19

A principios del mes de Tot, cuando ya el río había comenzado a aumentar su caudal y los campesinos trabajaban día y noche con desesperación para recoger la cosecha antes de que las furiosas aguas invernales inundaran los campos, Tutmés se resfrió. Varios días antes había rehusado comer alegando un fuerte dolor de cabeza. Cuando comenzaron a llorarle los ojos y le subió la temperatura, inmediatamente se quedó en el lecho. Su médico le recetó zumo caliente de limón con miel, mezclado con casia, y Tutmés bebió la medicina con resignación y se rodeó de amuletos y hechizos. Al cabo de tres días la fiebre no había cedido, a pesar de haber conseguido librarse de los síntomas del resfriado. Alarmado, el médico fue a hablar con Hatshepsut y la encontró con Ineni, revisando los gastos del templo del último mes, mientras Neferura jugaba con sus muñecas en un rincón.

—¿Cómo sigue Tutmés hoy? —preguntó inmediatamente Hatshepsut, sin apartar los ojos del rollo que tenía delante, concentrada todavía en las cifras de Ineni.

El médico permaneció un momento en silencio, sin saber bien cómo contestarle, aferrando con una mano el escarabajo de oro que pendía sobre su pecho hundido.

—El poderoso Horus no se encuentra nada bien —dijo por fin, y su tono hizo que Hatshepsut se volviera rápidamente y le dedicara toda su atención.

—El resfriado ha desaparecido, pero la fiebre no cede y Su Majestad se debilita.

—¡Entonces manda llamar de inmediato a los magos! La fiebre se cura con hechizos y conjuros. ¿Qué has hecho por él?

—Le traté la tos y la nariz congestionada, Majestad, y ambos problemas desaparecieron. Pero ya no me quedan recursos para ayudarlo. El faraón dama por vuestra presencia, pero no creo que debáis acercaros a él.

—¿Por qué no?

—Su aliento está lleno de vahos perniciosos. Perdonadme el atrevimiento, pero no me parece prudente que acudáis a su lado.

—¡Disparates! ¿Desde cuándo me han arredrado los olores desagradables? Ineni: por hoy hemos terminado con todo esto. Puedes devolverle los rollos al escriba.

—¿Está muy enfermo mi padre? —preguntó Neferura, quien había dejado sus muñecas.

Y fue acercándose sigilosamente a los demás, y ahora tenía sus ojos negros fijos en el rostro del médico del faraón. El hombre miró a Hatshepsut con expresión impotente.

La reina se puso de rodillas y besó la mejilla pálida de su hija.

—Bueno, está enfermo, pero no creo que debas preocuparte por él —le dijo con dulzura—. ¿Acaso el faraón no es inmortal?

La criatura asintió solemnemente.

—¿Vas a verlo ahora? ¿Puedo ir contigo?

—No, debes guardar tus muñecas y buscar a Senmut. Si lo deseas, puedes ir con él a ver los animales mientras yo esté ocupada. ¿No te gustaría eso?

Neferura volvió a asentir, pero no corrió para recoger sus juguetes. Hatshepsut la dejó allí, mirándola fijamente, mientras Ineni reunía todos los rollos dispersos sobre la mesa.

En la alcoba de Tutmés la atmósfera era sofocante y hedionda. El faraón se encontraba acostado de espaldas, lanzando tenues quejidos. Cuando Hatshepsut se agachó para besarlo, sintió su piel tan seca y ardiente que instintivamente retrocedió, alarmada.

—Hatshepsut —susurró él, girando la cabeza para mirarla—. Diles a estos estúpidos que me traigan agua. No quieren dejarme beber.

Ella miró al médico, sorprendida, lista para vomitarle toda clase de improperios. Pero el anciano se mantuvo firme.

—Su Majestad sólo puede beber pequeñísimos sorbos —afirmó—, pero insiste en tragarse medio heket de agua. Le he dicho que beber semejante cantidad de golpe le provocaría un intenso dolor.

—¡Puedes decirle a Seth todo eso que estás mascullando! —protestó Tutmés moviéndose con agitación bajo la delgada sábana de lino; su aliento fétido le llegó a Hatshepsut y se le quedó pegado a las ventanas de la nariz.

