él mientras se restregaba el hombro y se preparaba a lanzarse nuevamente sobre ella.

Hatshepsut empuñó el soporte con ambas manos y lo hizo girar sobre su propia cabeza.

—¡Si vuelves a ponerme las manos encima, te aplastaré esos sesos podridos que tienes! —gritó—. ¡No te acerques! ¡Mozalbete cobarde, atacarme cuando estoy indefensa! ¡Ahora están muy claras tus intenciones! ¡Pero tratar de asegurarte tu trono mediante una seducción tan torpe es algo que supera por completo tus posibilidades, cachorrito!

Se miraron echando chispas desde ambos extremos de la habitación, los dos temblando de furia y de agotamiento. Tutmés agarró la jarra de vino y se la llevó a los labios, bebiendo con desesperación hasta dejarla vacía. Se limpió la boca con ademán lento y se quedó mirándola, los brazos colgándole a los costados del cuerpo. Hatshepsut seguía aferrando el soporte sobre un hombro y con los ojos vigilaba cada uno de sus movimientos.

—Lo lamento —dijo Tutmés ceremoniosamente—. No sé qué me ha pasado. Pero te equivocas si piensas que quiero apoderarme del trono de esta manera tan ruda. Cuando entré a tu habitación esta noche no tenía la menor intención de portarme así; únicamente deseaba casarme contigo.

—¿Únicamente? —repitió ella, todavía jadeando—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Te amo —dijo Tutmés, sin mirarla a la cara—. Te odio más que a nadie y te amo más que a nadie. Pero creo que de ahora en adelante dejaré de amarte y te odiaré más todavía. No eres más que una trampa artera y profunda, como mi padre pudo comprobar para su desgracia.

—No sabes lo que dices. A nuestro modo, tu padre y yo nos amamos y era feliz conmigo. Sería un enorme disgusto para él verte aquí de pie, con sangre en la boca y el brillo turbulento de la lujuria aún en tus ojos. Hablas de amor, pero ni siquiera sabes de qué se trata. A los diecisiete años, el amor es un fuego que consume el cuerpo, pero en el cual no interviene todavía el corazón. Por eso te perdono que te hayas lanzado sobre mí con semejante violencia. Por eso no te hago arrojar en prisión ¿Amor? ¿Acaso significan algo para ti mis pensamientos, mis planes o mis sueños? ¡Vete de aquí enseguida!

Los labios de Tutmés esbozaron una sonrisa irónica.

—Sin embargo, apuesto a que habría sido glorioso hacer el amor contigo.

—Eso no lo sabrás jamás. Incluso si decidiera recibirte en mi lecho, nunca te daría mi reino. Antes preferiría casarme con Senmut, pues es un hombre hábil, sagaz y bien templado. Preferiría darle a él la doble corona. —Bajó el soporte de incienso y lo colocó en su lugar junto al altar de Amón—. Todavía puedo tener hijos, Tutmés. ¿Quieres que me case con Senmut y le dé un hijo a Egipto?

El muchacho dejó de respirar y se atragantó. Por mucho que le escrutara el rostro, no pudo descubrir si ella hablaba o no en seno.

—¿Es tanto el odio que me tienes, Hatshepsut? —preguntó.

Ella se le acercó, le apoyó un brazo sobre los hombros y le hizo un par de caricias.

—No te odio en absoluto. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo para que me creas? Tú mismo provocas mi cólera con tus bravatas y amenazas. ¿No te he prometido, acaso, que te daré Egipto algún día?

—Sí, ¡cuánto estés muerta!

—Si tu padre siguiera con vida, ¿tramarías contra él y confabularías para despojarlo de su divinidad?

—Desde luego que no. Él sería el faraón de acuerdo con la ley.

—Y yo también, pues yo soy la ley. Si… si llegas a convertirte en faraón a tu debido tiempo, comprenderás cabalmente lo que eso significa. No representa un salvoconducto para hacer lo que a uno se le antoje sino una responsabilidad muy grande.

—Muy bien, me escabulliré furtivamente de aquí como un chico travieso reprendido.

De pronto Hatshepsut lo abrazó y él se aferró a ella por un momento antes de separarse.

