Aset fue la primera en dar a luz: triunfante y ruidosamente, entre gritos y sollozos.
Tutmés, luego de inclinarse hacia esa criatura empapada que berreaba a todo pulmón, aplaudió alborozado.
—¡Un varón! ¡Por Amón! ¡Y vaya si es robusto! ¡Oíd cómo grita! —exclamó mientras alzaba a su hijo en sus brazos torpes y ansiosos.
—Entrégaselo a la nodriza —dijo Aset, y Tutmés lo colocó en brazos de aquella mujer silenciosa, quien se lo llevó de la habitación.
Tutmés se sentó entonces al borde del lecho de Aset y le tomó las dos manos. Ella le sonrió y lo miró con ojos cansados.
—¿Estás contento con tu hijo, poderoso Horus?
—¡Muy contento! Te has portado muy bien, Aset. ¿Puedo ofrecerte alguna cosa? ¿Algo que te haga sentir más cómoda?
Aset, con gran habilidad, bajó la mirada y retiró las manos.
—Saber que cuento con tu permanente amor, Gran Señor. Eso es todo lo que deseo. El hecho de gozar de tu protección es el mejor regalo para mí.
Tutmés se sintió complacido y halagado. La atrajo hacia sí, y ella acurrucó la cabeza sobre su hombro como lo haría un gatito confiado e indefenso.
—Todo Egipto te bendice en este día —dijo Tutmés—. Tu hijo será un príncipe poderoso.
—¿Y tal vez llegue incluso a ser faraón?
De pronto él se sintió un poco cansado y abrumado, y el gozo que había experimentado al ver a su primogénito quedó ensombrecido por la evidente codicia de las palabras de Aset.
—Quizá —respondió—. Pero sabes tan bien como yo que eso depende en gran medida del sexo del hijo de la reina.
—Pero tú eres el faraón, en cuyas manos reside todo el poder. Si deseas que mi hijo te suceda en el trono, no tienes más que decirlo y todos te obedecerán.
—No es así de simple, y bien que lo sabes —la regañó con ternura—. No seas demasiado voraz, Aset. Más de un príncipe excelente y de un apuesto noble han muerto carcomidos por esos sentimientos.
Aset se ruborizó al oírlo, sobresaltada al descubrir en él una intuición que jamás supuso que tuviera, pues también ella tenía una pobre opinión de Tutmés. Nunca había presenciado los ataques de obstinación que Hatshepsut le provocaba a menudo, ni lo conoció en las épocas en que no era más que un príncipe que vagaba por el palacio con los ojos y la mente bien abiertos y la boca cerrada. No dijo más sobre el asunto, pero su resolución se volvió más firme y se juró a sí misma que lo que no lograra llevar a cabo en forma directa lo obtendría valiéndose de una sutil persuasión. Su hijo sería faraón. Estaba decidida a que así fuera.
Tutmés consultó a los astrólogos y los sacerdotes con respecto al nombre del pequeño y recibió la respuesta unánime de que debía llamarse también Tutmés, cosa que él anhelaba fervientemente. Lo primero que hizo fue encaminarse, tan ufano como un gallito joven emperifollado, a ver a Hatshepsut. Ella se estaba vistiendo después del descanso de mediodía, y el sueño todavía no había abandonado sus párpados. La habitación se encontraba en penumbra y la atmósfera era calurosa y pesa da. Lo recibió y, mientras hablaban, Nofret le deslizó la túnica por encima de la cabeza y comenzó a cepillarle el cabello.
—Aún no te he felicitado por el nacimiento de tu hijo —le dijo—; no sabes cuánto lo siento, Tutmés, pero estos últimos dos días he estado muy preocupada. Parece existir cierto litigio con respecto a la cantidad y la clase de tributo que ordenaste se le exigiera al desdichado Hanebu, y el monarca y mis recolectores de impuestos han estado regateando como dos viejas en el mercado. ¿Cómo está el pequeño?
Tutmés acercó una silla y se sentó a su lado, observando como hipnotizado el ir y venir del cepillo por su brillante cabello.
—Te has cortado un poco el pelo —comentó.
—Si, en efecto. Prefiero que me llegue sólo hasta los hombros, así no siento tanto calor en el cuello. Háblame del niño.
—Es muy fuerte y vigoroso y se parece mucho a nuestro padre. ¡Es un auténtico tutmésida!
—Entonces debes hacer que me lo traigan, para que pueda juzgar por mí misma cuánto hay en él de Osiris-Tutmés y cuánto del orgullo tonto de un padre presumido y embobado.
—Hatshepsut —protestó él con tono agraviado—, hasta la servidumbre lo comenta. Y también Aset está muy complacida de que así sea.
Más le valiera no haberlo dicho. Hatshepsut apartó de golpe la cabeza del peine, se paró y se alejó.
—¡Me lo imagino! ¡Bueno fuera! Es una verdadera suerte para ella que tu hijo lleve el sello de la realeza y no las huellas deshonrosas de su familia plebeya.
Tutmés, furioso, abrió la boca para replicarle, pero ella se detuvo de pronto junto a su mesita, sirvió vino y ordenó a Nofret que levantara las esteras de las ventanas en la habitación, le ofreció una copa y se sentó de nuevo frente a su mesa de cosméticos.
—¿Y qué novedades hay del nombre que le pondrán? —preguntó.
Tutmés se echó hacia adelante, su acceso de cólera casi evaporado por completo.
—Los sacerdotes dicen que debe llamarse Tutmés, y que será un nombre lleno de poder y de magia. Aset…
—¡Sí, ya lo sé! —interrumpió ella con fastidio—. Aset está muy complacida.
—No —la corrigió él—. Aset no está nada complacida. Ella hubiese querido llamarlo Sekhenenre.
Hatshepsut lanzó una carcajada y casi se ahogó con el vino que tenía en la boca. Cuando por fin pudo hablar, vio que Tutmés sonreía, a pesar de sí mismo, contagiado por su ataque de hilaridad.
