El día de la coronación soplaba viento del desierto. No era el khamsin, y el cielo permanecía despejado y diáfano, pero hacía revolotear por igual las faldas de sacerdotes, plebeyos, nobles y esclavos. Hatshepsut lo sintió agitarse contra ella como un gato impaciente cuando elevaron la litera cuyo trono ocupaba, y la peluca comenzó a azotarle la cara. En esta ocasión se había vestido con deliberada simplicidad: sólo usaba un faldellín blanco y algunos adornos de plata, como corresponde a la reina. Sobre su cabeza se erguía la pequeña corona con la cobra, que resplandecía bajo el sol, pues el viento era demasiado fuerte para desplegar los coloridos baldaquines, así que tanto ella como Tutmés quedaron a la vista de todo el pueblo. Hubo una pausa mientras el cortejo se formaba detrás de la pareja real, y Hatshepsut permaneció sentada sin moverse, escuchando las clamorosas exclamaciones de júbilo.
Estoy haciendo lo correcto, lo que debo hacer, se dijo. El pueblo lo quiere a él; el hecho de que sea varón los hace sentirse protegidos. Para ellos, yo soy poderosa y bella, pero no tan poderosa como un rey, ni tan hermosa como la cabeza que ostenta la doble corona. Seguridad. Eso es lo que los hace aplaudir tan frenéticamente. Pues, entonces, que lo tengan. Que el pueblo y su rey elegido se brinden mutua felicidad, mientras yo sigo el camino trazado por mi padre y hago que esta tierra quede ligada a mí con las cadenas del poder. ¡No me interesa la corona, un símbolo hueco usado por un hombre vacío! Siempre me han importado sólo dos cosas: mi pueblo y el poder. Y aunque por un tiempo haya perdido al pueblo, el poder sigue siendo mío. Ni por todo el oro del mundo me cambiaría por Tutmés. Pues, ¿quién es él, en el fondo? ¿Acaso fue engendrado por el Dios?
Tutmés hizo una señal con la mano y se inició la procesión, mientras el viento robaba el sonido de los tambores y los jaramillos y lo llevaba al otro lado del río. Hatshepsut observó delante de ella el rítmico ascenso y descenso de la cabeza de su flamante marido, que parecía un adorno esférico más del elaborado respaldo alto de ese trono que también ella había ocupado camino de su propia coronación.
Parece que hubiera transcurrido tanto tiempo, pensó.
Pero no hacía más que cinco años. ¡Cinco años! Ahora tengo veinte y, una vez más, en mi vida está a punto de operarse un cambio radical. ¿A esto se reducirá el resto de mi existencia inmortal, Amón, Padre mío? ¿No seré otra cosa para ti y para Egipto que la esposa obstinada de un faraón blando y vacilante? En lo más profundo de su ser algo le dijo que no había nacido para pasarse la vida caminando detrás de su hermano. Mientras los pétalos de plata entretejidos en su peluca le fustigaban las mejillas, simbolizando por obra del viento lo que la vida le hacía en ese momento, logró superar el resentimiento que amenazaba con inundaría. Soy paciente y sé esperar, pensó mientras se apeaba. Todavía tengo por delante los días de mi juventud.
Caminó lentamente hacia donde se encontraba Tutmés, abrumado por el peso de las reales vestiduras doradas. Le tomó el brazo como su padre había hecho con ella y avanzó hacia el primer pilón mientras el fragor de las trompetas sonaba con estridencia y las sacerdotisas comenzaban a agitar los sistros.
La ceremonia se llevó a cabo sin tropiezos, y Tutmés II era ahora también el Horus de Oro, Señor de Nekhbet y Per Uarchet, Rey con Soberanía Divina, Hijo de Amón, Emanación de Amón, El Elegido de Amón, Vengador de Ra, Belleza de los Amaneceres, Príncipe de Tebas, el Poder que da Vida a todas las cosas. Él y su Divina Consorte fueron llevados de vuelta al palacio entre un alboroto histérico que parecía a punto de devorar al séquito real.
En la gran fiesta, los señores y vasallos del reino presentaron sus homenajes según correspondía a su rango, pero los hombres jóvenes que cinco años antes fueron colocados al pie del estrado y contemplaron desde abajo a Tutmés I y su hija, en esta oportunidad rodeaban a la pareja real. Senmut se encontró sentado entre Senmen y el nuevo faraón. Tutmés no pareció interesado en conversar pero sí comió y bebió en exceso y sólo levantó la vista para recorrer con mirada experta las curvas de las bailarinas núbiles. Senmut observó sus manos regordetas que jugueteaban con la comida y su abultado vientre que se volcaba sobre el enjoyado cinto, y comenzó a deprimirse cada vez más.
Hatshepsut parecía contenta. Reía y conversaba con todos los que pasaban a su lado y presentaba un aspecto travieso y diminuto al lado de ese rey obeso y pomposo. Pero en su risa chillona Senmut creyó percibir una nota de desesperación. Intuyó que esa locuacidad incesante ocultaba su febril necesidad de detener el tiempo, de fijar ese momento.
