22

Hatshepsut alcanzó el pináculo de una gloriosa madurez y pareció permanecer allí, radiante en salud, vigor y belleza. Era como si su naturaleza divina la hubiera convertido realmente en un ser inmortal cuyo influjo atraía a todos los hombres y estaba imbuido de los poderes y misterios del mismísimo Dios Amón. Con frecuencia sus servidores intuían su presencia antes de avistar a sus portaestandartes: en la atmósfera se operaba un cambio sutil, como si un hálito de omnipotencia precediera sus pasos; aunque tal vez no fuera otra cosa que su perfume, la pesada fragancia de la mirra, transportada por la brisa. Era mirada cada vez más con una mezcla de admiración y temor supersticiosos, y el número de peregrinos que acudían a su santuario fue aumentando en el correr de los meses.

Pero, en su interior, Hatshepsut estaba llena de desasosiego. Acostada en su lecho durante las bochornosas noches de verano, no hacía sino pensar en Senmut, y su presencia cotidiana le recordaba permanentemente que había un hombre capaz de satisfacer plenamente las necesidades de su cuerpo real con sólo decir una palabra. Durante años se había negado a hacerlo, primero por la posición que ocupaba en calidad de Consorte de Tutmés y, más tarde, por el hecho de ser faraón, un ser único destinado a padecer la soledad. Pero comenzó a cansarse de su viudez, y sus noches de insomnio y sus sueños febriles le indicaron que había llegado el momento de entregarse, de una vez por todas, al hombre al que amaba por encima de todos los demás.

Cierta tarde calurosa, cuando los chorros purpúreos de la Barca de Ra lo arrastraron hacia el horizonte, Hatshepsut hizo que sus criadas la untaran con aceites perfumados y la vistieran con tules transparentes, y mandó llamar a Senmut. Esa noche decidió quitarse el tocado. Después de la coronación había vuelto a dejarse crecer el cabello, aunque no tan largo como antes, pues debía tener la cabeza cubierta en todo momento como correspondía a un faraón. El pelo le acarició las mejillas y le enmarcó la cara, de por si asombrosamente femenina con sus hermosos ojos bordeados de kohol y su boca roja. Se colocó en la cabeza una sencilla cinta de plata, cuyos flecos le tocaban los hombros desnudos. Ordenó que pusieran fruta y vino sobre la mesa, y también sus mejores lámparas de alabastro. Despidió a Nofret y a sus esclavas para que Senmut la encontrara sola, como el día en que se conocieron, y aguardó.

El guardia lo anunció y ella asintió para que lo dejaran pasar. Mientras las puertas de plata se cerraban lentamente a sus espaldas, Senmut la saludó con una reverencia y avanzó hacia ella; entonces en sus ojos resplandeció un relámpago de sorpresa que pronto se desvaneció. Usaba un sencillo faldellín blanco. Tenía la cabeza descubierta y los pies descalzos, pues estaba a punto de bañarse en el río con Takha’et. El aceite y la transpiración brillaron en su pecho cuando volvió a inclinarse. Ninguno de los pensamientos caóticos que lo asaltaron se reflejó en su rostro, pero Senmut no tardó en evaluar la nueva imagen que se presentaba ante sus ojos: las vestiduras tenues y flotantes, la maravillosa y brillante cabellera, la mirada levemente lánguida y provocativa de esos ojos espléndidos. Infinidad de veces había deseado ardientemente tocarla: al pasar junto a ella en la sala de audiencias, al aspirar su fragancia y su tibieza en las celebraciones, al contemplar la tensión de sus músculos antes de arrojar la lanza corta. Una y otra vez había reprimido esos pensamientos blasfemos siguiendo los consejos de Hapuseneb y con el correr de los años su rostro se había vuelto hermético y algo duro; su mirada, penetrante; su porte, altivo y poco acogedor para quienes no conocían bien al gran Erpa-ha.

Hatshepsut lo vio levantar las cejas cuando ella le sonrió y le tendió una mano.

—Hace mucho que no comemos y bebemos juntos en privado, ni hablamos de otra cosa que no sean los asuntos de gobierno —contestó ella mientras él le besaba la palma de la mano—. Ven y siéntate, Senmut. Dime, ¿cómo está Ta-kha’et?