—¡Al menos podríais haberlo bañado! —exclamó ella con irritación—. Traedme agua caliente y paños, y yo lo lavaré. ¡Y también levantad los cortinajes de las ventanas! ¿Cómo puede dormir con este calor? —Los esclavos acurrucados en un rincón corrieron a cumplir sus órdenes y ella se sentó en una banqueta—. ¡Traed aquí ese abanico! —ladró.

Tutmés entornó los ojos al sentir que sobre su cuerpo comenzaba a correr aire.

—Estoy ardiendo —susurró y comenzó a tiritar, aferrando las mantas con ambas manos mientras los dientes le castañeteaban.

Ella lo miró con auténtico miedo y le alisó la almohada.

—No te preocupes, Tutmés —le dijo—. He mandado llamar a los magos, quienes muy pronto te sacarán la fiebre del cuerpo.

Él se movió y se quejó, pero no respondió.

Un esclavo se aproximó portando una palangana con agua caliente. Hatshepsut le indicó que la colocara a su lado y se quitó los anillos. Luego añadió un poco de vino al agua, empapó en ella el paño y comenzó a lavarle la cara. Tutmés esbozó una sonrisa tenue y buscó sus manos. Con mucha suavidad, Hatshepsut lo destapó y le lavó todo el cuerpo, que se encontraba cubierto por un brillo malsano que no era exactamente sudor. Parecía un poco hinchado y, mientras proseguía con su tarea, Hatshepsut comenzó a pensar que de nada serviría ningún tipo de encantamiento.

Cuando concluyó, se lavó las manos en agua limpia y se volvió a colocar los anillos con aire pensativo. En ese momento fueron anunciados los magos y ella, agachándose, le dijo a su esposo al oído:

—Tutmés, han llegado los magos. Debo irme, pues me esperan en otro lado, pero regresaré en cuanto pueda y te volveré a lavar. ¿Te gustaría que lo hiciera?

Él aspiró su fragancia y se sintió envuelto como en una nube etérea y placentera. Habría deseado volverse y abrir los ojos, pero sus fuerzas no se lo permitieron, así que se limitó a asentir una vez.

—Comenzad enseguida —les ordenó ella a esos hombres silenciosos y embozados mientras se ponía de pie—. ¡Y no os detengáis hasta que el faraón abandone el lecho para irse de caza!

Antes de que hubiese traspuesto la puerta, ya los cánticos habían comenzado.

Le envió un mensaje a Aset, diciéndole que tenía permiso para ir a visitar a Tutmés pero que de ninguna manera debía acompañarla su hijo. Ordenó al escolta que le llevó el mensaje que permaneciera allí hasta asegurarse de que sus órdenes se cumplían al pie de la letra.

Cuando regresó a los aposentos de Tutmés, el médico la recibió en la puerta, rodeado por los miembros del séquito del faraón.

—Majestad, no debéis entrar —le dijo con expresión asustada—. El faraón duerme, pero no es un sueño saludable y tiene el cuerpo lleno de pústulas.

—¿Dónde está la segunda esposa Aset? —preguntó.

—Estuvo aquí, pero también le di órdenes de que se retirara a sus aposentos —dijo el médico.

A pesar de la oposición vehemente del médico, Hatshepsut se abrió paso a la habitación.

—¡Basta! —les dijo a los magos, y la monótona letanía cesó. Entonces se acercó a Tutmés.

Dormía de costado, con la boca abierta. Respiraba con dificultad, y su agobio llenaba la habitación. Las mantas se le habían deslizado hasta la cintura, y eso le permitió ver los bultos blanquecinos que le cubrían el torso, y el color amarillento y brillante de la piel entre uno y otro.

—¿Es la peste? —le preguntó en un susurro al médico que la había seguido.

—Una de ellas —fue su respuesta lacónica mientras elevaba los brazos al cielo en gesto de azoramiento y resignación.

Ambos quedaron en silencio, contemplando al rey que dormía, cada uno concentrado en sus propios pensamientos.

—No te alejes de su lado —le ordenó— y mándame avisar de inmediato si se produce alguna novedad.

Hatshepsut se dirigió entonces al templo con sus criadas y su escolta. Entró sola hacia el santuario del Dios, pero lo encontró cerrado con llave. Se postró frente a la puerta, con las manos extendidas sobre la cabeza para tocarla, y cerró los ojos. «Oh Padre mío —oró, vacía de todo otro deseo que no fuera encontrarse en los áureos brazos del Dios—. ¿Acaso Tutmés va a morir? Porque si muriera…». Le pareció oír el eco burlón de su propio pensamiento atravesar en susurros el enjambre de pilares y el incienso vacio del atrio interior, elevándose junto con el incienso.