La tarde fue languideciendo y la tímida penumbra se transformó en noche cerrada. Por último, Tutmés yació su copa y se puso de pie, seguido por su portaestandarte y el resto de los dignatarios que escoltarían a la pareja al nuevo palacio de Hatshepsut, quien interrumpió enseguida su conversación y dócilmente se situó detrás de Tutmés. Sólo Senmut advirtió el temblor espasmódico de sus dedos al soltar la copa, la súbita tensión de esos hombros cubiertos de aceite. Apartó la mirada y vio a Hapuseneb junto a él.
—Tranquilo, amigo mío —dijo Hapuseneb con su voz grave y serena—. Recuerda que sería una blasfemia verla como algo más que una reina poderosa, noble y divina. De nada le sirven tus miradas de desaprobación y desagrado. Por otra parte, Tutmés es un hombre versado en las artes de alcoba: no olvides que ha dedicado buena parte de su vida a hacer ostentación de su virilidad. Las pequeñas esclavas y todas sus concubinas sienten verdadera adoración por él.
Senmut no pudo sonreír como habría deseado.
Ven a casa esta noche —le propuso Hapuseneb—, y trae a tu hermano contigo. Nos sentaremos en el jardín y, para variar, charlaremos sobre cosas sin importancia como la pesca, por ejemplo. Mañana no habrá audiencias, y puedes quedarte a dormir en mi habitación de huéspedes.
Senmut aceptó la invitación de buena gana, llamó a su hermano y ambos abandonaron el salón por la entrada que daba al jardín.
Hatshepsut despidió a la última de sus esclavas, cerró con desgana las puertas y se volvió para enfrentarse con su flamante marido en esa habitación apenas iluminada por la lámpara que ardía en la mesita junto a su lecho, cubierto de fragantes capullos de loto y hojas de mirra. Tutmés se había quitado la doble corona y se servía vino. Ella se le acercó lentamente, frotándose la piel irritada de las muñecas por el roce de las pulseras de plata. Se las quitó y las arrojó sobre una mesa, mientras Tutmés le ofrecía una copa que ella rehusó con irritación, cansada por el trajín de ese día.
—No deseo seguir bebiendo —dijo—. Y supuse que también tú habías bebido más que suficiente.
—En invierno me gusta tomar un poco de vino tibio antes de acostarme —replicó. Echó la cabeza hacia atrás y bebió hasta la última gota. Se pasó la lengua por los labios y volvió a colocar la copa en su lugar mientras ella aguardaba y lo contemplaba. Tutmés se quitó las sandalias, se aflojó el cinturón y lanzó un suspiro—. No creo que en el futuro tenga ocasión de volver a vestirme yo mismo.
Ella sacudió la cabeza y, girando sobre sus talones, echó a andar hacia su mesa de cosméticos. Cuando se quitó la pequeña corona y la peluca, su cabellera negra le cayó sobre los hombros en una cascada perfumada. Hatshepsut se pasó la mano por la cabeza con gesto de impaciencia y Tutmés de pronto quedó inmóvil, hipnotizado por el brillo de su pelo.
—Pues cuando vengas a mí tendrás que hacerlo —dijo con irritación—. Mis esclavas no están habituadas a ungir el cuerpo de un hombre. —Al no recibir respuesta giró la cabeza, pero cuando vio la expresión de sus ojos, volvió a concentrarse en el espejo—. ¡No me mires con esa cara de embobado, como si nunca hubieses visto a una mujer! —exclamó Hatshepsut—. ¡Conozco muy bien la reputación que tienes en las alcobas del harén!
—Eres hermosa —dijo él lentamente, melosamente—. Con las vestiduras reales pareces un ser intocable, pero así, con el cabello suelto y los brazos desnudos, tu belleza supera a la de todas las mujeres de Egipto.
En tres zancadas estuvo a su lado y, antes de que ella tuviera tiempo de decir nada, ya le había cubierto la boca con la suya, hundido las manos en el pelo y apretado su cuerpo contra el de ella. De pronto Hatshepsut descubrió que su cuerpo respondía, y que la boca de su marido era más firme de lo que había supuesto.
—¿Por qué no demostrarnos un poco de afecto? —preguntó él en voz baja mientras le acariciaba los pechos—. Somos hermano y hermana. ¿Es preciso que resulte tan gravoso darle un heredero a Egipto?
Ella sacudió la cabeza y con tenues gemidos lo instó a seguir adelante. Antes de terminar desplomándose juntos sobre el lecho, dos pensamientos fugaces la asaltaron. Uno se refería a Senmut: con un estremecimiento de pasión recordó sus hombros musculosos, su cuerpo joven y firme. El otro pensamiento tenía que ver con Tutmés mismo, sus indecisiones, y cómo se las había ingeniado para malgastar las pocas habilidades de mando que había heredado. Reparó en el trágico contrasentido que se daba en él: la reciedumbre y las aptitudes que exhibía en ese momento, que debería haber reservado para aplicarlas al ejercicio del poder.
Cuando todo terminó le habría gustado conversar con él para llegar a conocerlo mejor, pero Tutmés se quedó dormido casi enseguida y comenzó a roncar muy bajito, sus piernas laxas y fofas abiertas, ocupando casi todo el lecho. Esa visión le provocó un profundo rechazo; se levantó, se cubrió con una bata y se sentó en su silla. Contempló con gratitud cómo la noche cedía frente al alba y permaneció allí, con la mente y el cuerpo vacíos, hasta que pudo ver con claridad las pinturas de las paredes. Entonces se acercó al lecho, se inclinó sobre Tutmés y comenzó a llamarlo y a sacudirle suavemente el brazo.
