23

La Miríada de los Años era un evento extraordinario, formal y deslumbrante. Hatshepsut convocó a sus consejeros por la tarde y se sentó en el Trono de Horus, con la doble corona en la cabeza y el cayado y el desgranador firmemente sujetos en las manos. En un discurso breve y preciso les recordó todo lo que había llevado a cabo como gobernante incluso antes de la muerte de su esposo, e hizo que su escriba leyera en voz alta el contenido de las inscripciones que los artesanos tallaban en la cara de sus obeliscos. Mientras Anen hablaba, recorrió el recinto con la mirada.

Entre los asistentes vio a Tutmés, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho y los ojos contemplándola con orgullo y desafío. Escuchaba impasible la lista pronunciada por el escriba, pero cuando Anen estaba a punto de concluir comenzó a ponerse nervioso.

—El Dios se reconoció en mí; Amón-Ra, Señor de Tebas. Fue él quien dispuso que, como recompensa, yo reinara sobre la Tierra Negra y la Tierra Roja. No conozco enemigos en ningún territorio; todos los países me están sometidos. Él ha hecho que mi heredad se extienda hasta los confines de los cielos; el cielo del Sol ha trabajado para mí. Dios me ha concedido todas estas cosas a mí, que habito con él, pues sabía que yo se las ofrendaría. Soy auténticamente su Hija, la que lo glorifica. Vida, estabilidad y satisfacción le sean otorgadas a la que ocupa el Trono de Horus y que como Ra, vivirá eternamente.

Hatshepsut se encontró con la mirada de Tutmés y se la sostuvo, con cierto aire burlón pero triste. Él percibió esa nota de afecto en sus hermosos ojos, esbozó una sonrisa y bajó la vista.

Esa misma mañana había estado en el valle, estudiando su biografía tallada en el santuario. Quedó azorado y furioso al descubrir que, desde su última visita, se habían añadido nuevas inscripciones. «Yo soy Dios, el Principio de la Existencia», leyó, y tuvo ganas de empuñar un martillo y arremeter contra la piedra hasta convertir esa línea ofensiva en un montoncito de polvo blanco a sus pies. Sabía que ella hablaba con tanta seguridad porque en lo más profundo de su ser tenía conocimiento de algo que era evidente para sus más allegados, así que permaneció de pie e impotente en el santuario, blandiendo amenazadoramente su puño cerrado ante su efigie, presa de un acceso feroz y de algo más, que se aproximaba peligrosamente al afecto.

Volvió al presente y contempló a esa figura allá en lo alto del trono, revestida de oro, magnética, enigmática; la mujer odiada por su madre, el rey que lo había despojado de sus derechos al trono. Pero en sus ojos, que lo miraban con tanta firmeza, descubrió cierta calidez, complicidad y algo parecido a la comprensión. Tutmés apartó la vista, furioso consigo mismo por haberse ablandado y haber cedido a su mirada, olvidando lo que le había hecho; y nada menos que allí, en la sala de audiencias, rodeada como estaba por todos los símbolos de su naturaleza divina.

Los presentes se arrastraron hacia ella portándole toda suerte de ofrendas y, a medida que el sol fue descendiendo, la pila de abanicos, cajas taraceadas, miniaturas y otras lujosas chucherías fue creciendo cada vez más.

En un determinado momento Tutmés pescó una mirada intencionada y fugaz entre Senmut y Hatshepsut y una nueva rabia se apoderó de él; pero, puesto que sólo tenía quince años, no pudo captar su origen. Cuando ella se puso de pie para dirigirse al salón de banquetes, Tutmés abrió la puerta de un empujón y echó a correr por los pasillos. Ni siquiera el monótono saludo de un guardia tras otro logró suavizar las punzadas de dolor que sentía dentro de él.