«Si muriera, si muriera, si muriera, si muriera…».

Cerró los ojos con más fuerza y aplastó la frente contra el suelo de oro. Pero no pudo llorar por él.

Al atardecer regresó a la alcoba de Tutmés y se sentó a su lado. Las pústulas segregaban un líquido incoloro que se adhería a las sábanas y le ocasionaba intensos sufrimientos. Pronunció su nombre sin cesar mientras se sacudía en el lecho, su pesado corpachón convertido en una masa tan fláccida y fofa como la de un animal muerto. Aunque se inclinó muchas veces sobre él, Hatshepsut vio que no estaba consciente y que sin duda sus delirios lo retrotraían a algunos momentos compartidos con ella. El hedor a podredumbre y corrupción provocaba náuseas y arcadas entre los presentes. Pero Hatshepsut permaneció impertérrita, mirándolo, su rostro perfecto convertido en una máscara impasible.

Aset se deslizó en determinado momento dentro de la habitación y, al ver a Hatshepsut, vaciló. Pero, puesto que la reina no dijo nada, se acercó al lecho, cubriéndose la nariz con las manos. Reprimiendo una exclamación, bajó los ojos para mirar esa mole agitada y refunfuñante. Ya era de noche y las lámparas estaban encendidas, pero ni siquiera su luz suave y dorada pudo ocultar la podredumbre. Aset giró rápidamente para huir de allí y se encontró con la mirada implacable de Hatshepsut.

—¿Lo amas ahora, Aset? —le preguntó en voz baja—. ¿Ya has saciado tu mirada en tu real marido? ¿Estás pensando acaso en huir a refugiarte en tu pequeño y dulce apartamento? —Llamó entonces al mayordomo de Tutmés—. ¡Tráele una silla a la segunda esposa! Colócasela al otro lado de la cama. Ahora, Aset, siéntate. ¡Siéntate, te he dicho! —La muchacha se desplomó sobre la silla pero mantuvo la mirada apartada hasta que Hatshepsut le ordenó—: ¡Míralo! Él te ha elevado y te ha cubierto con más tesoros y más amor de lo que puede recibir cualquier mujer en muchas vidas. ¡Y, sin embargo, apartas la mirada de él como si fuera un pordiosero que mendiga en las puertas del templo! Si despierta quiero que se encuentre con tu mirada de adoración, ¡mujer pérfida!

Aset, tan pálida que hasta tenía los labios blancos, la obedeció.

Pero Tutmés no despertó. Hacia la medianoche comenzó a gimotear lastimeramente, como un perro herido, las lágrimas surcándole el rostro. Hatshepsut tomó esas manos estremecidas entre las suyas y se las sostuvo con fuerza y seguridad, y él lanzó un suspiro. Pero siguió respirando con breves jadeos espasmódicos, entre un constante parpadeo. Cuando el sonido de las trompetas anunció medianoche Tutmés murió, sin haber cesado de llorar, y sus lágrimas empaparon el lecho y los dedos de Hatshepsut.

Ella se quedó sentada mirando un buen rato a ese chiquillo gordinflón a quien le encantaba mortificar, ese jovencito gruñón a quien solía menospreciar, el faraón que para ella había sido menos importante que sus propios ministros. Muerto, le inspiraba más pena de la que jamás le había tenido en vida. Pues, ¿quién había sido, a fin de cuentas, Tutmés II? ¿Qué otra cosa había hecho, excepto aquello que es prerrogativa de todos los hombres, es decir, engendrar hijos? Lloró un poco por él, casi sin hacer ruido; por ese hombre cuya genialidad y torpeza se resumían ahora en poco más que un cadáver maloliente que comenzaba a ponerse rígido y en cuyas mejillas todavía brillaban las lágrimas. Le entreabrió los dedos y liberó su mano. Parecía increíble que el faraón estuviese muerto.

Hatshepsut se puso de pie y se dirigió a los azorados presentes.

—Llamad a los sacerdotes sem y, cuando se lo hayan llevado, aseguraos de que tanto las sábanas como el lecho sean lavados a fondo.

