Hatshepsut durmió profundamente durante varias horas, agotada por los excesos del día previo. Despertó sin esfuerzo pocos minutos antes del amanecer y se sentó en la cama, esperando ansiosamente el momento que representaría la culminación de todos sus esfuerzos. Hizo que Nofret le colocara la silla para que desde ella pudiera mirar por la ventana hacia el cielo del este y, mientras abandonaba el lecho y se cubría con la bata para protegerse del fresco de la mañana, oyó que el Sumo Sacerdote, el Segundo Sumo Sacerdote y los acólitos se congregaban junto a su puerta. Por indicación suya Nofret la abrió y la comitiva permaneció allí reverentemente de pie mientras Hapuseneb, Ipuyemre y el pequeño Tutmés llenaban la habitación de humo de incienso. Ella permaneció sentada e inmóvil, la mirada fija en el levante, mientras el borde rojizo de Ra empezaba a asomar por el horizonte y los sacerdotes comenzaron a entonar el Himno de Alabanzas y la glorificaban a medida que sus rayos le rozaban la cara.
—¡Salve, Poderosa Encarnación, que se eleva como Ra en el este! ¡Salve, Emanación del Dios Sagrado!
Ella recibió el homenaje y se sintió inundada por una oleada de orgullo de feroz y celosa ansia poseedora. Todo eso y nada menos que eso le pertenecía por herencia: el trono, la tierra, el Dios. Cuando los cánticos concluyeron en un estallido de alabanzas, Ra se elevó en el cielo, libre ya del insistente abrazo de la noche y dio comienzo a su jornada. Las puertas volvieron a cerrarse y los sacerdotes regresaron al templo para aguardar allí a que Hatshepsut fuera a elevar sus oraciones matutinas.
Nofret ordenó que le prepararan el baño. Los guardias fueron dejando pasar a los príncipes y nobles a quienes les estaba permitido observar las abluciones del faraón. Hatshepsut se quitó la bata y pasó junto a ellos para descender los escalones de la bañera, saludando a cada uno y aprovechando la oportunidad para intercambiar ideas con ellos sobre las tareas del día mientras las esclavas la bañaban. Cuando los hombres partieron, se tendió sobre una tabla de cedro para que la aceitaran y masajearan. Una vez vestida con el faldellín y el tocado, y la frente ceñida por la cobra y el buitre, se encaminó al templo para celebrar por primera vez los ritos de la mañana en su calidad de faraón.
En el santuario, asistida por Horus y Toth, abrió la capilla sagrada, tomó el turíbulo de manos de Tutmés e incensó al Dios. Lo roció luego con agua de su Lago Sagrado, y colocó su corona, sus insignias y alimentos a sus pies, mientras los sacerdotes oraban por la salud y la seguridad del faraón. Al realizar todos esos actos, experimentó un gozo supremo. Siempre estuvo convencida de que llegaría ese día. Lo había creído de manera vaga e imprecisa cuando era pequeña. Se aferró luego a esa certidumbre durante los años de sutil y secreta preparación, mientras se preguntaba qué la hacía derrochar así sus talentos mientras su marido mariposeaba de un lado a otro. Pero en ese momento, al cerrar con llave la capilla y caminar hacia la luz del sol, supo el motivo.
Ineni la esperaba sentado en la sala de audiencias, donde los informes del día estaban prolijamente apilados sobre su mesa y Anen y los otros escribas aguardaban para poner por escrito sus órdenes. El anciano arquitecto tenía aspecto cansado, y las arrugas que le rodeaban la nariz de halcón y la boca recta parecían haberse profundizado. Cuando Hatshepsut entró, le hizo un saludo ceremonioso. Le dolían las articulaciones y las manos, y no se apresuró a entregarle el primer documento como, era su costumbre.
—¿Qué ocurre, amigo mío? —le preguntó ella.
Ineni volvió a inclinarse, con evidente embarazo.
