20

Tardó dos años en decidirse. Durante ese lapso no hizo otra cosa que poner a prueba en forma permanente su dominio y su influencia sobre Egipto: tirar suavemente de las riendas en un lugar, fustigar con fuerza en otro, ajustar un poco más los arneses más allá. Y de pronto llegó el mes de Mechir, cuando entre las palmeras y las acacias la tierra se cubre de una alfombra frondosa y ondulante de sembradíos verdes, y los pichones de las aves se esfuerzan a toda costa por levantar vuelo de los nidos a lo largo de las márgenes del río. Nuevos y viejos canales zigzaguean por entre los cimbreantes terrenos, colmados de aguas serenas que reflejan el cielo suave de finales de primavera. Los hipopótamos del Nilo y sus crías yacen muy orondos entre el barro, bostezando cada tanto de puro deleite.

El templo del valle estaba terminado. El hermoso y etéreo santuario presentaba un aspecto resplandeciente y parecía vibrar en su tórrido cuenco de piedra, aguardando que los pies de la reina hollaran sus suelos de oro y de plata.

Los sacerdotes habían elegido el día vigésimo noveno del mes por considerarlo una fecha auspiciosa para la consagración del templo. Esa mañana Hatshepsut se encontraba de pie en el balcón, mirando hacia los jardines mientras elevaba sus plegarias matinales. A sus espaldas, en la alcoba, las criadas sacaban a relucir el corto faldellín cuyos pliegues estaban recubiertos de oro para que cuando caminara lanzara destellos de luz, la peluca ceremonial con trenzas azules y doradas, y el cinturón de cordel de oro anudado, tachonado con diminutas cruces egipcias de cornalina.

Se sentía embargada por un sentimiento de predestinación; la sensación de que una vez más su vida tomaría un nuevo rumbo. Tuvo la sensación de que el poder se derramaba sobre ella, la colmaba y se fusionaba con la sangre que le corría por las venas. Se supo inmortal, de pie allí en lo alto, desnuda, contemplando el mundo a sus pies, bendecida por ese sol que se esparcía sin cesar sobre su tez color miel. Las copas de los árboles parecían inclinarse incesantemente en su homenaje mientras el viento se llevaba sus oraciones. Cuando terminó con sus plegarias recorrió con la mirada la tierra, el río y, del otro lado, la Necrópolis que bailoteaba entre las vaharadas de calor. Entonces Hatshepsut se volvió y entró en las frescas sombras donde las mujeres aguardaban para vestirla.

Permaneció de pie muy quieta mientras le colocaban el faldellín alrededor de la cintura y luego el cinturón y el pesado collar enjoyado que prácticamente le cubría el pecho. Extendió los brazos para que le calzaran las pulseras y bandas, mientras su mente vagaba evocando los años de espera durante los cuales, día tras día, se iban cortando las piedras y los pilares, que luego se pulían y erigían, y recordando las veces que, acompañada por Senmut y Tutmés, había ido a ver cómo progresaban las obras y tomaban forma las terrazas. Pensó con orgullo en todas las maravillas que había contemplado con su padre. «Ésta ha sido mi manera de contestaros, dioses de las Planicies. Os doy mi monumento, una obra mucho más grandiosa que cualquier otra que hayan visto mis ojos. Me siento satisfecha».

Entonces tomó asiento y extendió las palmas hacia arriba para que pudieran pintárselas con alheña roja. Mientras se le secaban, levantó las piernas para que también le pintaran las plantas y las uñas de los pies. Le colocaron las sandalias doradas, cuyos jaspes absorbían ya con voracidad la luz de la habitación y la devolvían tan roja como la sangre. Le maquillaron la cara y se la cubrieron con polvo de oro, que se le pegó a los labios, y con kohol negro y espeso que le ribeteó los ojos. Mientras le colocaban la peluca y la pequeña corona de cobra, observó la resplandeciente imagen que el espejo le devolvía: se vio convertida en una diosa, el símbolo dorado y radiante de un país igualmente dorado y radiante.