Aset seguía hundida en su asiento, con expresión de embotada incredulidad en el rostro. Hatshepsut se le acercó y la ayudó a levantarse.

—Ve con tu hijo —le dijo con tono bondadoso—. Tutmés os amaba mucho a ambos. Por el momento, queda levantada la prohibición que te había impuesto sobre tus movimientos; puedes ir donde desees.

Aset abandonó la habitación con aire ausente, como sumida en un sueño profundo.

Por último también Hatshepsut se alejó. La muerte de Tutmés seguía pareciéndole irreal, como si al día siguiente ella fuese a retomar su rutina diaria mientras él iba de caza y luego ambos cenarían juntos como de costumbre y volverían a lanzarse sutiles pullas en tono cordial. Le resultó casi afrentoso descubrir que, fuera de esa habitación dorada y fétida, nada había cambiado.

Todo Egipto quedó anonadado. Era una mala época del año para que muriera un faraón, sobre todo tratándose de uno joven y saludable. La cosecha estaba a punto de terminar y los hombres no tenían otra cosa que hacer que permanecer cruzados de brazos, chismorreando y contemplando como crecía el río. Fue inevitable que comenzaran a circular infinidad de rumores.

Todos llegaron a oídos de Hatshepsut quien, cierto día hacia fines del periodo de duelo, mandó llamar al médico de Tutmés, solicitando que también estuvieran presentes en la entrevista los magistrados, Aset y el pequeño Tutmés. Cuando estuvieron reunidos, no perdió ni un minuto.

—Me he enterado —dijo lisa y llanamente— de que circulan ciertos rumores malévolos y difamatorios. Puesto que todos los hemos oído, no me ensuciaré la boca repitiéndolos. Por eso quiero que sea precisamente el médico del faraón quien nos diga de qué murió mi hermano.

—Murió de una peste, Majestad —respondió el hombre sin vacilar—. De eso no me cabe ninguna duda.

—¿Es posible administrar algún veneno que produzca los síntomas que él presentaba?

El médico negó con la cabeza.

—Hace muchos años que trato toda clase de enfermedades, Majestad, y no conozco ningún veneno con esas características.

—Tienes delante de ti una serie de documentos. ¿Puedes jurar por Amón, sobre los nombres de tus antepasados, que el faraón murió de muerte natural?

Hatshepsut le lanzó entonces una mirada penetrante a Aset, que permanecía parada y en silencio, con sus ojos de pájaro fijos en el rostro del médico.

—Si, lo juraré en las condiciones que deseéis —respondió con tono seguro.

—¿Me teméis, noble señor?

En los labios del médico se dibujó una sonrisa.

—Soy casi un anciano, Majestad, y en este momento sólo temo a Anubis y a su juicio. ¡Mis palabras son ciertas! Horus murió a causa de la peste. Es así de simple.

—Entonces siéntate y estampa tu sello en todos esos papeles. Mis heraldos los distribuirán por todas las ciudades y aldeas del país. A partir de este día, quien afirme lo contrario morirá.

Todos la vieron mirar intencionadamente a Aset, que se movió con incomodidad y atrajo al pequeño Tutmés hacia ella. Los magistrados asintieron e intercambiaron comentarios en voz baja. Cuando Hatshepsut les preguntó si estaban satisfechos, corearon afirmativamente, la saludaron con una profunda reverencia y salieron del recinto. También Aset partió, sin pronunciar palabra.

El funeral pasó casi sin pena ni gloria. Tutmés II desapareció en su tumba cercana al hermoso templo de Hatshepsut prácticamente sin dejar huellas sobre la superficie de Egipto. Mucho antes de que el cortejo se dispersara sobre la arena, fue como si él jamás hubiese existido, excepto por los niños que caminaban solemnemente detrás del féretro. Hatshepsut se puso a pensar en todos los funerales que había presenciado: el de su hermana, el de su madre, el de su padre, y ahora el de su hermano. Tuvo la sensación de que ella y sólo ella continuaría viviendo, joven, fuerte e incólume, por toda la eternidad.