—Majestad, no encuentro la manera de decíroslo. Quisiera renunciar a mi cargo de tesorero.
Ella observó de nuevo ese rostro cansado, advirtiendo su extrema palidez.
—¿Acaso estás descontento conmigo, Ineni? ¿No apruebas mis decisiones?
—No —respondió él sonriendo—. Nada de eso. Pero me estoy volviendo viejo, y mis responsabilidades me resultan muy gravosas. Seguiré construyendo para Vos, pero en mi tiempo libre, si me lo permitís. Como Alcalde de Tebas tengo más trabajo del que mis años pueden tolerar, y me gustaría tener más tiempo para estar en casa con los míos y trabajar en mi tumba.
—Has servido durante mucho tiempo —reconoció ella—. Para mi padre siempre fuiste indispensable y te confieso que yo te extrañaré terriblemente aquí, pues tus conocimientos son vastísimos. Muy bien —dijo con un suspiro—, sea. Retírate con mi bendición. ¿Cenarás conmigo alguna que otra vez?
—¡Siempre que lo deseéis!
—¿Quién te reemplazará? ¿Puedes recomendarme otro tesorero?
Fue directamente al grano, pero Ineni ya tenía preparada la respuesta.
—Os sugiero a Tahuti. Es honesto y muy minucioso; y aunque tal vez no pueda afirmarse que sea un genio, es un trabajador obstinado. Ni un solo uten de peso escapará a su mirada avizora.
—Estoy de acuerdo. Será Tahuti, entonces. Duwa-eneneh, ve a buscarlo y tráelo. Opino que lo mejor será que comience inmediatamente. Ineni, te pido que permanezcas uno o dos meses a su lado adiestrándolo y entonces te dejaré ir. ¡Es obvio que se producen cambios en el antiguo orden! Mientras esperamos a Tahuti, propongo que pongamos manos a la obra. ¿Qué novedades hay esta mañana?
Los asuntos terminaron de tratarse a mediodía, y Hatshepsut comió en su cuarto antes del descanso de la tarde. Se sintió un poco sola, padeciendo en carne propia por primera vez del completo aislamiento que la suprema autoridad traía consigo, a pesar de lo cual no habría cambiado esa doble corona ni por un palacio repleto de amigos. Se recostó en el lecho y, en la suave y silenciosa penumbra de su alcoba, cerró los ojos con una plegaria a Amón y una sonrisa en sus arrogantes labios.
Antes de que se hubiera cumplido el primer año de su reinado, ya había hecho redecorar los aposentos faraónicos, derribando paredes y techos y construyendo balcones. Cuando las reformas estuvieron listas, se mudó a habitaciones más amplias, más altas, más adornadas que las anteriores. Lo único que no quiso tocar fueron los suelos, pues estaban recubiertos de oro y carecían de todo adorno. Pero hizo que le tapizaran las paredes con plata sólida en la que Tahuti realizó gigantescos bajorrelieves que iban desde los techos pintados de azul hasta los suelos dorados. Cuando se acostaba en el inmenso lecho en cuya cabecera había una efigie de Amón, y a cuyos pies estaban sus patas de león, le era posible contemplar su propio rostro mirándola desde las tres paredes: su altiva barbilla ostentando la barba faraónica, sus ojos escrutando con helada superioridad la habitación, su frente amplia y serena bajo la doble corona con la cobra y el buitre. Las puertas eran también de plata batida, cada una de ellas una plancha maciza en la que se destacaba el Ojo de Horus. Con el tiempo, llegó a estar rodeada dondequiera que fuera por ese fulgor blanquecino y opaco de la extraña aleación que tanto amaba. La plata lustrada de la sala de audiencias presentaba otras escenas. Las paredes parecían llenas de movimiento, y desde lo alto de su trono podía verse a sí misma corriendo, con el cayado y el desgranador en la mano, mientras sus enemigos huían aterrados ante su sacrosanta ira, o montada en su carro, blandiendo un hacha, mientras los habitantes de Kush eran aplastados por los cascos de los caballos. Sobre los pilares de todas sus habitaciones había hecho pintar lotos azules y rosados, cuyos tallos se enroscaban hasta el techo, y aves que remontaban vuelo con sus alas rojas y amarillas. Ordenó que plantaran más árboles contra las paredes de cada una de las habitaciones que daban al jardín para poder percibir la frescura, la lozanía y el verdor de las plantas que crecen sobre la tierra.