Senmut y los otros la aguardaban en el muelle. Otras cien embarcaciones empavesadas esperaban también para transportar el cortejo y los sacerdotes al otro lado del río. Senmut llevaba el atuendo de los príncipes: casco de cuero blanco repujado en oro, pulseras e insignias de su cargo que contrastaban con su piel morena, y un enorme pectoral de oro formado por eslabones unidos y escarabajos de turquesa que le cubría también los hombros, el cuello y la espalda. Sobre su pecho ostentaba el emblema de los príncipes Erpa-ha, los Señores Hereditarios de Egipto. Delante de él aguardaba su portador de insignias, con un bastón blanco con puntera de oro en la mano.

Uno a uno los barcos fueron empujados con pértigas hasta el otro lado del Nilo, convertido ahora en un río transparente y de aguas rápidas que no alcanzaría su nivel más bajo hasta pleno verano. En la orilla opuesta la multitud comenzó a organizarse en una suerte de procesión, cuyos integrantes parloteaban y reían bajo los inmensos baldaquines y banderas que flanqueaban el camino. Hatshepsut se adelantó. Había decidido realizar el trayecto a pie, así que todos dejaron atrás sus literas y la siguieron. Cuando vio que Senmut estaba por situarse junto a Hapuseneb, Menkh y sus otros brillantes ministros, lo llamó. Senmut se acercó deprisa a la cabecera de la columna, con una mirada sorprendida en sus ojos enmarcados en kohol.

—¿Dónde está Neferura?

—Con las mujeres, Majestad, rodeada por los integrantes del Ejército de Su Majestad, y Nehesi la escolta. La más pequeña es transportada en una litera; me pareció lo más prudente.

—Muy bien —asintió ella. Meryet-Hatshepset sólo tenía tres años y ese trayecto, por lento que fuera, terminaría por cansaría. Hatshepsut se hizo a un lado, sonriendo—. Éste es tu día tanto como el mío, noble Senmut, así que he decidido compartir mi gloria contigo. Puedes caminar a mi lado. —Sorprendido y emocionado, se colocó junto a ella, quien en ese momento indicaba por señas que hicieran sonar las trompetas—. Si de algo no cabe duda —siguió diciendo Hatshepsut cuando la procesión inició la marcha—, es que tu mano está en el templo como lo está la mía. Lo he pensado mucho, Senmut, y quiero que inscribas tu nombre dentro del santuario del Dios para que todos los hombres sepan cuánto te valoro y en qué alta estima te tengo.

Él se volvió hacia ella y le hizo una reverencia. Siguieron andando, pero la mente de Senmut era un hervidero de pensamientos. Era tan poco frecuente el honor que acababa de dispensarle que sólo pudo pensar en un único caso similar, que podía observarse en la planicie de Saqqara, donde el rey Zoser le había permitido al Dios Imhotep firmar sus obras con su propio nombre. Era un don tan preciado que traspasaba los umbrales de este mundo, pues los dioses verían su nombre en un lugar donde sólo están tallados los nombres reales. Lo juzgarían como si fuera un rey. Enseguida supo dónde quería grabar su nombre y la historia de su vida y de sus títulos: detrás de la puerta del santo de los santos donde se encontraba la estatua divina, donde sólo pudieran verlo los dioses y las personas de linaje real, que eran las únicas a quienes les estaba permitido entrar en el santuario y cerrar la puerta, privilegio del que ni siquiera los sacerdotes gozaban.

—Me conferís un gran honor, Majestad —dijo con el corazón alegre.

Hatshepsut sonrió y giró su cabeza dorada para mirarlo a los ojos.

—¡Todavía no he terminado contigo, príncipe orgulloso y altanero!