—¡Oh, Tutmés, imagínate! ¡Sekhenenre! ¿Acaso Aset ve a su hijo como el aniquilador de sus enemigos, un hombre poderoso en las batallas, un soldado recordado por las leyendas y las canciones? El nombre del grande y valeroso Sekhenenre, el Dios que es también mi antepasado, es sin duda un nombre lleno de fuerza y poderío pero ¿sabe la pobre Aset que ese nombre está empañado, pues el buen Sekhenenre pereció entre el dolor y la derrote a manos de los hicsos? ¡Supongo que no!
—Es posible. Pero, a pesar de todo, es un nombre bueno y sagrado.
—Tienes razón —dijo ella—, pero Tutmés es mucho más adecuado para el hijo del faraón actual.
Le habría gustado preguntarle acerca de los sueños que abrigaba para el pequeño, las esperanzas y temores que comparten todos los padres, pero estaban demasiado lejos el uno del otro como para hacerse auténticas confidencias. No necesitó preguntarle cuáles eran los planes de Aset con respecto al futuro de la criatura: los conocía bien, así como conocía la mezquina ambición y la vanidad de esa mujer. Y, sin embargo, no creo que sea una ambición despreciable, pensó, vislumbrando de pronto el futuro con inquietud. Tutmés. ¿El nombre de mi suave y benévolo hermano, o el de un rey poderoso y fuerte? Pero ¿por qué me pongo a pensar en todo esto ahora, cuando mi propio hijo todavía no ha visto la luz de Ra?
Tres semanas más tarde, a primera hora de la mañana, los nobles y portadores de títulos de Tebas recibieron la orden de presentarse en los aposentos de la reina. Fueron llegando uno por uno, todavía medio dormidos, y allí encontraron al faraón que los aguardaba hirviendo de impaciencia.
—Su Majestad ha comenzado a dar a luz —anunció—. Como príncipes de Egipto, es vuestro derecho estar presentes conmigo en la alcoba —dijo y desapareció al otro lado de la puerta entreabierta, por la que se colaba una pálida cinta de luz amarilla.
Los hombres lo siguieron, pero Senmut se quedó rezagado y habría huido hacia la oscuridad si Hapuseneb no lo hubiera aferrado bruscamente del brazo, obligándolo a volverse. Senmut se soltó y tuvo que contenerse para no golpear a su amigo, y Hapuseneb vio el relámpago de ira que atravesó sus ojos negros.
—¿Dónde vas, Mayordomo de Amón?
Senmut cerró los puños debajo de la capa y respondió, por entre sus dientes apretados:
—Salgo de aquí, visir. Me iré a casa a esperar allá las novedades. ¿Acaso piensas que puedo entrar en esa habitación?
—Creo que debes hacerlo —dijo Hapuseneb con expresión comprensiva—. En primer lugar, eres un Erpa-ha y, como príncipe hereditario de Egipto, debes estar presente y estampar tu sello junto a los de los demás para atestiguar un evento de la importancia de este nacimiento real.
—No has conseguido hacerme cambiar de opinión —saltó Senmut con irritación—. He sido campesino e hijo de campesino mucho antes de que la reina me confiriera ningún título, y tengo la tosca obstinación de un campesino.
—¿Cuándo dejarás de insultar a la Hija del Dios y a la reina inmortal al imaginarla como una débil y humilde mujer del montón? ¿Supones acaso que dará muestras de reconocerte allí dentro, o pronunciará una palabra, o dejará escapar siquiera un gemido? ¿Crees que una reina da a luz como las plañideras mujeres del harén? Vamos, Senmut, recupera la compostura. Has crecido mucho en cuanto a honores y cargos… y también en estatura. Pero aquí —dijo, dándose golpecitos en la cabeza todavía tienes muchos rincones llenos de necedad y de orgullo. ¿Osarías creerte superior a la reina, el faraón y la ley?
—¡Basta! —exclamó Senmut—. No soy un adolescente inexperto ni un estudiante torpe y estúpido. No necesito tus sermones, pues conozco mejor que tú los rincones más oscuros de mi mente. Jamás, ¿me oyes? Jamás me he creído superiora ella ni al faraón, y no tengo la menor duda con respecto a qué y quién representa la ley. No me hostigues Hapuseneb, últimamente son tantas las responsabilidades que me han cargado sobre las espaldas como bolsas de cereales, que ya no sé si llegaré al fin de la jornada caminando o arrastrándome como un ciego en un sendero peligroso. Tal vez sea un príncipe, si, como tú, ¡pero también soy una bestia de carga!
—No olvides que hablas con alguien que ha tenido que soportar el peso del poder desde mucho antes que tú abandonaras los estropajos y el jabón sobre el suelo del templo —le recordó cordialmente Hapuseneb—. Y, ¿por qué nos desgastamos de esta manera, Senmut, día tras día? ¿Porque nos gusta estar en permanente actividad? Nada de eso, mi amigo —dijo apoyando pesadamente una mano en el hombro de Senmut—: porque ambos sabemos dónde radica la salvación de Egipto, y porque ella es todo lo que afirma ser. Ven, entremos juntos. Es una ocasión única para de mostrarle nuestro apoyo.
Inesperadamente Senmut se dio por vencido y se dejó conducir por Hapuseneb a esa habitación colmada de gente y saturada de vapores de incienso. Pero mientras su compañero ocupaba un lugar junto a la cama, como era su derecho, él se quedó en el otro extremo del cuarto y se sentó en el suelo, desde donde le resultaba imposible ver nada.