Senmut se dejó conducir a la mesa baja y se sentó en uno de los almohadones. Mientras Hatshepsut se instalaba a su lado, él recorrió la habitación con la mirada en busca de la esclava que habría de servirles la comida.

—Ta-kha’et está muy bien —respondió—. Cuando Vuestra Majestad no necesita de mis servicios, llevamos una vida muy tranquila, y tengo la impresión de que eso la aburre un poco. Le encanta disfrutar de toda clase de entretenimientos.

Hatshepsut comenzó a servirlo ella misma: le llenó la copa de vino, le ofreció higos bañados en miel y melones impregnados de vino.

—¿De veras? Entonces deberías conseguirle músicos y otras diversiones.

—Lo he hecho, pero Ta-kha’et es de lo más estrafalaria. ¡Afirma que ningún músico la entretiene tanto como yo!

Se intercambiaron una sonrisa, y la extraña formalidad de ese encuentro comenzó a desvanecerse.

—¡Y tiene mucha razón! —exclamó Hatshepsut levantando su copa de vino y espiándolo por encima del borde—. Ya te he dicho que deberías casarte con ella y hacerla princesa. Eso es lo que desea.

—No me cabe duda —dijo él.

—Entonces, ¿por qué no te decides? Yo me encargaré de darle una buena dote, pues sé lo pobres que sois vosotros, los príncipes.

—Me parece —comentó Senmut con tono jovial— que ya hemos mantenido antes una conversación similar. ¿Acaso la memoria del rey es tan exigua que no lo recuerda?

—Es posible —dijo ella con sencillez—, pues han pasado muchos años desde aquella ocasión, Gran Príncipe, y los sentimientos de los hombres cambian.

—Los de algunos, quizá —respondió Senmut—, pero no los míos.

—¿Te molestaría mucho decirme una vez más por qué Ta-kha’et sigue siendo sólo tu esclava?

Senmut depositó la copa de oro sobre la mesa y permaneció un momento con la vista baja, y la habitación se llenó de un silencio expectante. Finalmente miró a Hatshepsut a los ojos.

—No, no me molestaría en absoluto. Pero, Majestad, ahora sois rey. Me parece que es a Vos y no a mí a quien le corresponde hablar sobre el asunto, pues si bien ya no temo hacer el ridículo, si me asusta la idea de que mis palabras caigan en oídos que esos mismos años a que habéis hecho referencia han vuelto sordos.

—Ah, Senmut —replicó ella dulcemente—, ¿por qué usamos las palabras como escudo, como si quisiéramos protegernos de algún peligro? ¿No sabes, acaso, que en toda mi vida ha habido sólo un hombre al que he entregado mi amor y a quien seguiré amando hasta la muerte?

Impulsivamente tomo sus manos, sepultó la cara entre ellas y comenzó a besarías. Senmut se acurrucó junto a ella.

—Ahora me toca a mí escuchar —dijo—. ¡Dilo, Hatshepsut, dio!

Ella gimió y dejó caer las manos de él sobre sus faldas para buscar, casi a tientas, ese rostro tan querido.

—Te amo, Senmut, te amo. Me consume la impaciencia de ser poseída por ti. Mi cuerpo te desea, mi alma dama por ti. Me humillo ante ti, buscando encontrar tu amor, tu desdén o tu total indiferencia. Pero buscándote. ¡Abrázame!

Los dedos de Hatshepsut temblaron sobre los ojos y las mejillas de Senmut y ella comenzó a llorar.

Él la atrajo hacia sí, estrujándola vehementemente entre su cuerpo y susurrándole al oído palabras de amor que lograron eludir sus sólidas defensas.

—¡Hatshepsut! Mi bienamada, mi hermana. —Le tomó el mentón entre ambas manos y le rodeó el rostro, y ella se aferró a Senmut con la ferocidad de alguien que está a punto de ahogarse. Mientras se besaban, en los labios de ambos vibró una dolorosa ternura y las lágrimas de Hatshepsut se escurrieron por entre los dedos de su amado—. ¿Estás segura? —preguntó él dulcemente—. Mira que no es una decisión trivial, tratándose de un faraón.

Ella asintió con ardor.

—Hace mucho tiempo que estoy segura —le respondió, besándole el cuello, el mentón, los ojos—. Amémonos mientras podamos, querido hermano mío, pues es cosa muy triste envejecer y ver cómo el amor se marchita y muere por falta de sol.