En el nacimiento del corredor que conducía del salón de banquetes a sus aposentos, y en la parte exterior de cada una de sus puertas, hizo colocar estatuas de granito de si misma, sentada, con las manos apoyadas en sus rodillas de piedra y su rostro contemplando con mirada serena los corredores, o de pie, con un pie adelantado, en una actitud de movimiento congelado. No quiso que la piedra fuese pintada para acrecentar la impresión de fuerza y divinidad que recibían todos los que entraban y salían del corazón del palacio.
No descuidó a Amón. Su imagen brillaba en cada cuarto y delante de cada una de sus efigies había comida, vinos y flores. El incienso ardía día y noche ante él, llenando el palacio con un humo neblinoso y gris y el aroma de la mirra.
Mantuvo ocupados a todos sus arquitectos, artistas, albañiles e ingenieros. La avenida que había planeado desde su templo hasta el río finalmente se construyó, amplia, lisa y sólida. Ordenó que fuera bordeada de esfinges, esos cuerpos sagrados de león del Dios-Sol, pero los rostros impasibles que contemplaban quienes recorrían la avenida eran todos el de Hatshepsut, hermoso, real y distante, enmarcado por la frondosa melena y coronado por las pequeñas orejas redondeadas de un león. Alrededor del templo se construyeron estanques y jardines, y muy pronto las aves asentaron allí sus reales. Las mariposas y las abejas se regodearon con sus flores, pero en sus frecuentes viajes al otro lado del río, Hatshepsut tuvo la sensación de que faltaba algo, que Amón no estaba del todo conforme con los esfuerzos de su Hija por hacer que su santuario fuese más hermoso que cualquier otro monumento de Egipto. Todavía no le había dicho por qué, y Hatshepsut aguardaba serena, segura de saberlo muy pronto.
Bajo su dirección, poco a poco se fueron reconstruyendo todos los monumentos que habían destrozado los hicsos a lo largo del Nilo. Tuvo el placer de volver a visitar el hermoso templo de Cusae dedicado a la diosa Athor, pero esta vez franqueando nuevos portones para entrar en un patio exterior lleno de árboles y senderos pavimentados, y luego en el santuario propiamente dicho, donde los sacerdotes de esa diosa sonriente y dulce elevaban una vez más sus incensarios. La misma Athor le dio la bienvenida, restaurada y colocada nuevamente en el lugar que le correspondía, frente a los pilares blancos de su capilla.
Hatshepsut comenzó a hacer inscribir su biografía en las extensas y luminosas paredes de las terrazas de su templo del valle. Los pintores trabajaban sin descanso bajo la supervisión de Senmut para plasmar su milagrosa concepción, su nacimiento real, su coronación como Heredera junto a su padre y todos los hechos sobresalientes e insignes de su vida.
Senmut también pasaba mucho tiempo en el santuario tallado en la roca, donde sus propios artistas dejaban registrados para la posteridad sus títulos y su ascenso a los círculos de poder. Pero Senmut no estaba enceguecido por su triunfo: hizo que su nombre fuese tallado debajo de las capas de yeso blanco con que se preparaban los muros antes de pintarlos, para que si llegaban a producirse circunstancias adversas y su rey perdía la carrera que, en su opinión, sólo acababa de comenzar, los dioses pudieran igualmente encontrar su nombre.