Durante las semanas que siguieron, Egipto esperó que la reina ratificara los derechos de Tutmés III al trono y se proclamara Regente hasta que el niño tuviera edad suficiente para reinar. Quienes se encontraban más cerca de ella no se sorprendieron cuando el anuncio no se produjo. Los grandes engranajes del gobierno siguieron girando como de costumbre: la reina otorgaba audiencias y recibía embajadores, oraba y salía de caza, bailaba y celebraba, como si Aset y su hijo no existieran.

La misma Aset vivió los días posteriores al funeral sumida en un incesante terror, esperando que en cualquier momento se le comunicara que tanto ella como el pequeño Tutmés habían sido condenados al exilio. A medida que el tiempo fue pasando y comprobó que sus temores carecían de fundamento, comenzó a hacer toda clase de sondeos e investigaciones para tratar de averiguar cuáles eran los planes de la reina. Pero cada intento suyo tropezó con el camino cortés pero inflexiblemente bloqueado. Se confinó entonces en sus aposentos, burlada y algo inquieta. Hatshepsut no había vuelto a hacer referencia a la antigua prohibición que pesaba sobre sus desplazamientos, así que comenzó a recorrer su jardín casi con furia, y su miedo se trocó en cólera. Pasaba el tiempo y la reina no revalidaba la dignidad real de su hijo así que decidió tomar cartas en el asunto.

Cierta mañana, en el momento en que Hatshepsut, Senmut, Ineni y Hapuseneb comenzaban la lectura de la correspondencia del día, Duwa-eneneh, el jefe de heraldos, entró precipitadamente al salón, muy agitado y casi sin aliento. Apenas tuvo tiempo de comenzar a balbucear algunas palabras cuando Ipuyemre, Segundo Profeta de Amón, entró tras él. Menena se deslizó furtivamente en la habitación, las manos cruzadas sobre el vientre y una expresión de mojigato alborozo sobre su rostro zalamero.

—¡De rodillas, todos! —bramó Senmut—. ¡Esto no es un despacho de bebidas!

Ante esta ruidosa admonición, todos se postraron.

—Levantaos —dijo Hatshepsut con tono tranquilo. Su mente despierta y veloz los fue escrutando alternativamente, tratando de descubrir el motivo de semejante irrupción, pero ambos permanecieron en silencio—. Ipuyemre, amigo mío, tú pareces el menos trastornado —le dijo—. Habla, puesto que he jurado no volver a intercambiar palabra alguna con el Primer Profeta de Amón.

Ipuyemre se inclinó y Hatshepsut notó que, a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, las manos le temblaban mientras hablaba.

—Esta mañana se ha producido en el templo una gran señal, Majestad. El príncipe heredero estaba cumpliendo con sus tareas de acólito, junto a los demás niños y el Sumo Sacerdote, ¡y el Poderoso Amón le hizo una inclinación de cabeza!

Hapuseneb contuvo el aliento. Ineni dejó caer el rollo que tenía en las manos y su débil crujido reverberó en el silencio. Aunque Senmut sintió que el corazón se le detenía, no se movió y clavó su mirada llena de furia en el rostro de Menena. El Sumo Sacerdote permaneció imperturbable, salvo por un leve rictus en la comisura de los labios.

También Hatshepsut quedó inmóvil, las manos congeladas alrededor del Sello, mientras el sol encendía destellos en su collar de oro cada vez que respiraba. Entonces se aflojó y esbozó una sonrisa enigmática.

—¿De veras? —murmuró y avanzó hacia Nehesi para entregarle el Sello—. ¿Y qué conclusiones sacáis vosotros de esa… señal?

—Pues que Amón está complacido con el príncipe —farfulló su interlocutor.

La sonrisa de Hatshepsut se hizo más amplia.

—Mi querido Ipuyemre, eres fiel y leal, pero me temes demasiado, lo cual por otra parte es natural. ¡Duwa-eneneh! Te agradezco tu precipitada aparición y te ruego que me relates qué ocurrió exactamente.

El heraldo se acomodó el bastón debajo del brazo y se inclinó frente a Hatshepsut, con los labios apretados y la mirada dura.

—El príncipe se encontraba orando y le preguntó a Amón si sería faraón como su padre lo deseaba.

—¿Y entonces?

La reina parecía estar disfrutando de alguna broma secreta. La tibieza asomó en su boca y sus ojos centellearon, pero detrás de esa fachada Senmut intuyó cierta tensión.