Hatshepsut se arrodilló y permaneció inmóvil mientras las manos vigorosas y sensibles de Senmut la recorrían como ella lo había soñado noche tras noche, explorando las líneas firmes y las curvas perfectas de su cuerpo joven. Senmut la aprisionó entre sus brazos con una risa sonora que despertó a las sombras y retumbó hasta el techo, y también ella rió. Se incorporaron todavía abrazados, los brazos de él ciñendo la cintura de Hatshepsut y los de ella enlazados detrás de su nuca y volvieron a besarse con voracidad, dispuestos a beber hasta saciarse en esa fuente de amor compartido.

La de Senmut y Ta-kha’et era una relación basada en una mezcla de necesidad física y de afecto: dos personas que se llevaban bien, a veces se necesitaban mutuamente, y compartían amigablemente la mesa y el lecho. Pero esa pasión ardiente y avasalladora, ese deseo incontenible de ser uno con la mujer que había amado y venerado día tras día y año tras año, superaba cualquier sueño que pudo haber sepultado en lo más profundo de su mente. Depositó tiernamente a Hatshepsut sobre los almohadones, sosteniendo con un gozo tan intenso que le resultó doloroso, ese cuerpo tenso y aterciopelado que se le brindaba; olvidó su naturaleza divina, olvidó su linaje real, lo único que sabía era que ella era su auténtica esposa, la compañera de sus días, la única persona capaz de leerle los pensamientos, la única que lo deseaba y quería complacerlo únicamente a él, para siempre. La poseyó lentamente, pacientemente, con los ojos fijos en su rostro, observando cómo sus facciones hermosas se transfiguraban con el éxtasis. Después permanecieron tendidos, juntos, sonriendo, la brisa cálida secándoles la transpiración del cuerpo, la cabeza de ella acurrucada sobre el hombro de él, cuyos brazos seguían rodeándola, pensando ambos en los días y las noches del futuro que veían ya resplandecer con una nueva luz.

—No entiendo por qué he postergado tanto este momento —dijo Hatshepsut.

Él sonrió, satisfecho y cansado.

—No nos había llegado la hora, Majestad —replicó.

Ella le pegó unos golpecitos en el pecho con una uña afilada.

—Te suplico, Senmut, querido mío, que no me llames Majestad en privado, ni tampoco Hatshepsu. Llámame Hatshepsut, pues en tus brazos ya no soy el Primero Entre los Poderosos y Honorables Nobles del Reino, sino sobre la Principal Entre las Damas de la Nobleza.

—La única mujer —dijo él—. Siempre has sido la única mujer para mí.

—¿Y qué me dices de Ta-kha’et?

—Ta-kha’et es como la luna suave y amarillenta de la época de la cosecha, y yo me acerco a ella serenamente —respondió—. En cambio tú eres el sol abrasador e implacable de un mediodía de verano. ¿Cómo regresar a los brazos de Ta-kha’et después de haber sido tocado por tus ardientes rayos?

—Pero no la echarás de tu lado, ¿no es cierto?

Embargada por su propia dicha, Hatshepsut deseaba que también Ta-kha’et fuera feliz.

—No. Sería una crueldad muy grande. Pero jamás me casaré con ella, pues también eso sería cruel.

Hatshepsut se sintió amodorrada, como si una extraña languidez se fuera apoderando de ella.

—Entonces no te casarás nunca —murmuró—. Estaría dispuesta a compartirte con una esclava, pero ¡pobre de la que osara ser tu esposa!

—Tú eres mi esposa, amada mía —dijo Senmut, apretándola con más fuerza—. Nadie logrará jamás arrancarme de tu lado, salvo la muerte.

Al amanecer, Hapuseneb y los demás sacerdotes se congregaron en la parte exterior de la puerta de plata, como lo hacían todas las mañanas, para entonar el Himno de Alabanzas, pero la pareja que ocupaba la alcoba ni siquiera los oyó: dormía profundamente.

Aunque no se hubiera hecho ningún anuncio formal, muy pronto todos los moradores del palacio supieron que el poderoso Erpa-ha se había convertido en amante del rey.