—¡Despierta! ¡El Sumo Sacerdote estará aquí de un momento a otro! —le susurro.
Él farfulló un rezongo y giró hacia el otro lado, acurrucando la cabeza sobre su mano todavía cubierta de alheña. Sólo abrió los ojos cuando dio comienzo el Himno de Alabanzas. Ambos permanecieron sentados en la cama, escuchando los cánticos entonados por los sacerdotes, mientras con una luz perlada que se derramaba sobre el suelo, Ra les hacía llegar sus primeras salutaciones.
Hatshepsut advirtió que los ojos de Tutmés se iluminaban al oír las alabanzas. No son para ti, pensó ella. Serán siempre, eternamente, sólo para mí.
Cuando el himno concluyó, Tutmés la besó y se levantó.
—Hoy pienso salir de caza —dijo—. ¿No quieres acompañarme?
—No, hoy no. Tengo otras obligaciones.
Él se encogió de hombros.
—Desde luego —dijo sonriendo y luego, vacilante—: ¿Me recibirás esta noche?
Ella miró esos cachetes mofletudos, esos ojos grandes, esos mechones de pelo castaño a los costados de la cabeza rapada, y le tuvo lástima. No era tan mal parecido a pesar de su cuerpo fofo y amorío, y el hecho de verlo como un niño grande la conmovió.
—Ven esta noche si lo deseas, pero no mañana. Para entonces habré dedicado el día completo a mis tareas y estaré muy cansada.
—De acuerdo —dijo y, con un gran bostezo, echó a andar pesadamente hacia la puerta—. Supongo que los nobles ya estarán reunidos para presenciar mi baño. Disfruta de tu desayuno, Hatshepsut, como yo he disfrutado de la noche.
Ella se paró y se inclinó hacia él, el faraón de Todo Egipto. Después que Tutmés hubo partido, ordenó que sus criadas cambiaran las sábanas, se metió en el baño y descansó, flotando en el agua, con los ojos cerrados. Se quedó dormida mientras le masajeaban el cuerpo, y ese breve descanso la refrescó.
A media mañana comió fruta y bebió un poco de agua, sin hacer caso de las miradas intencionadas y las sonrisas bobas de su peluquera. Luego salió a caminar un rato por su jardín con Nofret y, al percibir ese césped limpio y fresco, el murmullo seco de los árboles y el silencio abierto e inundado de luz, su corazón se llenó de gozo. No intentó siquiera analizar la respuesta de su cuerpo ante Tutmés. Aunque ya era toda una mujer, nunca había tenido un amante. Pero su corazón clamaba por Senmut, anhelaba el afecto y el apoyo que siempre había encontrado en sus ojos oscuros, y esa leve sonrisa algo cínica con que le advertía de su perspicacia; pero no lo mandó llamar. Permaneció casi toda la tarde al aire libre, caminando sin rumbo fijo.
En pleno mes de Phamenoth, sesenta días después de la coronación de Tutmés, llegaron noticias a Tebas de ciertos disturbios en Nubia. Hatshepsut recibió el informe de manos de un soldado exhausto y hambriento que logró escapar al desierto y fue recogido luego por una caravana de nómadas. Incluso antes de concluir su lectura, convocó enseguida una reunión de gabinete en la sala de audiencias. Mandó buscar a Aahmes pen-Nekheb, a Ineni y también a Tutmés, esperando que su marido no hubiese partido todavía de caza. Envió al soldado a los cuarteles para que comiera y descansara y, mientras aguardaba la llegada de todos, se puso a caminar por el recinto con gran desasosiego, aferrando el rollo de papiro con las dos manos.
Mientras iba y venía por el salón, no cesaba de dispararle órdenes a su escriba:
—Saca todos los mapas que encuentres del Sur y de la Primera Catarata y el emplazamiento de nuestras guarniciones en la frontera con Nubia y tráemelos. Reúne a los generales. Busca las listas de reclutamiento: quiero saber dónde se encuentran todas mis tropas. Consígueme un plano del fuerte mencionado aquí —dijo, golpeando el rollo— y el nombre de su comandante. ¡Apresúrate!
Uno por uno entraron los hombres, la saludaron y ocuparon sus respectivos lugares alrededor de la enorme mesa vacía sobre cuya superficie la reina tenía por costumbre desplegar su correspondencia todas las mañanas. El último en llegar fue pen-Nekheb, que avanzó renqueando lentamente hasta su lugar. Era la primera vez que Hatshepsut lo mandaba llamar y estaba alarmado, pues intuyó la proximidad de una guerra.
Hatshepsut ordenó que las puertas fueran cerradas y se sentó a la cabecera de la mesa. Mientras Anen instalaba su banquito a los pies de la reina y se aprestaba a tomar nota, los labios de la soberana estaban tersos y las arrugas surcaban su frente.
—Acabo de estar con un miembro de la Medjay, nuestra policía del desierto —informó—: parece que una de nuestras guarniciones ha sido destruida y que una turba de nubios está realizando saqueos dentro de nuestro territorio.
Se hizo un pesado silencio.
—Era de esperar, Majestad —acotó Yamu-nefrú—. Cada vez que un faraón va a reunirse con el Dios y otro se eleva, triunfante, esos asquerosos y execrables habitantes de Kush fomentan una sublevación.
