15

Algunos días más tarde, en la frescura de las primeras horas de la mañana, el ejército de Egipto se formaba en el desierto, un kilómetro y medio al sur de Tebas. Tutmés estaba de pie en la plataforma que se había erigido para pasar revista a las tropas, acompañado por Hatshepsut, pen-Nekheb, Hapuseneb y Nehesi. Era una mañana espléndida y la brisa agitaba los estandartes y hacía flamear las banderas, mientras el sol golpeaba como yesca contra las hileras de lanzas y hachas al hombro y estallaba convertido en una lluvia de chispas. Las rígidas líneas de los soldados de infantería aguardaban inmóviles, la mirada al frente. Detrás de ellos, a la distancia, los conos blancos de sus tiendas de campaña se arracimaban como pequeñas pirámides de juguete. A cada flanco de los cuatro mil hombres se alineaban los carros de combate, pequeños y ligeros, revestidos de cobre, cuyas enormes ruedas con rayos lanzaban destellos opacos. También los caballos aguardaban, sacudiendo sus crines y sus adornos de plumas blancas, amarillas y rojas, y resoplando con impaciencia. Hatshepsut paseó su mirada por ese despliegue fantástico; el poder, el corazón y el puntal de Egipto.

Allí estaba la división de Horus, cuyo portaestandarte ostentaba el pico curvo y los ojos crueles del Dios. Los generales, en uniforme de batalla, se habían alineado al pie de la plataforma. Los más próximos a ella eran los miembros de las tropas de choque: hombres duros de mirada dura, los primeros en arriesgar la vida y los últimos en abandonar el campo de batalla. Estaban precedidos por sus oficiales, los arcos sujetos a los hombros y las puntas de las lanzas clavadas en la arena. Hapuseneb era el príncipe de la división de Horus; había decidido marchar con ellos en lugar de escoltar al faraón. También él aguardaba, sin apartar sus ojos de la mujer que ocupaba el estrado. Aunque Tutmés luciera en esa oportunidad la doble corona, todos los hombres tenían la mirada fija en Hatshepsut. Llevaba el atuendo de comandante: faldellín blanco corto, un casco de cuero que ocultaba su cabellera y apenas le llegaba a los hombros y guantes blancos de cuero para protegerse las manos del roce de las riendas y el arco. También usaba botas de cuero y, debajo de los guantes, sus muñecas ostentaban las bandas de plata de Comandante de los Valientes del Rey. Sólo la pequeña cobra de plata que se erguía sobre su frente y cuyos reflejos podían ser observados hasta por los hombres que cubrían la retaguardia, traicionaba su condición real. Recorrió con la mirada las hileras de tropas de infantería y los conductores de carros con sus cascos azules y, finalmente, por encima de esa selva de lanzas y arcos, contempló la silueta rojiza y distante de su palacio, e imaginó a Senmut aguardando sobre el techo, y a User-amun y a Ineni juntos sobre las murallas, atentos a la partida del ejército. Entonces, repentinamente, se volvió a Tutmés.

—¿Les hablarás tú, o lo haré yo? —preguntó—. Pen-Nekheb, ¿estamos listos?

—¿Dónde están los Valientes del Rey? —giró la cabeza y miró preocupada a Nehesi, quien la saludó y, señalando con su mano enguantada, dijo:

—Aquí vienen. Se han demorado un poco, pero no me excuso en su nombre, Majestad. Dentro de un momento descubriréis por qué.

Por fin sus cincuenta hombres asomaron por entre un bosquecillo de árboles junto al río, los escudos colgados de la espalda y levantando una nube de polvo a su paso. Delante de ellos avanzaba un carro de combate, nuevo, enchapado en oro, muy ornamentado y elaborado, con las plumas de Amón grabadas en el frente y el Ojo de Horus en cada uno de los lados de la caja. Las riendas y arneses eran de un cuero grueso de primera calidad y los frenos y avíos, de oro. Los rayos de las ruedas lanzaron también reflejos dorados cuando el conductor hizo restallar el látigo y los fuertes caballos rompieron a galopar. Entre una nube sofocante de polvo y cimbreantes plumas blancas se aproximó a la plataforma y luego Menkh enroscó el látigo y saltó a tierra, con una enorme sonrisa en el rostro. Detrás de él, los Valientes del Rey detuvieron su marcha y saludaron. Nehesi se dejó caer del estrado y se acercó a ellos. Hatshepsut se aproximó al borde de la plataforma y miró a los recién llegados.

Menkh le hizo una reverencia y, bajo su casco azul, la suya era una expresión de verdadero júbilo.

—¡Éste es un regalo para Vuestra Majestad de sus soldados leales que la veneran! —gritó desde abajo, señalando el carro y los inquietos caballos, que no cesaban de bailotear. Entonces, también Hatshepsut saltó a tierra y se acercó al carro, lo tocó e, instintivamente, revisó el eje de las ruedas, los frenos de los caballos y las riendas. Nehesi se adelantó.

—¡Éste no es un vehículo de ceremonia construido para una expedición real! —dijo—. Es un carro de guerra, ligero y veloz, una ofrenda de los guerreros a su Comandante en Jefe.

Ella no respondió pero trepó de un salto al vehículo, tomó bruscamente las riendas y se las sujetó alrededor de las enguantadas muñecas. Con un grito partió, agazapada y firme, con expresión resuelta y las piernas abiertas para mantener el equilibrio, mientras los hombres, en medio de la polvareda levantada por ella, rompieron filas por un momento y la vitorearon como al contendiente favorito de sus carreras anuales. Después de completar un circuito se apeó y, con los ojos resplandecientes, le arrojó las riendas a Menkh.

—¿Por casualidad eres el encargado de conducir mi carro, jovencito insolente? —le preguntó al pasar, y él se inclinó sonriendo. Subió a la plataforma y volvió a ocupar su lugar junto al cada vez más irritado Tutmés, que ya comenzaba a transpirar con el creciente calor. Hatshepsut levantó un brazo y se hizo un silencio profundo. Entonces les habló directamente a sus tropas—: Os agradezco esta demostración de estima —dijo con voz fuerte y clara—. Podéis tener la certeza de que así como he sabido ganarme el afecto de todos vosotros, procuraré también hacerme merecedora de este presente. Quiero que sepáis, guerreros de Egipto, que ocupáis un lugar de privilegio en mi corazón y que me siento orgullosa de acompañaros en este día. ¡Oíd ahora las palabras del faraón, El que Vive por Siempre Jamás!

Tutmés dio un paso adelante y le indicó a Menena que subiera al estrado con el incienso. Tenía un aspecto imponente con la doble corona, el cayado y el desgranador en las manos y su gran mole elevándose por encima de todos. Al oírlo hablar de la gloria y las recompensas, de los peligros que debían afrentar en aras de la seguridad de Egipto y del honor que significaba ofrendar la vida en el campo de batalla, los soldados creyeron percibir ciertos ecos distantes de su padre. En ese momento olvidaron que la que estaba junto a él ataviada como comandante del ejército era nada menos que la reina. Cuando Tutmés finalizó su arenga fue vitoreado por los soldados y ese vocerío exaltado quedó flotando en el aire y fue llevado por la brisa hasta los hombres que aguardaban en silencio sobre el techo de la sala de audiencias, bajo los rayos ardientes del sol.

Menena entonó las Plegarias para la Bendición y la Victoria y luego Hapuseneb impartió órdenes a las tropas.

—¡Valientes del Rey! ¡Comandantes de división, capitanes, comandantes de escuadrón, portaestandartes! ¡Preparados para marchar! ¡Formen filas!

Hatshepsut y Tutmés abandonaron el estrado.

—Ven conmigo en mi carro —lo invitó ella, empuñando las riendas.

—Abriré la marcha en mi litera —respondió—. Hace demasiado calor para estar parado en esa cosa. —Y partió, seguido por pen-Nekheb.

Los soldados estaban formando nuevas filas, se cargaban al hombro las mochilas y verificaban sus armas.

Hatshepsut ordenó a Menkh que bajara del carro.

—Quiero conducir yo durante un rato, así que puedes seguirme a pie y comer la tierra que levanto —le dijo.

Le arrancó el látigo de las manos y le dio unos golpecitos afectuosos en la cabeza y luego azuzó a los caballos, que partieron al trote detrás de Tutmés. A sus espaldas avanzaban Nehesi y sus hombres, y el vasto desfile de tropas comenzó a desplegarse sobre el camino como una serpiente ondulante y multicolor. Cerraban la marcha los encargados de transportar el bagaje de tiendas y efectos varios, pues si bien los soldados marchaban a ritmo rápido, llevando cada uno a sus espaldas sus propios enseres, también era preciso transportar carpas, provisiones y agua y, además, todos los efectos de la pareja real: alfombras, sillas, catres y altares. Los hombres comenzaron a entonar un himno de batalla al ritmo de su marcha, pero la música pronto se desvaneció y reinó el silencio, pues el calor era intenso y Asuán quedaba a considerable distancia.

