13

Cinco años después de la coronación de Hatshepsut, durante la primavera, Tutmés se durmió una noche y no volvió a despertar. La festividad de Mm ya se había iniciado y Amón había sido transportado desde su templo hasta Luxor para convertirse en el Dios de todos los excesos de la carne. Noche y día, Tebas era un centro tumultuoso donde reinaban la ebriedad y el libertinaje, y el palacio estaba casi vacío por el éxodo de sus habitantes hacia el sur.

Ineni encontró al viejo rey tendido sobre sus almohadones, los ojos cerrados y la boca abierta, sus dientes prominentes ostentando la sonrisa de la muerte. Por un momento quedó atónito contemplando al hombre; al que durante tantos años le había consagrado todas las horas de su vida. Luego giró sobre sus talones y envió a un criado a que fuera corriendo en busca del médico real y los sacerdotes sem y se encaminó hacia los aposentos de Hatshepsut. La encontró preocupada, vistiéndose para los rituales nocturnos, mientras su litera la aguardaba afuera para llevarla a Luxor. Logró ser recibido sólo después de salirse de sus casillas y gritarle al guardia apostado en la puerta, reacción que hizo que éste, azorado, lo dejara pasar raudo sin ser anunciado.

La reina se le acercó con el tintineo metálico de sus pulseras y llamaradas de furia en sus enormes ojos.

—Ineni, ¿has perdido el juicio? Como ves, tengo mucha prisa. ¡Debería hacerte arrestar por esto!

La tensión asomaba en su rostro y en la rigidez de los músculos del cuello. Las celebraciones estaban llegando a su fin y Hatshepsut estaba agotada después de interminables noches de danza. Se quitó bruscamente la corona con la cobra y la sostuvo firmemente entre sus dedos nerviosos, y su criada se le acercó, peine en mano.

Ineni hizo una reverencia, pero no pudo articular palabra.

—¡Habla! ¡Habla de una vez! —lo instó ella, mientras impacientemente comenzaba a golpetear el suelo con un pie—. ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?

Por fin Ineni abrió la boca, temeroso de las palabras que se vería obligado a pronunciar.

Pero por la expresión de su rostro Hatshepsut intuyó parte de lo que tenía que decirle.

—¡Es mi padre! ¿Está enfermo?

Ineni sacudió la cabeza.

—El Dios ha muerto, Majestad. Fue llamado a comparecer ante la Sala del Juicio Final mientras dormía. He mandado avisar a los sacerdotes y al médico. Tal vez Vos deberíais hacérselo saber a su hijo.

Ella se quedó mirándolo durante bastante tiempo y luego giró bruscamente y colocó la pequeña corona sobre el lecho.

Ineni sirvió vino en una copa y se lo ofreció, pero ella no quiso aceptarlo, y él permaneció impotente a su lado, sin saber bien qué hacer.

Un momento después Hatshepsut irguió los hombros y levantó la cabeza.

—Sé que debe haberte resultado muy penoso traerme esta noticia, Noble Ineni —dijo en voz baja—. Te ruego que mandes llamar a mi heraldo y, cuando se presente, lo envíes a Luxor. Es preciso que el Dios regrese y que las celebraciones cesen. ¡Oh, padre mío! —exclamó, de pronto, levantando los brazos—. ¿Por qué tuviste que abandonarme tan pronto? ¡Nos quedaban todavía tantas cosas para hacer juntos!

Ineni partió y, mientras se encontraba en camino, ordenó al mayordomo de Hatshepsut que llamara a Senmut; lo hizo casi sin pensarlo, sabiendo instintivamente que él le brindaría el consuelo que ella necesitaba. Fue entonces en busca del heraldo, y esos corredores sin luces ni voces, que retumbaban con el ruido de sus pasos, le parecieron espantosamente vacíos. De un día al otro Egipto se encontraba sumido en un pantano de incertidumbre. Los pensamientos de Ineni se centraron en el joven Tutmés, quien seguramente se encontraba en ese momento en brazos de alguna de las sacerdotisas sobre el suelo del templo de Luxor. Sintió una opresión en la garganta.