Así llegaron al primer y único pilón y siguieron avanzando, entre chanzas y pulías. De pronto ella se detuvo para abarcar con la mirada esa obra maestra con ojos reverentes y voraces, y toda la procesión se frenó a tumbos detrás de ella. Cien pasos más allá nacía la primera terraza, debajo de la cual, prolijas hileras de pilares a cada lado permitían que la luz fluyera hacia la vastedad del primer atrio. A otros cincuenta pasos se erguía la segunda rampa que llevaba al techo de otro atrio rodeado de pilares. Hacía que la vista se dirigiera naturalmente hacia los pilares del fondo correspondientes a las capillas y continuara hasta las cumbres de los acantilados, como si el templo, el valle y los peñascos fueran una sola cosa, un conjunto armonioso y fusionado de piedra en estado natural y sometida a la mano del hombre.

Todavía no había jardines. La avenida planeada por Hatshepsut, que desembocaría en la orilla misma del río estaba, por el momento, sólo en su cabeza; pero la roca y la piedra del templo, en su austera simplicidad, no necesitaban ningún aditamento para que sus líneas a la vez fuertes y delicadas tuvieran mayor belleza. Hatshepsut suspiró con profunda satisfacción. Había hecho construir una imagen de oro de Amón para colocarla junto a su propia efigie en el santuario central, e hizo señas para que quienes portaban la estatua divina la precedieran; y los sacerdotes se aproximaron con su pesada carga, acompañados por el joven Tutmés, a quien habían designado para caminar junto a Amón llevando el incienso. La comitiva reinició la marcha y lentamente llegaron a la primera rampa, donde se detuvieron a orar; luego a la segunda, donde el procedimiento se repitió. Hatshepsut llegó entonces a la penumbra de su santuario embargada por una gran emoción, recordando cuánto ella y su hermano habían planeado disfrutar ese día juntos, y preguntándose qué pensaría él en ese momento al contemplar a través de los ojos mágicos de su ataúd la más hermosa construcción conocida por Egipto.

La efigie de Amón fue depositada en el trono elevado que la aguardaba, junto a la gigantesca estatua en oro y plata de Hatshepsut, cuyos ojos parecían escrutar hasta los rincones más apartados del templo. El joven Tutmés colocó el incensario en su correspondiente soporte de cobre, mientras otro acólito hizo lo mismo en el extremo opuesto de la capilla. Entonces, todos los que habían sido admitidos en el santo de los santos se postraron en el suelo de plata, rindiendo homenaje a los dos dioses que dominaban sus vidas. Menena avanzó a grandes trancos por entre esos cuerpos yacentes para ocupar su lugar junto a Amón y así dieron comienzo los ritos de la dedicación del templo. Los sacerdotes se arracimaron al sol sobre el techo de la primera terraza, escuchando los cánticos y el resonar de los sistros mientras colocaban incienso en sus propios turíbulos. Debajo de ellos, ocupando silenciosamente la primera rampa, los miembros del cortejo estiraban el cuello para contemplar la columna de humo que se elevaba en espirales hasta la cumbre de los acantilados.

Cuando la ceremonia concluyó, y Hatshepsut terminó de recorrer reverentemente cada centímetro de su sueño hecho realidad, se puso de rodillas nuevamente frente a Amón y recitó las oraciones finales con la sensación de que todavía algo faltaba a los acontecimientos de la jornada. El sol había cambiado de posición y en ese momento sus dedos largos y sedosos tanteaban el suelo del santuario y exploraban los pilares interiores hasta llegar a las dos estatuas. Los que se encontraban detrás de Hatshepsut la vieron como jamás la habían visto antes: la cabeza dorada, la tez cubierta de polvo de oro, los brazos enjoyados extendidos; todo parecía refulgir de manera especial, como con un halo de fuego. Se hizo un silencio profundo. Tutmés se inclinó frente a Amón y volvió a colocar incienso en el turíbulo. Menena y los nobles comenzaron a moverse nerviosamente, pensando en el banquete que les esperaba, con las gargantas secas después de entonar tantos cánticos. Pero Hatshepsut no se movió: permaneció en actitud de adoración y de espera, convencida de que algo estaba a punto de suceder. Cuando se postraba por última vez, de los labios del ídolo brotó una voz pura y sonora, y todos los presentes quedaron paralizados.

