Durante los años siguientes, en tres ocasiones y muy a pesar suyo, Tutmés se vio obligado a ausentarse del palacio para hacer la guerra, y en cada una de ellas Hatshepsut lo vio partir con inmenso alivio. Aunque el faraón no presenciaba las batallas, no empuñaba las armas ni veía derramamiento de sangre, al menos conducía a sus tropas hasta el lugar del hecho y eso lo llenaba de orgullo. Sus generales se encargaban de dispersar sin mucho esfuerzo a las tribus belicosas y de nariz aguileña de los Nueve Arqueros, realizando al mismo tiempo un despliegue del poderío militar egipcio frente a los moradores de la zona occidental del desierto. Durante los periodos en que Tutmés estaba ausente, la construcción del templo soñado y etéreo del valle progresaba como en grandes arremetidas. A su regreso siempre insistía en ir a ver la marcha de las obras, y muy pronto el lugar se convirtió en un terreno neutral para él y Hatshepsut. En ese valle, que Hatshepsut sentía tan suyo, dominado por el señorial acantilado de Gurnet y venerado por cada piedra colocada merced al trabajo agobiador e infatigable de los operarios, ella y Tutmés podían conversar con mayor tranquilidad de temas poco controvertidos y compartir la perspectiva del día en que el templo estuviera concluido y ambos ascendieran por primera vez esa larga y suave rampa, portando incienso para dedicárselo al Dios.
También Tutmés tenía algunas obras propias en marcha, cuyos proyectos compartía con Hatshepsut. En Medinet Habu planeaba erigir un pequeño templo en honor a su persona, y le preguntó a Hatshepsut si no le importaría presentarle a su talentoso arquitecto. En un gesto de jovial magnanimidad y después de burlarse un poco de él, le dio su consentimiento.
Tutmés también encomendó a Senmut los planos de su nuevo templo dedicado a Athor. «Quiero que sea una prueba de gratitud a la Diosa por mi querida Aset», le había dicho el faraón mirándolo con el rabillo del ojo. Así que Senmut se encontró de pronto trabajando para una mujer que instintivamente le resultaba antipática y un faraón al que trataba desesperadamente de respetar; pese a lo cual sacó fuerzas de flaqueza e incorporó los pedidos de Tutmés a la larga lista de tareas que debía llevar a cabo todos los días.
Sentía un afecto entrañable por la pequeña princesa Neferura. Era tan hermosa y frágil como una flor, y cuando jugaba con ella sobre el suelo del cuarto de niños o la contemplaba deambular por el jardín con el andar vacilante de un borracho, Senmut olvidaba las presiones inherentes a sus múltiples cargos. A fin de cuentas, pensó, ya se han cumplido todas mis aspiraciones, y el cuidado de esta criatura representa algo así como la culminación de todos mis anhelos. Pero de alguna manera, al escuchar los susurros más secretos de su corazón, supo que era más, mucho más lo que ambicionaba y que no había hecho sino probar sus propias fuerzas.
Cuando todo Egipto comenzó a girar más y más alrededor de Hatshepsut y ella comprobó, complacida, que no había rincón donde no se respetara su voluntad, se dedicó a cubrir Egipto con estelas, obeliscos y pilones, construidos en mármol, granito gris o piedra arenisca rosada; monumentos que le recordaran permanentemente a su pueblo quién era en realidad la que sostenía las riendas del poder. Mientras tanto, Tutmés seguía cazando y divirtiéndose, sin prestar atención al creciente poderío y popularidad de la reina. Las festividades del Dios se sucedieron, y ambos caminaron por Tebas junto al ídolo de oro, ensalzando y venerando a Amón una y otra vez, mientras las estaciones se desgranaban y las inmutables tradiciones se observaban al pie de la letra. El pequeño Tutmés ingresó al servicio de Amón como acólito del templo bajo la mirada circunspecta de Menena, así que Hatshepsut se topaba con él cada vez que iba al templo a ofrecer sus homenajes: era un muchachito robusto y de expresión agresiva, cuyos dedos aferraban con fuerza el incensario de oro y cuyos ojos la observaban con tanta intensidad que a menudo le impedían orar. También Neferura crecía, con la gracia de la dulce serenidad de su abuela Ahmose, y Hatshepsut cuidó de que en todas las celebraciones públicas la niña estuviese vestida con el lujo que correspondía a una princesa y fuera vista por todos.