Senmut corrió como nunca lo había hecho antes. La noticia lo encontró medio achispado y alegre, en el momento en que él, Benya y Menkh salían de un despacho de cerveza situado en los suburbios de Luxor. Tenía planeado asistir a las danzas que se llevarían a cabo en el jardín del templo y luego regresar a Ta-kha’et, pero al oír las palabras susurradas por el temeroso y jadeante heraldo, había dejado su jarro a los pies de Benya y comenzado a correr. Sus pies aporrearon pesadamente los tres kilómetros largos que lo separaban de Tebas y avanzó sin cejar, braceando y con la cabeza envuelta en vapores alcohólicos. En el camino se maldijo por no tener su carro, que se encontraba en las caballerizas del palacio; por no tener su barca, que se mecía anclada junto al muelle de la ciudad, y maldijo también a sus portadores de litera, que lo habían abandonado para irse de parranda. Entró casi volando en el jardín privado de la reina y redujo la marcha hasta convertirla en un trote tambaleante, hasta que por fin llegó a las puertas doradas. Hizo una breve pausa para serenar su respiración y calmar sus temblorosas piernas antes de hacerle una seña con la cabeza al guardia y trasponer la puerta.

Ella estaba parada en el centro de la habitación estrujándose las manos. Cuando vio quién era, lanzó un sollozo y corrió hacia él. Cuando ese cuerpo se estrechó contra el suyo, los brazos de Senmut instintivamente la rodearon. Le ordenó a la esclava que abandonara el recinto y, cuando la puerta se cerró tras ella, condujo a Hatshepsut al lecho, la obligó a sentarse y comenzó a acariciarle la cabellera negra y despeinada mientras ella le empapaba el pecho con sus lágrimas.

—Lo lamento tanto, tanto, Majestad —le dijo con ternura, los labios apoyados contra su cabeza.

Ella siguió llorando, y las lágrimas se convirtieron en estremecidos sollozos que la hicieron derrumbarse y a él le resultaron desgarradores. Senmut jamás se había sentido tan impotente; permaneció quieto, apretándola con fuerza, mientras oía que afuera, del otro lado de las puertas, los corredores se poblaban de susurros y de un sinfín de pisadas. Por último la apartó con suavidad, fue hasta la mesa con los afeites y tomó un paño, que mojó con vino y con el que le limpió el rostro. Tenía los párpados hinchados y estaba ojerosa, y las lágrimas se habían abierto camino por entre el kohol, llenándole de pintura las mejillas y el cuello. Senmut la lavó a conciencia y ella permaneció inmóvil, mirándolo inexpresivamente. Luego volvió a acunarla entre sus brazos y le acercó la copa de vino a los labios. Ella bebió dócilmente, dejando escapar cada tanto un leve sollozo. Luego gimió, cerró los ojos y le apoyó la cabeza en el hombro.

—No puedo salir allá —afirmó.

—Debéis hacerlo —replicó él—. Son muchas las tareas que os esperan, y a una reina sólo le está permitido llorar en la intimidad de su alcoba.

—¡No! —exclamó ella—. ¡Era mi padre; mi padre! Oh, Señor Poderoso, ¿dónde está ahora? ¡La Luz de Egipto se ha apagado!

—Vos sois la Luz de Egipto —dijo Senmut con firmeza, casi con severidad—. Vos sois la reina. Sobreponeos a vuestro dolor y demostradles a vuestros súbditos en qué noble metal habéis sido forjada.

Ella sacudió la cabeza y rompió a llorar de nuevo.

—No puedo —repitió. Era un lamento que le brotaba del alma, el lamento de una mujer acongojada que acaba de perder a alguien que le es muy querido. Buscó a tientas entre las cosas que cubrían la mesa—. Aquí están. Éstos son mis sellos y mis cartuchos. Tómalos, Senmut. Yo no abandonaré esta habitación hasta el día en que deba acompañar a mi padre al valle, a su tumba. Ocúpate tú de todos los asuntos que surjan en la sala de audiencias.

Él la escuchó con creciente inquietud, alarmado por ese derrumbe tan insólito en ella. Pensó en el joven Tutmés, que en ese momento se encontraba al otro lado de la puerta. La apartó con rudeza y se puso de pie, obligándola a levantar la cabeza y mirarlo.

—Escuchadme —le dijo, casi a gritos—; y os ruego que lo hagáis con mucha atención. No sois una campesina ignorante y necia que huye a esconderse en la oscuridad de su choza. ¿Acaso vuestro padre os educó tan mal para que en un momento de debilidad destruyáis lo que a él le costó tanto edificar? ¿Deseáis que vuestros enemigos exclamen: «¡Mirad todos! ¡La reina de Egipto se ha quebrado como la caña frágil que siempre sostuvimos que era!»? —Le aferró las manos y la impulsó hacia arriba—. ¡De pie! ¡Poneos de pie en señal de gratitud hacia vuestro padre, quién os entregó el mundo como dádiva! No os dobleguéis ante el peso que ello implica. Allá fuera os aguardan el Sumo Sacerdote y vuestros gobernadores. Y también Tutmés, vuestro hermano. ¿Les mostraréis la imagen de una mujer amedrentada?