Durante esos días tan llenos de preocupaciones y responsabilidades, Hatshepsut y Senmut se siguieron tratando con la formalidad que correspondía a la sala de audiencias o al despacho en que llevaban a cabo sus tareas; las palabras que intercambiaban se referían exclusivamente a los asuntos de gobierno. Nadie podía señalar un cambio concreto de actitud y afirmar: «Vean, en eso se nota la diferencia». Pero era evidente que se había operado un cambio, que existía una diferencia, y nadie lo sintió con tanta intensidad como Hapuseneb. Mucho antes de convertirse en tema obligado de conversación en las cocinas, su instinto certero le dijo que las relaciones entre el rey y su Mayordomo Principal no eran las mismas. A pesar de haberlo previsto desde hacía tiempo, no pudo evitar tratar a Senmut con frialdad, cosa que éste advirtió inmediatamente. Abordó a Hapuseneb cierta mañana en el templo. El Sumo Sacerdote había finalizado sus abluciones y se encaminaba a almorzar cuando Senmut surgió de detrás de un pilar y le cerró el paso. Hapuseneb lo saludó con una inclinación y amagó seguir su camino, pero Senmut extendió un brazo y lo obligó a detenerse. Hapuseneb despidió a los acólitos que aguardaban junto a él y se volvió hacia Senmut, quien no se anduvo con rodeos.

—¿Qué te he hecho, Hapuseneb, para que me trates con semejante indiferencia? No es propio de ti ser tan descortés. Después de haber trabajado juntos durante tanto tiempo, pensé que entre nosotros jamás surgirían problemas.

—Tienes mucha razón, Senmut, pero no me disculpo —dijo con calma—. Es verdad que soy muy descortés contigo, y debo reconocer que soy el primer sorprendido al comprobarlo, pues siempre me he jactado de ser un hombre imparcial que está por encima de cualquier discrepancia tonta y a quien sólo le importa servir a Egipto y al Dios.

—Siempre ha sido así, y te he respetado por tu sabiduría. Pero de pronto descubro que estoy perdiendo a un amigo cuyo afecto me costó mucho tiempo y esfuerzos conquistar, y no estoy dispuesto a aceptar que tú y yo, Hapuseneb, nos enemistemos por un motivo que ignoro por completo. Me debes una explicación.

—¡No te debo nada! —Por primera vez Senmut vio que esos ojos grises perdían la serenidad y adquirían una expresión implacable—. ¿Es preciso, acaso, que te desnude mi corazón, nada más que para demostrarte que no te debo nada? ¡Déjame en paz!

—¿Qué tiene que ver tu corazón con todo esto? —exclamó Senmut.

Hapuseneb sonrió irónicamente.

—Si de veras no lo sabes, entonces te ofrezco mis excusas y confieso que te he juzgado mal, Senmut. Pero no puedo decirte más. Seguiremos siendo amigos y aliados, pero debes darme tiempo para que vuelva a sentir respeto por mí mismo.

Tras dedicarle una sonrisa fugaz partió, y sus vestiduras flamearon tras él cuando pasó por entre los pilares y traspuso las puertas del templo.

Senmut se quedó mirándolo, furioso y perplejo. Esa noche le mencionó el incidente a Hatshepsut, quien permaneció en silencio durante un buen rato.

—Hapuseneb tiene un secreto —dijo por último—; pero es de índole privada, algo que nos concierne sólo a él y a mí. Por mucho que yo te ame, Senmut, no traicionaré la confianza de Hapuseneb.

—Ese secreto no se ha interpuesto entre nosotros hasta ahora, y me preocupa. ¿Cómo puedo seguir trabajando en estrecho contacto con él? Hapuseneb me tomó bajo su protección cuando yo no era más que un aprendiz de Ineni, y me brindó su confianza mucho antes de conocer el grado de mi devoción hacia ti. ¿Por qué este cambio repentino en sus sentimientos?

—Mi Hapuseneb es un hombre sumamente sagaz, y me resulta inestimable por su capacidad para juzgar con acierto el carácter de la gente. Pero no olvides, Senmut, que él y yo crecimos juntos compartiéndolo todo, y que lo conocí mucho antes que a ti. No puedo decirte más.

De pronto Senmut vislumbró la verdad y exclamó:

—¡Pero yo no lo sabía! ¡Ni siquiera se me cruzó por la cabeza! ¿Por qué no confió en mí?