Por todo Egipto e incluso en las profundidades del desierto, Hatshepsut hizo erigir un monumento tras otro, piedra sobre piedra. Dondequiera que volvieran la mirada sus súbditos, veían una efigie de ella que les recordaba que el faraón no moriría jamás; y el mundo se maravilló, y veneró a ese Hijo del Sol.
En el fragante y colorido palacio, en el imponente templo y en los campos, aldeas y ciudades, Hatshepsut hizo cumplir su voluntad. Al nombrar a Hapuseneb Sumo Sacerdote había logrado entretejer astutamente la religión con su gobierno, asegurándose así que no hubiera oposición por parte de ninguno de esos dos sectores de poder.
Cinco años después de la coronación, Hapuseneb renunció a su cargo de visir para dedicarse por completo a sus responsabilidades en Tebas. Todavía no se había casado. Muchas de las mujeres de Hatshepsut lo codiciaban y más de una se puso en ridículo al tratar de pescarlo en sus redes y terminar siendo rechazada por ese hombre de implacables y sonrientes ojos grises. Hapuseneb las trataba a todas con la misma cordialidad, pero su casa llena de pilares, con anchas avenidas que conducían al río, permaneció vacía de esposas.
Tenía, si, algunas concubinas y unos cinco o seis hijos que prácticamente no lo veían jamás. Su vida transcurría entre el templo y el palacio real y, cuando regresaba a casa, era para descansar, dormir y leer.
El mismo año en que Hapuseneb renunció a su visirato murió el padre de User-amun, con lo cual finalmente éste se convirtió en visir del Sur. Tuvo que sentar cabeza ante la avalancha de trabajos que su padre dejó inconclusos debido a su enfermedad, pero no perdió su insolente ingenio ni su descaro frente a las mujeres. Era el terror y la delicia del palacio, y Hatshepsut lo adoraba.
Cierto frío amanecer le avisaron a Hatshepsut que Mutnefert había muerto, lo cual le produjo una sorpresa sin límites: había olvidado por completo la existencia de esa mujer obesa y solitaria que jamás logró recuperarse de la muerte de su hijo y que, a partir de ese día, se encerró en su departamento de tres habitaciones. Mutnefert jamás cesó de hacer duelo por Tutmés. Sus lágrimas y gemidos atormentaron durante semanas a las agotadas mujeres que la servían, hasta que lentamente sus sonoros sollozos de aflicción fueron transformándose en una indiferencia silenciosa y desganada a lo que no fuera el recuerdo de Tutmés y las oraciones a los muertos. Abandonó toda actividad, excepto la comida. Sus joyas yacían olvidadas en los alhajeros, en sus aposentos ya no resonaban los ecos de parloteos y murmuraciones y casi nadie la visitaba salvo Neferura, quien aparecía de tanto en tanto para sentarse calladamente junto a su lecho y escuchar de sus labios relatos de hechos ocurridos mucho tiempo atrás, cuando su padre era un príncipe y su madre una criatura. Mutnefert siempre desconfió de Aset y no cesó de reprocharle a su hijo el haber llevado al palacio a una mujer semejante. Jamás expresó deseos de ver a su nieto, pero en cambio amó a Neferura tanto como su edad avanzada se lo permitía, y los silencios que compartía a veces con ella la llenaban de consuelo.
Neferura no lloró cuando su madre le comunicó la muerte de Mutnefert; se limitó a asentir con la cabeza y comentar:
—Abuela estaba muerta por dentro hace ya mucho tiempo, cuando perdió a mi padre real. Ahora es feliz, pues su corazón sin duda ha encontrado la paz junto a su hijo. No la lloraré; se enojaría mucho conmigo si lo hiciera.
Así fue como Mutnefert fue sepultada en la espléndida tumba que tantos años antes le había preparado su marido, Tutmés I, y Hatshepsut asistió al funeral, todavía no repuesta de la sorpresa de haber compartido durante tanto tiempo el mismo techo sin percatarse de su existencia.