Hatshepsut y Senmut no volvieron a pronunciar palabras de amor, pero la profundidad de los sentimientos que se profesaban alcanzó una intensidad nueva por el mismo hecho de verse obligados a sepultarlos en lo más recóndito de su ser. Ella encargó a su escultor personal la realización de una enorme estatua de Senmut sosteniendo a la princesa, que lo obligó a posar durante varios meses. Pero era evidente que el escultor llegó a conocer bien a su modelo, pues cuando la obra estuvo terminada y la descubrieron frente a Hatshepsut, tanto ella como el resto de los presentes quedaron impresionados: el artista la había tallado en granito negro, y la cara serena y fuerte del Superintendente de la Residencia Real los contemplaba sobre la pequeña cabeza arrogante de Neferura con una expresión de advertencia protectora y de plácida intrepidez. La escultura formaba un único bloque macizo de granito, de tal modo que sólo las dos cabezas, una encima de la otra, se erguían sobre el manto largo de Senmut, dentro del cual se refugiaba la princesa. Hatshepsut quedó muy complacida y ordenó que fuera colocada frente al cuarto de los niños para recordar a todos los que por allí pasaran acerca de los peligros a que se exponían si llegaban a hacer algún daño a Neferura.
Y así fue transcurriendo el tiempo, la Noche de la Lagrima llegó y quedó atrás, y en cuatro oportunidades la barca del Dios avanzó por el río enguirnaldada. Hatshepsut se aproximaba a sus veinticinco años con indiferencia, sin advertir cambio alguno en el rostro que todas las mañanas la miraba desde la superficie brillante del espejo, y su cumpleaños llegó y pasó con el mismo ritmo lento y mesurado del resto de sus días colmados con la rutina del gobierno.
Llevó a Neferura al otro lado del río, al santuario de quien llevaba su mismo nombre. En ese templo pequeño y silencioso, de pie junto con el sacerdote Ani frente a la estatua de Neferu-khebit que sonreía desde hacía ya más de una década, le habló a su hija de esa tía que ya no se encontraba junto a ellas. La pequeña elevó sus propias plegarias, las cintas que le sujetaban el negro mechón rozándole los finos hombros y su nariz aguileña y arrogante apretada contra los fríos pies de piedra.
Al contemplar ese rostro perfecto y oval, con ojos oscuros y boca bien formada, que tan perfectamente reflejaba sus propios rasgos, Hatshepsut quedó inundada por una avalancha de recuerdos y una sensación de total impotencia que se negó a abandonarla. Luchó contra esa depresión durante algunas semanas entregándose a sus tareas con redoblado énfasis, hasta que cierta noche tomó una decisión. Se vistió y maquilló con gran esmero, mandó llamar a dos miembros del Ejército de Su Majestad y se encaminó a la alcoba de Tutmés. Mientras aguardaba con impaciencia a que la anunciaran, oyó voces en el interior de la habitación y, cuando la hicieron pasar, vio que detrás del lecho real una puerta se cerraba suavemente. Era obvio que esa noche Aset dormiría sola.
Tutmés estaba acostado, tomando vino como de costumbre, la cabeza descubierta y lustrosa. La habitación destilaba el olor penetrante del perfume de Aset, que comenzó a mezclarse con la mirra de Hatshepsut cuando ésta avanzó y se inclinó. Él se sentó en posición bien erguida y se quedó mirándola y, cuando ella se enderezó permaneciendo en silencio, Tutmés no tuvo más remedio que carraspear y preguntarle qué deseaba. No confiaba en Hatshepsut. Esa nueva visión de una mujer hermosa y a la vez abyecta, vestida de amarillo, que aguardaba con los ojos bajos y la cabeza gacha, lo hizo ponerse a la defensiva. Giró el cuerpo y bajó las piernas del lecho.