—Porque es un hombre orgulloso. No temas; todo volverá a ser como antes. Es justo y recto y no desea enemistarse contigo, pero se siente muy dolido. Necesitará tiempo para recuperar la confianza en sí mismo. Yo también le tengo mucho afecto, Senmut, pues es mi amigo más antiguo y más querido, y su sufrimiento es también el mío.

No hablaron más sobre el asunto, y ambos permanecieron inmóviles en el lecho, con la mirada perdida en la oscuridad, como sin duda lo estaba también Hapuseneb esa noche; cada uno envuelto en sus propios pensamientos.

Se aproximaba la fecha en que se festejaría su Minada de Años, y Hatshepsut veía transcurrir los días con cierta preocupación, pues aún no sabía cómo celebrar esa fiesta, que era tan especial, ya que sólo tendría lugar una única vez durante su reinado. Recordó el jubileo de su padre y la algazara que se desencadenó en el palacio y en la ciudad. Al sopesar por un lado a Tutmés, que crecía a pasos agigantados, y por el otro sus propios e incontables logros, decidió adelantar la fecha de los festejos. Pensó que al llevar a cabo las celebraciones antes del tiempo señalado por las costumbres, conseguiría grabar en la mente de sus súbditos los beneficios que su reinado había acarreado para Egipto y afianzaría firmemente la corona sobre su cabeza. No era que sintiera la necesidad del apoyo que todo eso representaba, pero el nombre del joven príncipe salía a relucir con mayor frecuencia de lo que ella había deseado: fuera por sus proezas con el arco, su certera puntería con la lanza o su espectacular desempeño en el manejo de los carros de combate. Se preguntó si tal vez Nehesi no habría estado en lo cierto. Imaginó por un momento cómo sería el palacio sin la presencia del muchacho: ella misma completamente afianzada y sin que nadie se le opusiera, Neferura convertida en su Heredera, y un cielo diáfano y despejado sobre ellas. Pero después del momentáneo alivio que esa imagen le proporcionó, se vio de pronto sola frente a Amón, taciturna, muda y culpable. Así que terminó por descartar la idea de envenenar a Tutmés. El veneno no sólo era un método cruel sino, además, el arma de los débiles, y ella no era débil. Por lo menos, no todavía. Ya manejaría a Tutmés a su manera.

Cada vez que pasaba revista a sus tropas, estudiaba con atención a ese joven macizo e impaciente que azotaba a sus caballos y pasaba frente a ella como una exhalación junto a los demás soldados. A los catorce años, Tutmés se estaba volviendo cada vez más arrogante y andaba de un lado a otro dándose ínfulas seguido por sus secuaces, exigiendo obediencia de todos, la consiguiera o no. Realmente le preocupaba. Al ver las miradas secretas y anhelantes que Neferura le lanzaba, decidió que pronto discutiría con sus ministros la posibilidad de anunciar un compromiso entre ambos y controlar de esa manera cualquier sombrío pensamiento sedicioso inmediato que el muchacho pudiera albergar en su mente. Un compromiso era una manera de prometer mucho sin conceder en realidad nada. Cuando Tutmés cayera en la cuenta de que sus intenciones eran sentar a Neferura en el trono y no a él, sería ya demasiado tarde. Su hija heredaría el poderoso gabinete que ella misma había formado y Tutmés, por mucho que fanfarroneara y amenazara, quedaría impotente.

Pero su Miríada de Años y de Aniversario de su Aparición se acercaban y seguía sin poder decidirse sobre cuál sería la manera más apropiada de conmemorar ese evento. La idea le nació en mitad de una plegaria, cuando estaba sentada en el balcón comunicándose con el Dios. Entró inmediatamente a la habitación y mandó llamar a Senmut. Cuando él llegó, Hatshepsut no perdió tiempo en explicaciones:

—Debes ir inmediatamente a Asuán —dijo—. Llévate a Benya y a todos los que necesites. Quiero que talléis para mí dos obeliscos de la cantera y los traigáis aquí antes de mis celebraciones.

—Pero, Majestad —protestó Senmut—, ¡me concedéis un plazo de sólo siete meses! ¡Es imposible hacerlo en ese lapso!

—Es posible, y lo harás. Partid hacia allá cuanto antes.