Hatshepsut liberó sus manos y se puso de pie de un salto.

—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo? ¡Te haré encadenar y arrojar a un calabozo! ¡Te azotaré con mis propias manos!

Senmut recibió sin amilanarse el antiguo y heraldo fuego de sus ojos llenos de cólera.

Entonces Hatshepsut bajó la vista y cruzó a toda prisa la habitación para sentarse frente al espejo.

—Tienes razón —dijo—. Te perdono tus palabras. ¿Cuántas veces más necesitaré apoyarme en tu pecho, Senmut? Abre las puertas y envíame a mi esclava. Cuando esté lista, hablaré con los que aguardan fuera.

—Fue un gran dios, un gran faraón —dijo Senmut—. Su recuerdo permanecerá sobre Egipto para siempre, mientras Ra, allá en lo alto, lo lleva a su lado en la barca sagrada.

—Sí —respondió ella, con una sonrisa lánguida—. No traicionaré el amor que nos hemos profesado. Fue mi padre, mi protector, mi amigo, y cumpliré su voluntad. Egipto me pertenece.

Senmut se acercó a la puerta y llamó a Nofret. Cuando la muchacha llegó al cuarto, los funcionarios que aguardaban fuera se agolparon tras ella, con intención de seguirla pero Senmut les cerró la puerta en la cara. Se sentó sobre el lecho de Hatshepsut hasta asegurarse de que se encontraba repuesta y, cuando vio que se colocaba la corona en la cabeza con su típico cimbreo, abandonó los aposentos de la reina.

Recorrió vacilante y cansado esos corredores, ahora atestados de gente asustada y silenciosa, rumbo al refugio de su propia cama. Ta-kha’et estaba dormida sobre la estera, junto a la puerta, con el gato acurrucado a su lado, y Senmut no los despertó. Se quitó la ropa y se lavó rápidamente, pero antes de sucumbir al cansancio que amenazaba con hacerlo dormir varios días seguidos, envió un mensaje lacrado a Hapuseneb, que se encontraba asistiendo a las ceremonias que se llevaban a cabo en Buto. «Regresa —rezaba la concisa misiva—. Tu presencia es necesaria en Tebas».

En los setenta días de duelo, Hatshepsut no volvió a derrumbarse. Se ocupó de todos los asuntos relativos al gobierno con frialdad, sin una sonrisa, pero ocultando la intensa congoja que la consumía. Sólo con Senmut se permitía hablar de su dolor, que volcaba inacabablemente en sus oídos, pero sin fomentar un contacto más estrecho entre ambos. Hatshepsut se refugió tras su naturaleza divina y aunque Senmut deseaba más que nada en el mundo poder estrecharla nuevamente entre sus brazos, ella parecía más una distante y fría estrella iluminando la noche que una mujer de carne y hueso.

El día del funeral, ella y Tutmés atravesaron juntos la Necrópolis y se dirigieron a las colinas del desierto. Una vez en la tumba, Hatshepsut se dejó caer sobre el ataúd, desparramando las flores con que ella misma lo había cubierto, en un último gesto desesperado frente a su pérdida. El funeral de su madre había sido sereno y consolador: había emprendido el camino de regreso al palacio prendida de la mano de su padre. Pero en ese momento, en la penumbra de la tumba, rodeada de las cosas que ambos habían compartido, cada una de las cuales llevaba impreso el sello de épocas más felices, le resultó imposible controlarse. Hasta su hermano Tutmés se mostró conmovido, a pesar de sí mismo. Se inclinó torpemente para ayudarla a incorporarse y ella no lo apartó sino que se apoyó en su muelle brazo. Cuando estuvieron nuevamente a la luz del sol, Hatshepsut lo soltó y, sin decirle una palabra, se alejó sola descendiendo deprisa el serpenteante sendero que la conducía junto al resto de la comitiva fúnebre, obligándolo así a seguirla como una sombra.

No encontró ningún consuelo en el palacio, ninguna comida tranquila compartida con un padre que comprendía la necesidad que tiene una jovencita de una palabra, un juego, una broma que borre en ella la congoja y la formalidad de la muerte. Se dirigió a su habitación silenciosa y cerró la puerta con firmeza.

Más tarde elevaré mis súplicas a ti, oh, padre mío, pensó, de pie, en una zona del cuarto bañada por los rayos del sol, mientras se dejaba envolver por ellos y procuraba recuperar la paz. En este momento sólo deseo que todo vuelva a ser como antes.

Se quitó la túnica azul de la mañana y la pequeña corona y se recostó en la cama. Aunque no lo deseaba, se quedó dormida.