—¿Qué haces aquí? —gruñó con displicencia, cruzándose de brazos.
Ella se estremeció pero no levantó la cabeza.
—Vengo a que me brindes tu consuelo, Tutmés. Me siento muy sola.
Esas palabras lo desconcertaron y arrancaron nuevos gruñidos de su boca, pero ya el perfume de Hatshepsut y su voz comenzaron a surtir efecto y sintió que el viejo deseo volvía a encenderse en él.
—No te creo —le dijo lisa y llanamente—. ¿Desde cuándo has necesitado mi consuelo? Y si te sientes sola, cosa que dudo mucho, ¿qué ha sido de tu corte de fervientes admiradores?
—Hace mucho tiempo, tú y yo solíamos brindarnos mutuo bienestar —contestó ella con mucha calma y en voz baja—, y confieso que he comenzado a añorar tu cuerpo, Tutmés. Me despierto por las noches consumida por el deseo, y tu imagen me impide conciliar el sueño.
En ese momento Hatshepsut levantó la cabeza y, detrás del temblor suplicante de su boca sensual y de los gestos armónicos y elocuentes de sus manos teñidas de rojo, él alcanzó a detectar un fugaz destello de burla sofocado de inmediato. Tutmés saltó de la cama y se puso a gritar.
—¡Mientes, mientes! ¡No me deseas en absoluto! Estás aquí con otro propósito y no puedes ocultármelo, Hatshepsut. Tú misma me expulsaste de tu lecho y jamás te has retractado de tus palabras.
Ella se le acercó y le apoyó las manos en los hombros; mientras le respondía, comenzó a masajearlos suavemente, y luego sus dedos descendieron al blanco abdomen de Tutmés.
—Pero no llegué a jurarlo por el Dios.
—¡Sí, lo hiciste! ¡Déjame tranquilo! —Pero no la apartó de su lado.
Ella se le acercó más y besó el cuello de su marido.
—En aquella oportunidad te hablé en pleno arrebato de cólera —susurró Hatshepsut—. Déjame que te hable ahora de otro sentimiento que me consume.
Con los últimos vestigios de autocontrol que le quedaban la tomó bruscamente de los brazos y la obligó a sentarse, instalándose luego a su lado sobre la cama. Se oyeron unos golpes en la puerta contigua y Tutmés gritó que quienquiera que fuese se largase. Luego miró a Hatshepsut, quien le sonreía, respiraba agitadamente y tenía el cabello revuelto y las mejillas arreboladas.
—No tolero que nadie me ponga en ridículo —dijo con tono amenazador—. Te echaré inmediatamente de aquí si no me dices qué es lo que deseas en realidad. —Eso la hizo sonreír aún más, pues sabía que jamás se animaría a cumplir sus amenazas—. Vamos, ¡dímelo! —la urgió, acariciando ya la secreta esperanza de derribarla sobre la cama, y ella se dio por vencida.
—De acuerdo, pero te advierto que lo que dije era cierto, Tutmés. De veras quiero compartir tu lecho esta noche.
—¿Por qué?
—¡Qué astuto te estás volviendo, hermano mío! ¿No lo adivinas?
—No, no puedo imaginármelo siquiera. Me desagrada participar en este tipo de juegos contigo, Hatshepsut, pues siempre te las ingenias para ganarme.
—Y perderás una vez más, pues casi no puedes reprimir los deseos que sientes de hacerme el amor. Pues bien, he decidido que quiero tener otro hijo.
—¿Eso es todo?
—¿Te parece poco? Es algo importante, muy importante. Pero, respondiendo a tu pregunta, sí, eso es todo.
Tutmés se quedó escrutándola para tratar de descubrir si se estaba mofando de él, pero la mirada límpida e inocente de Hatshepsut disipó sus temores.