Hatshepsut yacía en el lecho con los ojos cerrados y las manos apoyadas flojamente sobre la colcha de lino blanco. De no haber sido por algún temblor esporádico de sus dedos alargados o los casi imperceptibles movimientos de su cabeza, se diría que estaba dormida. El trabajo del parto había dado comienzo el mediodía anterior, y ya al ocaso se sentía agotada. El médico le había administrado una poción de adormidera, que la hizo sumirse en una suerte de penumbra de imágenes fugaces entretejidas con fogonazos de dolor lacerante. Sus sueños la transportaban muy lejos, pero tenía momentos de lucidez en los que abría los ojos y veía sobre ella la cara preocupada de Tutmés y, junto a ella, sobre la pared, las sombras de muchos hombres. Finalmente la cabeza se le despejó y oyó que la comadrona exclamaba:
—¡El parto es inminente!
Entonces un espasmo de dolor la estrujó y le hizo apretar los labios con fuerza y girar la cabeza hacia un lado, en un esfuerzo supremo por no dejar escapar ni un gemido.
Cuando el dolor cedió, el médico se inclinó y le dijo al oído:
—No puedo daros más adormidera, Majestad. De todos modos no serviría de mucho, ya que la criatura está a punto de nacer.
Hatshepsut asintió débilmente e hizo acopio de todas sus fuerzas cuando la última oleada de dolor se abatió sobre ella y pareció devorarla. La frente se le perló de transpiración, pero ella apenas lanzó un tenue quejido, y el grito de la partera le hizo olvidar el dolor.
—¡Una niña, nobles de Egipto! ¡Una niña!
Los hombres se agolpaban para contemplar aunque sólo fuera fugazmente a la princesa, que lanzó un débil sollozo. Por entre ese remolino Senmut vio que Hatshepsut se incorporaba, apoyándose sobre su codo, los ojos más grandes que nunca a causa de la droga, y la tez pálida y transparente como el velo arrugado que la cubría.
—¡Ayudadme a sentarme! —ordenó, y el médico la levantó con gran delicadeza. Entonces ella extendió los brazos para que le dieran la criatura y la apretó contra su cuerpo. Tutmés apoyó una rodilla en el suelo y ella le sonrió como a través de la bruma, todavía flotando en un mar de adormidera—. ¡Una niña, Tutmés! ¡Una hermosa y delicada Hija de Amón! ¡Mira cómo sus dedos diminutos se prenden de los míos!
—Ya lo creo que es delicada, Hatshepsut; y tan hermosa como tú —respondió él, sonriendo—. ¡Pimpollo de la Flor de Egipto!
La besó en la mejilla y se puso de pie, pero Hatshepsut ya no lo miraba; contemplaba ese montoncito de pelo negro acurrucado en sus brazos, y no prestó atención a la nodriza que, impasible, aguardaba al pie de la cama.
Tutmés se dirigió entonces a ese conjunto de hombres aliviados.
—Los documentos aguardan vuestros sellos. El Escriba Anen os acompañará hasta la puerta.
Todo comenzaron a enfilar hacia fuera, entre un murmullo de comentarios.
Senmut se encaminaba también hacia la puerta, pero la voz del lecho lo hizo detenerse. Hatshepsut lo llamó y él se le acercó, inclinándose. Lo acompañaba Pen-Nekheb, que respiraba con cierta dificultad y desplazaba el peso de su cuerpo de uno a otro de sus pies cansados, y ambos esperaron a que ella dulcemente soltara esos dedos pequeñitos de su camisón y sostuviera en alto a la criatura.
—Toma a mi hija, Senmut. —Al ver que él vacilaba, lo apremió—. ¡Tómala! Te nombro Gran Tutor Real. A partir de este momento eres responsable de su salud y su seguridad, y tengo la certeza de que te encargarás de que no sea demasiado consentida ni demasiado exigente. Dejo en tus manos la organización de todo lo referente a la princesa y el cuarto de los niños; y el ama de leche, aquí presente, queda bajo tus órdenes.
Senmut tomó ese paquetito de carne con infinito cuidado y dulzura y, al mirar a la pequeña, se topó con un rostro tan parecido al que él amaba que su vista fue varias veces de una a otra, mientras Hatshepsut se recostaba con un suspiro.
—Tenía que estar segura de que estuviera en buenas manos —les dijo—, pues son muchas las cosas que suceden en un palacio tan grande como éste, y ¿cómo podría estar yo enterada de todo? En cuanto a ti, Pen-Nekheb, te encomiendo su futura educación. Quiero que reciba el mismo tipo de instrucción que yo: que tenga la libertad de estudiar en la escuela y ejercitarse en el campo de entrenamiento, y que ninguna puerta del saber le esté vedada.
Cerró los ojos y, cuando estaba a punto de dormirse, volvió a abrirlos y despidió a ambos hombres.
Pen-Nekheb regresó a su casa a acostarse, pero Senmut fue al cuarto de los niños y colocó él mismo a la pequeña en su cuna de oro, arropándola bien y asegurándose de que un soldado del Ejército de su Majestad montara guardia al otro lado de la puerta y otro, en el jardín, debajo de la ventana alta y angosta. Abandonó el lugar y partió en busca de Nehesi para pedirle que seleccionara algunos hombres más de la escolta personal del rey y los apostara cerca del dormitorio de la niña para reforzar la custodia. Sólo cuando se sintió satisfecho y tranquilo regresó a su pequeño palacio.
Encontró todo en total silencio. Ta-kha’et le había dicho que lo esperaría para que le contara las novedades, pero la encontró dormida sobre la estera, junto a su lecho, así que se acostó sin despertarla. Se sentía muy cansado.