—Desearía que no fuésemos enemigos —dijo Hatshepsut con pesar.

Tutmés le hizo una reverencia desmañada, abatido y avergonzado, y abandonó la habitación sin mirarla. Ella lo miró irse y luego se volvió, lanzando un suspiro de alivio. Le latían los labios y tenía un dolor intenso en los músculos de la espalda. Se lavó la cara antes de llamar a Nofret, mientras dentro de ella comenzaba a nacer una mezcla de remordimiento y miedo que el silencio de la habitación magnificaba. Sabía que Tutmés no volvería a hablarle jamás de amor, de confianza ni de afecto familiar. A partir de esa noche ella se vería obligada a vigilar sus espaldas durante el día y a apostar otro par de guardias en su puerta por la noche.

En una noche fría y silenciosa de mediados de invierno, durante el mes de Choiak, Neferura apareció en la alcoba de Hatshepsut y permaneció de pie frente a su madre con el rostro pálido y contraído por el dolor. Hatshepsut despertó sobresaltada al ver esa forma vaga inclinada sobre ella.

Al comprobar que su madre estaba despierta, Neferura se dejó caer sobre el lecho y comenzó a llorar.

—Tengo un dolor, madre, un terrible dolor aquí —dijo tocándose el lado derecho del abdomen—. No puedo dormir.

Hatshepsut envió inmediatamente a Nofret a buscar al médico, se levantó y arropó a Neferura en su lecho. La muchacha gemía y se retorcía, y la frente se le empapó con un sudor que, al tocarla, Hatshepsut sintió viscoso y frío. Ordenó que encendieran las lámparas y atizaran el brasero. Miró el reloj de agua: sólo habían transcurrido tres horas desde que se había acostado. Nofret regresó con el médico y, mientras éste revisaba a Neferura, Hatshepsut hizo que Nofret le ayudara a vestirse. Se instaló en la pequeña silla junto a la cama y Neferura buscó enseguida su mano y encogió las rodillas al sentir las punzadas de dolor. El médico se enderezó y tapó con las mantas ese cuerpecillo delgado.

—¿Y bien? —le pregunto Hatshepsut con impaciencia.

El médico meneó la cabeza.

—Tiene una gran inflamación en la zona de la ingle y la piel está caliente al tacto.

—¿Qué piensas hacer al respecto?

—Puedo administrarle una solución de arsénico y adormidera para quitarle el dolor, pero no mucho más.

—¿Le servirá de algo la magia?

—Un hechizo podría surtir efecto. He visto este mismo cuadro antes, en muchas oportunidades. A veces la hinchazón desaparece, pero luego vuelve a producirse.

—¿Crees que se trata de algún veneno?

—Ningún veneno podría provocar una inflamación como la que tiene Su Alteza. En ese sentido podéis quedaros tranquila, Majestad.

Ella asintió pero no le creyó.

—Dale la droga, entonces. Nofret, envía a Duwa-eneneh en busca de los magos. Y quiero que Hapuseneb venga inmediatamente.

Nofret salió corriendo, y el médico midió cuidadosamente las dosis de medicamentos y le dio a beber la solución a Neferura en su diminuta copa de alabastro. La muchacha la bebió con esfuerzo, a pequeños sorbos, y se desplomó sobre las almohadas cerrando los ojos. Hatshepsut habría deseado que se quedara dormida, pero ello no ocurrió. Cuando Hapuseneb y los magos llegaron y le ofrecieron sus reverencias, Neferura seguía sacudiéndose de un lado al otro entre gemidos. Los recién llegados quedaron compungidos al verla.

Hatshepsut se puso de pie.

—Tiene el cuerpo trastornado —dijo—. Se le ha hinchado la ingle y siente mucho dolor. Preparen un encantamiento para librarla del demonio que la posee.

Mientras los magos intercambiaban ideas, Hatshepsut ordenó que le llevaran una silla a Hapuseneb, quien se sentó a su lado y observó a Neferura.

—¿Esto es obra de Tutmés? —le preguntó en voz baja.

—No lo creo. El médico lo niega rotundamente. ¿Por qué habría Tutmés de destruir un instrumento tan dispuesto a servirlo? Para él, Neferura sigue representando el Trono de Horus.