Esa noche, mientras Senmut esperaba frente a las puertas abiertas del salón de banquetes a que el Heraldo terminara de enumerar sus numerosos títulos, y todos se encontraban listos para inclinarse a su paso cuando se encaminara a la tarima ocupada por Hatshepsut, sus pensamientos eran tan sombríos como el firmamento oscuro que se adivinaba en el otro extremo de esa habitación espaciosa y brillantemente iluminada. Precisamente ese día, en que Hatshepsut celebraba su dominio total sobre Egipto, Senmut sintió que faltaba un poco para que él perdiera el control sobre Tutmés y las intrigas de Aset. Siempre le había sido posible llegar hasta los sirvientes y amigos de Tutmés a través de sus propios espías. Mientras Tutmés era una criatura, no había tenido escrúpulos de exiliar, eliminar, advertir y amenazar a quien fuera necesario. Pero ahora los amigos de Tutmés eran los hijos de sus propios amigos, y el mismos Tutmés se había vuelto intocable y poderoso. Mientras caminaba lentamente hacia el estrado, se sentaba y saludaba al rey con una leve inclinación y una sonrisa, Senmut previó vagamente que muy pronto llegaría el momento en que Hatshepsut se encontraría cercada, acosada, luchando desesperadamente para conservar el trono. Un faraón no podía perder la corona como le había ocurrido a ella cuando su petulante marido le arrebató el trono prometido por su padre. Un rey sólo perdía su reino perdiendo la vida.

El alboroto de la fiesta se prolongó hasta bien avanzada la noche. El ruido fue disminuyendo y el júbilo general comenzó a decaer cuando ya se aproximaba el amanecer; y Hatshepsut se quitó el cono de perfume de la cabeza y despidió a todos. Faltaba sólo una hora para que se iniciara el Himno de Alabanzas, momento en que darían comienzo las tareas del día. Quería bañarse y ponerse un faldellín limpio antes de dirigirse al templo para los ritos de la mañana.

Senmut sabía que no lo necesitaría hasta que lo convocara a la sala de audiencias, así que cuando ella abandonó el recinto, precedida por su portador de abanico, sus portasellos y sus escoltas, se acercó a Hapuseneb y tiró levemente de su faldellín. El Sumo Sacerdote lo miro.

—Acompáñame al jardín —le dijo Senmut en voz baja—. Necesito tu consejo.

Hapuseneb asintió y juntos se abrieron paso por entre la multitud. Ambos atravesaron el claustro, se alejaron discretamente de los invitados que se encontraban disfrutando de la brisa fresca que corría por el jardín y dirigieron sus pasos hacia la pared norte del templo. Finalmente se detuvieron. El silencio era total y sólo el resplandor pálido y frío de la luna que se ponía destacaba el contorno negro de los muros por sobre las copas de los árboles. Senmut le hizo una seña a Hapuseneb y ambos se sentaron sobre el césped.

—Escúchame, Hapuseneb, y luego dame tu opinión, haciendo a un lado nuestras diferencias en nombre del faraón. —Su interlocutor asintió en la oscuridad y a Senmut le costó un verdadero esfuerzo decir lo que deseaba consultarle—. Como Superintendente de la Residencia Real, estoy al tanto de las idas y venidas de todos los que viven en el palacio. Como Mayordomo de Amón, nada de lo que ocurre en el templo escapa a mi conocimiento. Durante mucho tiempo, bajo las órdenes del rey, he controlado de manera absoluta los despachos y las audiencias; así que creo poder afirmar, como tú mismo, que tengo a Egipto bajo mi mano como una gran alfombra, la totalidad de cuyos hilos han sido devanados con mi conocimiento. Pero de pronto tengo la sensación de que las cosas comienzan a escapárseme de las manos, Hapuseneb. De alguna manera descubro fisuras en todos los rincones vigilados por mí, y me siento impotente, pues las cuñas que en ellas penetran son martilladas por el príncipe heredero en persona. Creo que los días del faraón están contados. —Hapuseneb se agitó pero no dijo nada, y Senmut continuó, siempre con cierta dificultad—. Ha llegado el momento de dejar de escabullirse por las sombras y tratar de proteger el Trono de Horus por medio de espías: ojos que jamás duermen, ojos que se impacientan frente a una fuerza que comienza a germinar y a ramificarse. Lo diré lisa y llanamente. Si no eliminamos inmediatamente a Tutmés, será demasiado tarde y perderemos no sólo al faraón sino también todo aquello por lo que ella trabajó tanto.

—Ya es demasiado tarde —dijo Hapuseneb con su voz grave—. También yo he visto crecer la simiente en los aposentos de las mujeres y en el campo de entrenamiento. He reflexionado sobre la manera de contrarrestar esas intrigas, pero es demasiado tarde. Si hubiésemos asesinado a Tutmés cuando era todavía una criatura, el hecho habría pasado inadvertido pues son incontables los niños que mueren, víctimas de un sinnúmero de enfermedades. Pero ahora no; ahora que es fuerte y sano como un potrillo retozón.