—Entonces, al cabo de un momento, Amón inclinó su áurea cabeza —dijo Duwa-eneneh con voz tan monótona e inexpresiva que bien podría haber estado enunciando lo que había comido esa mañana. Él y Hatshepsut intercambiaron una mirada fugaz y sonrieron.

—Así que Amón inclinó su áurea cabeza —repitió ella con aire pensativo—. Duwa-eneneh, busca al príncipe y a su madre y tráelos aquí inmediatamente. Menena, sal de esta habitación y aguarda en el vestíbulo. Ipuyemre, puedes quedarte.

Luego de la partida del heraldo y el Sumo Sacerdote, Hatshepsut se volvió rápidamente a los otros hombres.

—¿Y bien? —preguntó, arqueando las cejas.

Ineni fue el primero en responderle.

—Se trata, desde luego, de algo que efectivamente ocurrió —le dijo—. La señal tiene que haberse producido, pues de lo contrario Menena y los sacerdotes no se atreverían a hacerlo público. Pero…

—¡Es un truco! —prorrumpió Nehesi salvajemente—. ¡El Dios sólo inclina su cabeza ante Vos, Poderosa Señora!

—Ya lo sé —reconoció ella—, pues son muchos los que se postran ante el Dios pero no lo reverencian con su corazón.

—También yo opino que se trata de una artimaña —terció Hapuseneb—. ¿Quién estaba con el muchacho cuando sucedió?

—Menena, desde luego —se apresuró a responder Senmut.

—Y los demás niños —le recordó Ipuyemre.

—En ese caso —dijo Hatshepsut con calma—, hay en el templo más sacerdotes ambiciosos de los que supusimos, pues si Menena se encontraba con el muchacho, ¿quién estaba en el santuario, detrás de Amón?

Todas las miradas se centraron en Ipuyemre, pero él sacudió la cabeza.

—No lo sé —dijo, con aire impotente—; yo me encontraba fuera del templo. Estaba en el atrio interior con las bailarinas y vi al muchacho y al Dios desde muy lejos.

Duwa-eneneh regresó con Aset y Tutmés. Aset estaba visiblemente excitada; bajo los afeites, se observaban dos grandes manchones rojos en sus mejillas y su cuerpo parecía más tenso y felino que nunca. Tutmés trasuntaba un aire solemne: se acercó a su tía-madre y la saludó con una reverencia, rezumando resabios del incienso que sus manos habían sostenido pocos momentos antes.

—Salud, Tutmés —le dijo Hatshepsut—. Acabo de enterarme de la gracia que el Dios te ha acordado y deseo conocer más detalles. Vamos, cuéntame cómo ha sido.

Los ojos del niño se encontraron con los de la reina. Su madre le había advertido que ella no le tenía simpatía, que desearía no tenerlo en palacio para poder reinar sin estorbos. Pero le resultó difícil odiar a esa mujer alta y hermosa cuyo rostro era tan perfecto que no podía dejar de contemplarlo con arrobamiento.

—Me encontraba orando. Lo hago con mucha frecuencia —añadió con tono desafiante.

—Por supuesto —dijo ella, asintiendo con la cabeza—. La oración es algo bueno y beneficioso —y con una leve sonrisa lo alentó a continuar con su relato.

El muchachito se sintió más seguro y prosiguió:

—Decidí pedirle consejo a Amón —gorjeó. De pronto los presentes tuvieron la cabal sensación de que Tutmés repetía como un loro una frase aprendida de memoria—. Lancé el incienso bien alto y le supliqué que me dijera si llegaría a ser faraón.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te contestó?

—Me sonrió, y entonces inclinó su majestuosa cabeza. La inclinó muy abajo, hasta que la barbilla quedó apoyada sobre su pecho inmortal. Todos los que estaban conmigo lo vieron.

—Ajá. Dime, Tutmés, ¿quién soy yo?

Él la miró, perplejo.

—Sois la Reina de Egipto.

—¿Y qué más soy?

—Yo… no lo sé.

—Entonces te lo diré, puesto que tu madre no se ha dignado hacerlo. Soy también la Hija de Amón, Su Encarnación Viviente sobre la tierra, el Fruto de Su Simiente Sagrada, Su Bienamada, La que amó aun antes de que naciera. Sus pensamientos son mis pensamientos y su voluntad es mi voluntad. ¿Crees acaso que te diría que puedes ser faraón sin que yo lo supiera?