—La empresa que me encomendáis es colosal —comentó Senmut—. Si hay alguien que pueda llevarla a cabo, ése soy yo, pero esta vez no os prometo nada.

—Lo harás —dijo ella—. He suspendido todas las demás obras en marcha en Karnak, así que puedes llevarte cuantos hombres quieras. Senmut, sé que te he pedido muchas cosas hasta ahora, pero ésta es la más importante de todas. ¿Tratarás de hacerlo por mí?

Senmut se inclinó frente a ese rostro sonriente.

—Como de costumbre, estoy dispuesto a intentar hacer hasta lo imposible por Vos, Majestad.

—Muy bien. Entonces no hay más que hablar.

Ella lo despidió y él partió casi corriendo, con la sensación de que el tiempo ya le mordisqueaba los talones, como un perro furioso. Pensaba que el trabajo podía hacerse, siempre y cuando no surgiera ningún imprevisto. Sacudió la cabeza y balbuceó una breve plegaria a cualquier dios que quisiera escucharla mientras mandaba buscar a Benya y ordenaba a Ta-kha’et que le preparara la ropa para el viaje. Era una mala época del año para recluirse en las sofocantes y ardientes canteras de Asuán. Se preguntó si alguno moriría bajo el látigo de Benya antes de que los monolitos fueran atados a las balsas. Recordó que el rey había dicho claramente que debían ser los obeliscos más altos del mundo. Su mente trabajaba sin cesar cuando mandó llamar a sus escribas. Pronto se iniciaría la crecida del Nilo y, si Amón deseaba que su Hija tuviera sus anhelados monumentos, tendría que hacer que el caudal del agua se elevara en el momento preciso para poder transportar las enormes balsas que Senmut se vería obligado a construir. No tenía sentido perder tiempo en levantar casas para los operarios en el lugar de trabajo, así que ordenó a los escribas que consiguieran tiendas de campaña que podrían armarse y desmantelarse en pocos minutos. Comenzó a confeccionar una lista mental de las herramientas, provisiones y alimentos que necesitaban y, antes de que los escribas hubiesen recogido sus tablillas y abandonado el recinto, ya Senmut estaba camino del muelle, preguntándose dónde conseguiría suficiente madera para construir una balsa capaz de soportar el formidable peso de esas moles de piedra.

Senmut, Benya y cientos de operarios abandonaron Tebas antes de que la semana hubiese concluido y desembarcaron dos días después. Aunque era poco después del mediodía, Senmut no perdió tiempo: ordenó a los hombres que levantaran las tiendas en cualquier lugar sombreado que encontraran y les advirtió que las puertas de la ciudad permanecerían cerradas para ellos. Mientras descargaban los materiales, Senmut y Benya caminaron hasta la cantera y estuvieron a punto de perder el sentido por el intenso calor reinante.

—¡Por Amón! —maldijo Benya—. ¡Moriremos todos en este horno! Bueno, supongo que es mejor que reúna a mis aprendices y comience a examinar la roca. Dos obeliscos. Dos verdugos, más bien. ¡Maldito el día que te conocí, conductor de hombres!

—Escoge la piedra con cuidado, y no te demores mucho —le advirtió Senmut—. Tenemos poco tiempo. Los hombres pueden trabajar por turnos, y cuando baje el sol haré encender las lámparas.

Benya lanzó un gruñido y se secó la frente.

—¡Tú a tu trabajo, entonces, y yo al mío! Agradezco a los dioses que mi tumba ya esté lista.

Pero la mía, no, pensó Senmut mientras veía alejarse a Benya, y yo no estoy listo todavía para yacer en ella. Se encaminó hacia los barcos, gritándoles a los abrumados trabajadores para que se movieran con rapidez.

Con la mirada incisiva y las manos delicadas de un médico experto, Benya fue sondeando y explorando la amenazadora roca y eligiendo las vetas. Sus discípulos demarcaron la silueta de las dos formas ahusadas. Inmediatamente Senmut puso a trabajar a los hombres con las enormes mazas de picapedrero y cuando comenzaron a golpear con ellas, el polvo formó una inmensa nube que les blanqueó la piel y los hizo toser. Senmut cumplió su turno como un trabajador más, balanceando la maza inflexiblemente mientras su transpiración se fusionaba con la de los campesinos. Día tras día Benya recorría en uno y otro sentidos las hileras de espaldas musculosas y brillantes, lanzando gritos e imprecaciones pero sin levantar jamás el látigo que colgaba de su mano oscura como una delgada serpiente.