—¿Qué se sabe del comandante del fortín? —preguntó User-amun, con expresión grave.
—Ignoramos si ha muerto o está con vida —respondió ella sacudiendo la cabeza—. En realidad, ni siquiera sé quién estaba al mando de esa guarnición. He mandado llamar al escriba de enlace. Él nos lo dirá. Anen, dame los mapas.
Senmut tomó los rollos que el escriba tenía en la mano y los desplegó sobre la mesa. Todos se pusieron de pie y observaron el dedo moreno de Hatshepsut que recorría los trazos.
—Aquí está Asuán, y aquí la Primera Catarata. El camino del desierto se aleja del río en este punto y se desvía hacia el oeste. Nuestras guarniciones son dos: una, de este lado de la frontera y la otra aquí, ochenta kilómetros más lejos, internándose en la tierra de Kush. El informe afirma que se han apoderado de la que se encuentra en nuestro territorio y han masacrado a los hombres. Y que en este momento los kushitas avanzan hacia la otra. —Dejó que el mapa volviera a enrollarse por sí solo con un chasquido, se sentó y observó a todos con una interrogación en la mirada—. Hapuseneb —dijo al fin—. Como visir del Norte, a partir de este momento te nombro Ministro de Guerra. Dime lo que piensas al respecto.
—Mis pensamientos, Majestad —dijo, inclinándose hacia adelante—, son sin duda compartidos por todos los aquí presentes. Es preciso reunir una fuerza militar sin pérdida de tiempo y marchar hacia el sur. No me cabe ninguna duda de que en poco tiempo podemos derrotar a esos perros desagradecidos, pero es menester que lo hagamos antes de que lleguen a la segunda guarnición.
Por entre el murmullo de asentimiento suscitado por esas palabras, se oyó de pronto la voz de Aahmes pen-Nekheb.
—Majestad: ¿me concedéis permiso para hablar?
Hatshepsut inclinó la cabeza y le sonrió con afecto.
—Confiaba en que lo harías, viejo amigo. Mi padre jamás habría organizado una expedición semejante sin contar con tu inestimable ayuda. Habla.
—Entonces, para decirlo sin rodeos, no comprendo cómo pudo caer la guarnición. Esos destacamentos son la espina dorsal de nuestras fronteras, están fuertemente amurallados, son inexpugnables y los custodian guerreros de probada experiencia. Infinidad de veces el enemigo ha atacado diversos puntos de nuestras fronteras sin ton ni son, cometiendo pillajes, matando y robando excelente ganado egipcio, pero rara vez se ha atrevido a meterse en una guarnición. Esto me huele muy mal.
Todos lo miraron con desasosiego, pero fue Hapuseneb quien le formuló la pregunta.
—¿Qué es lo que temes? ¿Traición?
—Quizá. No sería la primera vez que hombres abrumados por muchos años de servicio en el desierto, lejos de su familia y de su hogar, pierden la razón cuando les ofrecen oro o algún otro señuelo.
—Estamos a ciegas —terció Hatshepsut—. No tenemos detalles de lo sucedido. El oficial que me trajo el mensaje sólo había peleado contra los kushitas en las arenas del desierto y no estuvo presente cuando tomaron la guarnición. ¡Ah, aquí llega el escriba de enlace!
El hombre se presentó con una montaña de papeles entre los brazos y la saludó con una reverencia.
—Siéntate aquí —le dijo Hatshepsut y él depositó su carga sobre la mesa y ocupó un banco junto a Anen—. Adelante, Hapuseneb; formúlale tus preguntas.
Lo primero que le preguntó fue el nombre del comandante de la guarnición, y el escriba carraspeó y comenzó a hurgar entre los papeles.
Menkh le susurró al oído a Senmut:
—Este viejo idiota nos obligará a permanecer aquí el resto de la mañana. No creo que sea capaz de encontrar su propia nariz.
Pero ya el hombrecillo respondía a la pregunta.
—La guarnición está al mando del noble Wadjmose. Cincuenta soldados de infantería fueron apostados en ella por el padre de Su Majestad la reina, junto con un pequeño contingente de Tropas de Choque.
Hatshepsut lanzó una exclamación y se incorporó de un salto.
Tutmés, que en el curso de la conversación había comenzado a sentirse cada vez más incómodo, también exclamó:
—¡Wadjmose! ¡Mi propio hermano! ¿Y ahora qué dices, pen-Nekheb? ¿Crees que un noble que lleva la sangre del faraón sería capaz de traicionar a sus compatriotas?
—Sigue existiendo la posibilidad, Majestad, de que se tramara una traición y el comandante no estuviera enterado de ello. No soy partidario de descartar esa teoría —respondió pen-Nekheb.
—Comparto esa opinión —terció Hatshepsut—. Continúa.
Pero era evidente que la noticia la había perturbado pues se quedó sentada con los ojos bajos y las manos fuertemente entrelazadas sobre el regazo.
—¡Por Amón! —estalló de pronto Tutmés—. ¡Lo que estamos planeando no es una incursión cualquiera! ¡Nuestro hermano debe ser vengado! Aplastaré a los kushitas con la fuerza de todos mis ejércitos. Los destruiré a todos. ¡No permitiré que quede ningún varón con vida!