En el curso del sexto año del reinado de Hatshepsut, unos ladrones fueron sorprendidos cuando intentaban violar la tumba de su padre. La noticia la llenó de cólera. Presenció el interrogatorio de los reos sentada en los Tribunales de Justicia, demudada por la ira. Pensó enseguida en Benya, el único sobreviviente de las excavaciones del valle donde yacían su madre, su padre y su hermano. Lo mandó llamar lo mismo que a Senmut, pero habló con ellos en privado, en sus aposentos.
—Seis desdichados aguardan en este momento al verdugo —les dijo lacónicamente—. Ellos insisten en ser los únicos implicados en la profanación del Dios mi padre pero ¿cómo puedo estar segura de ello? —le lanzó una mirada sombría a Benya, pálido y tenso entre los dos guardias que lo sujetaban, pero sus ojos le sostuvieron la mirada. Se había convenido en un hombre apuesto y destacado ingeniero, y Hatshepsut misma reconocía que no había en Egipto quien lo superara. Se volvió hacia Senmut—. Han pasado muchos años desde que mi padre salvó a tu amigo de la muerte. ¿Qué puedes decirme de las riquezas y posesiones materiales que ha acumulado desde entonces?
Senmut le contestó con irritación, sabiendo que ella estaba asustada y desconcertada, pero al mismo tiempo dolido por su falta de confianza.
—Majestad, en todos los años transcurridos Benya jamás abrió la boca. De no haber sido así, el dios Tutmés habría sido perturbado hace mucho. En cuanto a sus riquezas, creo que sería mejor que se lo preguntarais a él mismo.
—Te lo he preguntado a ti. ¿Tienes por costumbre responder con insolencia las preguntas que tu rey te formula? —Pero ya Hatshepsut estaba arrepentida de haberlos citado y sacudió la cabeza, perpleja—. Benya es el único que estaba en condiciones de indicarles a esos chacales el lugar de las tumbas. ¿Qué otra cosa puedo pensar?
Benya no había perdido su aplomo y le contestó con total sangre fría.
—¿Y los que siguieron al Dios a su tumba, Majestad? ¿Las mujeres, los sacerdotes y todos los demás? ¿Acaso creéis que yo me rebajaría a robarle al Dios que me perdonó la vida?
—¡Oh, bueno, de acuerdo! —exclamó ella moviendo las manos con impaciencia—. En realidad nunca pensé que fueras tú el culpable, Benya, y lamento haberte hecho arrestar. ¡Soltadlo!
Los guardias lo dejaron libre y salieron al recinto, y Benya comenzó a frotarse las muñecas.
Entonces Senmut tomó la palabra.
—Majestad, os aconsejo que trasladéis el cuerpo de vuestro padre y todas sus pertenencias a un lugar más seguro.
—Yo me ocuparé de encontrarle una tumba apropiada —terció Benya con el rostro iluminado—. Dejadlo en mis manos.
Hatshepsut lo contempló atónita, asombrada por su temeridad, pero un momento después los tres reían.
—A pesar de este breve paréntesis de jocosidad, es un asunto muy serio —le advirtió Hatshepsut—. Puesto que eres un enamorado de tu trabajo, Benya, dejaré esto en tus manos. Te sugiero que investigues los acantilados detrás de mi templo. Por esa zona suele haber mucho movimiento, incluso por la noche, y no creo que nadie se atreva a violar una tumba que se encuentra al alcance del oído de mis sacerdotes.
—Una muy buena idea, Majestad —dijo Benya con aire de aprobación.
—Y ya que te has presentado hoy ante mí con tanta seguridad en ti mismo —siguió diciendo Hatshepsut con expresión traviesa—, te encargaré otro trabajo más. Ya no deseo ser sepultada en la tumba que Hapuseneb construyó para mí. Perfora un túnel desde mi capilla en el templo, Benya, detrás de mi estatua, hacia las entrañas de la roca. Así mi cuerpo estará cerca de los fieles que acudan a rendirme culto. Haré construir una efigie de mi padre para colocarla en la capilla junto a la de Amón y la mía. De esa manera la gente podrá elevar sus plegarias simultáneamente a los tres, pues sin duda no hay dios más poderoso que Amón, faraón más insigne que Tutmés, y Encamación del Dios más hermosa y capaz que yo misma.