—¿Por qué quieres otro hijo? Ya Tutmés y Neferura han asegurado el Trono a Horus para Egipto.
—Eso será conforme a tus designios, quizá, pero no a los míos. Es posible que haya cambiado de opinión con respecto a permitirte que compartas mi lecho, pero sigo oponiéndome inflexiblemente a que cases a Neferura con Tutmés.
—Pero ¿por qué, Hatshepsut, en nombre de todos los dioses? ¿Por qué, por qué? ¿Qué demonio te posee? ¿Qué pensamientos pueblan esa incomparable cabeza tuya? Tutmés tiene todo lo necesario para ser un faraón poderoso y Neferura es preciosa y será una consorte perfecta. ¿Qué tiene eso de malo?
—Tutmés tendrá las dotes necesarias, pero no es hijo mío —dijo ella con dulzura, los ojos entreabiertos—, y mi Neferura necesitará algo más que belleza y voluntad para caminar todos los días de su vida detrás del faraón. Quiero en el Trono de Egipto a un faraón de mi propia sangre, alguien que sea todo mío.
—Estás embrujada —dijo Tutmés—. Así que quieres que juntos hagamos un hijo para que se case con Neferura y gobierne Egipto.
—Exactamente. Mi hijo y mi hija, ambos dioses.
—Cabe la posibilidad de que no tengamos un varón sino otra niña.
—Debo correr ese riesgo. Es preciso que lo hagamos, Tutmés. Ningún vástago de Aset usará la doble corona mientras yo pueda impedirlo.
—¡Me adulas! —exclamó él en tono sarcástico.
Ella lanzó una interjección y le rozó el muslo.
—No fue mi intención ofenderte. Pero tú y yo fuimos engendrados por la misma simiente real.
—Yo soy faraón y tus palabras no me afectan —dijo él encogiéndose de hombros—, pues no puedes privarme de mis derechos.
—¡Mi querido Tutmés! —exclamó ella con dulzura—. ¿No te he brindado siempre el respeto que un faraón se merece?
—No, de ninguna manera, pero eso ya no tiene importancia. Te llevo en la sangre, Hatshepsut, como un veneno abominable; y en todos estos años en que estuvimos separados jamás logré liberarme del anhelo que sentía por ti.
—Entonces sírveme vino y cierra las puertas con llave, y recuperemos todo el tiempo que mi necedad nos hizo perder.
Tutmés tomó la jarra de oro cincelado y cumplió con su deseo, y su vanidad le impidió preguntarse el porqué de la impaciencia de Hatshepsut por beber. Se tomaron del brazo y bebieron con gran lentitud. Cuando ella sintió la calidez del vino en sus venas y cierto embotamiento en la cabeza, cerró los ojos y le ofreció su boca, sabiendo que en pocos momentos más el rechazo que el cuerpo de su marido le provocaba desaparecería, devorado por las oscuras corrientes de su propia pasión.
Aguardó con verdadera ansiedad la aparición de los primeros síntomas de embarazo, acosando a su médico y escrutándose con impaciencia. Cuando por fin supo que una vez más le daría a Tutmés y a Egipto un hijo, se dirigió inmediatamente al templo para implorarle a Amón que fuera varón. Todo el país recibió la nueva con alborozo, a excepción de Aset, que lo hizo en un silencio ominoso; alzó al pequeño Tutmés, lo sentó en sus faldas y lo abrazó con una ferocidad que atemorizó al pequeño, y jamás habló del futuro nacimiento con el faraón. Tutmés, por su parte, no estaba ni fascinado ni molesto ante la perspectiva de ese nuevo hijo, pero en cambio estaba resuelto a no volver a ofender a Hatshepsut para poder seguir disfrutando de las delicias de su cuerpo firme; y ella lo recibía de buen grado, entregándose a él con gratitud a medida que la antigua depresión que la embargaba la iba abandonando.