—Estoy de acuerdo contigo en que es preciso darles un escarmiento —dijo Hatshepsut—. ¿Acaso no fue para hacer frente a un momento como éste, Tutmés, que rivalizaste conmigo por el trono? Me alegro de que te propongas imitar el ejemplo de nuestros antepasados y conduzcas a tus tropas al combate.
Tutmés no respondió y se quedó mirándola con estupor mientras su cólera se desvanecía con la misma rapidez con que había nacido. Ella sonrió con pesar: sabía que él jamás participaría de la lucha, y le indicó a Hapuseneb que prosiguiera con su interrogatorio.
—¿De cuántos soldados disponemos? —le preguntó al escriba—. Sólo me interesa la cifra de los que puedan emprender la marcha desde Tebas en el curso de esta misma semana.
—Cinco mil en la ciudad —respondió prestamente el hombre—. En total, unas cien mil tropas fijas, y es posible reclutar un número cuatro veces mayor.
—Una división, entonces —dijo Hapuseneb y reflexionó un momento—. Majestad, ¿tenéis una idea aproximada de la magnitud de las fuerzas que deberemos enfrentar?
—No contamos con una cifra exacta, pero estimo que no pueden exceder los tres mil. Entre ellos hay algunos arqueros.
—¿Y también carros?
—No lo creo, a menos que hayan conseguido robar los de la guarnición. ¿Cuántos había? —le preguntó al escriba.
—Un escuadrón, Majestad —fue su respuesta imperturbable.
—Pues bien: si Wadjmose es tan buen soldado como mi padre creía, tengo la certeza de que lo primero que habrá hecho cuando vio que las cosas tomaban un mal cariz es matar a los caballos para asegurarse de que los nubios no pudieran hacer uso de los carros. Ahora, Hapuseneb, preséntanos una síntesis de los datos con que contamos.
El visir se echó atrás en su silla y comenzó su exposición.
—Al parecer una horda de kushitas, probablemente formada por hombres indisciplinados y sin un cabecilla capaz, se encuentra en algún lugar del desierto, aproximadamente a poco más de cien kilómetros del río, y converge en este momento hacia nuestro segundo fuerte. Se calcula que su número asciende a alrededor de tres mil. Tienen arqueros y, tal vez, carros. Opino que nos resultará fácil derrotarlos. No creo que necesitemos más que media división de soldados y un escuadrón de carros.
Hatshepsut coincidió con él y se abocó a la tarea de impartir instrucciones precisas a cada uno de los presentes, luego de lo cual Hapuseneb volvió a tomar la palabra.
—Majestad, como Ministro de Guerra os quito de los hombros esta responsabilidad y creo poder cumplirla con eficiencia pues conozco bien vuestro pensamiento. Pero ¿quién comandará a las tropas en el campo de batalla? Es verdad que no se trata de una guerra sino de una expedición de castigo, pero igual necesitamos la presencia de un hombre avezado, que conozca bien el terreno y haya combatido antes.
Todas las miradas convergieron en Aahmes pen-Nekheb, quien levantó ambas manos y sacudió vigorosamente la cabeza.
—Majestad, soy un hombre viejo. Los acompañaré y participaré en el planeamiento de las tácticas a adoptar, pero ya no me es posible luchar.
—Lo que dices es un verdadero golpe para mí —dijo Hatshepsut con el ceño fruncido—. Contaba contigo, Noble Aahmes; pero si no te sientes en condiciones de guerrear, tal vez puedas sugerirnos a un hombre en el que pueda depositar mi confianza.
—Ese hombre existe, Divina Señora —le respondió al cabo de un momento de vacilación—, pero no estoy muy seguro de que lo aceptéis.
—No lo sabrás hasta que me digas de quién se trata.
—Entonces lo haré: se llama Nehesi.
La sola mención de ese nombre bastó para que en el recinto estallaran murmullos indignados. Djehuty gritó:
—¡No podéis confiaros a él, Majestad! ¡Es un nubio!
Tutmés hizo un gesto conciliatorio con el brazo y todos cayeron en un sorprendente silencio: habían olvidado por completo su presencia.
—¡Silencio, todos! ¡Djehuty, siéntate! ¿Acaso no confiamos en Aahmes pen-Nekheb, fiel amigo y camarada de nuestro padre? ¿Sus juicios no son sabios?
Djehuty obedeció de mala gana, farfullando y lanzándole miradas torvas a pen-Nekheb, que permaneció imperturbable.
—Es cierto que Nehesi es negro —dijo el viejo guerrero—, pero no es nubio. Nació en suelo egipcio. Su madre es una de las criadas de la madre del faraón, la hermosa Mutnefert, y su padre era un esclavo que Ineni trajo como botín. Nehesi ha sido soldado desde que era muy joven y lo considero un verdadero genio. Es un hombre callado, que no se deja dominar por los sentimientos ni por excesos de ningún tipo, y no creo que nadie iguale sus proezas con el arco, el hacha y la lanza. Además, posee una inteligencia fría y previsora.
Hatshepsut llamó a Duwa-eneneh y le ordenó:
—Búscalo y tráelo aquí inmediatamente.