Los magos se adelantaron y rodearon el lecho, llenando el recinto con sus monótonos exorcismos. Hatshepsut los oyó con desesperanza y su mente se retrotrajo a la muerte de Tutmés. Hapuseneb permaneció inmóvil, con sus ojos grises fijos en la princesa. Momentos después, cuando las drogas comenzaron a surtir efecto, Neferura se durmió, pero su sueño fue agitado. Sollozaba y balbuceaba, moviéndose sin cesar en ese lecho de oro. La mano con que seguía aferrando a Hatshepsut estaba caliente; la frente, húmeda y fría bajo los dedos del médico.

Alguien saludó con una reverencia y Hatshepsut levantó la cabeza; para su sorpresa, comprobó que se trataba de Tutmés. Todavía llevaba puesto el faldellín para dormir y su cabeza rapada estaba descubierta, lo cual acentuaba aún más sus ojos oscuros y las facciones que lo asemejaban tanto a su abuelo.

—¿Está muy enferma?

—No lo sé —murmuró Hatshepsut, abatida.

—¿Puedo quedarme?

Escudriñó su rostro pero sólo encontró en él la expresión cortés de una pregunta. Hatshepsut indicó que le acercaran otra silla. Tutmés tomó asiento y se echó hacia adelante, los codos apoyados sobre las rodillas y las manos colgando.

El encantamiento prosiguió interminablemente, como una monótona canción de cuna. De vez en cuando el médico apartaba las mantas y palpaba la piel inflamada. La noche fue transcurriendo y Neferura pareció calmarse un poco.

Cuando llegó el amanecer, la enferma abrió los ojos y esbozó una leve sonrisa.

—¿Tutmés? —susurró, con la cara iluminada.

Su prometido se arrodilló junto a la cama y le acarició el cabello.

—Soy yo, mi pequeña. Tranquilízate. No me apartaré de tu lado.

—Ya me siento un poco mejor. El dolor ha desaparecido.

El médico se aproximó inmediatamente. Cuando volvió a incorporarse, la expresión de su rostro era grave.

—La inflamación ha desaparecido súbitamente —dijo.

Hatshepsut ordenó que los magos interrumpieran su letanía. En el bienvenido silencio que siguió todos oyeron la respiración corta y superficial de Neferura; Hapuseneb intercambió una mirada con el médico, quien respondió a su pregunta muda con una sacudida imperceptible de la cabeza. Hapuseneb volvió a mirar a Neferura, que en ese momento sonreía con embeleso a Tutmés. Había colocado sus manos entre las del muchacho y cerrado los dedos con fuerza sobre ellas.

—¿Estoy muy grave? Quizá si le doy un buen susto a mi madre, nos permitirá casamos —susurró Neferura.

La niña giró entonces la cabeza para sonreír a Hatshepsut, pero ésta vio algo pavoroso en esos ojos desenfocados, con las pupilas dilatadas por las drogas: percibió la sombra vacilante de la Sala del Juicio Final. Saltó con un gemido y se inclinó sobre su hija; Neferura hipó una vez, sólo una, y lanzó un suspiro. Estaba muerta. Los ojos se le cubrieron inmediatamente de un velo vidrioso; la sonrisa se convirtió en una mueca sin vida.

Tutmés liberó lentamente sus manos y se puso de pie. Nadie se movió ni habló. Los rayos del sol bañaban la habitación y las pavesas del brasero se apagaron, pero los presentes quedaron congelados, azorados por la rapidez con que la princesa había muerto. Un momento después, Tutmés saludó y salió del cuarto sin decir una palabra.

Hatshepsut se volvió a Hapuseneb con las manos extendidas y suplicantes.

—Está muerta. ¡Muerta! —exclamó con incredulidad.

El Sumo Sacerdote tomó esas manos heladas y las calentó entre las suyas.

—Estas cosas pasan, Majestad —le dijo serenamente—. Sólo los dioses saben por qué.

Ella seguía contemplándolo fijamente, como mirando a través de él.