Senmut permaneció oteando la distancia hasta que el viento disipó la última nubecilla de tierra rojiza. Luego le dijo a Ineni:

—Que todos los dioses los acompañen.

El anciano sonrió ante ese comentario.

—Sólo se trata de una pequeña escaramuza —dijo—. ¿Acaso dudas de que todos regresaran sanos y salvos, cargados con un nuevo botín para el templo y oro para la tesorería?

Senmut rió sin entusiasmo mientras descendían por la escalera y se zambullían en la penumbra del claustro.

—No, no lo dudo —dijo, pero sus pensamientos parecían medir la distancia que se acrecentaba entre el ejército y él.

Ineni apresuró el paso.

—Entonces no pienses más en la guerra —dijo, por encima del hombro—, pues los emisarios de Rethennu nos aguardan en la sala de audiencias, y es mucha la tarea que nos espera, príncipe —dijo con una risita burlona mientras sacudía la cabeza.

Dos días después, al atardecer, llegaron a Asuán y armaron el campamento en las afueras de la ciudad. Hatshepsut se puso su pequeña corona y su peluca y acompañó a Tutmés a la residencia real, donde él respiró, aliviado, e inmediatamente ordenó que le llevaran vino y pasteles calientes.

—Quédate aquí conmigo esta noche —le suplicó—. No nos veremos durante algunas semanas y, además, estoy seguro de que te vendría bien disfrutar de algunas comodidades antes de partir.

Ella le sonrió y se entregó a sus brazos dócilmente, sin importarle demasiado, contenta de poder brindarle su cuerpo mientras sus pensamientos estaban muy lejos de allí, recorriendo una guarnición asolada y los soldados acosados y desesperados que custodiaban las murallas de la otra. Luego durmió profundamente junto a Tutmés, agotada por el cansancio del viaje y las exigencias del cuerpo ávido de su marido.

Por la mañana se despidió de él afectuosamente pero también con cierto alivio. Cuando sonaron las trompetas y trepó a su carro junto a Menkh —a quien le permitiría conducirlo en esa oportunidad—, le pareció maravilloso ser ella misma de nuevo, sentirse libre e independiente. Giró la cabeza y saludó a Tutmés y a sus cortesanos, sonriéndole al mismo tiempo a Nehesi, que conducía su propio carro detrás de ella. Cuando Hapuseneb dio la señal de partida, afirmó bien los pies para resistir la sacudida y comenzó a tararear internamente una melodía.

Hatshepsut volvió a encontrarse rodeada por el cascabeleo de los arneses, el crujido del cuero, el golpetear de las sandalias sobre el suelo. Cuando contempló frente a ella las aguas turbulentas y las fauces irregulares de la Primera Catarata, lo hizo con una felicidad casi exultante, mientras la piel se le curtía y bronceaba bajo el implacable sol y sus músculos adquirían nueva fuerza.

Después de pernoctar nuevamente en sus carpas, a la mañana siguiente llenaron de agua los barriles, revisaron los arneses, controlaron el equipo y dieron de beber a los caballos. Muy pronto el camino se internaría en el desierto, y les esperaba una marcha ardua y escabrosa por entre kilómetros y kilómetros de rocas y desierto en llamas por un Ra que allí se mostraba en todo su esplendor, y las montañas que los habían acompañado en el flanco occidental los abandonarían para perderse en regiones ignotas. En breve deberían marchar sobre tierra dura y calcinada por el sol, pero, las más de las veces, deberían hacerlo por las abrumadoras arenas del desierto.

Hatshepsut se ajustó el barbijo del casco y Menkh revisó por última vez el carro, advirtiendo cómo las ruedas se hundían ya en la tierra. Hapuseneb envió exploradores para que reconocieran el terreno y averiguaran cuál era la ruta más directa. Era un camino usado por hombres y soldados para ir y volver de las guarniciones, o por las caravanas que seguían camino hacia el oasis existente a más de trescientos kilómetros al norte, pero seguía siendo un sendero desértico y los hombres sabían lo que les esperaba. Cuando Hapuseneb y Nehesi quedaron por fin satisfechos dieron la orden de partida, los pies ardiendo, chamuscados por la odiosa arena incluso a través de las sandalias, los cuerpos abrasados por los carros de cobre cuyos flancos espejaban el sol.

Todos se alegraron mucho de acampar esa noche. No se encendieron fogatas, pues al cabo de otro día de dura marcha se encontraba la segunda guarnición y no sabían qué les esperaría allí. Al caer el sol, los hombres se cubrieron con mantas de lana, pues las noches del desierto son muy frías. Hatshepsut tomó asiento en el interior de su carpa, de cuyo poste central colgaba una lámpara, y ordenó vino para ella, Hapuseneb, pen-Nekheb y sus generales.

Nehesi estaba allí, todavía medio desnudo despreciando el abrigo de una capa, pues no sufría el calor ni el frío. Hatshepsut, tiritando un poco bajo su manto de lana blanca, se preguntó de nuevo cuáles serían los sentimientos y los pensamientos profundos de ese hombre tan frío y remoto.

Cuando apareció Menkh e informó que los caballos ya habían comido y bebido y que los soldados descansaban, ella preguntó cuáles eran los planes para el día siguiente.

Nehesi le contestó.

—Después de todo un día de marcha por el desierto, los hombres no están en condiciones de luchar en cuanto se levanten —afirmó—. Sugiero que acampemos aquí una noche más y caigamos sorpresivamente sobre el enemigo al amanecer, si es que están en la guarnición o por los alrededores.

—Conozco muy bien esta región —dijo serenamente pen-Nekheb. Parecía cansado y representaba en ese momento más años de los que en realidad tenía, pero en el fondo le alegraba estar nuevamente en actividad—. En poco más de medio día llegaremos a un macizo de rocas altas y hondonadas de todo tipo y, al otro lado, en pleno desierto, está el fuerte. El promontorio de rocas nos ocultará, y podemos acampar en este lado mañana por la noche, y desplegamos en las grietas sin que nadie nos vea. Si, durante la noche, enviamos a las Tropas de Choque y a los Valientes del Rey para que ataquen el muro que da al Norte, podremos obligar a los nubios a dirigirse hacia los acantilados y, por consiguiente, a la celada que les habremos tendido.

—Eso siempre y cuando el enemigo siga sitiando el fuerte; pero tal vez avanza hacia nosotros, o ha huido hacia Kush —dijo Hapuseneb—. A mi juicio, sería mucho mejor lanzar el ataque abiertamente al amanecer. Si la guarnición ha sido tomada, el enemigo se encontrará en su interior o habrá partido; y si no es así, podemos terminar con todo en poco tiempo.

—Enviad más exploradores —dijo Hatshepsut—. Que sigan avanzando todo el día, así mañana por la noche tendremos noticias de lo ocurrido. En caso contrario, propongo que aguardemos a la sombra de esas rocas hasta saber cuál es la situación.

—Vuestra Majestad habla con gran sensatez —observó Nehesi, y por primera vez Hatshepsut vio en su boca el esbozo de una sonrisa—. ¿De qué sirve desplegar las tropas o tender celadas si se ignora cuál es la situación?

—De acuerdo —coincidió Hapuseneb—. Puesto que soy Ministro de Guerra, mi consejo es que emprendamos la marcha mañana, acampemos al abrigo de los peñascos y esperemos a tener noticias de los exploradores. Hasta que pasemos por la primera guarnición seguimos en territorio egipcio. Después veremos qué conviene hacer.

Bebieron el vino y Hatshepsut los despidió temprano, pero le resultó imposible relajarse. Después que ellos partieron se quedó sentada frente a la mesa, con los mapas bajo las manos, preguntándose qué encontrarían cuando avistaran la guarnición. Por último guardó los mapas y se postró ante el altar de Amón, suplicándole que les concediera una victoria rápida. Cuando finalmente se quitó la ropa y se acostó, tuvo sueños llenos de fuego y de sangre y a la mañana siguiente despertó con una opresión y una angustia que se negaron a abandonarla.

Las tropas se formaron en silencio y ya estaban andando antes de la salida del sol. Hatshepsut pensó con alarma en Wadjmose, el comandante del fuerte, el hermano que jamás había visto.