Con el correr del tiempo volvió a sumirse en una especie de letargo y a preguntarse si la criatura que llevaba en sus entrañas no sería otra niña. Amón no le había dado ninguna señal y, aun en la intimidad de su propia alcoba, cuando noche tras noche se arrodillaba frente al altar de Dios, en ningún momento tuvo la certeza de que sus súplicas hubieran tenido acogida favorable.
A medida que la fecha de nacimiento se aproximaba, la ansiedad de Hatshepsut se fue propagando a los que la rodeaban y luego a toda la ciudad, hasta que, tanto Tebas como el palacio y el templo, se convirtieron en un hervidero de conjeturas. Senmut hizo todo lo posible por mantener a Hatshepsut ocupada con los problemas cotidianos de gobierno, pero ni siquiera junto a él sus preocupaciones le daban tregua. Tenía la cabal y punzante certeza de que ésa era su última oportunidad, de que sólo si lograba darle a Egipto un faraón varón y de pleno linaje real se resignaría a ocultar la impotencia que sentía por tener que permanecer en segundo plano con respecto a Tutmés por el resto de su vida.
Finalmente llegó la hora y una vez más los príncipes de Egipto fueron convocados junto al lecho real. Esta vez el alumbramiento fue más rápido. Hatshepsut, que recorría sin cesar el trayecto de la cama a la pared entre una punzada de dolor y la siguiente, carcomida por la duda y la impaciencia, casi no tuvo tiempo de acostarse y ser preparada antes de que la criatura hiciera su aparición en el mundo entre llantos y sacudidas.
Hubo un momento de intenso suspenso, y luego la comadrona giró, sonriendo, mientras el médico comenzaba a guardar sus drogas.
—¡Es otra niña! ¡Y vaya si es hermosa!
Hatshepsut lanzó un único y prolongado grito de protesta y sepultó la cara en las almohadas, y los hombres fueron abandonando la habitación en silencio, complacidos de que hubiera una nueva princesa y algo azorados por la reacción de la reina, pues era obvio que la existencia de otra niña constituía una salvaguardia frente a la posibilidad de una súbita muerte de Neferura, y la seguridad de que, llegado el momento, el príncipe heredero vería legitimados sus derechos al trono.
Senmut vaciló un momento en la puerta, pues habría deseado regresar a la habitación y consolar a esa mujer cuyos sollozos ahogados oía con toda claridad, pero decidió que era más prudente dejarla sola, así que estampó su enorme sello junto a los de los demás sobre el papel que Anen sostenía sobre sus rodillas y caminó de vuelta a su palacio entre los murmullos de la noche.
Tutmés, en cambio, no se mostró tan sutil: permaneció de pie junto al lecho de Hatshepsut, agachado sobre ella con expresión de muda condolencia, acariciando sus hombros abatidos. Pero cuando trató de levantarla, ella se soltó de sus manos casi con furia y, al cabo de un momento de indecisión, Tutmés también partió. Le apenaba saber que se sentía derrotada, y le apenaba también saber que jamás le sería posible comprender los vericuetos de su mente. A fin de cuentas, pensó con cierta culpa mientras regresaba a sus propios aposentos, ella es realmente la Hija de Amón, su auténtica e indudable imagen y semejanza, y debe ser doloroso para un dios morir sin dejar a otro dios para que gobierne en su lugar. Las sutiles ramificaciones de ese hecho le resultaron agotadoras y, puesto que se había levantado muy temprano, se acostó y durmió profundamente.
En el cuarto de los niños, Neferura contempló a su nueva hermana con nerviosa desazón, y su madre se sumió finalmente en un sueño exhausto y malhumorado.
Aset había obligado a Tutmés a prometerle que le comunicaría las novedades en cuanto Hatshepsut diera a luz, así que, antes de ir a acostarse, le ordenó a su heraldo con un suspiro que se encargara de comunicárselo. Imaginaba cuál sería su reacción y deseó, con cierta nostalgia, que no fuera tan resentida y mezquina. Pero, después de todo, se dijo mientras su esclava lo cubría con la sábana y se alejaba tras una inclinación, ni siquiera un faraón puede tenerlo todo.