—Nehesi nos lo sugirió al faraón y a mí, pero ella se opuso terminantemente.

—Y volvería a hacerlo en este momento si se encontrara aquí. No es una advenediza voraz, ambiciosa y sin escrúpulos como la madre del príncipe. Es una mujer noble, que gobierna con la bendición del Dios, pero que también insiste en mantenerse dentro de la ley del Dios. Tutmés es como carne de su carne. No importa lo que pase, ella siempre luchará por que siga con vida.

—Sucumbirá, entonces.

—Así lo creo —dijo Hapuseneb, asintiendo—. Pero preferiría morir antes que ofender a su Padre, y el asesinato constituye un crimen cuyo olor nauseabundo percibiría el Dios sin tardanza.

—Y, ¿qué me dices de ti y de mí, Hapuseneb? A mí no me importaría perder la vida si fuera en servicio del rey. ¿No podemos llevar a cabo este asunto en secreto?

—El secreto no se mantendría mucho tiempo. ¿Cómo crees poder destruir a un joven lleno de vigor y de amor a la vida, sin que surja luego un dedo acusador? Y ese dedo señalaría al faraón, y sería ella la que sufriría y no nosotros.

—¡Deberíamos haberlo envenenado hace años, a pesar de sus órdenes!

—Entonces es posible que se sintiera aliviada e incluso agradecida, pero su confianza en nosotros menguaría paulatinamente y habríamos terminado siendo despedidos. No; ella sabe bien que al frenar su mano se está destruyendo a sí misma, pero no cambiará de parecer. Es un rey de una grandeza admirable.

—¿Entonces no podemos hacer nada, amigo mío? ¿Después de todo, no nos quedará otro remedio que ver a Egipto en manos de Tutmés? Y, ¿qué será de la princesa Neferura?

—Neferura se encuentra a salvo. Tutmés debe casarse con ella para asegurarse el trono, y no me cabe duda de que eso hará. Ya sabes que el rey tiene intenciones de comprometerlos.

—¡Para postergar el momento de su derrota! Pero Tutmés no se dejará embaucar. No está tan lleno de principios y de clemencia como ella. Una vez que tenga a Neferura…

—Quizá. —Hapuseneb extendió las manos con gesto impotente—. Sólo podemos seguir sirviendo a nuestra soberana como lo hemos hecho hasta ahora, poniendo lo mejor de nosotros para prolongarle los años. Ella ha cuidado de Egipto como una criatura adorada. El mismo Tutmés debe reconocer la habilidad con que lo ha hecho. Más allá de eso…

—Pero si lo hiciéramos de una vez por todas y Tutmés estuviera muerto, es posible que su cólera se abatiera sobre nosotros como un rayo, pero después… después…

—Se sentiría culpable, y Tutmés muerto acabaría con ella tan certeramente como Tutmés vivo. Afrenta la realidad, Senmut. No es su voluntad que su sobrino-hijo muera. De no haber sido así, el asunto se haría llevado a cabo hace mucho; lo habrías hecho tú, yo, Nehesi, Menkh, o cualquiera de los que estamos a su servicio.

Habló con vehemencia y sus palabras resonaron enérgicamente en los oídos de Senmut, pero éste de pronto levantó una mano y lo hizo callar. Permanecieron inmóviles en la oscuridad, conteniendo la respiración y aguzando el oído. Hubo un crujido a la derecha de donde se encontraban, debajo de los árboles. Senmut se apoyó un dedo en los labios, lentamente comenzó a incorporarse y de pronto saltó como movido por un resorte lanzando un brazo hacia adelante mientras los arbustos comenzaban a ondular frenéticamente. Cuando Hapuseneb se puso de pie vio que Senmut arrastraba a una figura pequeña y flacucha. Era un diminuto sacerdote we’eb, con el lienzo envuelto alrededor de su delgada cintura y la cara consternada por el miedo. Aferraba medio ganso en una mano, mientras con la otra daba manotazos al aire cuando Senmut lo ciñó con más fuerza.