Tuvo la sensación de que había estado montada en ese carro durante una eternidad, como si ya estuviese muerta y no se le hubiese permitido subir a la barca de Ra, condenada a seguirlo por toda la eternidad, cegada y agostada por su feroz aliento.

Pero en el curso de la tarde su portaestandarte se volvió hacia ella y le gritó algo. Y entonces Hatshepsut vio brillar tenuemente en el horizonte un peñasco gris que parecía colgar, tembloroso, sobre la superficie del desierto. Ordenó hacer un breve alto y envió a Menkh a hablar con Aahmes pen-Nekheb. El joven regresó jadeando y con la noticia de que se trataba sin duda de los acantilados en cuestión y no de un mero espejismo. Justo cuando estaban a punto de entrar en la primera hondonada regresaron los exploradores, y Hatshepsut y los demás generales rodearon a Nehesi.

—Al parecer, la guarnición se encuentra desierta —fue el informe—, pero por los alrededores hay esparcidos cadáveres, flechas y otras pruebas de que se libró allí un combate. No quisimos acercarnos más por temor a ser vistos.

—¿A qué nación pertenecían los cuerpos? —se apresuró a preguntar Hatshepsut.

—Son negros, sobre todo negros… y rojos, Majestad —dijo el explorador con una sonrisa cansada—. Creo que ha habido lucha pero no una victoria, pues hay nada más que unos cien cadáveres y un rastro de despojos y de cacharros inservibles que se pierde en el desierto.

—Yo soy partidario de avanzar hacia el norte —dijo pen-Nekheb—. Tengo la impresión de que el fuerte fue asediado pero permanece intacto. Aunque no soy un jugador, apostaría mi arco en tal sentido.

—Entonces no perdamos más tiempo —declaró Hapuseneb—. Una vez que hayamos atravesado las rocas, que la división se despliegue en abanico y tú, Nehesi, con las Tropas de Choque, ocuparás la vanguardia. No es prudente ser demasiado confiado.

—Y más vale que nos apresuremos —terció Hatshepsut—. Antes de que estemos en el otro lado de los acantilados ya el sol habrá comenzado a ponerse, y no me atrae la perspectiva de que nos acerquemos a la guarnición en la oscuridad.

Volvieron a los carros y se oyó el sonido de las trompetas. El camino era más escarpado, pero los caballos sortearon sin dificultad los obstáculos, mientras los soldados de infantería avanzaban de a uno en fondo. En poco más de dos horas se encontraban ya en el llano y Hatshepsut posó por primera vez sus ojos sobre la guarnición.

No era más que un muro alto que rodeaba un terreno bastante amplio, y entre las casillas de los centinelas alcanzó a distinguir las puntas cuadradas de una torre. Los enormes portones de madera estaban cerrados.

—¡Mirad, Majestad! —le gritó Nehesi—. ¡En el asta sigue flameando la bandera blanca y azul! —lo cual significó para Hatshepsut un enorme alivio.

Abandonaron el refugio de los acantilados y, mientras su carro volvía a surcar la arena, oyó que a sus espaldas se ordenaba adelantarse al escuadrón de carros de guerra. Las tropas de asalto pasaron a su lado como una exhalación y ocuparon la vanguardia, y Nehesi se puso a la par de Hatshepsut con su carro. Avanzaban lentamente, y en la luz rojo sangre del poniente, el contorno amenazador del fuerte se fue haciendo más voluminoso y nítido.

Pronto descubrieron sobre la arena cuerpos amontonados aquí y allá, y Hatshepsut los contempló, armándose de fortaleza para poder enfrentar ese primer encuentro con la muerte violenta.

Con los nervios tensos cubrieron la distancia que los separaba de la guarnición, todos los hombres listos para el ataque, con el arco o la lanza preparados. Hatshepsut contuvo el aliento y se quedó allí, inmóvil, esperando que los portones se abrieran y vomitaran una horda vociferante de salvajes. Pero, en cambio, debajo de ellos las arenas del desierto lanzaron perezosos reflejos rojizos y el silencio persistió.

De pronto, desde lo alto de las murallas brotó un grito:

—¡Egipto! ¡Es Egipto!

Hatshepsut alcanzó a ver fugazmente lo que parecía ser un casco de cuero blanco, un rostro borroso y un brazo desnudo que saludó frenéticamente y luego desapareció. Más caras comenzaron a asomar por el muro, y lentamente los portones se abrieron.

Nehesi dio el alto a sus tropas y se apeó del carro. Del interior del fuerte salieron seis soldados, tres de los cuales usaban el atuendo típico de los medjay: lienzos largos y las cabezas envueltas en turbantes. Los precedía un hombre alto que llevaba casco blanco de comandante. Hatshepsut se dejó caer del vehículo y le sorprendió descubrir que sentía las piernas flojas y temblequeantes. Acompañó a Nehesi al encuentro de esos hombres.

El comandante abrazó a Nehesi con gran alegría, pero cuando miró a la esbelta mujer que estaba a su lado, con una sonrisa en los ojos y la cobra con destellos rojizos del atardecer, cayó de rodillas.

—¡Majestad! ¡Cuánto honor! Ayer divisamos un par de exploradores moviéndose entre las rocas. Teníamos la esperanza de que fueran de los nuestros, pero temimos que pertenecieran al enemigo.

—Levántate —ordenó ella lacónicamente, y él la obedeció—. Hemos acudido aquí con la mayor celeridad posible, y nos afligía la posibilidad de llegar demasiado tarde. ¿Cómo te llamas?

—Zeserkerasonb, comandante en jefe, hasta hace poco integrante de la división de Ptah.

—Condúcenos a la guarnición, Zeserkerasonb, pues se aproxima la noche. Nehesi: ocúpate de que se les reparta comida a los soldados y se armen las tiendas de campaña; verifica también que se les dé de comer a los caballos. ¿Tenéis agua aquí?

—Sí, Poderosa Señora. Aquellos riscos están llenos de manantiales, y en el interior del fuerte hemos perforado un pozo.

—Espléndido.

Nehesi saludó y partió rápidamente a organizar el campamento. Luego él, pen-Nekheb, Hapuseneb y Hatshepsut fueron conducidos al sector de comandancia.

La guarnición era un lugar desnudo y funcional, un sitio de trabajo. Entraron a una habitación espaciosa que no tenía almohadones ni cortinas, el suelo era de tierra apisonada y tanto los utensilios de comida del comandante como su catre eran de madera lustrada. Por una ventana soplaba el viento nocturno, agitando las llamas de las antorchas recién encendidas.

Zeserkerasonb le ofreció su silla a Hatshepsut y envió a su criado a buscar carne y cerveza. Luego él y los demás hombres se agruparon alrededor de la reina en ese recinto donde privaba el desorden y por todas partes se advertían huellas de lucha reciente.

—Mis hombres están en el otro lado de las murallas enterrando los cuerpos de los nubios muertos —dijo, en son de disculpa.

Era un hombre apuesto, de tez oscura y pocas palabras, buen soldado y severo comandante; un exponente típico de los hombres del Faraón apostados en el desierto. Mientras hablaba se preguntó dónde estaría el faraón, pero se cuidó bien de preguntarlo. Miró con curiosidad a su reina: era por cierto muy hermosa, más aún que el recuerdo que de ella llevaba grabado en la mente, desde que la vio el día de su coronación, cinco años antes.

—¿Y el resto de tus soldados? —preguntó Hatshepsut con severidad.

Zeserkerasonb advirtió entonces la fuerza de su mentón y la firmeza de sus hombros, a pesar de encontrarse en posición de descanso, y pensó que no era en absoluto sólo una figura decorativa acostumbrada a la vida muelle y placentera de palacio, y eso hizo que le contestara con nuevo respeto.

—Salieron tras el enemigo, pero me temo que no servirá de mucho. Sólo tenemos algunos cientos de soldados y, si bien son suficientes para patrullar la frontera y poner fin a algunas escaramuzas y pequeñas insurrecciones, no estamos equipados para hacer frente a un combate en gran escala. Les di órdenes de que se limitaran a hostilizar los flancos de los hombres de Kush. Nuestros exploradores nos avisaron que habían quemado la primera guarnición, así que estábamos preparados para recibir su ataque y logramos contenerlos hasta que comprendieron que no podrían vencernos. Los obligamos a retroceder, de modo que han vuelto a internarse tierra adentro, no sé bien si para batirse en retirada o para atacarnos desde otro flanco. Me inclino más bien por la segunda posibilidad. Entre los atacantes había gran cantidad de jefes y arqueros, y opino que se proponen saquear todo Egipto.