Al cabo de un rato, el jefe de heraldos regresó con Nehesi y todos lo miraron con abierta curiosidad. Era un hombre de estatura elevada, más alto que cualquiera de los presentes, y más negro que las noches de khamsin. Su faldellín parecía sólo un parche blanco y diminuto en ese cuerpo colosal y musculoso que se inclinaba frente a ellos. Su casco de cuero, también blanco, servía de marco para un rostro magnifico de ángulos contundentes. Su nariz recta indicaba cierta dosis de sangre egipcia en alguna rama remota de su árbol genealógico. Sus labios gruesos eran también firmes y fríos. Permaneció allí de pie, sin prestarles atención, con la mirada fija en lo alto de la pared.
—Acércate —dijo Tutmés, y el guerrero dio dos pasos ágiles y elásticos con sus pies descalzos, todavía cubiertos por el polvo del campo de entrenamiento. De un hombro le colgaba un carcaj con tres flechas—. ¿Cuánto hace que sirves en el ejército? —le preguntó con tono cordial.
—Quince años, Majestad —respondió Nehesi sin vacilar.
—¿Cuál es tu rango?
—Comandante de las tropas de Choque. También estoy a cargo del adiestramiento de los conductores de carros y de juzgar el desempeño de los Valientes del Rey.
El tono indiferente y casual con que lo dijo despertó una ola de admiración en los hombres que rodeaban la mesa. Senmut miró a ese individuo negro con un nuevo respeto, pues los Valientes del Rey eran la élite del ejército, hombres escogidos que ocupaban la vanguardia en todos los ataques y sólo debían rendir cuentas ante el faraón mismo.
—¿En cuántas acciones bélicas has participado? —le preguntó User-amun.
—No hemos tenido guerras desde que yo era apenas un novato en las filas de la infantería —respondió encogiendo sus hombros macizos con impaciencia—, pero he intervenido en innumerables incursiones y escaramuzas de frontera. Mis Tropas de Choque jamás han sufrido una derrota.
No lo dijo con jactancia sino como una simple descripción de los hechos.
—¿Sabes algo de estrategia? —le preguntó Hatshepsut.
Nehesi sacudió la cabeza.
—Nací para la guerra —afirmó— e intuyo lo acertado o no de cada movimiento o acción, pero eso me ocurre sólo durante el combate. Me resulta imposible planificar las cosas de antemano frente a un mapa.
Aahmes pen-Nekheb, que había estado observando divertido las reacciones que su protegido suscitaba, decidió intervenir.
—Majestad, ya os he dicho que os acompañaré en calidad de consejero. Nehesi se encargará de desplegar las tropas. Me animaría a decir que la batalla está ganada si se nos confía a ambos el planeamiento de la misma.
—Entonces ya está todo arreglado, ¿no es así? —dijo Tutmés con un bostezo y miró ansiosamente a Hatshepsut.
—Así lo creo —asintió ella—. Hapuseneb: dejo en tus manos el abastecimiento, la provisión de armas y la concentración de las tropas. Encárgate de hacer instalar tiendas de campaña en los terrenos al sur de la ciudad y prepara todo para iniciar la marcha desde allí. Dales instrucciones precisas a tus oficiales, asistido por Aahmes y Nehesi. Los escribas de Enlace, Infantería y Distribución te aguardan. Nehesi: te nombro General. Como comprenderás, tal nombramiento implica que lucharás hasta la muerte si fuera preciso y que sólo responderás de tus actos ante el Rey o ante mí misma. ¿Tienes alguna duda? Te recuerdo que lucharemos contra tus compatriotas, el pueblo de Kush.
—No es la primera vez que lo hago —dijo con indiferencia—. Para mí todos los enemigos de Egipto son iguales. Yo sirvo solamente a Egipto, y seguiré haciéndolo durante todos los días de mi vida.
Hatshepsut despidió a todos los presentes con excepción de Senmut, Hapuseneb y User-amun y, mientras los tres jóvenes aguardaban, se volvió hacia Tutmés, quien ya se alejaba rumbo al jardín. Lo condujo a un lugar más apartado y le preguntó:
—Tutmés, ¿marcharás tú mismo al frente de las tropas?
—¿Por qué tengo que hacerlo? —respondió con aire desafiante pero con expresión desdichada—. Egipto está lleno de generales capaces, y los capitanes son tantos que tropiezan entre sí. Además, sabes tan bien como yo que no tengo pasta de guerrero. Que Hapuseneb guíe a mis hombres.
—Hapuseneb ya tiene bastante con su propio escuadrón y con el planeamiento general de las operaciones. Tutmés, ¿de veras no conducirás a tus hombres?
—¡No, no lo haré! —respondió, indignado—. Es absurdo arriesgar sin necesidad la preciosa vida del faraón.
—¡Pero es que sí la hay! —lo apremió—. ¡Los hombres necesitan el estímulo de tu presencia; verte con tu traje de combate, guiándolos y alentándolos a la lucha!
—Hablas como mi madre —le contestó, irritado—. ¡No pienso hacerlo! Haré que me lleven en mi litera hasta Asuán, donde esperaré el regreso de las tropas. Allí me ocuparé de recibir los tributos y de decidir la suerte que correrán los cautivos. ¡Pero no lucharé!
—¡Entonces lo haré yo! ¡El pueblo de Egipto me verá y sabrá que tiene la reina que merece!