Al mes, los obeliscos comenzaron a tomar forma, aunque todavía firmemente sujetos a su lecho de roca.

A los tres meses, los cinceles reemplazaron a las mazas; el ritmo se hizo más lento y el trabajo, más delicado. Benya dejó de maldecir y se dedicó a observar por encima del hombro de cada uno de sus operarios, dando indicaciones e instrucciones. Rogó a Senmut que interrumpieran el trabajo nocturno, pues las lámparas no proporcionaban suficiente luz y temía que se produjera alguna grieta repentina, pero fue en vano. Senmut adujo que si no continuaban trabajando por la noche, la obra no estaría lista a tiempo. Así que Benya se alejó, farfullando, y la actividad prosiguió sin interrupción.

Terminaron cuatro días antes de la fecha límite. Después de transportar los imponentes obeliscos de casi tres metros de base cada uno deslizándolos sobre los troncos que tapizaban el piso de la cantera hasta la orilla del río, y cuando estuvieron firmemente sujetos a la balsa, uno junto al otro, Senmut ordenó que todos se sirvieran vino y, luego de brindar con sus hombres, se sentó a paladearlo junto a Benya. Le pareció que habían logrado un verdadero milagro, llevado a cabo gracias a su propia eficiencia profesional.

Hicieron falta treinta y dos embarcaciones para remolcar los dos monolitos a Tebas, a pesar de que Amón se había ocupado de aumentar el caudal de agua del Nilo, que ya comenzaba a derramarse sobre la tierra. Senmut, en lo alto de su pequeño camarote en la parte superior de la balsa, vigilaba ansiosamente mientras las cuerdas se tensaban y los barcos, lenta y laboriosamente, vencían la inercia y comenzaban a moverse y a internarse en la corriente.

Siguieron viaje sin detenerse ni siquiera por la noche, con los nervios tan tensos que parecían a punto de estallar. Hasta Benya permaneció en silencio durante horas, con la mirada fija en esas moles que yacían casi hundidas en el agua y los nudillos blancos de tanto apretar las manos a la proa. Mucho antes de llegar a Tebas aparecieron cantidades de pequeñas embarcaciones, barcos de pesca y esquifes pertenecientes a los nobles para escoltarlos hasta la ciudad, distribuyéndose sobre ambas márgenes y repletos de rostros excitados y expectantes. En las primeras horas de la mañana Hatshepsut avistó esa marea oscura en el codo del río. Había convocado a todo su ejército en el muelle que conducía al templo y el lugar estaba atestado. Debajo de los árboles, los jardines del templo se encontraban repletos de gente de la ciudad, a quien se le había dado el día libre para que pudiera contemplar el espectáculo de esos gigantes arrastrados hacia el atrio exterior del templo. Al aproximarse la balsa a las gradas del muelle, Hatshepsut comió hacia allí. Hapuseneb, ataviado con su piel de leopardo, inició las oraciones. Senmut abandonó la diminuta cabina en lo alto de la balsa y bajó a tierra. Al oír sus órdenes, el agua cenagosa se llenó de soldados que se descolgaron de las altas márgenes del río para arrastrar las piedras hasta los troncos sobre los cuales las harían avanzar. Centímetro a centímetro los obeliscos se fueron acercando al primer pilón, rodeados por una multitud excitada. Senmut caminó junto a Hatshepsut, con los ojos entornados para observar mejor los trabajos de preparación realizados en el templo. Dentro del templo, proyectándose por donde antes estaba el techo de cedro, vio un ancho haz de luz que iluminaba las dos montañas de arena hacia las que serían arrastrados los obeliscos, con las bases hacia delante. Desde allí serían dirigidos hacia el otro extremo, donde se encontraban los basamentos cavados en el suelo del atrio exterior. Senmut y Puamra se hicieron a un lado y Hatshepsut se situó junto a ellos. Observaron silenciosamente cómo las imponentes columnas comenzaron a apuntar hacia arriba y un enjambre de esclavos trepó por las colinas de arena para guiarlas.