Aset dejó escapar una exclamación reprimida a medias y dio un paso adelante.

Tutmés sacudió la cabeza, desconcertado.

—N… no, supongo que no. ¿Qué fue entonces lo que quiso decirme?

—Que está complacido contigo. Que desea que trabajes mucho por él y por Egipto, y que quizás algún día seas faraón. Pero no todavía.

—¿Todavía no? —le temblaban los labios, pero logró controlarlos con su furia—. ¡Pero yo soy el príncipe heredero! ¡Eso significa que debo ser faraón!

—Cuando Amón me haga saber que desea que seas faraón, te lo comunicaré. Pero para eso falta mucho: no eres más que un pequeño príncipe y tienes mucho que aprender antes de ocupar el Trono de Horus. ¿Me has entendido?

—¡Sí! —respondió irritado—. Pero, Majestad, ¡os aseguro que aprendo con gran rapidez!

Ella contempló con atención su rostro rebelde.

—De eso estoy segura, pues no podrías parecerte más a tu poderoso abuelo, mi padre, Tutmés I. Ahora vete a tus aposentos. Quiero hablar un poco más con tu madre.

Tutmés abandonó la habitación, con los hombros bien echados hacia atrás y la cabeza rapada muy erguida.

Hatshepsut ordenó que hicieran entrar de nuevo a Menena. Le costaba un verdadero esfuerzo controlar su malhumor, pero deseaba mostrarse justa frente a esa insensata puja por el poder. Así que cuando Menena se situó junto a Aset, ya Hatshepsut había recuperado su serenidad.

—El Dios no inclina su cabeza ante nadie más que yo —dijo—. Todo Egipto lo sabe desde el día en que nací. Vosotros dos habéis conseguido que un muchachito que cree en su dios se vea envuelto en una artimaña vil y despreciable. Habéis deshonrado a Amón, pero no habéis conseguido sino armar un pequeño alboroto entre quienes no tienen otra cosa que hacer que nutrirse de murmuraciones. Si con esto pensabais ejercer alguna presión sobre mí, entonces sois más necios e ingenuos de lo que supuse. ¿Acaso creíais que yo saldría corriendo a colocar la corona sobre la cabeza de Tutmés y luego abandonaría mi país en manos de gente de su calaña? —preguntó con una sonrisa de mofa—. Ni siquiera merecéis mi desprecio.

Aset la escuchó muy inquieta, mientras sus manos jugueteaban nerviosamente con la tela del vestido. De pronto estalló:

—¡Mi hijo es el príncipe heredero y el legítimo sucesor al trono! ¡Su padre así lo estipuló!

—¡Y está muerto! —le replicó Hatshepsut sin demora—. ¡Incluso cuando él vivía, yo era Egipto, y sigo siendo Egipto! El pequeño Tutmés sería como plata maleable en vuestras manos y, entre los dos, explotaríais y chuparíais a mi país hasta dejarlo seco. ¿Suponíais que, frente al primer gesto que hicieran, el clero y el ejército os apoyarían? ¿Habéis estado ciegos durante los últimos siete años? Ésta ha sido vuestra última oportunidad. Mi paciencia está a punto de agotarse. No deseo enterarme de la existencia de ningún otro complot pues, si así fuera, no vacilaré en acusaros de traición y haceros ejecutar a ambos. Vosotros dos sois un peligro para el país que fingís amar. Ahora iros.

Aset estuvo a punto de contestarle: la fulminaba con la mirada y ya sus labios se movían, pero en ese momento Nehesi dio un paso adelante y ambos se apresuraron a saludarla y a abandonar la habitación.

—Sois demasiado indulgente, Majestad —dijo Senmut—. Las serpientes merecen ser pisoteadas.

—Es posible —dijo ella con voz cansada—. Pero no quiero privar a mi sobrino hijo de su madre tan poco tiempo después de la muerte de su padre. No creo que Menena pueda hacer mucho sin el respaldo de Tutmés. Nehesi, asegúrate de que los miembros del Ejército de Su Majestad los tengan bien vigilados en todo momento. Senmut, quiero el nombre de todos los sacerdotes que sirven en el templo, desde el acólito más insignificante hasta el mismo Menena, y las influencias que posee cada uno de ellos. Aún no he decidido qué haré, pero me resisto a darle la corona a Tutmés todavía.