En mitad de la noche Senmut fue despertado por un mensajero que venía del norte. El hombre estaba agotado, la ropa ajada y el rostro desencajado. Mientras Senmut levantaba la mecha de la lámpara y se colocaba un faldellín, vio que no le llevaba un rollo ni una misiva.

—Sobre la mesa encontrarás vino y pan —le dijo—. Siéntate y come antes de darme el mensaje.

Pero el hombre declinó el ofrecimiento.

—Soy el primero en llegar del delta —dijo, con la voz ronca por el cansancio—. El mensaje que debo transmitiros es muy breve. Hace tres semanas, Menena abandonó sus tierras y en este preciso instante se encuentra en los aposentos de Tutmés el Joven. Eso es todo.

Senmut dejó escapar un silbido.

—Es suficiente. ¿Estás seguro de que Menena ya ha desembarcado y está en el palacio?

El hombre asintió enfáticamente.

—Lo vi con mis propios ojos.

—Entonces ve enseguida a ver a Hapuseneb, el visir, cuya casa se encuentra a un kilómetro y medio, río abajo. Haz que mis guardias te acompañen y llévale esto. —Buscó con impaciencia en su caja de marfil hasta encontrar el sello de Hapuseneb—. Dile que comparezca sin tardanza ante la reina; yo lo estaré aguardando en el jardín, frente a la puerta de sus aposentos.

El mensajero lo saludó con una reverencia y partió llevándose el sello. Los pensamientos se agolpaban en la mente de Senmut. Era demasiado tarde y, al mismo tiempo, demasiado pronto. Demasiado tarde para que su rema hiciera mucho más que inclinarse ante lo inevitable y, por cierto, demasiado pronto para que ella reuniera y fortaleciera un gobierno que pudiera nombrarla faraón. Sus planes habían sufrido un serio revés.

Parado a la sombra del muro y luego paseándose como un león enjaulado, Senmut aguardaba a Hapuseneb. En cualquier momento esperaba la aparición del antiguo Sumo Sacerdote y sus esbirros, y esa mera posibilidad le revolvió el estómago. Finalmente una sombra más oscura se movió entre los troncos de los árboles. Hapuseneb se le acercó sigilosamente, los ojos más grises que nunca por el reflejo plateado de la luna, y Senmut se apresuró a darle el mensaje.

Hapuseneb lo escuchó sin demasiada sorpresa y no dijo nada. Por último se encogió de hombros.

—No hay nada que podamos hacer —afirmó—. Las cosas no han madurado todavía lo suficiente para ella. No creo que Tutmés abrigue una ambición desmedida. En mi opinión, sólo desea vengarse por todos los años sembrados de fracasos bajo la mirada censora de su padre, y pienso que quedará satisfecho si se asegura el titulo de faraón, con tal de que eso no represente un trabajo excesivo para él. Egipto no sufrirá. Al fin y al cabo, es un jovencito bastante simpático.

—La reina no opina lo mismo.

Hapuseneb rió en voz baja y sus dientes blancos resplandecieron. Luego pasó un brazo alrededor de los hombros de Senmut.

—La reina posee, en ese cuerpo suyo joven y hermoso, la mentalidad de un hombre, y eso le impide tolerar la debilidad en los demás. Pero Tutmés es su hermano y creo que siente algún afecto por él, por leve que sea. Sin embargo, su inagotable sed de placeres le resultará irritante.

Abandonaron el jardín y esperaron frente a su puerta mientras el guardia obtenía el permiso de la reina para dejarlos pasar. Cuando ello sucedió, entraron y se inclinaron ante ella.

Hatshepsut estaba sentada en su silla baja junto al lecho, flanqueada por Nofret y envuelta en un sutil velo de gasa fina. Estaba descalza y su cabello despeinado le caía sobre los hombros.

—Debe de tratarse de algo grave —fueron las palabras con que los recibió—, pues es la primera vez que mis dos amigos no han vacilado en turbar el descanso de su reina. Hablad. Os escucho —dijo, cruzando las manos.

—Tutmés ha mandado llamar a Menena —dijo Senmut—. En este momento se encuentran conversando en los aposentos del príncipe.

Ella asintió.

—¿Y qué más?

Senmut la miró con incredulidad.

—Majestad, ¿entonces lo sabíais?

—Tenía una vaga idea al respecto. Mis espías son tan buenos como los vuestros. ¿Qué es exactamente lo que os preocupa?

Senmut y Hapuseneb se miraron, y fue Senmut quien habló.