—¡Qué idea más absurda y necia! —exclamó pen-Nekheb, indignado—. Jamás podré entender por qué los nubios insisten en sublevarse una y otra vez si siempre terminamos por aplastarlos.

—Merecen ser sojuzgados —comentó Hatshepsut—, pues son demasiado estúpidos para gobernarse a sí mismos. Son afortunados por estar bajo el ala de Egipto. Nosotros nos ocupamos de su bienestar, los recibimos en Tebas, nos interesamos por sus problemas, y, ¿todo para qué? Cada vez que roban nuestro ganado, asesinan a nuestros indefensos campesinos y matan a nuestros soldados, volvemos a formularnos la misma pregunta.

El criado regresó con carne ahumada y varios jarros de cerveza ordinaria y amarga, y todos comieron y bebieron sin el menor protocolo mientras caía la noche. Cuando terminó de comer, Hatshepsut envió a Nehesi a llamar al resto de los generales y comandantes: Djehuty, Yamu-nefru, Sen-nefer y los otros, quienes se presentaron poco después. Zeserkerasonb despejó entonces el escritorio con un movimiento del brazo, hizo llevar más sillas y todos se agruparon en torno a él.

—Adelante —le dijo Hatshepsut a Hapuseneb.

—¿Cuál es su estimación aproximada de las fuerzas de los kushitas? —preguntó Hapuseneb a Zeserkerasonb.

—Imagino que ese punto tiene una importancia extrema para ustedes —dijo, con una tenue sonrisa—. Pues bien, calculo que el enemigo dispone de unos tres mil quinientos hombres, la mayor parte de los cuales pertenece a una suerte de infantería, y están armados con garrotes y hachas rudimentarias. Sin embargo, entre ellos unos ochocientos o novecientos también poseen arcos.

Estas palabras suscitaron una reacción de asombro en gran parte de los presentes y de inquietud entre los generales más jóvenes. El número de las tropas enemigas era bastante mayor de lo que habían previsto.

—¿Y en cuanto a escuadrones? —preguntó pen-Nekheb.

—No; no tienen carros. Y tampoco disciplina alguna. Los jefes conducen a sus hombres y arman un gran barullo, pero la turba corre de aquí para allá y mata sin ton ni son. No creo que sea difícil rodearlos.

—Y eliminarlos —añadió Hatshepsut con voz helada, y todos levantaron la vista y la miraron—. Quiero que cada uno de vosotros entienda muy bien esto —siguió diciendo—: las órdenes del faraón deben cumplirse al pie de la letra. Todos los hombres, sin excepción, serán pasados por las armas. No deseo que durante el resto de mi reinado sigan corriendo ríos de sangre egipcia, y es preciso que estas muertes sirvan de escarmiento para que ya nadie se atreva a desafiar el derecho y el auténtico poder de Egipto. Pasará mucho tiempo antes de que los habitantes de estas tierras sucias e inhóspitas vuelvan a levantarse contra sus señores, y yo tengo cosas más importantes que hacer con mi oro y mis soldados que dedicarlos a estas luchas incesantes. No tengo la menor intención de permitir que la disciplina del ejército se relaje: el número de los miembros de mi ejército permanente seguirá siendo el mismo, pero no toleraré más guerras. Mi abuelo hizo la guerra para recuperar las tierras de que nos habían despojado y mi padre la hizo en aras de la supervivencia, pero yo no quiero más guerras. Lo que deseo es la paz para Egipto. Grabaos bien estas palabras. He dicho.

Nehesi asintió con la cabeza.

—Vuestras palabras son sabias, Majestad. No quedará ningún varón con vida.

—Pero no morirá ninguna mujer ni ninguna criatura indefensa —añadió Hatshepsut y levantó una mano como para subrayar su advertencia—. Y tampoco permitiré que mis tropas se entreguen al saqueo y al pillaje como lo hacen los salvajes. A su debido tiempo, todos recibirán su recompensa de mis manos.

Los presentes asintieron y luego Djehuty preguntó:

—¿A qué distancia de aquí se encuentra el enemigo?

—A no más de una jornada —respondió enseguida el comandante—, y presumo que avanzan con lentitud, cansados por la lucha y acosados por mis hombres.

—Entonces reanudaremos la marcha dentro de tres horas —dijo Hapuseneb—. Que los hombres descansen. Si Amón nos acompaña, podremos presentarles batalla por la mañana.

—De acuerdo —asintió pen-Nekheb—. No creo que necesitemos trazar una estrategia muy elaborada si caemos por sorpresa sobre su retaguardia. Tal vez lo mejor sería hacer avanzar a las Tropas de Choque al frente, junto con los Valientes del Rey, apostar un escuadrón de carros en cada flanco, y la infantería en último término. Así resultará sencillo rodearlos y acabar con ellos. Majestad, ¿querríais hacemos la merced de marchar bien a retaguardia, entre los lanceros?

Era una súplica pero ella se tiró el cabello hacia atrás y sacudió la cabeza.

—Yo soy el comandante de los Valientes del Rey; donde vayan ellos también iré yo. Y no temas, Nehesi; no pienses que deberás velar por mi integridad física en lugar de dedicarte a abatir al enemigo. Como Dios que soy, no temo a nada. Así que te ordeno que te ocupes de dirigir tus tropas.

—Como comandante de los Valientes del Rey sois también mi superior y os debo obediencia —le replicó él, y Hatshepsut percibió una expresión de aprobación en sus ojos negros—. Pero como General, soy yo quien decide cuál es el lugar apropiado para los Valientes del Rey. Marcharán detrás de las tropas de asalto y, por otro lado, es su deber custodiaros en todo momento.

Ella inclinó la cabeza.

—Entonces propongo que tratemos de dormir, si podemos hacerlo, pues estamos todos muy cansados. Zeserkerasonb: te enviaré tus hombres de regreso cuando la operación haya concluido. Y te prometo que su valentía y la tuya no quedarán sin recompensa.

Se levantaron y partieron rápidamente, después de saludarla y desearle buenas noches.

En lo más profundo de esa noche helada del desierto, Menkh la despertó y todos se prepararon para iniciar la última etapa. Los soldados adoptaron una formación de combate mientras sus oficiales caminaban entre ellos dándoles instrucciones y brindándoles palabras de aliento. A cada lado se iban apostando los carros de guerra; los conductores verificaban una y otra vez los arneses y realizaban las últimas prácticas, mientras los soldados que los acompañaban afirmaban bien las piernas para mantener el equilibrio en esos tambaleantes vehículos y preparaban las armas. Con rapidez y sigilo se estaban desarmando las tiendas de campaña y apagando las fogatas. Hatshepsut franqueó los portones del fuerte con Zeserkerasonb. Todavía era noche cerrada.

—¿Conocías a Wadjmose, mi hermano? —le preguntó.

Sin darse cuenta se refirió a él como si hubiese muerto, y el hombre que estaba a su lado lo advirtió.

—Solía verlo con frecuencia —fue su respuesta—. Era un gran hombre, y un oficial valeroso y muy querido.

—Dime con franqueza, Zeserkerasonb, por todo el afecto que me profesas: ¿crees que la única razón de su derrota fue la superioridad numérica de sus atacantes?

Zeserkerasonb permaneció en silencio durante un buen rato, con la mirada perdida más allá del carro de Hatshepsut, de la figura embozada de Menkh y de la imponente multitud de soldados formados a cierta distancia. Hasta que por fin sacudió la cabeza a regañadientes.

—No —dijo en voz baja—. Wadjmose podría haber resistido con toda facilidad los ataques a su guarnición durante varias semanas, hasta que él y sus hombres murieran de inanición por falta de provisiones. Pero las noticias que llegaron a mis oídos no se referían precisamente a una derrota por hambre. Mis exploradores informaron que la guarnición fue quemada por completo y sus hombres aniquilados antes de que hubieran tenido tiempo de tomar sus armas.

—¿Alguien les abrió los portones, entonces?

—Sí, así lo creo.

—¡Desdichados de ellos! —susurró Hatshepsut, con odio en la voz—. Juro que los encontraré y, cuando lo haga, desearán no haber nacido. Los cortaré en pedacitos y arrojaré sus despojos a los chacales, y ni siquiera quedarán de ellos sus nombres para que los dioses puedan encontrarlos.

Trepó al carro detrás de Menkh y su asistente le alcanzó su lanza y su arco.

—¡Me despido de ti, Zeserkerasonb! ¡Te aseguro que los dioses no te olvidarán, fiel servidor de Egipto!