La reacción de Aset fue precisamente la esperada. El heraldo la encontró en el jardín, arrojándole una pelota a su hijo, mientras el pequeño corría de un lado a otro por entre los árboles y trataba de saltar los macizos de flores. Al ver a ese hombre alto que se dirigía hacia ella caminando sobre el césped, flanqueado por dos escoltas que parecían leones gemelos, se puso de pie con el corazón en la boca y el balón se resbaló de esos dedos que de repente se le habían congelado. El heraldo y los dos miembros del Ejército de Su Majestad se inclinaron ante ella y Aset se protegió los ojos del sol con mano temblorosa.
—¿Y bien? —preguntó con impaciencia—. ¿Qué ha dado a luz la reina: un varón o una niña?
El heraldo sonrió tenuemente.
—La Divina Consorte, Bienamada de las Dos Tierras, ha dado a luz hoy a… una niña, Majestad.
Aset entornó los ojos que ya le centelleaban y de improviso estalló en carcajadas. Rió hasta quedar con la cara empapada por las lágrimas, hasta terminar dobla da en dos. Los tres hombres la contemplaban con incredulidad, incapaces de dar crédito a esa muestra flagrante de irreverencia. El pequeño corrió hacia ella, levantó la pelota del suelo y se abrazó a ese juguete suyo mirando a su madre con azoramiento, pero ella siguió riendo hasta que el dolor que sentía en todo el cuerpo le impidió continuar. Finalmente se enderezó, jadeando y secándose los ojos con la túnica.
El heraldo aguardó con actitud indiferente y rostro impasible.
—¿Deseáis enviarle algún mensaje al faraón? —le preguntó.
Al oír su tono helado, Aset recuperó su compostura y lo enfrentó con aire insolente.
—No. Sólo dile que hoy me siento muy bien… y muy feliz.
El heraldo le hizo una rígida reverencia y giró sobre sus talones alejándose con la espalda bien erguida.
Aset cayó de rodillas frente al pequeño Tutmés y se puso a acariciarle la cabeza rapada y los brazos tostados y musculosos, en un paroxismo de dicha.
—¿Has oído, pequeño príncipe? ¿Lo has oído? ¡Serás rey! ¡El faraón Tutmés III! ¡Qué apuesto lucirás con esa brillante doble corona, y qué poderoso! ¡Imagínate; yo, una humilde bailarina de Asuán, convertida en la madre de un faraón!
Pero su expresión distaba mucho de ser humilde cuando le quitó la pelota y la arrojó hacia arriba con todas sus fuerzas. Fue trepando por el aire, cada vez más alto, hasta perderse en el sol y caer del otro lado del muro que separaba sus dominios de los de Hatshepsut. Entonces volvió a prorrumpir en carcajadas frente a esa nueva señal y, tomando bruscamente a su hijo de la mano, lo condujo lentamente al interior.
Lo cierto es que el episodio fue corriendo de boca en boca, y al cabo de dos días, ya nadie ignoraba que la Segunda Esposa Aset se había reído a carcajadas de la nueva hija de la reina y hasta había tenido el descaro de enviarle un mensaje al mismísimo faraón diciéndole lo feliz que se sentía.
Hasta que, cierta mañana, el episodio llegó finalmente a oídos de Hatshepsut de labios de su peluquera. A pesar de sentirse furiosa, logró conservar su máscara de indiferencia hasta que la necia mujer partió. Entonces arrojó los cosméticos al suelo con un solo movimiento violento del brazo y se encaminó a la sala de audiencias de Tutmés, apartando al guardia que custodiaba la puerta con tal ímpetu que el pobre hombre fue a dar contra la pared y dejó caer la lanza. Aunque Hatshepsut todavía no se encontraba del todo repuesta del parto y estaba un poco débil, avanzó resueltamente hacia el trono, en cuyas gradas estaba instalada Aset y reunidos los miembros de su séquito, y les ordenó a todos que abandonaran la habitación.