—Levántate y vete, Amado Rey de Egipto —dijo.

En ese azorado silencio, la cabeza de Hatshepsut pegó una sacudida. Los recuerdos, ambiciones, frustraciones y sueños vividos en toda su existencia se agolparon en su mente y estallaron en un potente grito de triunfo. Se incorporó y comenzó a dar vueltas, con los brazos en alto.

—¡El Dios ha hablado! —gritó, con todos los músculos del cuerpo tensos por la victoria. Más abajo, en los patios y atrios exteriores, al oír la conmoción, los presentes se miraron unos a otros como preguntándose cuál sería el motivo de ese alboroto—. ¡Me proclamo faraón!

De repente los nobles prorrumpieron en aplausos y muy pronto una oleada de batir de palmas se propagó por el santuario y se transformó en un río sonoro. Todos estaban de pie, aclamándola. Hatshepsut se abrió paso entre ellos, flanqueada por Nehesi y Senmut, los brazos todavía extendidos y el rostro radiante. Salieron al exterior y la ovación se convirtió en un rugido al ser repetida por cada uno de los presentes. El templo se transformó en una desbordante y agitada masa de cuerpos ataviados de blanco.

—¡Me proclamo faraón! —volvió a gritar Hatshepsut.

Las vibrantes palabras reverberaron una y otra vez multiplicadas en cientos de ecos al ser repetidas por la multitud.

—¡Faraón! ¡Faraón! ¡Faraón! —atronaban todos.

Neferura observó entonces con ojos azorados cómo levantaban en vilo a su madre, la sentaban en las andas que habían servido para transportar la estatua del Dios y la elevaban por encima de todos. Entonces Hatshepsut se arrancó la pequeña corona de cobra de la cabeza, la sostuvo en alto y luego se agachó y se la arrojó a Neferura. Durante todo el trayecto estuvo sentada muy erguida, el rostro inundado por una sonrisa, mientras la llevaban a la barca real y luego de regreso al palacio, para que iniciara allí una nueva vida.

Mientras Hatshepsut se encontraba de pie y sola en las tinieblas de su balcón, la noche previa a su coronación, pensó: Todos estos años de trabajo, preocupación y espera han rendido sus frutos. Por fin soy lo que mi padre quiso que fuera. No existe ninguna persona en Egipto que pueda oponerse a mi reinado. Tutmés ha muerto. Aset y Menena han perdido la carrera. Mi destino se ha hecho realidad. Soy más fuerte que nunca, más hermosa y más poderosa que nunca; la primera mujer merecedora de ser faraón. Pensó también en Neferura, profundamente dormida en su camita, aferrando todavía con fuerza la pequeña corona de cobra; y también en el joven Tutmés, cuyos sueños de ocupar el trono se veían ahora eclipsados por su resplandeciente presencia, su poderío sin par y su absoluto control sobre Egipto. Esa noche nada le parecía real fuera de ella misma y de su Dios. Ambos estaban como amalgamados en la oscuridad y contemplaban juntos los acontecimientos que habían culminado y precipitado la llegada de ese día. No estaba cansada. Todavía existían en ella pozos intactos de fortaleza que esperaban su coronación para abrir sus compuertas. Se sintió tan inmortal como las estrellas que brillaban en lo alto y la tierra que dormía a sus pies. Permaneció en el balcón casi toda la noche, bebiendo vino frío, observando a los guardias que patrullaban sus jardines, advirtiendo algún manchón ocasional de luz que se desplazaba con celeridad cuando un sacerdote acudía deprisa al templo para cumplir con sus funciones. Cuando la noche comenzó a hacerse menos densa fue a su lecho y se recostó con los ojos abiertos, observando el techo azul y plateado, mientras mentalmente repasaba todo lo que planeaba hacer.