Las celebraciones del templo se prolongaron durante varios días, y a ellas asistieron el faraón y toda su corte. Ta-kha’et tuvo que sacar a relucir sus galas y acudir sola, pues Senmut se pasaba el día en el cuarto de niños, vigilando cada detalle de la crianza de la nueva princesa. El ama de cría tenía leche en abundancia y el resto del personal estaba constituido por mujeres de edad mediana que habían sido seleccionadas del harén por haber pasado muchos años atendiendo a sus propios hijos. Senmut reunió a todas y les dio instrucciones con expresión adusta, recomendándoles que procuraran que la criatura sólo recibiera afecto y paciencia en todo momento. Finalmente partió, a regañadientes, a inspeccionar los nuevos corrales para el ganado de Amón y hablar con Benya, quien se proponía discutir las dimensiones exactas del tercer pilar que debía erigirse en la segunda terraza. Pero no podía dejar de pensar en esa niñita que dormía tanto y parecía tan apática. No era extraño que una criatura del sexo femenino fuese menos movediza y ruidosa que un varón, pero de todos modos Senmut decidió consultar al médico de Hatshepsut al respecto y tal vez conseguir algún encantamiento provechoso de los hechiceros del templo. La eficacia de la magia no terminaba de convencerlo, pero no se perdía nada con probar.
Hatshepsut aguardaba con impaciencia las noticias referentes al nombre elegido para la niña. Estaba levantada, pues prefería su pequeña silla al lecho y, aunque todavía débil y agotada, fue observando que, lentamente, su cuerpo iba recuperando su silueta habitual. Cierto día arrojó a un rincón los velos que la cubrían y se puso nuevamente uno de los escuetos faldellines que siempre le resultaron tan cómodos, fascinada al sentir una vez más la familiar sensación de libertad que le proporcionaban. Cuando se encontraba absorta en la tarea de elegir un cinturón, indecisa, mientras Nofret se los exhibía colgados de sus dos brazos extendidos, anunciaron la llegada del Segundo Sumo Sacerdote de Amón. Inmediatamente Hatshepsut ordenó que lo hicieran pasar y en cuanto lo vio no anduvo con rodeos.
—¡Dímelo enseguida! —exclamó con impaciencia—. ¿Cuál será el nombre?
—Llegar a la decisión fue una tarea prolongada y difícil, pues como Princesa Real de pura estirpe, su nombre debe detentar gran poder y ofrecerle una protección total.
—¡Sí, sí! ¡Por supuesto!
—El nombre que llevará será Neferura, Majestad.
Las palabras quedaron flotando en el aire. La habitación pareció llenarse repentinamente de un viento helado, una bocanada de aliento fétido y maligno del pasado que le arrebató a Hatshepsut el color de las mejillas y le produjo un escalofrío a Nofret. Hatshepsut, estremecida, lo instó a acercársele.
—Repíteme el nombre, Ipuyemre, pues me parece haber oído mal.
—Neferura, Majestad. Neferura.
—Es imposible —insistió ella—. Es un nombre lleno de poder, no cabe duda; pero no es un poder bueno ni saludable. Han cometido una equivocación.
El Sumo Sacerdote se sintió agraviado por el comentario, aunque trató de no demostrarlo.
—No hay ningún error, Majestad. Los signos fueron leídos infinidad de veces. Se llamará Neferura.
—Se llamará Neferura —repitió ella con voz opaca—. Muy bien. Amón ha hablado y la niña llevará ese nombre. Puedes irte.
Se acercó a la puerta caminando hacia atrás y saludándola con una inclinación, y el guardia le abrió la puerta y luego la volvió a cerrar.
Hatshepsut permaneció sentada con la mirada perdida en el vacío, como en trance, murmurando el nombre una y otra vez.
—Envía a Duwa-eneh a ver al faraón —le dijo por último a Nofret— y ordénale que le comunique cuál será el nombre. Yo no puedo hacerlo. Creo que pasaré el resto del día recostada en el lecho. Neferura —volvió a decir lentamente mientras Nofret le apartaba la ropa de cama para que se acostara—. Qué mal presagio para mi preciosa pequeña. Debería mandar buscar un hechicero y hacer que lea su futuro.
Pero sabía que esas cosas le eran ajenas y que jamás apelaría a los sacerdotes de Seth.
Tutmés envió de regreso a Duwa-eneh con una aceptación formal del nombre, pero no fue a ver a Hatshepsut, sin duda porque —conjeturó ésta— se encontraba con Aset en los aposentos del pequeño Tutmés. Se puso de costado en el lecho, la cabeza apoyada sobre el brazo, la mirada perdida en la penumbra de su habitación, y comenzó a pensar en su hermana Neferu-khebit y el cervatillo, desaparecidos hacía ya tanto tiempo.
A partir de ese momento rehusó levantarse. Senmut le llevaba la niña todos los días; entonces jugaba con su hijita, la acunaba entre sus brazos y le sonreía, pero se negaba a abandonar el lecho. Se sentía invadida por una abrumadora laxitud, una apatía paralizante y destructiva. Día tras día hacia sus comidas, bebía y dormía encerrada en la seguridad de su alcoba. En las salas de audiencia y los despachos de los ministerios, Hapuseneb, Ineni y Ahmose, el padre de User-amun, luchaban a brazo partido para poder hacer frente a una creciente avalancha de trabajo, mientras Tutmés y Aset se dedicaban a salir de caza, a pasear en barco y a toda clase de diversiones y entretenimientos, y tanto sus risas como el sonido del ir y venir de su servidumbre eran una provocación permanente para los oídos de esos hombres agobiados por el cansancio, que comenzaban sus tareas muy temprano y a quienes el amanecer del día siguiente encontraba todavía en sus oficinas.
Senmut trató de hablarle a Hatshepsut de esa gran maquinaria que era Egipto y que, huérfana de su mano rectora, comenzaba a chirriar y a deteriorarse, camino a una lenta pero segura destrucción, pero ella le contestó, irritada, que se ocupara de sus propios asuntos y le recordó que era tarea de los ministros hacer frente a las responsabilidades propias de su cargo.