—¡Tú también, desvergonzada! —le gritó a Aset, con una expresión de ferocidad tal en el rostro, que Aset obedeció sin titubear, despojada de su habitual aplomo insolente.
Tutmés bajó del trono, espantado, y Hatshepsut arremetió contra él, con cara enardecida, obligándolo así a retroceder.
—¡Ya bastante tengo con tener que soportar tus torpezas, tu flagrante ineptitud y tus pavoneos! —le gritó—. ¡Pero ser insultada en mi propio palacio, bajo las narices de un alto funcionario de la corte, por una campesina disfrazada de princesa, eso sí que no pienso tolerarlo! Hasta ahora la he aguantado por ti, Tutmés. El faraón no está haciendo nada contra la ley, me dije. Le está permitido tomar otra esposa porque es su privilegio hacerlo, aunque se le ocurra elegir una mujer cuya sangre y profesión son un insulto hasta para el aire que respiro. Es estúpida y mezquina, Tutmés, y jamás podrá adquirir la educación ni los modales que no recibió por herencia. Pero es a ti a quien le debo el golpe de gracia decisivo, la más alevosa vejación a mi paciencia y a mi cooperación, pues siempre te he brindado ambas cosas: porque al dejar impune semejante irreverencia, una blasfemia de tal magnitud, es como si les estuvieras diciendo a todos: «¡Mirad! ¡Mi esposa se ríe de mi esposa y también yo prorrumpo en carcajadas!».
Quedó un momento sin aliento y se interrumpió, con los puños apretados y la cara demudada. Pero no había concluido.
—Lo que es más —dijo ya un poco más calmada, acercándosele—, si no te ocupas de ordenar que sea confinada a sus aposentos hasta que mi cólera se haya aplacado, yo misma la haré azotar. Puedo hacerlo, Tutmés, y ni siquiera tú puedes impedírmelo. Es preciso poner coto a Aset, y debe hacerse ahora mismo, antes que su ostentosa codicia y ambición la lleven bajo el hacha del verdugo.
Tutmés se puso a juguetear con sus anillos con aire desdichado. El acceso de furia de Hatshepsut no le preocupaba demasiado pues sabía que sus arrebatos solían desvanecerse con la misma celeridad que brotaban. Pero comprendía que la acusación era justa y que su propia cobardía lo había llevado a que una afrenta contra el protocolo y la decencia quedara impune.
—De veras lo siento, Hatshepsut. Tienes toda la razón del mundo —dijo, observando que el furor de su hermana se encontraba ya en franca curva descendente—. Desde luego que castigaré a Aset, pero debes comprender que no recibió la misma educación que nosotros y que su vida no ha sido precisamente fácil.
—Oh, Tutmés —dijo Hatshepsut con aire cansino—. Muchas personas nacen en la indigencia y sin embargo consiguen vivir con humildad y rectitud al servicio de Dios y de su prójimo. No creo que ninguna otra mujer de Tebas sea capaz de mostrarse tan dura de corazón como ella, ni siquiera con su peor enemigo. Y, por otra parte, yo no soy en absoluto su enemiga, cosa que Aset comprendería si reflexionara un poco. Incluso podría haber sido su amiga.
—Le inspiras temor —señaló Tutmés—. Se siente insegura, como si tuviera que vigilar todo el tiempo por encima del hombro. Y, para ella, la reina es una rival formidable.
Hatshepsut dejó escapar una carcajada.
—¿Cómo se atreve a pensar en mí en términos de rivalidad? Pues yo soy el dios, y en cambio ella, ¿quién es? Es inútil que esté vigilando por encima del hombro, pues ella misma es su peor enemiga.
—Lo siento —repitió Tutmés—. ¿Quieres que la haga azotar?
Hatshepsut contempló con lástima y desprecio ese rostro ceñudo y preocupado.