—Creo que Tutmés desea ser faraón y que ha hecho regresar a Menena del exilio para que lo apoye en su intento por hacer valer sus derechos al trono. Opino que el clero lo respaldará. Vuestra Majestad no ha reinado suficiente tiempo como para demostrarle a la gente que tiene todas las condiciones necesarias para realizar un gobierno excelente.

—¿Y tú, Hapuseneb? ¿Qué me dices del ejército?

—Majestad, si os decidís por la lucha, provocaréis un gran derramamiento de sangre. Los generales se inclinan por Tutmés porque es varón. El ejército necesita tener a un hombre como comandante en jefe, pero los soldados rasos os profesan verdadera adoración por la habilidad con que manejáis el arco y los carros de combate. También la gente del pueblo apoyará a Tutmés: si bien os venera como la Hija del Dios y su reina poderosa, quiere que un hombre ocupe el Trono de Horus.

—Os estoy agradecida, porque veo que no habéis dudado en enfrentarme con la verdad.

Entonces permaneció sentada e inmóvil durante un rato tan prolongado que los dos hombres se preguntaron si no se habría olvidado de ellos. Pero por último se puso de pie y golpeó las manos.

—¡Nofret! Tráeme las vestiduras reales, las que usé el día de mi coronación. Busca mi peluca, la de las cien trenzas de oro. Consígueme el alhajero y rompe el sello del frasco de kohol de alabastro que me regaló Ineni. —En sus labios se dibujó una mueca de desprecio—. ¡Malditos sean Tutmés y su plañidero descaro! De acuerdo, debo ceder, pero ¡él jamás reinará! El suyo será uno de los títulos más huecos de Egipto. Hasta el mayordomo de Amón y el visir del Norte detentarán más poder que él. ¡Maldito sea! Ya me lo advirtió mi padre; y yo no quise escucharlo. Y mi madre no hizo más que rogar por mi e implorar a Isis que me brindara su protección. ¡Pero yo no necesito nada! ¡Yo soy el Dios! Ya verá Tutmés quién representa realmente a Egipto. ¡Le daré un reino de papel, y eso lo hará sentirse satisfecho!

Senmut y Hapuseneb se inclinaron para saludarla y partir, pero ella les ordenó quedarse.

—¿Por qué os vais? —les preguntó—. ¿Acaso no sois hombres privilegiados, nada menos que los consejeros de la reina? ¡Quedaos y sed testigos de las palabras del traidor Menena!

Con un floreo dejó caer el velo que la cubría y se dirigió al cuarto de baño.

Oyeron que ordenaba que le llevaran inmediatamente a sus aposentos veinte lámparas, comida caliente, flores y el mejor vino que hubiera en el palacio. Antes de que Hatshepsut hubiera emergido del agua, ya las lámparas se encontraban en la habitación y estaban siendo encendidas. El cuarto se transformó en un refulgente e inmenso cáliz: las paredes de plata, el suelo de oro y los biombos pintados con colores vivos quedaron inundados con una luz cálida.

Media hora después ya estaba lista, sentada en su silla dorada frente a una mesa cubierta de alimentos y flores.

Colocó a los dos hombres junto a ella, uno a cada lado.

—No abráis la boca —les advirtió—, y no os pongáis de pie ni os inclinéis para saludar cuando entre mi hermano. Todavía sigue siendo sólo un príncipe y, por consiguiente, súbdito mío. Sirve el vino, Hapuseneb, pero todavía no lo beberemos. Permaneceremos inmóviles y esperaremos. Nofret, llama a mi jefe de heraldos y a mis mayordomos. Haz que vengan también el portador del abanico real y el portador del sello, y que dos miembros del Ejército de Su Majestad monten guardia aquí dentro, uno a cada lado de las puertas. ¡Les enseñaré lo que es enfrentarse a una reina!

No tuvieron que esperar mucho. Minutos más tarde retumbaron pisadas en los corredores y luego se oyó un murmullo de sorpresa al no encontrar ningún soldado custodiando la entrada. Cuando llamaron a la puerta, Hatshepsut hizo un gesto de asentimiento y los dos guardias abrieron las puertas de par en par pero les cerraron el paso con las lanzas. El azorado Sumo Sacerdote y el príncipe vieron surgir ante sus ojos la visión de una habitación tan iluminada que parecía en llamas, repleta de gente que guardaba silencio.

—¿Quién solicita ser recibido por la reina? —preguntó con voz estentórea uno de los soldados.

Tutmés se vio obligado a recitar su nombre y rango con los ojos de todos fijos en él. Una vez más Hatshepsut asintió con la cabeza y los guardias se cuadraron y apartaron las lanzas.