—¿A quién tenemos por aquí? —dijo Hapuseneb severamente. Senmut lo soltó y la figura cayó al suelo—. Vaya, si es uno de mis we’eb. Levántate, criatura necia, y dime qué haces aquí fuera, lejos de tu celda.

Senmut sintió de pronto que una suerte de bruma se levantaba frente a sus ojos. No era Hapuseneb el que hablaba con tanta serenidad, con un tono levemente amenazador, sino el desenvuelto y traidor Menena. Volvió a experimentar el pánico aterrador que lo había llevado a esconderse detrás del sicómoro y el dolor que la corteza le provocó al rasguñarle la mejilla.

El jovencito se puso de pie, abrazando el trozo de carne contra su pecho huesudo y mirando a esos dos hombres poderosos cuyos anillos lanzaban destellos malévolos a la luz de la luna y cuyos ojos helados tenían una expresión implacable y colérica.

—Yo puedo responder a esa pregunta —dijo Senmut con voz pastosa mientras la cabeza le daba vueltas—. Acaba de hacer una incursión por las cocinas del Dios, pues un we’eb trabaja desde la salida hasta la puesta del sol, y su buche está siempre vacío.

—Debe de haber escuchado todo lo que dijimos —dijo Hapuseneb en voz baja—. ¿Qué haremos con él, Senmut?

El muchachito se sobresaltó y lanzó un sonido abogado e ininteligible, pero no intentó huir.

Senmut se le acercó, con el corazón repentinamente añorando el pasado, los días luminosos llenos de esperanzas y de promesas, sus sueños de grandeza, su propia niñez perdida.

—Es así, ¿no es cierto? —le preguntó francamente—. Nos escuchaste, ¿no?

El chiquillo asintió con la cabeza.

—¿Y qué piensas hacer al respecto?

—No lo sé, poderoso señor —lo dijo con voz disonante y nerviosa, pero sus ojos claros no vacilaron.

—¡Vaya si tienes agallas! Dime, ¿a quién sirves tú?

—Sirvo a Amón, Rey de los dioses, y sirvo al faraón.

—¿Y al príncipe, no?

—También a él sirvo. Pero no sirvo a los hombres que llevan la muerte en sus corazones.

El pequeño mentón se irguió, desafiante, pero las manos que sostenían el ganso se estremecieron. Hapuseneb exclamó, indignado:

—¡Él mismo ha firmado su propia sentencia de muerte! ¡Si Tutmés se entera de esta conversación, moriremos antes de que nos haya llegado la hora!

—No lo creo —dijo Senmut mientras se sentaba en el suelo y miraba frente a frente a ese rostro delgado—. ¿Quieres ir ante el faraón y relatarle lo que has oído, we’eb?

—Debería hacerlo, pero quizás el faraón está al tanto de vuestro complot y decida entonces matarme.

—El faraón está bien enterado de nuestras maquinaciones, pues es un plan acariciado hace mucho, mucho tiempo, pero que nunca se puso en práctica. Pero el faraón se opondría a que cumpliéramos nuestros deseos, así que si acudes a él no te dañará. ¿Me crees?

—No.

Senmut se levantó, todavía envuelto en el recuerdo de aquel niño que había regresado a su jergón en lugar de aporrear las puertas del palacio. Sólo entonces comprendió que esa única flaqueza lo había acosado durante el resto de su vida. Rápidamente tomó una decisión.

—Hapuseneb, coincido contigo. ¡Basta de confabulaciones! ¡Debo de haber estado loco! Será lo que deba ser, y que se cumpla la voluntad de Amón. —Se volvió al sacerdote we’eb y lo aferró del brazo—. Tú y yo, mi pequeño gallito, iremos directamente a ver al faraón y le dirás todo lo que has oído.

Hapuseneb permaneció inmóvil, pero el muchachito balbuceó:

—¡Me llevaréis al río y me cortaréis la garganta!

—Juro en el nombre del faraón que no morirás —respondió Senmut—. Hapuseneb, te agradezco que hayas aceptado oírme. El amanecer se aproxima y ella aguarda su himno. ¡Entónaselo con la conciencia limpia!

Lanzó una carcajada sombría y arrastró al reticente jovencito por el parque, mientras las penumbras cedían ante los primeros resplandores del alba.