Menkh fustigó los caballos con las riendas y Hatshepsut desapareció, devorada por la oscuridad, mientras el comandante de la guarnición la saludaba con una reverencia, giraba sobre sus talones, echaba a andar hacia el interior del fuerte, y los portones se cerraban tras él. Mientras tanto, el ejército lo fue dejando atrás con rapidez, engullendo el desierto como una boca gigantesca.

No fue difícil seguirle el rastro al enemigo que, como muy bien conjeturó pen-Nekheb, había abandonado el sendero que unía a ambas guarniciones y se internaba en el desierto. Era obvio que los nubios se proponían dar un gran rodeo y cruzar la frontera bastante más al sur, y los exploradores del ejército condujeron a las tropas tras ellos con gran habilidad.

Despuntó el alba e hicieron una breve parada para sentarse un momento en la arena y comer algo. Pero antes de que la luz grisácea se volviera rosada, ya estaban nuevamente en marcha, apretando el paso, como el cazador que olfatea la proximidad de su presa. De pronto apareció una nube en el horizonte y Menkh la señaló con el látigo.

—Allá están. Estoy seguro de que aquello es el polvo que esa escoria levanta a su paso. ¡Los alcanzaremos antes de que finalice la mañana!

Hatshepsut asintió, con los labios apretados, mientras el ritmo de marcha aumentaba. El sol ya había salido y se elevaba a la izquierda de ellos como una enorme esfera anaranjada; y, con su presencia, la temperatura comenzó a aumentar. La nube de polvo crecía más y más y comenzaron a oírse órdenes de mando. Hatshepsut sintió que el pulso se le aceleraba al ver que las tropas de asalto pasaban junto a ella y se abrían en abanico. También los carros pasaron a su lado, la saludaron y luego se dividieron para acompañar a las Tropas de Choque. Los Valientes del Rey se arracimaron alrededor de ella y, a su lado, Nehesi se inclinó para decirle algo al conductor de su propio carro. A pesar de que el polvo le obstaculizaba la visión, sabía que a sus espaldas la infantería también se desplegaba. Entonces, de repente, a un grito de Hapuseneb, el ritmo se aceleró y sus caballos comenzaron a trotar.

—¡Sujétales las riendas! —le gritó a Menkh—. ¡Oblígales a mantener la cabeza erguida!

Entonces se descolgó el arco del hombro, contó las flechas y apoyó la lanza a sus pies, en el piso del carro. No quería que nada la estorbara en el momento de disparar el arco, y confió en no verse obligada a usar la lanza.

De pronto, el estado de ánimo de sus hombres se le contagió y se sintió inundada de una feroz excitación. Ya se alcanzaba a ver la retaguardia del populacho de Kush: una masa apretada y negra de hombres tambaleantes.

Nehesi levantó un brazo.

—¡Hagan sonar las trompetas! —gritó, y el aire caliente fue hendido por la estridencia de ese sonido metálico.

A bastante distancia, a izquierda y derecha, Hatshepsut vio cómo el sol se reflejaba en los carros de combate. Las tropas de asalto dirigieron hacia adelante las puntas de las lanzas e iniciaron la carga. De pronto los nubios cayeron en la cuenta de que eran perseguidos y comenzaron a dispersarse hacia todos lados, lanzando gritos. Hatshepsut vio cómo una línea tras otra de sus arqueros se abría paso entre las filas enemigas y las rodeaba. Tomó una flecha con dedos temblorosos y la colocó en el arco.

Nehesi gritó por tercera vez:

—¡Adelante! ¡Al ataque!

Cuando Menkh hizo restallar el látigo los caballos de la reina rompieron al galope y avanzaron con estruendo por la planicie mientras de los nubios brotaba un rugido como el de la creciente que se precipita por una cuenca estrecha.

Ahora Menkh estaba prácticamente doblado en dos, la arena levantada por los cascos de los caballos golpeándole la cara, y Hatshepsut pudo ver los carros que avanzaban a todo galope hacia el enemigo, volando sobre el desierto. Los tobillos y las rodillas le dolían por el esfuerzo que hacía por mantener el equilibrio. «Escoge con cuidado a tu hombre», le dijo desde muy lejos la voz de su maestro, y ella tensó la cuerda del arco. De repente las líneas prolijas y aceleradas de la potente fuerza destructiva de Egipto se desintegraron, los carros se convirtieron en islas en un mar de cuerpos negros, los cascos azules de los conductores de carros quedaron como entretejidos con los blancos y amarillos de los lanceros, y el tumulto de la guerra corrió a su encuentro. Nehesi le gritó algo, una advertencia que la velocidad de la marcha le arrancó de la boca, pero ella no tuvo tiempo de prestarle atención. Eligió su hombre: un negro que tenía el brazo en alto, blandiendo un hacha, y la cabeza echada hacia atrás. De pronto los temblores de sus brazos y sus manos enguantadas cesaron y disparó con total frialdad. Antes de que su víctima se desplomara sobre la arena, ya ella estaba calzando otra flecha en el arco.

Quedaron rodeados, ensordecidos por la violenta cacofonía, los caballos inmovilizados por la presión de los cuerpos que jadeaban, gritaban o maldecían. Menkh trató desesperadamente de abrirse paso mientras Hatshepsut disparaba otra flecha, pero estaban atrapados y prácticamente tuvo que limitarse a sujetar los caballos encabritados. Una lluvia de flechas rebotó contra el carro y Hatshepsut se tiró al suelo enseguida y tomó la lanza. En ese momento vio que Nehesi saltaba de su carro y otro oficial ocupaba su lugar. Un segundo después se encontraba a su lado, sin flechas y sin lanza, blandiendo el hacha para protegerle las espaldas mientras ella se ponía de pie y apuntaba con la lanza.

¡No puedo hacerlo!, pensó, apabullada, cuando desapareció su primera reacción de exaltación, y se puso a mirar a su alrededor sumida en el pánico, cubierta de pies a cabeza por un repentino sudor. La lanza se le resbalaba en la palma húmeda y la aferró con desesperación, sintiendo que lo único que deseaba era gritar, gritar muy fuerte y huir. Debajo de ella apareció un rostro de boca jadeante y babosa y unas manos ensangrentadas se sujetaron del lateral del carro. Se serenó, volvió a levantar la lanza y la clavó en lo más profundo de esas fauces abiertas. Entonces tanteó en busca del hacha que colgaba del cinturón de Menkh y comenzó a tirar furiosamente de ella. A sus espaldas oyó una carcajada de Nehesi, pero el carro comenzó a avanzar y, antes de que ella hubiera logrado conseguir el hacha, ya Nehesi había saltado a tierra y se había perdido de vista en ese caos.

Menkh comenzó a fustigar los caballos y a gritarles una sarta de imprecaciones, y los Valientes del Rey, al ver que su comandante se movía, cerraron filas y la siguieron.

—¡Quedaos! ¡Quedaos y pelead! —les gritó—. ¡Es una orden! —Y los soldados la obedecieron.

El polvo y los vahos hediondos que se elevaban de la arena hicieron que los perdiera de vista casi enseguida. El carro fue cobrando velocidad a medida que el número de tropas disminuía. Cuando se encontraron en la periferia, Menkh frenó los caballos.

—¿Qué estás haciendo? —le gritó Hatshepsut con furia.

Menkh sacudió la cabeza y soltó las riendas de una mano para secarse el sudor de la frente. Sonrió ante el espectáculo que ofrecía su reina: el faldellín empapado y con manchones de polvo gris, un río de sudor corriéndole entre los pechos firmes y turgentes, la cara cubierta de rayas negras y rojas de kohol y de sangre, mientras con el brazo en alto sacudía con gesto amenazador su puño cerrado protegido por un guante de cuero blanco.

—Majestad, el general Nehesi me ordenó que cuando ya no tuvierais lanza y tampoco pudierais usar vuestro arco, yo debía alejaros inmediatamente del campo de batalla bajo pena de muerte, y eso es lo que he hecho.

Estaba ronco de tanto gritar y ella lo miró un segundo, sorprendida y enojada, antes de esbozar una sonrisa, que Menkh le devolvió.

—¡Qué sabio de parte de Nehesi, proteger así a la Flor de Egipto! —dijo Hatshepsut y, al ver los esfuerzos que hacía Menkh por reprimir la risa, ella lanzó una carcajada—. ¡Sí, ya lo sé! —dijo—. ¡Jamás he tenido menos aspecto de flor que en este momento!

—Vuestro aspecto corresponde a lo que sois, Majestad —comentó él—: comandante de los Valientes del Rey —y los ojos de Hatshepsut se iluminaron.

Al cabo de un rato ambos cayeron en la cuenta de que el sol se encontraba bien alto en el cielo y que el calor se había vuelto asfixiante.