Y fue así que Benya se encontró deslomándose y sudando una vez más en ese valle que parecía decidido a absorberle los mejores años de su vida. Talló las nuevas tumbas en la piedra y muy pronto las tres estatuas estuvieron lado a lado, derramando su bienhechora influencia mucho más allá del santuario en que estaban alojadas y elevándose por encuna de todos los que acudían a reverenciarlas.
Los hijos reales crecían con el irrefrenable ímpetu de las hierbas sanas. Tutmés se convirtió en sacerdote y seguía cumpliendo sus funciones cotidianas en el templo, pero cuantos lo miraban dudaban que permaneciera allí mucho más tiempo. Era tan macizo y fuerte como un joven sicómoro y se pasaba las tardes en las barracas o contemplando las maniobras y ejercicios de los soldados, abriendo y apretando los puños por la frustración que lo embargaba.
Su madre, sabiamente, aguardaba a que le llegara su oportunidad. A medida que fue madurando, Aset dejó de bregar abiertamente en favor de su hijo; pero sus arteros comentarios en voz baja, sus solapadas indirectas, sus insinuaciones de que el joven Tutmés sería un faraón tan competente como su abuelo fueron infiltrándose poco a poco en los oídos de quienes rodeaban al joven príncipe. Aunque los destinatarios de sus palabras se encogieran de hombros, esa simiente produjo un fruto que, lenta y calladamente, comenzó a crecer, Hatshepsut desechó con una carcajada los rumores referentes a las insidiosas intrigas de Aset. Se sentía tan afianzada como faraón que se creyó por fin inmune, sosteniendo con mano firme las riendas del gobierno y del templo y cabalgando sin dificultad a fuerza de rodillas, látigo y la persuasión de su voz. Pero en cambio, Senmut, cuya misión como Mayordomo del faraón lo llevaba a revisar cuanto rincón en penumbras descubriera, se sentía intranquilo, y Nehesi, como de costumbre, fue más directo.
—Majestad —le dijo cierto día mientras caminaban juntos desde la sala de audiencias hacia el lago, para almorzar allí sobre el césped—, es hora de que le echéis otra mirada al joven Tutmés.
—¿Otra mirada? —repitió ella con aire burlón—. ¿Por qué otra? Lo veo en todas partes: en el templo, comiendo a dos carrillos durante la cena, y observándome cuando salgo con mi carro. ¿Qué más se supone que debo ver en él?
—Que está creciendo —le contestó sucintamente—. Se cansa de las interminables letanías que entonan sus compañeros y de la penumbra del santuario. Se le ve inquieto, mirando con anhelo a los soldados que marchan al sol.
—¡Bah! Sólo tiene doce años. Has estado inactivo demasiado tiempo, Nehesi. ¿Quieres que declare la guerra para que puedas volver a combatir?
—Sé muy bien lo que veo —insistió él con obstinación—. ¿Puedo ofreceros mi opinión, Majestad?
Hatshepsut se detuvo de pronto en medio del sendero y lo miró con exasperación.
—Si estás empeñado en dármela… y ya que veo que sí.
—Ya en el palacio surge una nueva generación de jóvenes: Tutmés y sus amigos Yamu-nedjeh, Menkheperrasonb, Minmose, May, Nakht y los demás. Su sangre es nueva y ardiente y casi no tienen nada que hacer fuera de trajinar un poco en la escuela y corretear por los terrenos reales. Poned a Tutmés en el ejército, Noble faraón, y quizá también a buena parte de sus compañeros. Haced que comience desde abajo, como simple asistente y exigidle mucho. No permitáis que permanezca ocioso.