Hasta había recurrido a Tutmés, sólo porque era la única alternativa que le quedaba, a pesar de que la sola idea de hablar con él le provocaba un tremendo rechazo. El faraón se encontraba a punto de embarcarse con Aset y el pequeño Tutmés para realizar un breve paseo por el Nilo hasta Menfis y rendirle allí homenaje a Sekhmet, así que Senmut tuvo que hablarle mientras los integrantes de su séquito se amontonaban en las gradas que daban al agua, y la barca imperial, empavesada con banderas y gallardetes al viento, se mecía y los aguardaba.
Tutmés no había querido prestarle atención.
—Ya me ocuparé de todo cuando regrese —fue su respuesta, sin apartar la vista de Aset, que ascendía por la rampa y le hacía señas de que se apresurara.
Senmut se volvió, lleno de una furia impotente. Pero cuando Tutmés regresó, sus promesas se diluyeron y los festejos continuaron.
Por último, Nehesi decidió enfrentarse con Hatshepsut. Cierta tarde, en medio de un calor sofocante, entró resueltamente a los aposentos de la reina sin ser anunciado y la encontró sentada en el lecho, desnuda excepto por un velo sutil que le cubría la zona de los muslos, con un ramillete de flores de loto marchitas bajo sus manos laxas y un jarro de vino vacío en la mesita contigua. Le hizo una reverencia pero se acercó deprisa junto a ella y la miró.
—Es hora de levantarse, Majestad —dijo con tono perentorio—. Los días vuelan y Egipto os necesita.
Ella lo contempló con ojos opacos.
—¿Cómo entraste aquí, Nehesi?
—Ordenándole a mí soldado que me dejará pasar.
—¿Qué quieres?
—Yo no quiero nada, Majestad —dijo inclinándose sobre ella con gesto apremiante—, pero vuestro país dama pidiendo que volváis a empuñar las riendas de su destino. ¿Por qué permanecéis confinada en el lecho como si fuerais una criatura enfermiza? ¿Qué ha sido del comandante de los Valientes del Rey? ¡Os aseguro que en este momento no pelearía bajo vuestras órdenes aunque una horda colosal de kushitas nos asediara!
—¡Eso se llama traición! —dijo Hatshepsut con un destello de su antigua severidad—. ¿Quién eres tú, negro Nehesi, para hablarle a tu reina de traición?
—Soy el portador de vuestro sello real, que lleva colgado del cinto un trozo de metal inservible que ya le cansa. Soy vuestro general, que observa cómo vuestros soldados engordan, se inquietan y pierden la disciplina. ¿Por qué no queréis levantaros?
Hatshepsut contempló esos enormes brazos negros y sólidos extendidos como en una súplica, esa cintura gruesa y musculosa, esa cara lisa que irradiaba una vitalidad serena e irresistible, y se movió, incómoda, bajo la fresca sábana de hilo.
—La cabeza me arde como un fuego —dijo—, y tengo una constante opresión. Desde que el sacerdote me comunicó el nombre que llevaría mi hija, no he dejado de sentirme débil, agotada, vencida, como si ese nombre me hubiese quitado todas las energías. No puedo pensar en otra cosa, Nehesi; es algo que me acosa sin cesar.
—No es más que una palabra —alegó él—. Es verdad que, en sí mismo, un nombre posee mucho poder, pero es el hombre o la mujer que lo lleva quien debe canalizarlo hacia el bien o hacia el mal.
—Neferu-khebit está muerta —respondió Hatshepsut—. ¿Crees que sólo fue por accidente que su nombre volvió a aparecer en mi vida?
—No —contestó Nehesi, casi gritando—, ¡no fue ningún accidente! Es un buen nombre, un nombre real, un nombre amado por Amón. ¿Acaso creéis que elegiría para la hija de su hija un nombre que le resultara nocivo? ¿O que vuestra hermana murió a causa de su nombre? ¿Creéis que en este momento ella podría maldeciros, con todo lo que la habéis amado y las cosas que habéis compartido? Majestad, ¡con vuestro comportamiento os deshonráis a Vos misma, a vuestra hermana y a vuestro padre Amón!
Nehesi no aguardó a ser despedido: le lanzó a Hatshepsut una mirada de profundo desprecio y partió.
Hatshepsut permaneció acostada, con el corazón latiéndole más deprisa. Las palabras de Nehesi fueron como una sacudida y de pronto se preguntó, llena de pánico, qué hacía recluida en esa habitación cómoda y lóbrega, cuando en el exterior Ra se regocijaba en todos los verdes que despuntaban de la tierra. Pero no se levantó.
Cierta mañana en que Aset no se sentía bien y el resfriado y el dolor de garganta la volvieron nerviosa e irritable, Tutmés fue al cuarto de los niños a ver a su hija. La encontró dormida; siempre parecía adormilada, mientras que el pequeño Tutmés no hacía más que patear, sonreír y luchar por liberarse de la ropa que lo ceñía. El faraón contempló a la niña con aire perplejo y en su frente serena se dibujó una arruga de preocupación.
Entonces se dirigió a los aposentos de Hatshepsut y se instaló en la silla que su mujer tenía junto a la cama.
—¿Cómo te sientes hoy? —le preguntó.
Ella lo miró por el rabillo del ojo.
—Bastante bien. ¿Cómo te las arreglas con los asuntos de gobierno, Tutmés?
—No tengo la menor idea; eso se lo dejo a los ministros. ¿Para qué los tenemos, si no?
Esas palabras le sonaron tan parecidas a las que ella le había respondido a Senmut que se incorporó en el lecho, espantada.
—¿Quieres decir que no lees los informes todos los días?
—No, no lo hago. La lectura no fue nunca mi fuerte y el garrapateo monótono de los escribas me aburre. Pero, en cambio, ¡he cazado unas presas excelentes!
Hatshepsut se quedó mirando su rostro fatuo con más emoción de la que había experimentado en muchas semanas y unas ganas tremendas de borrarle esa sonrisa tonta con un cachete. Mientras su cólera iba en aumento, se deslizó de la cama y llamó a Nofret para que le alcanzara su bata.