Por la mañana apareció el barbero con sus afilados cuchillos. Hatshepsut se quedó sentada e inmóvil mientras le cortaban sus hermosas trenzas negras, que cayeron alrededor de su silla formando una mullida alfombra. El hombre afiló su navaja y comenzó a afeitarle la cabeza. Llevó a cabo su tarea en silencio y con gran habilidad, sin extraerle ni una gota de sangre. Hatshepsut fue observando cómo el rostro se le modificaba bajo sus manos. Con la cabeza rapada tenía un aspecto asexuado, los huesos de la cara se le destacaban más, sus ojos parecían todavía más grandes y luminosos, su boca más altiva, menos dispuesta a la sonrisa. Cuando el barbero se fue, Nofret le colocó el tocado de cuero que usaría hasta reemplazarlo con la doble corona. Sus alas le llegaban hasta los hombros y el borde le calzaba hasta la mitad de la frente, otorgándole a su rostro nueva severidad y simplicidad. Nofret le ajustó entonces alrededor del cuello el pesado Ojo de Horus real, que le cubrió los pechos. El guardia abrió la puerta y dejó pasar a Senmut, quien nuevamente se encontraba ataviado como un príncipe y llevaba a Neferura de la mano. La pequeña estaba lujosamente vestida, en oro y lapislázuli, y se había puesto la corona de cobra, que osciló peligrosamente cuando ella y Senmut hicieron sus reverencias.

Sonriendo, Hatshepsut les ordenó incorporarse.

—No, querida mía —le dijo dulcemente a Neferura—. Todavía no eres una reina. Espero algún día convertirte en rey, pero ni siquiera así puedes usar todavía la corona de cobra.

—¿Pero puedo tenerla en mi habitación y mirarla de vez en cuando? —preguntó la niña mientras se la quitaba.

—Sí, si me prometes no sacarla de tu cuarto ni permitir que Meryet juegue con ella. Muy bien, sacerdote, ¿estamos listos?

Senmut contempló a esa joven espigada y relumbrante que tenía delante de los ojos, el casco masculino, el Ojo de Horus y los anillos reales. Hizo una profunda reverencia.

—Lo estamos. Vuestros estandartes y las banderas flamean por doquier y la gente se apretuja a ambos lados del camino.

—¿Y mi carro?

Senmut sonrió.

—En el patio, Majestad; y Menkh se está impacientando.

—¡Siempre ha sido muy impaciente! Entonces más vale que no lo hagamos esperar.

En el exterior el sol era abrasador. Hatshepsut trepó de un salto al carro detrás de Menkh, afirmó bien las piernas y se agarró de los laterales dorados de la caja mientras comenzaban a brotar aclamaciones y vítores. Menkh hizo restallar el látigo y los caballos arrancaron a un trote lento y cadencioso, pues Hatshepsut había decidido recorrer la ciudad íntegra para que todos pudieran verla. La rutilante procesión fue serpenteando lentamente por las calles. Los niños arrojaban flores a su paso y sus padres besaban el suelo ante ese dios que parecía haber perdido la suavidad propia de las mujeres y se erguía, alto y delgado, como un efebo.

En el templo, llegado el momento, ella misma se quitó el tocado y extendió las manos para recibir la corona, tomándola de los dioses que se la ofrecían. Senmut no pudo evitar cierta conmoción al verle la cabeza rapada. De alguna manera eso lo obligó a tomar conciencia por primera vez de que Hatshepsut era ya, de hecho, un ser sin sexo ni edad. Cuando muy lentamente se colocó la doble corona roja y blanca y recibió el desgranador y el cayado de oro de manos de Menena, el flameante Uraeus, la cobra y el buitre parecieron alzarse con renovado vigor sobre esos rasgos indómitos que eran, a todas luces, los de un faraón. Entonces la cubrieron con el enjoyado manto real.