—Todos se han ido. ¡Todos! —Volvió junto al lecho, se arrodilló y abrazó el cuerpo fláccido de su hija—. Regresa pronto, Senmut —murmuró en el cabello húmedo que se desparramaba enredado sobre la almohada—. Ahora sí que me haces falta.

Hapuseneb la dejó acunando a su hija, meciendo suavemente su cuerpo como el de una criatura, y se dirigió a la Casa de los Muertos para convocar a los sacerdotes sem. No podía hacer otra cosa.

Hatshepsut sobrellevó los días de duelo estoica y fríamente, y Tutmés la dejó tranquila. Todas las esperanzas que había acariciado de fundar una dinastía de reyes del sexo femenino estaban basadas en Neferura y, con su muerte, tuvo la sensación de que otro clavo de oro penetraba profundamente en el hermoso y enorme sarcófago de cuarzo en el que estaba segura yacería muy pronto. Sintió que su dios la había abandonado y que todos los años que había dejado atrás no eran sino un conglomerado de luchas, muertes y un fracaso tras otro. Olvidó todos los hechos positivos: Senmut, su coronación, y la afectuosa relación que mantenía con el Dios que le había concedido lo que ella tanto anhelaba. Sólo veía a Amón como un padre pérfido que la despojaba con crueldad de los que más amaba. Fue al templo de Karnak y caminó como una fiera enjaulada frente a su estatua, recordándole todas las plegarias a las que no había respondido, pero el dios ya no le hablaba con la misma frecuencia de antes. Cruzó el río y estuvo en la tumba de Osiris-Neferu-khebit, donde tampoco recibió ningún consuelo. Neferu permaneció muda, sonriéndole tristemente con una mirada compasiva e impenetrable. Hatshepsut regresó entonces al palacio para aguardar el momento del funeral, sintiéndose abandonada por los dioses y los hombres.

Todos los miembros de la corte asistieron al funeral. Ineni, Tahuti, Menkh, User-amun, Amun-hotpe, Puamra, Hapuseneb e incluso Anen, el Escriba Real: hombres cansados y abatidos, desgastados por años y años de abrumadoras responsabilidades. Hatshepsut caminó delante de ellos, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el pequeño ataúd, sintiéndose tan vacía y sin vida como el cuerpo de su hija. Tutmés avanzó a su lado, balanceándose silenciosamente. De alguna manera, Hatshepsut experimentó cierto consuelo al ver esa vitalidad desbordante, la frescura y elasticidad de su paso. Sintió la ausencia de Senmut y Nehesi como la afilada punta de una lanza que se le clavaba en el corazón, y necesitó desesperadamente tenerlos a su lado cuando por fin entró en los oscuros pasadizos de la tumba y permaneció allí mientras colocaban a Neferura dentro de los demás ataúdes.

Y aquí estoy, pensó Hatshepsut tétricamente, todavía en pie, sin ceder, aunque me sienta tan cansada de mí misma, de Tutmés y de todos los demás. ¿Es que yo, la Hija del Sol, la imagen y encarnación de Amón, no moriré jamás?

Dejó a los sacerdotes profiriendo las maldiciones finales sobre cualquiera que, en el futuro, osara violar la tumba, y a los trabajadores iniciando la tarea de sellar las puertas de piedra, y regresó lentamente al palacio. Ascendió al esquife real y se sentó con la cabeza gacha, preguntándose por primera vez en la vida qué haría el resto de la jornada, y el día siguiente, y el otro.

Había transcurrido un año desde que las cinco naves cargadas abandonaron el puerto de Tebas, pero ese evento maravilloso y feliz ya parecía pertenecer a una época muy remota, una época llena de esperanzas y expectativas a pesar de los disturbios. Aquella mañana parecía brillar como el último resplandor amigo en una noche fría del desierto.

Antes de ascender por las gradas que conducían a su amplia avenida, vio que Tutmés y Meryet ya habían desembarcado y caminaban por entre los árboles. Hatshepsut se detuvo un momento para observarlos alejarse, con las cabezas juntas absortos en la conversación. «Así que ésa es la dirección en que ahora sopla el viento. Por supuesto».