Hapuseneb giró sobre sus talones y se encaminó deprisa hacia su propia entrada, debajo de la estatua ceñuda del Dios Tutmés 1, el vengador de Egipto.

—Es demasiado temprano para molestar al faraón —le dijo Senmut al pequeño sacerdote—. Debemos esperar a que el Sumo Sacerdote le haya cantado a Ra en los cielos. Ven a mi palacio y desayuna conmigo. ¿Qué te gustaría comer? ¿Cómo te llamas?

—Smenkhara, gran Señor.

Estaba azorado y no había perdido del todo su desconfianza. Senmut siguió agarrándole con firmeza mientras cruzaron la amplia avenida que desembocaba en el muelle real y continuaba bajo los árboles hasta cruzarse con sus propios senderos y su propio suelo dorado.

—¿Cuánto hace que sirves en el templo?

—Dos años. Mi hermano es Maestro de Misterios.

—¿De veras? ¿Y qué te gustaría ser a ti?

Pasaron junto a los guardias y llegaron al vestíbulo en penumbra. Senmut lo condujo hacia la derecha, pasando por la sala de audiencias hasta su dormitorio privado, y llamó a Paere, su criado personal.

El muchacho observó atentamente en todas direcciones, con una curiosidad que sobrepasaba a su temor. Había oído hablar de la magnificencia del favorito del faraón y de sus tentáculos de poder. Lo había visto algunas veces, entrando en el templo con el faraón, ambos resplandecientes como dioses. De pronto se sintió embargado por una sobrecogedora timidez y admiración.

—No sé, Poderoso Mayordomo. Creo que me gustaría llegar a ser Sumo Sacerdote.

—¡De modo que tú también tienes ambiciones!

Senmut soltó al jovencito y envió a Paere en busca de comida y leche. Luego le indicó a su invitado una bonita silla de cedro tallado y el muchacho se sentó nerviosamente en el borde, contemplando a Senmut mientras se quitaba la peluca. Cuando Ta-kha’et entró medio adormilada en la habitación, envuelta todavía en su bata de dormir y descalza, encontró a su señor enfrascado en una profunda conversación con un desaliñado y joven sacerdote que parecía no haber probado una comida decente en toda su vida. Ambos no hacían más que llenarse la boca con pan caliente y trozos de ganso y parlotear alegremente.

Hatshepsut los recibió una hora más tarde. Estaba vestida y lista para concurrir al templo, pero servicialmente se sentó y los escuchó, mientras el muchacho tartamudeaba y se ruborizaba. No deseaba crearle problemas al Mayordomo Principal, un hombre que lo había alimentado y le había hablado con tanta cortesía y comprensión; pero Senmut frunció el ceño y lo empujó hacia adelante con rudeza, ordenándole en voz baja que cumpliera con su deber. El muchacho se postró y relató su historia, temeroso de levantar la vista y contemplar a esa mujer alta y agraciada que ostentaba la cobra y el buitre en su tocado dorado.

Cuando hubo terminado su relato, Hatshepsut ya no reía. Le ordenó que se levantara y buscó los ojos de Senmut por sobre la cabeza del muchacho, con una interrogación en la mirada. Al verlo asentir, se dirigió al pequeño sacerdote.

—Smenkhara, has hecho bien —le dijo—. Nos alegra mucho que seas un súbdito fiel y hayas confiado en nosotros. Me ocuparé personalmente de este asunto, pues los cargos son graves, pero quiero que me prometas que nunca le dirás a nadie lo que has oído. Yo me encargaré de administrar los castigos a mi manera y en su debido tiempo.

—Sí, Majestad —murmuró el muchacho.

—Ahora dime: ¿qué puedo hacer por ti? ¿Te gustaría llevar el incienso esta mañana y que vayamos juntos a reverenciar al Dios?

El jovencito la miró atónito, con el rostro radiante, y Hatshepsut le dijo que la esperara fuera del recinto. Cuando ella y Senmut quedaron solos, se dirigió a él con irritación.

—Has sido muy descuidado, y también Hapuseneb fue muy poco prudente. Conozco tus pensamientos, Senmut, tanto como los de Hapuseneb, Nehesi y el resto. Tampoco ignoro la avasallante impaciencia de Tutmés, su decisión de dominarme y derrocarme. ¡Pero no toleraré ningún asesinato! Es la última vez que te lo digo. Si llego a descubrir que estás implicado en un complot de esta naturaleza, te haré disciplinar como si fueras un delincuente común. Tutmés es de mi propia sangre. No permitiré que nadie le haga daño.