—¡Supuse que estarías encantado de mangonear a tus anchas por un tiempo! ¿Entonces, no has hecho absolutamente nada? —exclamó, evocando de pronto el rostro suplicante de Senmut y la furia que asomaba en sus labios, pero sin lograr recordar más que en forma muy vaga la naturaleza de su ruego—. Mientras yo descansaba, ¿no has hecho otra cosa que juguetear?
—¿Juguetear? Sólo los niños juegan.
—¡Oh, mi querido Egipto! —musitó ella—, ¿qué te he hecho?
Tutmés la miró con azoramiento y ella se envolvió en su bata.
—Hatshepsut —balbuceó, pero ella ordenó que le llevaran comida y leche antes de prestarle atención—. Vine a hablarte sobre Neferura.
Ella oyó el nombre impasible, preguntándose por qué razón le había producido antes semejante congoja. La niebla que le obnubilaba el cerebro comenzaba a despejarse con rapidez, aunque todavía sentía las piernas un poco flojas. Ya su mente corría hacia las salas de audiencia, imaginando la pila de correspondencia intacta que aguardaba su sello.
—¿Qué ocurre con ella?
—¿Has consultado a los médicos con respecto a su salud? Tiene un aspecto tan frágil…
—También Senmut me comentó lo mismo, pero el médico sostiene que es así por naturaleza, y crecerá tan fuerte y sana como el torito que tienes en tu corral. No te preocupes, ella será un buen faraón.
Tutmés saltó de la silla.
—¡Eso lo decidiré yo!
—No lo creo. ¿Acaso tienes pensado, como faraón, nombrar a Neferura príncipe heredero? ¿Tu Sucesor?
—¡Claro que no! ¡Sería descabellado!
—Tu padre lo hizo y, de no haber sido por ti, en este momento yo sería faraón. ¿Sugieres que era un insensato?
—Sí, decididamente. Ya no es preciso discutir con respecto a la sucesión. Me propongo nombrar a mi hijo Tutmés sucesor al trono y, con el tiempo, casarlo con Neferura para legitimar así sus derechos.
—No, no lo harás. Puedes declarar lo que se te ocurra, Tutmés, pero no permitiré que Neferura se case con Tutmés. He decidido fundar una nueva dinastía… de reinas. Modificaré la ley.
—¡No puedes modificar la ley! —exclamó Tutmés, atónito—. ¡El faraón debe ser hombre!
—¿Qué quieres decir exactamente con eso? ¿Qué el faraón debe poseer órganos masculinos, o que debe gobernar con la firmeza y autoridad propias de un hombre? ¿Quién es Egipto, Tutmés, tú o yo? No necesitas contestar a esa pregunta, más bien te suplico que no abras la boca. Yo gobierno Egipto y Neferura será educada para que gobierne en mi lugar, como faraón.
—¡Tutmés será faraón!
—¡De ningún modo!
Tutmés se puso de pie, hecho una furia.
—¡Pongo a Amón por testigo de que, así como yo soy faraón de Egipto, él reinará! —gruñó.
—Oh, vete de una vez, Tutmés —dijo Hatshepsut, sonriente, haciéndole un gesto con el brazo—. Pero te prevengo una sola cosa más. Si no te inclinas por Neferura, jamás volverás a compartir mi lecho. Te lo juro.
El faraón echó a andar furioso hacia la puerta.
—¡No es mucho lo que tengo que perder, gata! ¡Perra! ¡No quiero volver a sentir tus garras sobre mí!
Tiró hacia atrás las puertas de bronce y salió. Pero mientras recorría el vestíbulo, mitad corriendo, mitad tambaleándose, lo asaltó una dolorosa nostalgia por las escasas noches que había pasado perdido entre sus brazos, y al llegar a la sombra de los dulces y rozagantes sauces del jardín de Hatshepsut, la maldijo atormentado por el dolor.
Una hora después, los hombres reunidos en la sala de audiencias oyeron el sonido de pisadas rápidas y resueltas que se aproximaban y levantaron la vista de los papeles. Al otro lado de la puerta el guardia pegó un salto, golpeó el mango de la lanza contra el suelo a modo de saludo e instantes más tarde Hatshepsut entró como un vendaval, con la cobra lanzando destellos sobre su frente y el corto faldellín arremolinándose alrededor de sus muslos. Recorrió la totalidad del enmudecido recinto con pasos amplios y enojados, puntuando ese súbito silencio con el cacheteo intencional de sus sandalias de oro contra el suelo. Antes de que alcanzara a aproximarse a ellos todos se prosternaron. Al cabo de un momento en que permaneció de pie, inspeccionándolos, con una mano apoyada en la cintura, dijo:
—Levantaos todos. Por Amón, si la pila de papeles os llega casi a las rodillas. ¡Nehesi, el sello! Hapuseneb, nos ocuparemos en primer lugar de tus asuntos. Ineni, alcánzame una silla; quiero sentarme. ¡Vaya si sois una sarta de ministros inútiles y perezosos; esta oficina es un verdadero caos!
Se pusieron de pie y le sonrieron, y en los ojos de todos brilló el inmenso alivio y agradecimiento que los embargaba.