—Parecen dedos que apuntan a los Cielos —murmuró Hatshepsut—. Has hecho un buen trabajo, Senmut. ¿No te advertí acaso que juntos lograríamos lo que nos propusiéramos?

Senmut le hizo una reverencia con aire ausente, pues sus pensamientos estaban centrados en el imperceptible desplazamiento de esas moles grisáceas. Vio a Benya caminando de un lado a otro y gritando órdenes que retumbaban entre los pilares, mientras las sogas se desplegaban como un sombrilla de las cúspides de los monolitos y cientos de hombres se echaban hacia atrás ejerciendo presión. Senmut le hizo una seña a Puamra y ambos fueron a situarse junto a los pozos, a la sombra de las oscilantes bases.

Al cabo de algunos momentos de zozobra que hicieron contener la respiración de los presentes, las dos moles cayeron en sus correspondientes huecos, con las puntas bien erguidas hacia el cielo, mientras Benya se desplomaba, convertido en un cuerpo fláccido y tembloroso. Los capataces comenzaron a arrear a los esclavos fuera del atrio.

—No quitéis la arena —le ordenó Hatshepsut a Puamra—, pues aún deben recubrirse los extremos con plata, y luego tallarles las inscripciones.

Tutmés se acercó entonces al lugar donde ella estaba de pie junto a Senmut y Neferura. Le dedicó una reverencia informal y la miró con sus ojos negros encendidos.

—Felicitaciones, Flor de Egipto —le dijo con una voz grave que delataba su incipiente virilidad—. ¡No cabe duda de que vuestros monumentos hablan de un reinado sin fin!

Hatshepsut miró con frialdad esas facciones rudas y altaneras y decidió pasar por alto la ironía de sus palabras.

—Salud, sobrino-hijo. Me alegra que te gusten. ¿Dónde está tu madre en este día tan auspicioso?

Tutmés se encogió de hombros.

—Le aqueja una leve indisposición.

—Pues más le vale estar curada antes de mi celebración. ¿Quieres que le envíe a mi médico?

—No será necesario, querida tía-madre. No creo que el mal que padece merezca recibir los cuidados de las manos que atienden al faraón.

Era un verdadero duelo verbal, en el que ambos contendientes sonreían con los labios pero se fulminaban con la mirada. Senmut escuchó el diálogo con preocupación, percibiendo la tensión que iba cargando la atmósfera frente al choque de esas dos voluntades decididas a todo. Tutmés era ya todo un hombre al que debía tenerse en cuenta, y Senmut se preguntó por qué Hatshepsut insistía en tratarlo como un chiquillo. Vio los ojos de Neferura mirando fijamente a su hermano, pero ni el rey ni el príncipe parecían percatarse de su presencia.

El muchacho se debatía entre la rabia y la admiración que le profesaba a Hatshepsut, hasta que se rindió ante la segunda y le dijo, sacudiendo la cabeza.

—Eres implacable conmigo, querida tía-madre. Pero no cabe duda de que la doble corona te sienta muy bien.

—A ti no te quedaría bien, Tutmés —replicó ella cuando echaron a andar hacia el atrio exterior—. Todavía es demasiado grande para tu cabeza.

—Poco importa el tamaño de mi cabeza —le respondió Tutmés—. Lo que vale es lo que tengo dentro de ella.

—¿De veras? ¡No me digas! Entonces ocúpate de que tu superdotada cabeza asista a la celebración de mi Mirlada de Años. Es una orden, Tutmés. Últimamente te has mostrado por demás negligente, faltando al templo y a mis fiestas. No tolero ninguna clase de insubordinación.

El muchacho no le contestó; hizo una reverencia y, con el ceño fruncido, regresó junto a Menkheperrasonb y Min-mose.

Neferura apoyó tímidamente una mano sobre el brazo de su madre.

—¿Por qué te complaces en hacer rabiar tanto a Tutmés? —preguntó—. ¿Acaso no le tienes simpatía?

—Al contrario —respondió Hatshepsut—, lo aprecio muchísimo. Tiene la misma fuerza taurina de tu abuelo. Pero es demasiado impaciente, Neferura, e incluso a veces francamente descortés. Necesita ser dominado como un potro arisco.

Neferura no dijo nada, pero Senmut sintió que la tibia mano de la niña buscaba la suya; después de apretársela con cariño, se encaminaron juntas al palacio bajo los árboles secos del verano.