Menena, Tutmés y tres sacerdotes se abrieron paso a empellones por entre la gente que taponaba la entrada y se encontraron ante la reina, rodeada por sus consejeros. Enseguida se sintieron en desventaja. La figura dorada que estaba frente a ellos los contemplaba con frialdad, y los rostros severos de los hombres situados detrás y alrededor de ella parecían reflejar el leve desprecio de aquélla. Menena y los sacerdotes se postraron y quedaron tendidos en el suelo y Tutmés, de mala gana, la saludó con una inclinación y expresión de desconcierto.

Hatshepsut dejó que los acompañantes de Tutmés permanecieran en su incómoda posición de bruces contra el suelo mientras ella le hablaba solamente a su hermano.

—Salud, Tutmés. Has elegido, por cierto, una hora bien extraña para visitarme; así como es extraña la gentuza que te acompaña. ¿Desde cuándo un príncipe de Egipto se codea con un individuo que ha sido condenado al exilio?

El tono de Hatshepsut destilaba un sarcasmo corrosivo, y la corpulenta figura postrada se agitó levemente.

Senmut miró hacia abajo con aversión y cierta dosis de temor. Menena no había cambiado. Tal vez su cuerpo estuviera un poco más marchito y las arrugas de su rostro fueran un poco más profundas pero los ojos no habían perdido nada de su astucia. Senmut no olvidaría jamás aquellas voces fantasmales que secreteaban junto al árbol, y ese recuerdo le produjo un estremecimiento mientras su conciencia volvía a fustigarlo con reproches. Apartó la mirada de la calva del sacerdote y la fijó en el rostro del joven príncipe. Tutmés parecía sentirse muy incómodo de pie frente a Hatshepsut, con las manos trabadas detrás de la espalda, como un escolar obstinado. A Senmut le inspiró cierta lástima ese hombre poco atractivo, que parecía sentirse tan fuera de lugar.

—No he venido para que me zahieras, Hatshepsut —dijo el joven con malhumor—. Nuestro padre ha muerto, y tú sabes tan bien como yo que Menena fue despojado de su cargo por un mero capricho. ¿Por qué no habría de regresar a Tebas si yo mismo se lo he pedido?

—Nuestro padre jamás actuó movido por un capricho —sostuvo Hatshepsut con frialdad—, y no le corresponde al príncipe mandar llamar a los desterrados. Es prerrogativa de la reina.

Sobre la mesa, de la comida caliente se alzaban espirales de vapor y el vino se encontraba servido en copas de plata, pero nadie se movió. Todos percibían el poder concentrado en Hatshepsut, esa voluntad que proyectaba en el recinto una presencia de fuerza casi sobrehumana. También percibieron la empecinada voluntad de Tutmés, reforzada por su Sumo Sacerdote, y contuvieron el aliento y aguardaron.

Tutmés asintió, mientras con el rabillo del ojo miraba a Menena. Deseaba que Hatshepsut les ordenara a los sacerdotes que se incorporaran, pues se sentía mucho más confiado y seguro con Menena de pie a su lado, ofreciéndole un apoyo silencioso. Pero ella siguió sentada, interrogándolo con la mirada, haciéndole sentir que había interrumpido alguna reunión importante que proseguiría en cuanto él partiera. Los hombres que la acompañaban, todos pertenecientes a la nobleza, que habían asistido a la escuela con él, paseaban la mirada por la habitación como si él no se encontrara allí. Estaba furioso y arrepentido, pues las palabras que deseaba escuchar no fueron pronunciadas, así que con gran dificultad se vio obligado a arreglárselas solo.

—Una reina sin un rey puede asumir tales prerrogativas —le respondió él por último—, pero he decidido, hermana mía, quitar de tus hombros un peso tan abrumador. Estoy dispuesto a ocupar sin pérdida de tiempo el lugar que me corresponde como faraón de Egipto.

Aunque nadie se movió, fue como si todos los presentes hubiesen lanzado un gran suspiro de alivio, y la tensión disminuyera. Hatshepsut comenzó a sonreírle y su mirada por fin se ilumino.

Tutmés se cruzó de brazos y separó los pies.

—¿Y bien? ¿Qué tienes que decir al respecto?

—Sé perfectamente por qué estás aquí —le dijo—. Te he estado esperando. ¡Oh, Tutmés, deja de fingir! Y tú, Menena, levántate, lo mismo que los esbirros que te acompañan. No siento la menor simpatía por ti. Nunca me gustaste; pero todo parece indicar que, a fin de cuentas, no me quedará más remedio que soportarte.

El Sumo Sacerdote se incorporó, con el rostro aceitado ardiendo de rubor pero calmo, y le hizo una reverencia.