—Egipto ha venido a vosotros —dijo Hatshepsut devolviéndoles la sonrisa e instalándose en la silla que Ineni se apresuró a ofrecerle, y extendió la mano para que le entregaran el primer rollo—. Mis amigos, convertiremos a este país en el más grandioso de todos los tiempos. Acortaremos las riendas hasta que ni una sola persona en toda Tebas, en todo Egipto, tenga la osadía de oponerse a nuestros designios. La tarea que hemos llevado a cabo hasta ahora será insignificante al lado de las cosas maravillosas que realizaremos juntos a partir de este día, y hasta el propio faraón quedará anonadado. —Buscó la cara de Senmut y, al hallarla, los ojos de ambos se transmitieron un mensaje vertiginoso que era a la vez un desafío. Se abocó entonces a la lectura del informe, y Anen se colocó sobre las piernas cruzadas su tablilla de escriba, con sus cálamos y tintas—. El faraón está a punto de anunciar a su sucesor —les dijo, sin apartar la vista de lo que estaba leyendo, y en esas palabras todos comprendieron la razón de su repentina recuperación—. Afirma —aquí hizo una pausa y paseó la mirada por todos ellos—, afirma que el Halcón-en-el-Nido será el joven Tutmés. —Todos permanecieron en silencio y ella, con aire pensativo, se golpeteó los dientes con el crujiente rollo—. Pero nos dirigiremos al templo y oiremos qué dice Amón al respecto. Estoy segura de que eso no es lo que desea mi Padre. Mientras tanto, ¡a trabajar! —concluyó Hatshepsut—. Debemos esforzarnos por acrecentar la paz, el poder y todos los dones benéficos que el Dios nos ha concedido.
Cuando llegó el Año Nuevo, ya habían logrado dar cuenta de la acumulación de tareas atrasadas y Hatshepsut, despiadadamente comenzó a consolidar el poder que le había pertenecido desde que su padre le anunció que la nombraría príncipe heredero. Fue implacable en sus exigencias para consigo misma y los que la rodeaban, sabedora de que ella y sólo ella era la esperanza de Egipto. No ignoraba que si deseaba convertir algún día a Neferura en rey, sería preciso que antes salvara cualquier brecha existente entre ella misma y el Trono de Horus. Conversó a fondo sobre el asunto con Senmut y Hapuseneb, y todos coincidieron en que mientras Tutmés viviera —y por consiguiente mientras ella misma viviera— era poco lo que podía hacerse. Pero Hatshepsut deseaba el trono para Neferura con un apetito cada vez mayor, y se esforzó por encontrar alguna manera de asegurárselo a su hija, incluso después de que ella o Tutmés hubieran muerto. Con astuta previsión comenzó a reemplazar con sus propios hombres a muchos de los sacerdotes que ocupaban puestos clave en el templo. Pero no podía librarse de Menena, al menos mientras Tutmés quisiera tenerlo a su lado, pues sólo el faraón tenía potestad para elegir al sumo sacerdote; así que Menena siguió asesorando y aconsejando a Tutmés, mientras Hatshepsut se encargaba de rodearlo con un cerco de espías. Se aseguró, lenta y discretamente, de que todos los monarcas, virreyes y gobernadores de provincia le fueran fieles, y solía pasar mucho tiempo en las barracas, departiendo con los soldados, y en los cuarteles de mando de los generales, cautivándolos a todos por igual con su encanto y su ardiente vehemencia. Nada de esto lo hizo movida por razones egoístas. Egipto debía ser fuerte. Amón debía reinar en todo su esplendor. Ésa era su manera de expresar toda la devoción que sentía por el dios y por esa tierra que resplandecía ante sus ojos como una preciada joya azul, verde y ocre.
Nombró a Senmut Superintendente de la Residencia Real, sabiendo que nada de lo que ocurriera bajo su techo pasaría inadvertido a su mirada atenta y calculadora. También su hija creció al cuidado de Senmut, dando sus primeros pasos en los aposentos de los niños, protegida por el círculo de sus largos brazos. Se había convertido en un hombre poderoso, el más eminente sobre la tierra después de la misma reina.
Cuando finalmente Egipto comenzó a funcionar como una máquina bien aceitada, Hatshepsut dirigió su atención a la escuela de arquitectos, pues los arquitectos formaban una clase aparte, reverenciada desde siempre por la realeza. Su mirada perspicaz descubrió el talento del joven y hermético Puamra. Le encargó distintos trabajos, tanto para ella como para Tutmés, y él se desenvolvió con serena eficiencia. Comenzó a acudir cada vez con mayor frecuencia a las reuniones del círculo intimo de la reina, permaneciendo callado contemplándolos o haciendo inesperadamente algún comentario áspero e incisivo que esclarecía el problema en discusión, después de lo cual volvía a sumirse en sus pensamientos. Otro de los recientemente incorporados a su círculo fue Amunofis, cuyo padre había luchado junto a Hatshepsut en el desierto. Lo nombró Mayordomo Segundo, con lo cual compartía con Senmut la responsabilidad de la administración del palacio; y el muchacho no tardó en demostrar sus aptitudes.
Hatshepsut necesitaba tener a su lado hombres inteligentes y de gran resistencia, pues la concentración y la urgencia que ponía en su tarea jamás la abandonaban, y fue así que todos sus ministros, heraldos y escribas elevaban súplicas para no enfermar agobiados por el peso abrumador que ella les cargaba sobre sus hombros. Pero Hatshepsut misma también trabajaba incansablemente sin darse tregua, así que, con gran satisfacción, poco a poco fue percibiendo los cambios sutiles en la balanza del poder. Una a una, todas las riendas iban cayendo en sus manos.
Una tarde calurosa fue a ver al hijo de Aset. En un primer momento pensó ordenar que le llevaran al pequeño, pero luego decidió que le convenía estar algún tiempo en los aposentos de las mujeres para recordarle a Aset y a su séquito de quién era la mano que pulsaba todos los movimientos del palacio.
Hizo que Senmut y Hapuseneb la acompañaran y entró sin anunciarse a la sala de recepción de Aset, que en ese momento jugaba a las damas con una de sus criadas, sus finos codos apoyados sobre el borde del tablero de alabastro y ébano. Tan concentrada estaba en la partida que Hatshepsut se le acercó y permaneció un momento parada a su lado antes de que ambas mujeres se percataran de su presencia. Aset, sobresaltada, se levantó de un salto y rozó con la rodilla el tablero, haciendo que las piezas saltaran por el aire y se desperdigaran por el suelo, y tanto ella como la criada se postraron, avergonzadas.