Dos días después del funeral, Yamu-nefru, Sen-nefer y Djehuty se llevaron sus carros, sus carpas y su servidumbre y partieron al desierto a cazar leones. La partida de caza duró tres días, en los cuales avistaron a dos leones y abatieron a un tercero, regresando cada noche a la sombra de los acantilados de Tebas para sentarse alrededor del fuego, las carpas armadas a sus espaldas, y contemplar las espectaculares puestas de sol. Ninguno se sentía cómodo ni tranquilo. A pesar de ser amigos desde que, muy jóvenes, compartieron las aulas del palacio, a pesar de haber combatido y celebrado juntos, un manto de inhibiciones parecía haberse abatido sobre ellos, aislando a cada uno de los demás.

Fue sólo la última noche de la cacería, después que Yamu-nefru envió a los criados a sus tiendas de campaña y sirvió él mismo vino a sus amigos, que decidió enfrentar las cosas y hablar sin ambages con sus compañeros.

—No hemos tenido muy buena caza que digamos —comentó—. ¿Será acaso porque nuestras mentes albergan otros pensamientos además de los leones?

—Diría más bien que hemos estado pensando solamente en un león —gruñó Sen-nefer—. Creo que ha llegado el momento de hablar francamente.

Los demás asintieron.

Djehuty fue el primero en expresar sus pensamientos. Lo hizo en voz baja, los ojos fijos en el cielo anaranjado.

—El león lucha ferozmente en la trampa, buscando cuchillos afilados con los cuales liberarse. Sus ataduras se debilitan. Pronto pegará un salto y abandonará su encierro. ¡Y pobres de aquellos que no estén de su lado!

—Su cólera no nos asusta —acotó Sen-nefer—. Por lo menos yo quiero hablar sin reparos. Los sueños del faraón se han visto frustrados con la muerte de la princesa Neferura. Durante muchos años ella ha gobernado Egipto con mano firme y ojo alerta, pero ahora se enfrenta a un sucesor tumultuoso y vociferante. Tutmés reclama su derecho al trono desde el día de la muerte de su padre. ¿Tiene razón en hacerlo?

—Según las leyes, si —respondió Djehuty—. Esto lo sabemos todos. Pero hemos servido a Hatshepsut durante mucho tiempo. Hemos combatido a su lado y hemos puesto nuestras tropas a su servicio, y ella nos ha tratado con infinita bondad y largueza. No cabe duda de que ha sido un gran faraón. La paz que ha propiciado le ha brindado a Egipto una seguridad preciosa y, si la abandonamos, esa paz desaparecerá.

—Ya está desapareciendo de todos modos —dijo bruscamente Sen-nefer—. Tutmés se propone ocupar el trono muy pronto, con o sin su permiso. En este último caso, es evidente que habrá derramamiento de sangre. Si, a pesar de todo, seguimos apoyándola, no haremos sino prolongar la lucha, pues son muchos los soldados que tenemos bajo nuestro mando, lo mismo que Tutmés. Pero si acudimos a Tutmés y le ofrecemos nuestra cooperación, ella quedará debilitada y la contienda será más corta. Su derrota será prácticamente indolora.

—¡Será indolora para Tutmés! —le retrucó Yamu-nefru—. Para ella, cualquier sublevación será una decidida traición. Y es natural que así sea, pues es evidente que ella es, realmente, el Dios. No creo que presente lucha. Ha dedicado toda su vida a proteger a sus súbditos. Si sospecha que Tutmés piensa luchar y estirar de Egipto hasta destrozarlo, estoy seguro de que optará por rendirse antes que derramar sangre egipcia.

—Muy cierto —asintió Djehuty—. Y, en ese caso, Tutmés será faraón en poco tiempo más. Yo estoy de su parte. Es un hombre capaz, fuerte y será un espléndido Halcón-en-el-Nido. Hatshepsut está perdiendo terreno. A medida que se bate en retirada, su poder se debilita y con ello todo Egipto sufre. Antes que tener que contemplar el espectáculo de un gobierno caótico, prefiero ponerme yo mismo y mis tropas a disposición de Tutmés.

Todos bebieron un momento en silencio, meditando las palabras de Djehuty.

—Yo te acompañaré —dijo Sen-nefer, con desaliento—, pero detesto tener que hacerlo. Es una mujer de gran coraje y recursos. Será un golpe cruel para ella vemos desertar.