—No podemos quedarnos aquí cruzados de brazos, mientras nuestros hombres mueren —dijo Hatshepsut—. Condúceme alrededor del campo de batalla, Menkh, pues todavía me quedan bastantes flechas y pienso usarlas todas. Así obedecerás a Nehesi y también a mí, pues nos mantendremos a cierta distancia del centro de la lucha.

Menkh volvió a sostener las riendas y llevó a los caballos al trote describiendo a los nubios que intentaban huir. Pero a esa altura, el enemigo, al observar que la de los egipcios era una lucha despiadada y sin cuartel, se convirtió en un conjunto de hombres desesperados. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas luchaban salvajemente, con uñas y dientes cuando sus armas se rompían y quedaban desperdigadas sobre la arena. Hatshepsut hirió a muchos de ellos, y fueron también muchos los que cayeron abatidos con una flecha de punta de oro clavada en la garganta o en la espalda.

Por fin, cuando el sol de la tarde comenzaba a declinar, todo se fue tranquilizando y Hatshepsut lanzó su última flecha, apoyó el arco en el suelo del carro y le ordenó a Menkh que tratara de localizar a Nehesi. Se sentía cansada hasta los huesos y no había músculo que no le doliera. Habría dado cualquier cosa por dejarse caer en el suelo del carro y sentarse con la espalda apoyada sobre el cálido oro de la caja, pero se obligó a permanecer de pie, sujetándose firmemente a los laterales. Por todos lados vio muerte y desolación. La arena estaba cubierta de cadáveres. Aquí y allá continuaban algunas pequeñas escaramuzas; en otros lugares, grupos de cansados soldados egipcios se agrupaban alrededor de sus estandartes y sus oficiales, sucios y ensangrentados. También la arena estaba empapada de sangre, que formaba pequeños charcos o cruzaba el terreno en grandes regueros. Pasó junto a un oficial y dos de sus soldados que recorrían los sitios donde había nubios heridos y les cortaban la garganta con mano firme y profesional. Giró la cabeza, mientras oía su propia voz dando la orden que en ese momento se estaba cumpliendo. Deseó con terrible vehemencia que Tutmés estuviese allí en ese momento para que viera cómo era en realidad la guerra, y siguió avanzando por esa atmósfera pesada y calma que sigue a la lucha, sintiendo cada vez más rechazo por el cuerpo fofo y las actitudes poco viriles de su marido.

Por fin encontraron a Nehesi junto a pen-Nekheb, Hatshepsut y otra serie de oficiales. A sus pies había diez cuerpos masculinos de tez oscura que al principio creyó sin vida. Se apeó, un poco entumecida, y echó a andar hacia sus comandantes; a sus espaldas, Menkh se deslizó al suelo, agradecido, las riendas sujetas con un nudo alrededor del brazo. Los hombres la saludaron con una reverencia pero sin mirarla a los ojos, abrumados por el nuevo respeto que les despertaba el verla convertida en la vengadora Hija de Amón.

Pero ella los enfrentó y les dedicó una tenue sonrisa, a pesar de su agotamiento.

—De modo que la victoria es nuestra —afirmó—. Hoy habéis peleado con valentía, y haré colocar aquí una piedra en testimonio de vuestro coraje.

De pronto el cuerpo de uno de los hombres tendidos en la arena se sacudió y ella dio un paso atrás.

—¿Quiénes son? —preguntó.

Hapuseneb le contestó. También él se sentía cansado. Había luchado a brazo partido con sus hombres en el sector más reñido de la batalla y tenía una herida de flecha, pero los ojos que por último buscaron los de ella aparecían tan firmes y calmos como siempre.

—Si no estuvieran desnudos, sabríais, Majestad, que son los príncipes de Kush, los jefes de las Diez Tribus que veis diseminadas a vuestro alrededor.

Hatshepsut bajó la vista y miró con renovado interés y creciente furor esos cuerpos desnudos con las cabeza rapadas.

—¡Levantaos! —les gritó, golpeando al más cercano con un pie.

Se incorporaron trabajosamente y permanecieron de pie frente a ella con la mirada baja.

Hatshepsut les dio la espalda para dirigirse a sus generales:

—Reunid a las tropas —les dijo—. Cuando todos los hombres estén congregados, antes de abandonar este lugar para buscar un sitio donde instalar nuestro campamento y pernoctar, traed a estos hombres y decapitadlos. Clavad sus cabezas en unos postes, con el cuerpo debajo, pues mi cólera se ha acrecentado y quiero que todo el pueblo de Kush sepa lo que significa desafiar el poderío de Egipto. Pero conservad a uno con vida: lo llevaremos a Asuán, a los pies del faraón, y luego lo sacrificaremos a Amón; ¡una muerte mucho más decorosa, por cierto, de la que se merece!

Entonces Hapuseneb se le acercó con presteza.

—Venid y descansad, Majestad —le dijo—. Hoy habéis luchado como vuestros antepasados, y su gloria brilla en Vos en todo su esplendor. Permitid que Menkh os conduzca a algún sitio donde podáis dormir.

Mientras él hablaba, Hatshepsut se pasó una mano temblorosa por los ojos y de pronto fue como si todo el trajín de esos días se abatiera de golpe sobre ella.

—Estoy agotada —reconoció—, pero todavía no puedo descansar. Dime, Hapuseneb: ¿cuántos hombres hemos perdido?

—No lo sabremos hasta hacer el recuento —le respondió—, pero no creo que sean muchos.

—Y, ¿qué me dices de los traidores? ¿Han encontrado a algún egipcio entre los rebeldes?

—Eso tampoco lo sabemos, pero lo averiguaremos muy pronto.

Con un gran tranco Hapuseneb se acercó a uno de los jefes.

—Habla —le dijo en voz baja, con un tono frío cargado de amenazas y la mano enguantada rodeándole el cuello—, y así tal vez puedas prolongar tu vida varios días y morir dignamente a los pies del Dios. ¿Cómo fue que cayó la guarnición?

El hombre lo miró con cara hosca y rebelde y el puño de Hapuseneb lo derribó al suelo, donde quedó tendido y medio atontado, mientras la sangre le brotaba en un hilo de la boca y a borbotones por la nariz.

—Levantadlo —dijo Hapuseneb con voz calma. Varios pares de manos pusieron de pie al prisionero y éste se quedó parado, tambaleándose y restregándose la nariz con un dedo negro y mugriento—. Una vez más te pregunto: ¿qué pasó con la guarnición? —Al ver que Hapuseneb volvía a amagar, el hombre se acobardó.

—Hablaré —dijo— y puesto que me espera la muerte, también quiero decir que me dio un gran placer cortarles la garganta a los soldados. Mi pueblo está cansado de tener que entregar todas las riquezas a Egipto, año tras año, para que puedan derrotarnos hoy, mañana, el año que viene y el que le sigue; pero jamás dejaremos de luchar.

—¡La guarnición, imbécil! —lo azuzó Hapuseneb, y el nubio asintió.

Sus compañeros no se habían movido. Parecían sumidos en las últimas etapas de la apatía que les producía la inminencia de su muerte, y continuaban con los brazos colgándoles láxamente y las cabezas gachas.

—Los portones nos fueron abiertos por un oficial, un hombre que nos había favorecido durante muchos años y cuyo hermano fue condenado a muerte por el faraón tiempo atrás. El resto fue sencillo.

—¡Su nombre! —le gritó Hatshepsut—. ¡Quiero que nos digas su nombre!

El nubio se quedó mirándola con expresión obnubilada.

—No conozco su nombre. Ninguno de nosotros sabía cómo se llamaba. El comandante lo mató cuando lo encontró junto a la puerta.

—¿Y el comandante? ¿Qué fue de Wadjmose? —preguntó Hapuseneb.

—También él cayó. Yace en alguna parte del interior del fuerte.

Se produjo un profundo silencio y por último Hatshepsut comenzó a alejarse.

—Bien está que mi padre no viviera para ver este día —dijo, trepó lentamente al carro y se colocó detrás de Menkh—. Nehesi: toma tus hombres, id al fuerte y traed el cadáver de mi hermano si lográis encontrarlo. Tendrá la tumba más espléndida y el funeral que corresponde al príncipe que era. Hapuseneb: consígueme las listas de los heridos y los muertos. Menkh se encargará de armarme una carpa lejos de este lugar maloliente.

Entonces se sentó en el suelo del carro, con la cabeza reclinada hacia atrás, mientras Menkh conducía los caballos al paso. Antes de que éste hubiera terminado de levantar la tienda para Hatshepsut junto al convoy que transportaba el bagaje del ejército, a tres kilómetros de distancia en pleno desierto, ya el sol se había hundido en el horizonte.