—¡Estás loca! —exclamó Tutmés, anonadado—. Jamás has visto sangre humana y nunca has corrido el menor peligro. ¿Podrás soportar el cansancio de la marcha, la garganta seca por la sed y la incomodidad que representa dormir en el suelo?
—¿Podrás hacerlo tú? —lo fustigó Hatshepsut—. Es increíble, Tutmés, ¿acaso no tienes amor propio? Yo sé arrojar una lanza y disparar una flecha. ¡Y desafío a cualquier miembro del ejército a que trate de aventajarme en el manejo de un carro de guerra! Confío en mis hombres. No me decepcionarán. No lo harán porque me aman.
—Todo el mundo te ama sin duda, a pesar de lo loca que eres. Hasta yo —gruño Tutmés.
Arrepentida, Hatshepsut le apoyó una mano sobre el brazo.
—Yo debo ir si tú no lo haces —le dijo con tono bondadoso—. No correré ningún peligro. Estaré rodeada por los brazos más fuertes y los ojos más atentos de Egipto. ¡Ven conmigo, Tutmés! ¡Ofrezcámosle a Egipto y al pueblo de Kush aunque sólo sea un pálido reflejo de lo que fueron nuestros antepasados!
Él la apartó y se alejó.
—Estás loca, completamente loca —le dijo por encima del hombro.
Hatshepsut giró sobre sus talones y, con el rostro arrebolado y el corazón desbocado avanzó majestuosamente hacia los hombres que la aguardaban.
—Yo iré a Nubia con las tropas —les anunció, y ellos la miraron con incredulidad.
—¡Majestad, no debéis hacerlo! —exclamó Senmut lleno de alarma—. ¡El campo de batalla no es lugar apropiado para una rema!
—Yo no soy una reina —respondió Hatshepsut con una sonrisa enigmática y un tono que le heló la sangre a Senmut—. Soy Dios, el principio de todas las cosas. No vuelvas a hablarme con ese tono imperativo, Senmut. Quiero ir. Conduciré las tropas del faraón. Mi portaestandarte me precederá y detrás de mí marcharán los Valientes del Rey y Nehesi.
—Entonces, permitidme que os lo exprese en otros términos. —Su tono era desesperado, pero cuando la miró a los ojos supo que era inútil, que nada de lo que dijera lograría hacerla cambiar de opinión—. Si llegarais a perecer, ¿qué sería de Egipto? Y, además, ¿quién gobernará en vuestra ausencia?
—No moriré. Lo sé. Amón me protegerá. Y tú, Senmut, gobernarás el país mientras yo lucho. User-amun, tú lo asistirás. Sé que no tienes aptitudes para la guerra. —Giró y se enfrentó a Senmut—. Senmut: te nombro Erpa-ha.
Pronunció estas últimas palabras en forma súbita, casi brusca y los dos se quedaron mirándola con total perplejidad.
A Senmut le pareció que las palabras le llegaban de muy lejos. Una vez más sintió que las alas del destino lo rozaban con la calidez de sus plumas. Buceó en los enormes ojos negros de Hatshepsut como asomado a un abismo peligroso e insondable.
Ella le tocó la frente, los hombros y el corazón, cuyo desenfrenado galope repercutió en sus dedos. Rió, aunque le temblaban los labios.
—De todos modos, lo habría hecho tarde o temprano —afirmó—, pues con la fidelidad con que me has servido has demostrado bien a las claras que eres merecedor de ello. Pero debe ser ahora, hoy, pues no puedo dejar a un plebeyo en mi lugar mientras estoy lejos de aquí. Sé, pues, Erpa-ha, príncipe hereditario de Tebas y de todo Egipto, tú y tus hijos después de ti, por siempre jamás. Yo, Hatshepsut, Bienamada de Amón, Hija de Amón, reina de Egipto, así lo dispongo.
Senmut cayó de rodillas, le abrazó los tobillos y besó sus pies enjoyados, pero el nudo que tenía en la garganta le impidió hablar.
Inmediatamente ella lo abrazó y lo sostuvo apretado contra su cuerpo, rodeándolo con una nube de perfume y de cabello.
—Nadie ha llevado este título tan merecidamente como tú —dijo—. ¡Regocíjate en el amor de tu señor, Senmut! —Lo soltó y se dirigió a Hapuseneb—. Y a ti, ¿qué podría darte? —preguntó—. Pues ya posees todo lo que puede anhelar el corazón de un hombre, y tus antepasados caminaron por Egipto junto a los míos. —Sonrió a esos ojos grises y decididos, y Hapuseneb le devolvió la sonrisa—. Y sin embargo sé bien, Hapuseneb, que lo único que realmente deseas te será negado para siempre, aunque daría cualquier cosa por que no fuera así.
—También yo lo sé, Majestad —respondió con una solemne reverencia—, pero eso no me arredra, Vos sois mi reina, mi dueña. Os serviré mientras me quede un soplo de vida.
—Entonces te ofrezco el cargo de Gran Profeta del Sur y del Norte. Como visir e hijo de un visir, debes saber lo que ello representa.
—Lo sé muy bien —dijo y se inclinó, emocionado—. Es muy grande el poder que me otorgáis. Os prometo que lo usaré con prudencia.