—¡No será una deserción! —le recordó Yamu-nefru—. Nosotros servimos a Egipto, y muy pronto Tutmés será Egipto. Es muy fácil conversar de todas estas cosas lejos de su presencia, pero ¿seremos capaces de plantamos frente a ella en la sala de audiencias y repetirle nuestras palabras?

—¿Es preciso hacerlo? ¿No podemos hablar con Tutmés y luego desaparecer durante un tiempo de la corte?

Era obvio que Sen-nefer se sentía acongojado.

—No somos cobardes —dijo Yamu-nefru con desdén—. Si decidimos plegarnos a Tutmés, ella debe enterarse por nuestros propios labios; de lo contrario no seré de la partida.

El sol ya se había puesto y sobre sus cabezas el cielo iba trocando sus llamaradas rojas por un celeste muy pálido, en el que destacaban una luna redonda y despejada y el diminuto punto plateado del lucero de la tarde.

Djehuty giró la cabeza lentamente, escudriñando la vastedad del horizonte. Luego miró a Yamu-nefru cara a cara.

—Todos amamos a la Hija del Dios —afirmó—, pero es hora de que tengamos un nuevo Horus, un Horus varón, y una nueva administración. No tiene por qué ser mañana. De hecho, todavía es demasiado pronto, pues Senmut y Nehesi le traerán una nueva gloria de Punt y Tutmés deberá esperar a que su pueblo lo aclame nuevamente. Opino que debemos esperar, pero habiendo decidido cuál será nuestra posición.

—Todo depende de si Senmut regresa o no con la flota —terció Yamu-nefru—. Tal vez lo haga. O tal vez, no.

Sen-nefer estuvo en desacuerdo.

—En cualquiera de los dos casos está liquidada —dijo brutalmente.

Se quedaron contemplando el fuego con desasosiego mientas el firmamento se volvía azul oscuro y las estrellas del desierto brotaban de repente, centelleando, mirándolos desde arriba con los ojos sabios y omniscientes de Hatshepsut.

Senmut y Nehesi también estaban sentados sobre la arena, pero delante de ellos se extendía el océano; una inmensidad oscura y ondulada que se prolongaba hasta el infinito, con hileras de espuma grisácea que menguaban y volvían a formarse cuando las olas rompían. A sus espaldas se apretaba la jungla, una maraña densa y húmeda de fecundidad, horadada por los tímidos reflejos de las luces de Parihu. Las voces de sus marineros y de los súbditos de la ciudad llegaron hasta ellos propagadas por ese aire caliente y pegajoso.

Nehesi suspiró.

—Ta-Neter es sin duda una tierra maravillosa —dijo—, pero es tiempo de que regresemos a casa.

Senmut se recostó hacia atrás hasta que las copas de las palmeras le ocultaron el cielo.

—No veo la hora de hacerlo —comentó—. Este calor húmedo me agota, y te aseguro que tengo la sensación de que en cualquier momento me crecerán brotes. ¡Qué bueno será aspirar nuevamente los vientos secos del desierto!

—Nuestro faraón estará complacido —dijo Nehesi—. Sumamente complacido.

Permanecieron un rato en amigable silencio, pensando en los hermosos salones y los fragantes jardines de Tebas y en la mujer que los esperaba pacientemente, inclinada sobre el parapeto de su balcón, oteando el horizonte con ojos cansados.

Durante la primavera, la policía del desierto informó a Hatshepsut de algunos disturbios en Rethennu. Convocó un consejo de guerra, con cierta renuencia, pues en esa ocasión su corazón se encontraba muy lejos de allí. Pen-Nekheb había muerto y, de alguna manera, el antiguo espíritu de cohesión estaba ausente entre los hombres que la enfrentaban en la sala de audiencias.

Pero era Tutmés quién dominaba la mesa, de pie frente a ellos con su casco amarillo, los hombros echados hacia atrás y los ojos encendidos. Tenía un pie apoyado en una silla.