Nehesi y los Valientes del Rey partieron a la mañana siguiente a cumplir su macabra misión. Mientras el resto de la compañía aguardaba su regreso, apilaron los cadáveres de los nubios y los quemaron, y embalsamaron y enterraron en la arena a los egipcios. Hatshepsut ordenó que se transportara allí lo antes posible una enorme piedra para colocarla sobre esa gran tumba egipcia. Recorrió las tiendas donde estaban alojados los heridos, y le ofreció a cada uno alguna palabra de consuelo. Luego se apropió de la carpa de Nehesi y se sentó fuera, junto a la entrada, con los músculos y el alma cansados, observando cómo su ejército reimplantaba el orden con sigilo y eficiencia.

Al permanecer allí quieta, junto a su estandarte, mientras los demás limpiaban las armas y lavaban los uniformes, se sintió invadida por una gran depresión. El recuerdo de los hechos bélicos ya comenzaba a borronearse en su mente, y el agotamiento nervioso y la reacción instintiva de su propio organismo se habían encargado de sepultarlo en las capas más profundas de su cerebro. Tuvo la certeza de haber cumplido con su deber y de que jamás volvería a guerrear con el ejército. Ya no necesitaba demostrar con hechos y no con meras palabras que tenía méritos más que suficientes para ceñirse la doble corona. En ese momento veía su futuro con pesimismo, y se preguntó si ésa no sería acaso la última aventura de su vida. Ese estado de ánimo fatalista no la había abandonado cuando presenció la ejecución de los jefes nubios, que fueron al encuentro de su propia muerte tan imperturbablemente silenciosos como lo estuvieron el día anterior.

Nehesi regresó al atardecer del tercer día, portando el cadáver chamuscado y casi irreconocible de Wadjmose.

Hatshepsut lo observó con incredulidad y espanto y ordenó que también él fuera enterrado en la arena. No quedaba mucho de su cuerpo para preservar, pero le resultó difícil creer que, nada más que por ese hecho, ese hombre tan valiente no tuviera un lugar entre los dioses. Ella haría tallar su nombre muchas veces sobre las piedras y las rocas y en las laderas de los acantilados para brindarle una oportunidad, pues si su nombre permanecía, los dioses podrían encontrarlo.

Envió a las tropas de Zeserkerasonb de vuelta al fuerte, prometiéndole recompensas a cada uno.

A la mañana siguiente emprenderían el regreso, pero esa perspectiva tampoco la llenaba de júbilo ni de impaciencia.

La noche del desierto y la soledad de su carpa le resultaron agradables, pero su mente siguió funcionando con una actividad febril y le impidió conciliar el sueño.

Mientras Hatshepsut se quedó sentada en su silla esperando que desmantelaran su tienda de campaña y las tropas estuvieran listas para la marcha, Nehesi se le acercó y se sentó en el suelo junto a ella. Parecía disfrutar de su compañía, a pesar de que en ocasiones permanecían juntos mucho tiempo sin intercambiar palabra. Hatshepsut le preguntó si en su hogar de Tebas no le aguardaba una esposa; tomado por sorpresa, lo primero que hizo fue sonreír.

—No, Majestad. No tengo esposa ni tampoco concubinas. No necesito el amor de las mujeres, y tampoco el de los hombres. Egipto y el ejército son mis amores, y la lucha es mi entretenimiento favorito. Prefiero mi propia compañía a la de los demás salvo, desde luego, la vuestra. Reflexiono mucho y leo mucho.

En ese momento fue Hatshepsut la sorprendida.

—¡Qué extraño que un soldado sepa leer!

—Así es. Mi madre fue quien me enseñó a hacerlo, aunque jamás pude averiguar dónde lo aprendió ella. He leído acerca de las guerras libradas por vuestro padre y vuestros antepasados y sus luchas con los hicsos, pero no creo que en el futuro me quede mucho tiempo libre para seguir leyendo.

—¿Por qué no? ¿Acaso piensas que ahora que le he tomado el gusto a la guerra te obligaré a participar en una campaña tras otra? —le dijo sonriendo, y él le devolvió la sonrisa.

—Tal vez. Pues sin duda habéis heredado el corazón guerrero de vuestra noble antepasada la gran reina Tetisheri, que tramó la caída de los invasores hicsos, y es para mí un verdadero orgullo ser vuestro general.

Hatshepsut sacudió la cabeza con aire categórico.

—La guerra es algo a lo que no le encuentro sentido, a menos que se trate de una acción defensiva o de una escaramuza de frontera como la que acabamos de librar. Pero tienes razón cuando afirmas que de ahora en adelante no te quedará mucho tiempo libre, pues tengo pensado nombrarte Guardián del Sello Real.

Nehesi se quedó inmóvil y un momento después la miró.

—Ya es suficiente con haberme hecho general, Majestad… —comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.

—¡No lo es! Necesito tener a mi lado a un hombre fuerte, alguien a quien sólo puedan arrebatarle el Sello Real por la fuerza. El faraón no necesita el sello, pero yo sí. ¿Lo llevarás colgado de tu cinto, Nehesi, y permanecerás junto a mí en todo momento? Eso no te impedirá cumplir con tus obligaciones como general; lo que es más, creo que también te pondré al mando del ejército de Su Majestad. No cabe duda de que eres la persona ideal para ser mi escolta personal.

—Soy un hombre rudo, Majestad, tosco y poco habituado a la vida de las cortes —respondió, pero en los labios le jugueteaba una sonrisa burlona—. Sin embargo no puedo pedir honor más grande que estar a vuestro servicio… y al del faraón. Estoy convencido de que sois el Dios, pues sólo él podría encarnarse en el cuerpo de una mujer y, no obstante, luchar como Vos lo habéis hecho; y todos los hombres lo saben. Me habéis concedido un enorme privilegio.

—Tal vez en este momento pronuncies esas palabras con facilidad y algo de ligereza, Nehesi, pero te pido que las recuerdes siempre en los años venideros —dijo ella—. No creo haber nacido para ser sólo reina, pero ignoro lo que me depara el futuro. Es posible que debas volver a empuñar las armas en mi defensa.

Nehesi asintió bruscamente, aceptando sin más preguntas esa confianza que se le brindaba. Después que él hubo partido, Hatshepsut se sintió satisfecha, segura de haber tomado una decisión acertada.

Cuando llegaron al río, Hatshepsut por fin pudo darse su anhelado baño. Pero no se demoraron demasiado, pues Asuán se encontraba a una jornada de marcha ya los heraldos habían partido hacia allá con las noticias de la victoria. Hatshepsut abrió su estuche de viaje de marfil y extrajo la peluca, la corona y las pulseras de oro y, cuando se formó la procesión triunfal, se instaló con su carro impecable y resplandeciente en primer lugar, detrás de los portaestandartes.

Entraron lentamente en Asuán por entre un aluvión de personas que lloraban, reían, arrojaban flores a su paso y corrían a ofrecerles vino y manjares dulces. Tutmés los aguardaba frente a las puertas de la ciudad, sentado en su trono, con todas sus galas reales. Hatshepsut lo saludó y fue a sentarse a su lado mientras los generales desfilaban uno a uno frente a él, depositaban sus bastones de mando y besaban sus pies pintados antes de recibir sus recompensas.

El jefe nubio apareció en último término, sujeto fuertemente con las riendas de un caballo muerto y tambaleándose de cansancio, pues durante toda la marcha los soldados no habían cesado de fustigarlo con sus látigos, así que tenía la espalda descarnada, llena de sangre y cubierta de moscas. Nehesi lo condujo ante el faraón y lo arrojó bruscamente al suelo; Tutmés apoyó uno de sus pies enjoyados sobre su nuca, y el populacho lanzó un bramido de aprobación, como una fiera que olfatea sangre.

Pen-Nekheb presentó un informe de los acontecimientos de las últimas semanas que todo el mundo escuchó con suma atención y que hizo que Tutmés sonriera y asintiera con entusiasmo. Cuando el viejo guerrero concluyó su relato, Tutmés se puso de pie y sostuvo en alto el cayado y el desgranador con aire triunfal.

—¡Así son derrotados todos los enemigos de Egipto! —gritó, y los soldados respondieron golpeando los cabos de sus lanzas sobre el pavimento de piedra del patio—. Todos habéis escuchado cómo murió mi hermano, el noble Wadjmose, y cómo fue vengado. ¡Agradezcámosle ahora a Amón y llevémosle esta víctima a su templo de Tebas para ofrecérsela allí en sacrificio, a fin de que el Dios sepa que su confianza ha recibido una recompensa!