—Entonces, al menos alejadlo de aquí.

—¿Para qué urda sus intrigas a mis espaldas? ¡No! ¿Por qué me trajiste a esa criatura? ¿No podrías haberte ocupado tú mismo de él?

—Majestad, ¿puedo sentarme?

Ella asintió, sorprendida, y se desplomó en una silla.

—Lo traje porque hoy, finalmente, un sacerdote we’eb asustado y cobarde que no se animó a cumplir con su deber debe enfrentar el juicio de Amón.

—No te comprendo.

Senmut sonrió con expresión cansada.

—Hace muchos años yo también era un sacerdote hambriento que acudía por las noches a las cocinas del Dios para robar comida. Y, como este pequeño, fui testigo de un diálogo que no estaba destinado a mis oídos. —Hatshepsut permaneció inmóvil y su cuerpo se tensó; a pesar de advertirlo, Senmut no se detuvo—. Vuestra hermana, Su Alteza Osiris-Neferu-khebit, no murió a causa de ninguna enfermedad: Menena la hizo envenenar.

Senmut se sintió de pronto libre de un enorme peso, y en el silencio profundo que siguió, roto sólo por la respiración entrecortada de Hatshepsut, se puso de pie y se acercó a ella.

Hatshepsut palideció y de las sombrías profundidades de su mente fue surgiendo un recuerdo muy lejano, vago y confuso: apenas el fragmento de un sueño. Neferu encarnada en el cuerpecillo del pobre corzuelo prisionero y Nebanum de pie, con la llave en sus manos. Pero ¿se trataba en realidad de Nebanum?

—Yo quería ir a hablar con vuestro padre y relatarle todo como este sacerdote ha hecho hoy, pero tuve miedo porque pensé que el faraón deseaba que el plan se llevara a cabo. Mientras yo me debatía y me torturaba, los conspiradores le administraron el veneno y Neferu murió.

Los hombros de Hatshepsut se abatieron y, tras lanzar un suspiro, instintivamente buscó su amuleto con las manos.

—Por fin, por fin. He visto tu odio hacia Menena y siempre quise conocer los motivos de tu miedo. Durante todos estos años yo misma he reflexionado sobre la muerte de mi hermana y me he llenado de temor, a pesar de no poder entender el origen de esos sentimientos. Pero ahora todo resulta claro. ¿Así que crees que mi padre deseaba la muerte de su hija?

El recuerdo saltó a la superficie y estalló. No era Nebanum. Desde luego que no. Los ojos rojizos y asesinos del Poderoso Toro la horadaron dolorosamente.

—Sigo sin saberlo a ciencia cierta, Majestad, pero así lo creo.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué motivo podría querer hacerle eso? ¡Lo único que ella deseaba era que la dejaran en paz!

—Porque ya por aquel entonces veía la doble corona sobre vuestra cabeza y, si ella permanecía con vida, ¿quién la llevaría en este momento? Tutmés, vuestro marido, se habría casado con Neferu y, con el tiempo, habría muerto a su vez, y hoy su hijo no os llamaría precisamente faraón.

Hatshepsut se llevó una mano al pecho y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Es así. Lo sé. Lo intuía. Cuando todavía era una criatura, el hecho de presentir vagamente este horror me provocaba pesadillas. Pero, incluso ahora, es algo difícil de sobrellevar. —Hatshepsut luchó para controlar la expresión de su rostro—. Vete, Senmut. Me alegra comprobar la confianza que me tienes, pero también estoy furiosa. Lo único que quiero en este momento es ir al templo y pronunciar mis plegarias con ese muchachito tan afortunado. En fin de cuentas, podría haberle cortado la garganta y arrojarlo luego al río, como él mismo dijo.

Hatshepsut le dedicó a Senmut una escueta sonrisa.

Él le besó la mano y partió a reunirse con los funcionarios que lo aguardaban en la sala de audiencias.