—Rethennu domina a Gaza —afirmó—, y Gaza es una ciudad poderosa y, además, un puerto marítimo. Concededme permiso, Príncipes de Egipto, para tomar Gaza y, así, no sólo darles un escarmiento a esos salvajes siempre insatisfechos sino también conquistar una salida al Gran Mar.

—¡Soy yo quien ordeno la partida de mis tropas o la desautorizo! —le advirtió Hatshepsut con furia—. Por consiguiente dirígete a mí, Tutmés, y no a mis consejeros. Rethennu es nuestra y nos ha pertenecido durante muchos hentis. ¿Por qué debemos hacer otra cosa que darles una buena lección?

Pero los ojos de Tutmés avizoraban un futuro que ella no alcanzaba a divisar.

—Porque Gaza es la puerta de acceso a otros países, a otros aliados, conquistas y riquezas. Si bien es cierto que Rethennu nos pertenece, no le hacemos sentir nuestro dominio con suficiente fuerza. Ha llegado la hora de llenar Gaza de artesanos egipcios, comerciantes egipcios y naves egipcias.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué arriesgar nuestro ejército para tomar una ciudad que puede estar fortificada y resistir nuestros embates, cuando lo único que necesitamos es recordarle a quién le debe tributo? Y para lograrlo, sólo haría falta una expedición reducida de castigo.

Tutmés bajó la vista y la miró con expresión incrédula.

Los ministros permanecieron en silencio, incluyendo a Menkh, que siempre tenía algo que decir, pues todos sabían que su opinión no pesaría en absoluto y que estaban frente a otro altercado familiar.

—¿Por qué? Porque Gaza constituye un excelente campo de prueba.

—¿Para qué?

—Para mí. Para el ejército, que ya se cansa de simulacros de batalla y de prolongadas marchas que no conducen a ninguna parte. Para Egipto, que así tendrá oportunidad de dar un salto desde Gaza y expandir sus fronteras.

—¡Bah! Nuestras fronteras son ya tan amplias como el trayecto del sol. —Hatshepsut revisó con irritación los despachos que tenía en la mano, pensando no en la altanera y poderosa ciudad de Gaza sino en el altanero y poderoso Tutmés, que deambulaba coléricamente del palacio a los cuarteles y de un extremo a otro del país al mando de sus hombres. Por último se frotó el cuello debajo del tocado, sintiendo que un dolor de cabeza le acechaba detrás de los ojos—. De acuerdo. Toma tres o cuatro divisiones y apodérate de Gaza.

Tutmés la contempló atónito.

—¿Así como así?

—Así como así. Hace tiempo que Gaza es una espina que se nos clava en el costado pero, como sabes, hasta ahora me las he ingeniado para que la herida no sea demasiado profunda. Si crees que Rethennu perderá sus ínfulas una vez que Gaza haya caído, entonces decididamente tómala. Pero una sola cosa te pido, Tutmés: hagas lo que hagas, ¡por favor no te mueras!

Se sonrieron mutuamente, todavía capaces de tomar distancia y contemplar sus encontronazos como si se tratara de esporádicas riñas familiares.

Tutmés le dedicó una profunda reverencia.

—Gracias, poderoso faraón. Gaza caerá bajo nuestro asedio y ciertamente regresare a casa.

—Ciertamente —repitió ella con una tenue sonrisa—. Pero recuerda que el botín será mío.

Tutmés rió.

—Lo depositaré a vuestros pies.

Hatshepsut lo despidió, se volvió hacia esos hombres cansados que con tanta incomodidad se habían visto obligados a presenciar la escena y les sonrió burlonamente. Ellos se agitaron en sus asientos y le devolvieron una sonrisa comprensiva mientras oían que, en el exterior, Tutmés ordenaba a gritos a los heraldos que convocaran a los generales.