—No será necesario. Por lo menos en esta oportunidad. Pero si persiste en su actitud necia, tal vez no quede otro remedio. No, Tutmés; sólo enciérrala en sus aposentos y prohíbele que salga a] jardín. No deseo verla por mucho, mucho tiempo; ni durante las comidas, ni en mis caminatas y tampoco en ninguna celebración pública. Ahora regresaré a la cama. —Le hizo una leve inclinación a Tutmés y avanzó hacia la puerta. De pronto se volvió, mientras en su boca se dibujaba una extraña sonrisa—. ¿Qué te parece tu nueva hija?
Tutmés se agitó con incomodidad.
—Si quieres que te diga la verdad, Hatshepsut, no lo sé. No cabe duda de que es más robusta que Neferura, pero no encuentro en sus rasgos ninguna semejanza con nosotros dos ni con sus abuelos.
—Tampoco yo —dijo Hatshepsut con una mueca—. ¡Oh, bueno, no fue la voluntad de Amón darme un rey! —y salió, cerrando la puerta con suavidad.
La niña fue llamada Meryet-Hatshepset, y esta vez Hatshepsut aceptó el nombre sin inconvenientes: era un nombre bueno, seguro, que no le provocaba reminiscencias ni le hacía pensar en premoniciones, y la criatura fue llevada al templo y ofrecida al Dios. Senmut no abrigaba temores por ella. Era muy sana y parecía crecer con gran rapidez, pero él no le tenía el mismo afecto que a Neferura y se alegró mucho de que en esa ocasión no lo hubiesen nombrado Gran Tutor. Le alivió comprobar que Hatshepsut se recuperaba con rapidez del parto y, pocas semanas después, se encontraba nuevamente en su despacho. Una vez más el palacio se convirtió en un inmenso panal en el cual reinaba una actividad incesante, al cual entraba el néctar del oro y desde donde se enviaban exploradores, operarios y mensajeros para recorrer Egipto a lo ancho y a lo largo por los asuntos de la reina.
Hatshepsut se tragó su decepción. Pero, al igual que Senmut, descubrió que le resulta imposible encariñarse con su segunda hija. Se preguntó si se debería al hecho de haber deseado tan desesperadamente que fuese varón o porque rehusó tomarla en sus brazos en cuanto nació. Cualquiera que fuese el motivo, lo cierto era que esa diminuta cara rojiza de rasgos finos la dejaba indiferente, y lamentaba mucho que así fuera. A medida que Meryet-Hatshepset se fue acercando a su primer año de vida, Hatshepsut, consternada, comenzó a descubrirle cierto parecido con Aset, no tanto en lo físico como en sus inclinaciones. La pequeña era una llorona, cuyas lágrimas por lo general no eran sino un medio para obtener lo que deseaba. Día tras día no cesaba de poner a prueba la paciencia de sus nodrizas. El cuarto de los niños se volvió un lugar muy ruidoso, tanto que Senmut solicitó permiso para trasladar a Neferura al pequeño departamento que le estaba destinado. Hatshepsut dio su consentimiento y la niña fue alojada en un cuarto contiguo al de las criadas de su madre, especialmente redecorado para ella. Así que fue inevitable que la reina y la futura consorte establecieran una relación más estrecha, mientras que la pequeña malhumorada, que gritaba sin cesar, quedaba relegada al cuidado de la servidumbre.
No era intención de Hatshepsut el descuidar a Meryet: iba con frecuencia a jugar con ella al cuarto de los niños, pero era una mujer muy ocupada, exigida al máximo por innumerables responsabilidades. Le resulta más sencillo hacer que Neferura la acompañara a todas partes, y así aprovechaba para conversar con ella camino al templo, a la oficina o al comedor. La más pequeña, en cambio, quedaba sumida en una rabia impotente al ver que su madre y su hermana partían juntas y a ella la abandonaban en manos de un grupo de nodrizas. Así fue como Meryet-Hatshepset comenzó a padecer desde muy pequeña el punzante dolor de los celos.