—Sentaos, todos —dijo Hatshepsut, acompañando sus palabras con un gesto imperioso— y comeremos y beberemos y hablaremos del asunto como corresponde a personas de nuestro rango. Mis consejeros escucharán y expresarán su parecer. Pero tú, Menena, ¡tú no pronunciarás ni una sola palabra!

Cuando se instalaron en los almohadones y Nofret comenzó a servirlos, Hatshepsut levantó su copa.

—Bebed ahora, amigos míos —les dijo a Hapuseneb y a Senmut con una sonrisa y con la mirada atenta. Vació su copa y volvió a colocarla sobre la mesa con un golpe—. Y bien, Tutmés, a ver si te he entendido bien. Deseas ser faraón. ¿No es así?

—No se trata sólo de que lo desee —dijo con petulancia—. Es la ley. El trono de Egipto no puede ser ocupado por una mujer.

—¿De veras? ¿Y qué ley es ésa? ¿El soberano no es acaso la ley, el Bienamado de Maat, la encarnación misma de Maat?

—Nuestro padre fue Maat, y él gobernó como faraón ateniéndose a las leyes. Te convirtió en una reina poderosa, pero no tenía el poder de convertirte en varón.

—Mi padre es Amón, rey de todos los dioses —le respondió ella inclinándose hacia adelante—. Fue él quien me dio la vida y me preparó un trono en Egipto. Fue él quien dispuso que yo fuera faraón desde antes que la noble Ahmose me diera a luz. Y él fue también quien me bendijo con una señal visible el día de mi coronación.

—Entonces ¿por qué no te hizo varón?

—¡Yo soy mujer porque el Poderoso Amón deseaba tener un faraón cuya belleza sobrepasara a la de cualquier otro ser sobre la tierra!

—No puedes cambiar la ley de la tierra —repitió Tutmés con obstinación—. Al pueblo le resultará inexplicable que haya un Horus mujer. Quieren ser gobernados por un hombre; un hombre que ofrezca sacrificios por ellos, que conduzca al ejército al combate. ¿Puedes tú hacer esas cosas?

—¡Desde luego que sí! Como reina soy mujer, pero como faraón gobernaré como un hombre.

—Con tus ridículos argumentos no haces más que confundir las cosas. Lo cierto es que tengo derecho a ocupar el Trono de Horus y me propongo hacer uso de lo que me corresponde por nacimiento. —De pronto los ojos se le iluminaron—. Además, Hatshepsut, si tú reinas, ¿quién te sucederá en el trono? ¿Qué título llevaría tu marido? ¿El de Divino Consorte? ¿Gran Esposa Real del Horus femenino? Y si no tomas esposo, Egipto se verá obligado a buscar un hijo real fuera de sus fronteras para que luego ocupe el trono. ¿Es eso lo que quieres?

La astuta estocada había alcanzado su objetivo. Hatshepsut se echó hacia atrás en el asiento como golpeada por un mazazo.

Senmut y Hapuseneb se miraron con alarma: esa faceta del problema se les había pasado completamente por alto. Hapuseneb apretó los labios y sacudió imperceptiblemente la cabeza, y Senmut supo que la reina estaba derrotada incluso antes de que comenzara a hablar. El amor entrañable que sentía por Egipto le impediría permitir que un poder extranjero ocupara el Trono de Horus, y observó cómo en ese rostro pálido se reflejaba la lucha que se libraba en su interior.

Finalmente respondió, con voz exánime y helada:

—Dime Tutmés: ¿a ti te importa de veras la suerte de Egipto, o sólo piensas en la gloria que implica llevar la doble corona sobre tu cabeza? Pues Egipto representa la razón de mi vida, y mi vocación es estar a su servicio. Tus palabras son sensatas, pero no creo que fueran dictadas por un corazón altruista.

—¡Eres injusta! —protestó su hermano—. Por supuesto que amo a Egipto, y eso es precisamente lo que me lleva a querer desposarte y ascender al Trono Sacrosanto.

—¿De veras? —suspiró en voz muy baja Hatshepsut, respirando contra la cara de Tutmés. Se agachó más todavía para poder mirarlo a los ojos—. ¿Lo dices en serio? ¡Qué noble de tu parte, querido hermano; cuánta generosidad!

—Jamás hemos estado de acuerdo en nada —dijo él, bajando la vista—. Pero tal vez podamos trabajar juntos por una causa común. Nuestro padre envejeció y su mente se perdió en un laberinto de sueños; pero el suyo era el sueño de un anciano para con su hija predilecta, y ahora ya no está entre nosotros. Reconócelo. Hatshepsut: por fin Egipto me necesita.