—Entonces, manos a la obra, Senmut, User-amun: pasaremos el resto del día intercambiando ideas con Ineni y los otros. Confiad ciegamente en Ineni, pues sabe incluso más que yo cómo debe gobernarse un país. Y tú, Hapuseneb, concéntrate en las tareas que te he encomendado. Quiero salir de Tebas rumbo a Asuán dentro de cinco días.
Ese atardecer, cuando el Sol se ocultó detrás del horizonte llevándose el calor más intenso y su fuego quedó reducido a algunos jirones encamados en la cresta de las colinas, Hatshepsut y Senmut paseaban a la vera del Lago de Amón y sus figuras se reflejaban en la superficie del agua, fragmentadas por los leves rizos formados por la brisa. Caminaban juntos en silencio, sumidos en sus propios pensamientos, la cabeza baja, las manos de ambos rozándose apenas. Cuando ya casi habían completado una vuelta alrededor del lago, Hatshepsut se detuvo y los dos se sentaron en el césped, junto a la orilla.
—¿Te parece que te quedará tiempo para seguir trabajando en el valle? —le preguntó ella—. Sería maravilloso que, a mi regreso, la primera terraza estuviera concluida. El templo que estás erigiendo para mí ya es una hermosura, Senmut.
—No es más que un espejo —replicó él—, el reflejo de vuestra belleza. Amón no podría pedir más de su dilecta Hija.
Ella bajó la cabeza y se puso a juguetear con las hojas secas y crujientes de sauce.
—Dime, Senmut —musitó, mirando hacia otro lado—: ahora que eres Erpa-ha, un noble encumbrado y príncipe de estas tierras, ¿no piensas tener hijos para que hereden tu título?
Él sonrió en la penumbra, con la cabeza agachada, pero le contestó con seriedad.
—No lo sé, Majestad, pero me parece que no. Para poder tener hijos, primero tendría que tener una esposa.
—Tienes a Ta-kha’et…
—Es verdad. Pero, aunque le profeso un gran afecto, no creo que me case con ella.
—Es posible que cambies de idea con los años. ¿Qué edad tienes, Senmut?
—Hace veintiséis años que estoy sobre la tierra.
Seguía sin mirarlo, estrujando entre sus dedos nerviosos las rizadas hojas.
—La mayoría de los hombres tienen por lo menos una esposa —dijo, con un dejo de vacilación en la voz—. ¿No deseas tener un hogar lleno de hijos?
—Majestad, sabéis de sobra por qué no puedo casarme —la reprendió con ternura, sabiendo que, repentinamente, ella se enfrentaba a un futuro incierto y estaba preocupada por la expedición al Sur—. ¿No sería más prudente elegir otro tema de conversación?
De pronto ella giró y le dijo:
—Sí, conozco bien el motivo pero ¿por qué no me lo dices con palabras? ¿Es acaso porque te he abrumado con demasiadas responsabilidades?
—También conocéis la respuesta a la pregunta que me formuláis. —Sabía cuáles eran las palabras que ella deseaba escuchar. Él deseaba decírselo más que nada en el mundo, pero la cobra brillaba sobre su cabeza y en la garganta llevaba uno de sus cartuchos reales. Le resultaba imposible separar la reina de la mujer.
Hatshepsut echó la cabeza hacia atrás y, extendiendo las manos con las palmas hacia arriba, en gesto de súplica, le insistió:
—¡Dímelo! Y no creas que he tratado de sobornarte con un título para sonsacarte luego esas palabras. Te conozco demasiado bien. Jamás mientes, ni a ti mismo ni a mí. ¡Dilo!
—Muy bien. Os amo. No sólo como mi reina sino como la mujer por la que suspira mi corazón. Os amo. Lo sabíais, y sin embargo me habéis obligado a decíroslo sin tomar en cuenta mi orgullo, pues sois la reina y no me queda otro remedio que obedeceros. Os habéis mostrado cruel conmigo.
—Te equivocas —le respondió—. Debo partir al campo de batalla y tengo miedo, Senmut. Necesito tus palabras para que me sostengan y me abriguen. Las necesito para llevármelas conmigo y que me protejan. Como reina espero recibir tu homenaje, pero como mujer… —Y apoyo sobre su brazo una mano tan leve como la caricia del viento sobre el césped—. Regálame algo tuyo, Senmut.
—Lo que queráis —dijo sin apartar la mirada de los muros del templo, pero Hatshepsut sintió que, bajo su mano, los músculos de ese brazo fuerte se tensaban y luego se aflojaban.
—Si me quito la corona y el cartucho, la cruz egipcia del brazo y el sello de la cintura, y los coloco sobre el césped, ¿me besarás, Senmut?
Giró la cabeza para mirarla y al ver sus ojos, brillantes por las lágrimas, que no se apartaban de los suyos, y el imperceptible temblor de sus labios, tomó ese rostro tan amado entre sus manos y comenzó a acariciarle las tersas mejillas con increíble gozo.
—No —le susurró—. No, Poderosa Señora. Os besaré tal cual estáis, mi Divina reina, alegría de mi corazón, hermana mía. No habrá engaños.
Y con infinita ternura le cubrió la boca con sus labios, saboreando su dulzura y la sal de su llanto, mientras ella le rodeaba el cuello con los brazos y los últimos rayos rezagados de sol se deslizaban de las torres, rebotaban en tierra, correteaban de prisa por entre los árboles y se escondían tras el manto de la noche.