Después de ser conducida una vez más por Menena alrededor del santuario, Hatshepsut se volvió y se dirigió a los allí reunidos.

—Asumo en este mismo momento todos los títulos de mi padre —dijo—. ¡Heraldo!

Duwa-eneneh dio un paso adelante y comenzó a recitarlos:

—Horus, Amado de Maat, Señor de Nekhbet y Per-Uarchet, El que Ostenta la Diadema con el Uraeus, El que Da Vida a los Corazones, Hatshepsut, que vivirá por Siempre.

Senmut notó que Duwa-eneneh había omitido el titulo de Toro Poderoso, y sonrió para sus adentros.

Hatshepsut continuó hablando, elevando la barbilla bien en alto.

—También tomo para mí el título que me fuera conferido por Amón en mi primera coronación. Soy Maat-Ka-Ra, Hijo del Sol, Criatura de la Mañana. Usert-kau es el nombre que corresponde a mi dignidad real, así que he decidido que, de aquí en adelante, Hatshepsut no es nombre propio de un rey. Seré llamada, pues, Hatshepsut, Primero entre los Poderosos y Honorables Nobles del Reino.

Senmut volvió a sonreír ante ese gesto típico de vanidad femenina. Todo parecía indicar que su rey no se había vuelto totalmente masculino.

Entonces sujetaron con tiras la barba faraónica al mentón de Hatshepsut. Esto, que bien podría haber resultado grotesco, no hizo sino reforzar su poder mucho más que si se hubiese tratado de la barbilla de un hombre. Hatshepsut, Rey de Egipto, salió caminando parsimoniosamente del templo de Karnak hacia el sol radiante del exterior, y su hermoso rostro lució tan liso e inescrutable como el mármol. Recibió impertérrita el homenaje de los soldados, que la esperaban en el atrio exterior para dedicarle un saludo especial a ese guerrero que los había conducido a Kush y los había hecho regresar sanos y salvos. Hatshepsut subió a su carro y regresó al palacio.

Antes de que comenzaran los festejos, se sentó en el Trono de Horus, con el cayado y el desgranador cruzados sobre el pecho, y sus hombres se congregaron frente a ella.

—Bien —dijo Hatshepsut, sonriendo—, empecemos. ¿Cómo podría olvidarme de vosotros, mis servidores más fieles, en éste, mi día más sagrado? Senmut, ¡ven aquí!

Senmut se arrastró por el suelo de oro hasta llegar a sus pies, y ella misma se puso de pie y lo ayudó a levantarse. El gesto no hacía más que respetar las formas de un protocolo empleado durante siglos, pero fue inevitable que en él se trasluciera todo el amor que sentía por él.

—Para ti, favorito del rey, Custodio de la Puerta, tengo algunos títulos más. Te nombro Interventor de todas las Obras de la Casa de Plata, Gran Profeta de Montú, Siervo de Nekhen, Profeta de Maat y, por último, Smer, Señor Eminente sobre todos los Nobles de Egipto.

Uno a uno fueron cayendo sobre él todos los mantos de poder. Los presentes supieron entonces, de una vez por todas, quién compartía el poder total de Egipto; y contemplaron con cierta cautela el rostro arrogante de Senmut, a quien ahora veían con creciente respeto. Senmut hizo una reverencia y se situó al lado de Hatshepsut.

Entonces ella llamó a Hapuseneb.

—Dime, Hapuseneb, ¿recuerdas el día en que te nombré Gran Profeta del Sur y del Norte?

—Lo recuerdo bien, Majestad. Fue antes de que derrotarais a la gentuza de Kush.

Ella asintió y dijo:

—Nehesi, ordena que Menena comparezca ante mí.