Hatshepsut inspeccionó la habitación con la mirada. Era espaciosa, llena de sol y evidentemente sin mucho uso, pues sabía que Aset y Tutmés eran inseparables. Pero tanto el lecho como las mesas, sillas, altares y estatuas eran todos de oro, y en los frisos de las paredes se advertía el brillo opaco de las figuras esbeltas de personas y animales y árboles, todos con incrustaciones de oro argentífero. Por todas partes se observaban indicios de la mano indulgente del faraón, y Hatshepsut decidió que le preguntaría a Ineni, en su calidad de Tesorero, cuántas riquezas había derrochado Tutmés en Aset. Contempló esa cabeza oscura con su cabellera despeinada y desparramada sobre las baldosas del suelo, hasta que por último dijo:
—Levántate, Aset. He venido a ver a tu hijo.
Aset se puso de pie como movida por un resorte, luciendo una sonrisa taimada; pero sus ojos entornados y sus labios finos provocaron en Hatshepsut una reacción de irritación que hizo que su propia sonrisa se desvaneciera. Hacía mucho tiempo que no veía a la bailarina, y había acudido a sus aposentos decidida a esforzarse para que le cayera bien. Pero una vez más percibió en ella la arrogante superioridad de una advenediza que abriga sueños temerarios.
—Haz que tu nodriza vaya a buscar al pequeño —le dijo secamente—. Queremos verlo para poder opinar sobre él. El faraón insiste en que se parece a mi padre.
—¡Se le parece muchísimo! —se apresuró a responder Aset antes de volverse para darle instrucciones a su criada.
Cuando la otra mujer partió deprisa, Hatshepsut se contuvo y no dijo lo que había estado a punto de replicarle. ¿Cómo podía Aset dar fe de tal semejanza, puesto que jamás había visto a Tutmés I? Una vez más Hatshepsut quedó sorprendida por la monumental falta de perspicacia y de discriminación de Tutmés.
Mientras reflexionaba sobre esas cosas, interrogó cuidadosamente a Aset con respecto a todos los detalles de la crianza del joven Tutmés: qué comía, si dormía bien, quiénes eran sus compañeros de juegos. Aset contestó a todas sus preguntas sin vacilar y en forma respetuosa, mirando de vez en cuando de reojo a esos dos hombres altos y silenciosos parados a cada lado de la reina. Por último se abrió la puerta del otro extremo de la habitación y apareció la nodriza llevando de la mano a un pequeño rollizo y moreno que, a pesar de no mantenerse todavía demasiado bien sobre sus propios pies, se soltó y avanzó resueltamente sin temor a caerse. Cuando Hatshepsut lo vio acercarse caminando sobre el suelo lustrado, el corazón le dio un vuelco. No cabía duda de que era un tutmésida: llevaba los hombros echados hacia atrás y caminaba bien erguido. Sus ojos negros y redondos la descubrieron enseguida y en ellos brilló una pizca de temor y de curiosidad. Sus rasgos eran fuertes y rechonchos y los dientes superiores le sobresalían un poco debajo de la pequeña nariz respingada propia de la infancia, confiriéndole cierto aire de ave de rapiña típico de su abuelo.
Tanto la criatura como la nodriza se acercaron y se inclinaron ante ella, y al sacudir la cabeza confiadamente, el casco de príncipe que llevaba puesto el niño se le cayó hacia adelante y le cubrió los ojos.
Hatshepsut se arrodilló y lo instó a acercársele. Él deambuló a su alrededor pero no permitió que lo abrazara, y su mirada se paseó sin cesar de Hatshepsut a su madre, mientras se metía el pulgar en la boca y comenzaba a chupárselo con fruición.
Hatshepsut levantó la vista.
—Senmut, ¿qué opinas?
Senmut se encontraba meditando en los años venideros, imaginando al niño convertido en un hombre joven, un Tutmés III arrollador, con voluntad de hierro y modales bruscos. Estaba admirado al ver la expresión calma y la voz firme de la reina, pero sacudió sus pensamientos y se apresuró a contestarle.
—Que sin duda lleva el sello de la simiente real que le dio origen.
—¿Y tú, Hapuseneb?
Hapuseneb asintió lentamente con la cabeza, ocultando sus pensamientos, como de costumbre, tras un aspecto exterior cortés y cordial.
—Veo a vuestro padre, más allá de toda duda —reconoció.
Cuando Hatshepsut se incorporó y le indicó a la nodriza que se llevara al niño, Aset sonrió afectadamente con aire triunfal.
En cuanto ese par de piernecitas macizas se perdió de vista, Hatshepsut se enfrentó a Aset.
—No quiero volver a verlo con ese casco —dijo. Aunque no lo dijo con palabras hirientes y su voz era calma, todos percibieron cierto tono de amenaza—. Mi marido lo ha proclamado príncipe heredero, pero es todavía una criatura y debe moverse con la misma libertad que los demás niños. Procura no llenarle la cabeza con sandeces, Aset, pues en caso contrario tanto tú como él lo lamentaréis mucho.
Aset hizo una reverencia, y su cara de zorra se transformó en una máscara taciturna.
De improviso Hatshepsut sonrió.
—Es un muchachito hermoso, un auténtico y digno príncipe de Egipto, y un hijo del que Tutmés bien puede sentirse orgulloso —dijo—. Cuídate mucho de malcriarlo. Ahora continúa con tu partida de damas. No te molestaré más.
Hapuseneb se agachó, recogió las piezas esparcidas y las colocó solemnemente sobre el tablero. Aset se inclinó una vez más ante la reina y las puertas se cerraron detrás de los tres visitantes.
Cuando quedó nuevamente a solas, Aset permaneció con la mirada perdida en el vacío, el ceño fruncido, mordisqueándose las uñas con sus afilados dientes blancos.