Hatshepsut estudió su rostro negro, sorprendida al encontrarlo expresivo. Muchas veces pensó que sus facciones se prestaban más que las de cualquier otro a ser esculpidas debido a la suprema indiferencia que ostentaban, pero en ese momento vio una súplica en sus ojos.
—¿Eso es lo que harías tú?
Nehesi apartó la mirada.
—No —fue su respuesta.
—Entonces, ¿por qué me das un consejo que ni tú mismo seguirías? ¿Qué harías tú con mi pequeño y brioso sobrino-hijo?
—No me lo preguntéis, Majestad —dijo con violencia.
—¡Pero es que debo saberlo! Dímelo, Nehesi. ¿Acaso no eres mi escolta personal y el custodio de mi Puerta?
—No olvidéis, entonces, que Vos me lo preguntasteis —dijo con desesperación—. Si yo fuera Vos, me aseguraría de que el príncipe no pudiera ser nunca más una espina clavada en mi costado, y expulsaría a su madre de Egipto.
El rostro de Hatshepsut fue adquiriendo una expresión de vigilante concentración y sus ojos lo escrutaron con una mirada tan afilada como la punta de una lanza.
—¿Eso harías? —dijo suavemente—. ¿Y acaso no crees, general, que esa posibilidad se me ha cruzado por la mente infinidad de veces al verlo crecer tan alto e impetuoso como su abuelo y ya fuerte, aunque no tenga más que doce años? Pero, dime, ¿qué opinaría el Dios de una acción como la que me sugieres?
—Diría que su Hija encarna en sí toda la ley y toda la verdad, porque ella es el Dios.
Hatshepsut sacudió la cabeza.
—No, de ninguna manera. Diría, más bien: «¿Dónde está mi hijo Tutmés, sangre de mi sangre? Pues no le veo jugar ni trabajar». Y me castigaría.
—Majestad —dijo Nehesi, plantándose y mirando de frente sus ojos negros—, estáis en un error.
—Nehesi —le respondió ella con mirada desafiante—, yo nunca, nunca me equivoco.
Siguieron caminando en silencio pero antes de que hubiese transcurrido una semana, tanto Tutmés como Naktht, Menkheperrasonb y Yamu-nedjeh entraron a pertenecer a la División de Seth en calidad de asistentes. Tutmés abrazó el entrenamiento militar con entusiasmo, como si hubiera nacido para ser soldado.
Neferura también crecía. A los doce años parecía un reflejo esbelto, pálido y delicado de esa madre suya ardiente y vital; era una buena estudiante pero muy dada a las cavilaciones y se la veía merodear por el palacio sigilosamente, los brazos llenos de gatos, cachorros o flores. Su mechón infantil había desaparecido pero de alguna manera seguía siendo una niña, cuya mezcla de inocencia y de arrogancia casi helada hacían que resultara difícil acercarse a ella. Reservaba las corrientes profundas y ocultas de afecto que fluían dentro de su ser para volcarías en su madre soberana y en ese noble moreno que era su tutor. Pero cada vez con mayor frecuencia se la veía acercarse al campo de entrenamiento militar y quedarse parada debajo del parasol en medio del calor y las nubes de polvo, observando cómo el joven Tutmés disparaba el arco y arrojaba la lanza, escuchándolo reír al hablarles a gritos a sus amigos, y contemplando cómo sus músculos jóvenes y firmes se le tensaban bajo la piel bronceada.
Neferura no tenía otro trato con su hermana que el estrictamente imprescindible. A los seis años, Meryet-Hatshepset era una criatura regañona, exigente, ordinaria y propensa a las pataletas. En una oportunidad había irrumpido en los aposentos de su madre, con la cara roja de celos y de rabia, acusándola de mostrar preferencia por Neferura. Hatshepsut no negó la veracidad del cargo que la niña le hizo pero ordenó que fuera castigada con severidad, y la pequeña se fue a la cama esa noche con el trasero dolorido y la cabeza llena de sombríos y enconados juramentos de venganza.