Hapuseneb sabía lo que vendría después. Los demás aguardaron, sobrecogidos, hasta que el anciano Sumo Sacerdote se postró al pie del trono y le rindió su homenaje.

Hatshepsut le habló con tono cordial, pero sus ojos lanzaban fulgores helados por debajo de la imponente doble corona.

—Menena, el Sumo Sacerdote sólo puede ser nombrado por orden del mismísimo faraón. ¿No es así?

Menena palideció pero hizo una reverencia.

—Así es —respondió con voz calma.

—Y ahora yo soy el faraón. Nombro Sumo Sacerdote de Amón al visir Hapuseneb, para que asuma el cargo que le conferí hace algunos años y lo ejerza ahora con total autoridad. En cuanto a ti, Menena, te doy las gracias en nombre del Halcón que se ha elevado al Sol y te ordeno que abandones Tebas antes de fines de Phamenoth.

Había terminado con él. Menena se inclinó nuevamente y partió, tan impertérrito como siempre. Hatshepsut se quedó mirándolo un momento, recordando el odio que su padre sentía hacia él, y vio la mirada que Senmut le lanzó cuando pasó a su lado. El rostro de su mayordomo destilaba odio y temor. Sorprendida, almacenó esa nueva información en su mente para investigaría más adelante. Era evidente que Senmut sabía algo que ella ignoraba y acerca de lo cual debería enterarse algún día.

Hizo a Nehesi su canciller, un nombramiento que todos esperaban y que era la consecuencia lógica de su cargo de Portador del Sello Real. Colocó en manos de Tahuti la distribución de todos los tributos, y nombró a Puamra Inspector de Monumentos. Entonces le tocó el turno a User-amun. Hatshepsut lo llamó y él se acercó con una sonrisa. Pero después que ella lo ayudó a incorporarse, le ordenó que se prosternara una vez más.

—Hace muchos, mucho años —le dijo— tú me hiciste una reverencia en son de burla y yo juré que algún día te obligaría a repetirme esas mismas palabras, pero en serio. ¿Recuerdas qué fue lo que me dijiste?

Un murmullo de sonrisas recorrió el recinto cuando User-amun sacudió la cabeza con dificultad, con la nariz aplastada contra el suelo.

—Os aseguro, Gran Horus, que mi necedad supera a mi memoria. ¿Permitís que humildemente os implore vuestro perdón?

—¡Anen! —A esta altura, Hatshepsut reía abiertamente—. Léeme las palabras que te ordené transcribir.

El escriba se puso de pie desde la posición que ocupaba junto al pie izquierdo de Hatshepsut y entonó las siguientes palabras:

—¡Salve, Majestad! ¡Vuestra belleza eclipsa la de las estrellas y su fulgor es tan intenso que me obliga a apartar la mirada!

—¡Repítelas ahora! —le ordenó, muerta de risa, y él así lo hizo, con una voz que el suelo amortiguaba—. Ya puedes levantarte —dijo por fin, y User-amun se incorporó de un salto, con una enorme sonrisa en el rostro.

—Vuestra Majestad tiene una memoria realmente sorprendente —comentó.

—Desde luego —dijo, asintiendo—. Y para ti, mi pajarraco vistoso, te tengo reservado un recorrido por el Visirato del Sur perteneciente a tu padre, que últimamente has descuidado mucho para dedicarte en cambio a perseguir a mis criadas.

Y así siguió confiriendo privilegios y recompensas hasta que el sol se hundió en el horizonte y el sonido de las trompetas anunció la cena. Hatshepsut se puso de pie, visiblemente cansada bajo el peso agobiante del manto de coronación.

—Comamos juntos —dijo, mirándolos uno por uno con intensidad— y continuemos luego los trabajos que hemos comenzado en favor de Egipto. No quiero que nadie tenga motivos para decir en el futuro que esta tierra ha sufrido bajo nuestro gobierno.