El nubio fue levantado en vilo y arrastrado de allí y Tutmés y Hatshepsut se dirigieron juntos al salón de banquetes, donde se celebraría una fiesta en su honor y el de todos los oficiales antes de su regreso a Tebas.

—¿Fue muy terrible? —le preguntó Tutmés con cierta vacilación, mientras observaba con un dejo de envidia cómo el sol había oscurecido su piel aterciopelada hasta volverla casi negra como la del nubio, y cómo sus brazos y piernas habían adquirido un aspecto firme y musculoso.

Ella le sonrió con indulgencia.

—Sí, fue terrible… y también maravilloso —le respondió—. Me apena muchísimo lo de Wadjmose, pero me alegra sobremanera haber llegado a conocer bien a mis oficiales, y que ellos me hayan conocido a mí.

Eso no era lo que él deseaba oír, y ella lo sabía, pero igual siguió mortificándolo, dedicándole esa sonrisa tan enigmática y exasperante. Tutmés se encogió de hombros y tomó asiento, esperando con impaciencia que todos los generales hubiesen entrado en el salón antes de golpear las manos para que la celebración comenzara.

Realmente, Hatshepsut era exasperante. Durante su ausencia, Tutmés la imaginó volviendo a él temblorosa y sumida en un mar de lágrimas, terriblemente necesitada de su consuelo; pero en cambio allí estaba, tan retozona como una gacela joven y tan necesitada de su apoyo como las piedras del templo. Pero Tutmés también sabía que, aunque por momentos lo pusiera frenético, la amaba tanto como sus hombres, los soldados y los nobles de Egipto: con una suerte de desesperanzado anhelo.

—Te he extrañado, Hatshepsut.

No pensaba decirlo, así que giró la cabeza, furioso consigo mismo.

—También yo te he extrañado —respondió ella con tono cortés—. ¿Qué es esto?

Un hombre había llegado al recinto y los saludaba, abrazado a un tambor. Salvo por un taparrabos, estaba completamente desnudo; alrededor de la cabeza usaba una cinta azul atada en la parte posterior, cuyos extremos le llegaban a los hombros. Detrás de él apareció una mujer, y al verla Tutmés lanzó un suspiro de satisfacción y se acomodó en los almohadones.

Mientras ella se postraba, Tutmés le dijo a Hatshepsut:

—Ésta es Aset, mi nueva bailarina. Trabaja aquí, en el palacio del gobernador, pero estoy contemplando la posibilidad de llevármela a Tebas, a mi harén: realmente me gusta muchísimo.

Era una muchachita alta y de piernas largas, bastante distinta, por cierto, de las criadas voluptuosas y risueñas que a Tutmés solía gustarle llevarse a la cama. Mientas Aset aguardaba, con una de sus piernas largas flexionada, con gracia, Hatshepsut se sintió recorrida por un extraño y desagradable escalofrío, como si al levantar las mantas de su cama hubiese descubierto una serpiente enroscada.

Se quedó mirándola bailar: en esa mujer anidaba un fuego reprimido y oculto, una promesa llena de atractivos y de pasión. Tutmés la contemplaba fascinado, con la respiración acelerada y los ojos brillantes por el deseo.

¿Por qué me molesta tanto?, se preguntó Hatshepsut. No es la primera bailarina que Tutmés ha favorecido por un tiempo. Observó atentamente el baile hasta el final, y la mano que apoyó sobre el brazo de Tutmés cuando estallaron los aplausos estaba helada.

—¿Qué te ha parecido? —le preguntó él con ansiedad, los mofletes arrebolados y un brillo especial en la mirada—. ¿No es increíble? No necesita música para bailar, sólo el tambor. Su cuerpo es toda la música que un hombre podría desear.

Hatshepsut lo miró con cariño.

—No es tan hermosa como yo —se apresuró a acotar—, pero reconozco que tiene cierto encanto, sobre todo tratándose de una bailarina del montón.

—Bueno, pues a mí me gusta —dijo Tutmés, molesto—. Y pienso llevármela a Tebas.

—No he dicho que me disgustara —aclaró Hatshepsut con calma—, aunque lo cierto es que la encuentro un poco… fría debajo de tanto fuego. Pero, si te hace feliz, decididamente tómala.

Su aceptación inmediata de Aset le molestó; había abrigado la vaga esperanza de que su hermana tuviera un arranque de celos. Cuando vio que no era así, que ella seguía bebiendo su vino con una sonrisa exasperante, Tutmés se paró ásperamente.

Aset aguardaba debajo del estrado a que le dieran permiso de irse, enfrentada a la pareja real con una perezosa sonrisa en su cara de zorra, con los ojos entornados.

—¿Te vas tan pronto, Tutmés? ¿No vendrás a mi alcoba esta noche?

—¡No, no lo haré! Oh, no sé, Hatshepsut. Tal vez, sí. Bueno, quizá vaya si me lo pides.

Y volvió a dejarse caer junto a ella y la rodeó con un brazo, y la sonrisa desapareció del rostro de Aset. Tutmés le arrojó una joya y le sonrió, pero aunque se inclinó y luego se alejó tan respetuosamente como Hatshepsut habría deseado, en cada milímetro de su espalda desnuda y erguida se percibían rastros del despecho y la ira que luchaba por reprimir.

Creo que es una mujer peligrosa, pensó Hatshepsut mientras su hermano la abrazaba. No puedo imaginarme de qué manera. Tal vez he estado viviendo demasiado tiempo al filo del peligro y en este momento no hago más que asustarme de una sombra. ¿Acaso puedo culpar a Tutmés porque me resulta un tonto agradable? Pero de pronto, en un inmenso e inexplicable estallido de pasión, deseó su cuerpo casi con voracidad.

—Vayámonos de una vez —le susurró al oído—. Ya no puedo contener mis deseos.

Tutmés, azorado, dejó el vino y se puso de pie.

—¡Quedaos, comed y disfrutad de una buena noche! —les dijo a los presentes.

Y, mientras todos caían de bruces, se encontró empujado y arrastrado hacia la puerta, y luego por el corredor, por una mujer que le murmuraba cosas que lo excitaban más y más. Hatshepsut no esperó a llegar a sus aposentos sino que lo condujo al jardín, bajo las copas de los árboles, y fue allí mismo donde la poseyó, con premura y precisión, como un soldado toma una esclava recién capturada, y ambos permanecieron un rato juntos sobre el césped, jadeando, mientras en el aire de la noche resonaban lo ecos tenues de la música de la fiesta.

Llegaron a Tebas dos días después, ambos transportados en literas; Hatshepsut llena de repugnancia y odio, tanto hacia sí misma como hacia Tutmés. La ciudad los recibió con los brazos abiertos. Antes de dirigirse al palacio fueron a rendirle homenaje a Amón y, mientras ella avanzaba lentamente por entre ese enorme atrio con su selva de pilares, vio a Senmut, de pie junto a Benya y User-amun. La mirada de Hatshepsut quedó prendida de los ojos de Senmut y él comenzó a sonreír, y la sonrisa se le desparramó por todo el rostro hasta llenarle los ojos oscuros; una sonrisa llena de aprobación y de firme y sana alegría, y ella se la retornó mientras sentía que una sensación de alivio y de angustia comenzaba a inundaría. Allí, postrada sobre el suelo de Amón junto a Tutmés, envuelta en un manto de incienso, no podía pensar en otra cosa que en ella y Tutmés unidos debajo de los árboles, y luego en la sonrisa franca de Senmut, y elevó sus plegarias con profundo fervor, implorando a su Padre que la protegiera de algo que ni ella misma sabía bien qué era.

A continuación se sentaron en sus tronos, frente al áureo Dios. Extendieron al nubio sobre el suelo y, en una breve y salvaje ceremonia, Menena le propinó una serie de golpes en la cabeza con un garrote de oro hasta hacerle saltar los sesos. Hacía mucho que no se le ofrecía al Dios un sacrificio semejante, y Tutmés estaba perturbado, pero Hatshepsut y los generales contemplaron el rito impasibles, con el recuerdo todavía fresco del cuerpo carbonizado de Wadjmose y los cadáveres enterrados en el desierto.

Cuando los estertores de ese cuerpo renegrido cesaron, Hatshepsut se le acercó y se quedó mirándolo.

—¡Egipto vivirá eternamente! —exclamó, y los presentes murmuraron su asentimiento.

Entonces caminó con sus sandalias doradas sobre el charco de sangre y se encaminó al aire libre y la luz del sol.