Todos abandonaron Tebas rumbo al norte: Tutmés con su casco dorado y sus bandas plateadas de comandante en el brazo, Minmose, Nakht, Menkheperrasonb, Yamu-nedjeh, May, Yamu-nefru, Djehuty, Sen-nefer y quince mil hombres: las Divisiones de Horus, Seth y Anubis. Hatshepsut se quedó toda la mañana contemplando ese relumbrante desfile que colmaba el camino al río. Cuando el último carro de pertrechos se perdió de vista, abandonó el balcón y entró a un palacio ahora vacío y silencioso. Sintió con intensidad ese contraste, recordando la época en que fue ella la que partió alegremente, dejando a su marido deambulando por los departamentos reales en Asuán. Ahora el que hacía de punta de lanza de las fuerzas de Egipto en el campo de batalla era Tutmés, y ella había sido dejada atrás pastando tranquilamente al sol como un viejo jamelgo. Pero era un verdadero alivio despertarse y oír a Hapuseneb entonando el Himno de Alabanzas junto a su puerta, vestirse sin prisa y acudir al templo en paz, sin tener que preocuparse por las demoledoras peleas y las sutiles pullas que tendría que soportar por parte de Tutmés a lo largo de la jornada. No bajó la guardia por completo, pues supuso que él habría dejado muchos espías en el espacio. Siguió haciendo patrullar sus salones día y noche, pero no creía que Tutmés diera un golpe contra ella sin estar en la ciudad para arrebatarle el cayado y el desgranador, y esa certeza le brindó cierta dosis de tranquilidad.

La suerte corrida por la expedición comenzó a inquietarla y la llevó a apostar mensajeros en todas las ciudades a orillas del Nilo para que la avisaran en cuanto avistaran las naves. Pero los días se fueron sucediendo y no llegó ninguna noticia. Dedicó más tiempo a estar con Meryet, tratando de interesarse por los chismorreos constantes, tontos y rencorosos de la niña, pero ese rasgo ordinario y malévolo de su hija le provocaba un profundo rechazo. Hatshepsut sabía que Tutmés y Meryet estaban cada vez más cerca el uno del otro; también sabía que, cuando llegara el momento, Meryet lo acompañaría gozosamente al templo, encantada de contribuir así al derrocamiento definitivo de su madre. Hatshepsut se lamentó por la pérdida de la pensativa y silenciosa Neferura, quien al menos habría intentando darle todo el apoyo posible, por frágil que fuera.

Meryet consideraba a Hatshepsut un ser frío y superior, lo cual la hacía preferir a todas luces la compañía de la madre de Tutmés. Hatshepsut las veía con frecuencia caminando del brazo por el jardín, cubiertas de joyas, las dos delgadas y hermosas pero con cierto inquietante aire de aves de rapiña, meneándose lentamente entre los árboles mientras conversaban y reían. Hatshepsut las observaba impasible, culpándose sólo a si misma por la deserción de Meryet: la vida no había sido nada fácil para esa niña que tuvo que crecer bajo la sombra de una madre que era, al mismo tiempo, faraón de un imperio.

La primavera se hizo más calurosa y se transformó en verano, y el segundo aniversario de la partida de Senmut llegó y pasó sin que hubiera ninguna noticia del paradero de la flota. Hatshepsut recibía regularmente despachos de su ejército, acampado en ese momento en la planicie frente a Gaza, preparándose para la batalla. En algunas oportunidades, Tutmés le enviaba también sus saludos, junto con cartas para Aset y Meryet. Sin el menor asomo de remordimiento, Hatshepsut abría y leía esas otras misivas de orden personal; pero no contenían ninguna información acerca de sus planes con respecto a ella. No supuso que la hubiera, pero tenía plena conciencia de que el momento de su derrocamiento se aproximaba cada vez más y estaba decidida a no correr riesgos innecesarios y a no pasar nada por alto. Las cartas de Tutmés a Meryet estaban llenas de afecto pero también de cautela. Al leerlas, Hatshepsut sonrió sombríamente, sabiendo que Tutmés no sería tan tonto ni imprudente como para poner a Meryet en peligro con alguna palabra comprometedora que pudiera tomarse, incluso a estas altura de las cosas, como traición. Mientras Anen se ocupaba de volver a colocarles el sello a los rollos que ella acababa de leer, Hatshepsut reflexionó que, a pesar de sus modales violentos, Tutmés tenía una inteligencia profunda, y artera. Tenía buen cuidado de que en ningún papiro quedara estampado nada que, en el poco probable caso de un cambio desfavorable en sus planes, pudiera ser usado en su contra. Eso lo complacía. Egipto tenía un faraón sabio y previsor.