—¿Y crees que no me necesita a mí? —le replicó ella echándose hacia atrás en su silla—. ¿Dónde estabas tú cuando, día tras día, yo me levantaba al alba para atender los asuntos del reino? ¿Dónde estabas tú las innumerables noches que permanecí insomne en el lecho, pues el peso del gobierno es mi frazada, y la dura piedra de la necesidad es mi almohada?

Sus manos temblorosas aferraban con fuerza los brazos del sillón, en un esfuerzo por recuperar el control.

Senmut tenía tensos todos los músculos del cuerpo y la acompañaba en la amarga decepción de ver morir una ilusión compartida con su padre.

Por último Hatshepsut se hundió en la silla y adoptó una pose meditabunda.

—No importa —dijo con voz opaca—. Haré un trato contigo, Tutmés. Debemos concertar un acuerdo, pues sabemos que ninguno de los dos es tan fuerte como creíamos. Yo construiré contigo y apareceré en público detrás de ti. Te acompañaré al templo y juntos celebraremos las ceremonias del culto; y también compartiré contigo mi lecho real para que Egipto pueda tener un heredero. Así el pueblo quedará satisfecho, pues un varón ocupará el trono. Pero debes dejar en mis manos todo lo concerniente al gobierno.

Menena lanzó una exclamación que sólo alcanzó a reprimir a medias, y ella se giró como un rayo y lo enfrentó.

—¡No te atrevas a abrir la boca, traidor de la confianza del Dios! ¡Pues de lo contrario, en esta misma habitación te arrancaré las insignias de tu cargo y las trituraré bajo mis pies!

Se dirigió de nuevo a Tutmés y le habló con suavidad.

—Sólo así Egipto estará a salvo. Debes admitir que no tienes la menor idea de cuáles son los procedimientos empleados en una corte de justicia y ni siquiera sabes redactar un informe. Yo, en cambio, estoy rodeada de muchos hombres leales que me brindan su consejo. ¿No estás de acuerdo conmigo?

Tutmés contempló con extrañeza ese rostro dulce y sonriente. Había esperado una declaración de guerra, un violento y mortífero estallido de cólera; pero todavía no la conocía bien ni estaba enterado del insondable afecto que sentía por Egipto.

—¿Entonces seré faraón? —preguntó.

—Por supuesto que sí. A ninguno de los dos le queda otra alternativa. Ahora veo con claridad que, en poco tiempo más, el pueblo y el ejército me lo habrían exigido, aunque yo estuviera en desacuerdo. Entonces me habría visto obligada a continuar, pero como Divina Consorte. Así que es mejor que me rinda ante lo inevitable. Iremos juntos al templo yo te daré mi sangre para que puedas colocar la doble corona sobre tu cabeza. ¡Pero no olvides jamás, Tutmés, que yo he ceñido mi frente con ella antes que tú!

Esa humillación gratuita y cruel lo sublevó.

—¡Cómo podría olvidarlo! —le contestó, ofuscado—. Estás convencida de que yo no seré un buen faraón, pero mi padre fue también el tuyo, y en las venas de ambos corre sangre real. ¡Más te vale recordarlo!

—Jamás tuviste sentido del humor, Tutmés —dijo Hatshepsut—. Bueno; comamos y bebamos y luego regresa a tu lecho. Por la mañana enviaré a los heraldos y nos casaremos. Pero tú —dijo mirando a Menena—, ¡procura servirlo con lealtad, pues si no es así, en esta ocasión lo que te espera no es el exilio sino la muerte, y yo misma asistiré a la ejecución y aplaudiré con fervor!

Cuando Tutmés y su cohorte partieron, Hatshepsut recorrió con la mirada a los que la acompañaban en silencio y con expresión adusta.

—Al fin y al cabo, no fue más que un sueño —dijo con pesar—. No pudo ser de otra manera. Ahora bebed todos conmigo, y renovadme vuestro juramento de fidelidad, pues yo os necesitaré tanto como vosotros a mí. ¡Duwa-eneneh!

Su jefe de heraldos se inclinó.

—Haz propagar la noticia con la mayor celeridad posible. Comienza esta noche mismo, pues de lo contrario tal vez cambie de opinión. Hapuseneb, Senmut: ¿os parece que también él cambiará de parecer? ¿Qué intentará meter la nariz en todo lo que yo he hecho?

Se agruparon alrededor de ella y bebieron con un dejo de melancolía, y cada cual expresó sus puntos de vista. Cuando el Sol se elevó en el horizonte, la acompañaron al templo para llevar a cabo los ritos matinales, y ofrecieron sacrificios con ella y ante ella, la reina de Egipto.