Antes de que el invierno llegara a su fin, Hatshepsut dispuso que se concertara el compromiso entre Tutmés y la resplandeciente Neferura e inmediatamente envió al príncipe y a sus tropas al norte para realizar maniobras. Pero se había asegurado de que quedara bien claro que se trataba sólo de un compromiso y no de un matrimonio.

De pie frente a ella en el salón del trono, con los brazos cruzados sobre el pecho, Tutmés esbozó una sonrisa despectiva.

—Habéis empeñado vuestra palabra, Majestad —le dijo—. Podéis enviarme de un extremo al otro del país, en toda suerte de misiones o expediciones, pero tarde o temprano deberéis conducir a Neferura al templo y dármela en matrimonio, pues ya no soy un niño.

—¡No soy ciega! —le retrucó Hatshepsut—. Oh, Tutmés, ¿por qué te pones tan quisquilloso cada vez que tenemos que tratar algún asunto? ¿Acaso no te he prometido que un día este trono será tuyo?

—Sí, pero no creo que tengáis intenciones de dármelo. Cuando era chico me inspirabais un sacrosanto temor. Pero ahora prácticamente soy un hombre, y continuáis cerrándome las puertas de la sala de audiencias; mi propio recinto, el lugar donde me corresponde sentarme en mi calidad de faraón. Estoy convencido de que os proponéis colocar a Neferura en el trono.

—Eres un necio si de veras crees lo que acabas de decir y, a pesar de lío, propagas tus dudas a gritos por todo el palacio. ¿Qué me impide librarme de ti? Entonces Neferura podría llevar la doble corona y casarse con algún general para darle heredero a Egipto.

—No lo hacéis porque sabéis tan bien como yo que Neferura es una mujercita dulce, suave y bondadosa y, por consiguiente, carece de las condiciones necesarias para convertirse en faraón.

—¿Y Meryet, entonces?

A Hatshepsut no le divertía el tema que estaban abordando. Tuvo que reconocer que las palabras de Tutmés encerraban una gran verdad: Neferura no poseía esa ambición devoradora y ardiente que a ella la consumía a esa edad. Por mucho que Hatshepsut la amara y deseara la corona para ella casi con desesperación, Neferura jamás tendría suficientes agallas para controlar a Tutmés ni a ningún otro despiadado joven noble que codiciara el reino.

—¡Meryet! —Tutmés lanzó una carcajada burlona—. Está llena de desprecio y de rencor y ya comienza a echarles el ojo a vuestros consejeros, como lo ramera que es. Pero ¿cómo faraón? Es tan poco profunda como el río en verano. Y vuestro Egipto no le interesa en absoluto. —El muchacho se encogió de hombros y se aproximó a Hatshepsut—. Aceptaré el compromiso, siempre y cuando esté seguido de matrimonio. No tengo inconveniente en servir como soldado, pues disfruto ejercitándome con el arco, la lanza y el cuchillo; y, como habéis afirmado con tanta frecuencia, soy joven todavía. ¡Pero no lo posterguéis demasiado!

—¡Olvidas con quién estás hablando! ¡Yo soy Egipto, y si te doy una orden debes obedecerla! No abuses de mi paciencia, Tutmés. Eres un muchacho necio y arrogante, pero te perdono porque tus días de instrucción todavía no han terminado. Si tu madre no te hubiese llenado la cabeza de tonterías mientras estabas a su cargo, podríamos haber trabajado bien juntos. Pero, antes de que aprendieras a hablar, ya te inculcó un odio intenso hacia mí, y te resulta imposible ver más allá de sus rencorosas palabras. Tutmés ascendió las gradas del trono y se quedó de pie, mirándola con fijeza.

—Me habéis despojado de la corona y, con ello, violado la ley. Mi madre no tiene nada que ver con eso. Y con respecto a trabajar juntos, ¿por qué no lo hacemos? ¿Acaso no soy ya capitán de asistentes, y no seguiré escalando posiciones en el ejército que comandáis? ¿No me afano y sudo en el campo de entrenamiento por Vos, como todos vuestros súbditos lo hacen obedeciendo vuestras órdenes?

Cuando Tutmés hubo partido, Hatshepsut permaneció un rato sentada a solas, con la barbilla apoyada en una mano y la mirada perdida en la distancia.

—¡Ah, Tutmés —exclamó en ese recinto insólitamente silencioso—, qué no daría por qué fueses mi hijo!