12

Atracaron junto al desembarcadero familiar dos días antes de Año Nuevo. El río había recobrado su ancho normal y las tierras zumbaban con las diligencias de la siembra. En los jardines del palacio había brotes nuevos por donde se mirara, y los árboles y arbustos habían empezado a florecer. Para delicia de Hatshepsut, su regreso al hogar fue como un colosal y único aroma de flores combinadas. Soportó los recibimientos formales, feliz de oír los nuevos títulos que se le daban. Saludó a Ineni con una enorme sonrisa y, cuando éste partió con el faraón para ponerlo al tanto de todas las novedades, Hatshepsut llamó a su guardia y a sus asistentes y fue en busca de Senmut.

Lo encontró tendido de espaldas entre la hierba alta que crecía al borde del pequeño estanque ubicado junto a los sicomoros, debajo del muro. Ta-kha’et se encontraba con él, cubriéndole el pecho de flores. Hatshepsut oyó que reían y, para su gran sorpresa, se sintió contrariada. Caminó hacia ellos y, cuando la oyeron aproximarse, Senmut le dijo algo a Ta-kha’et que hizo que la muchacha se alejara deprisa. Entonces Senmut corrió al encuentro de Hatshepsut y se postró ante ella, quien ya no pudo seguir enojada.

—Levántate, sacerdote —le dijo—. Veo que en mi ausencia has empleado muy bien tu tiempo.

El tono era burlón, pero detrás de esa sonrisa Senmut percibió un dejo de irritación y volvió a hacerle una reverencia.

—No he malgastado mi tiempo, Divina Señora, si bien confieso que la magnificencia de vuestro regalo me ha tentado en más de una ocasión a entregarme a la indolencia. —La mirada franca de Senmut buscó sus ojos para tranquilizarla; ella apartó la vista y el fastidio que la embargaba se esfumó—. Tengo algunos bosquejos que aguardan vuestra aprobación.

—Entonces vayamos inmediatamente a verlos, pues estoy impaciente por comenzar y ya sé lo que quiero —replicó ella con tono seco.

Permanecieron un momento sonriéndose mutuamente, contentos de estar de nuevo juntos. Senmut sabía que muy pronto ella se convertiría en regente, pues aunque el faraón no había hecho ningún anuncio oficial, Tebas era un verdadero hervidero de rumores y todos estaban enterados de su coronación como Divina Consorte y Gran Esposa Real. La Cobra que llevaba sobre la frente le sentaba bien, a juicio de Senmut. Parecía simbolizar todas sus capacidades latentes y su fuerza impaciente que aguardaban la oportunidad de expresarse. Senmut también pensó que la doble corona real le sentaría aún mejor. Ella lo miraba con serena felicidad, los ojos entornados por el fuerte sol, el cabello negro flameándole alrededor de la cara. Su mayor apreciación de lo femenino, que le debía en gran medida a Ta-kha’et, le permitió admirar no sólo la belleza de Hatshepsut como reina y Dios, sino la enorme fascinación y ministerio que ejercía sobre él como mujer. Deseaba apartarle el cabello de la cara y sujetárselo detrás de las orejas, pero en cambio se cruzó de brazos y aguardó.

—Condúceme a tus aposentos —le dijo ella— y juntos beberemos vino, comeremos tortas de miel y estudiaremos esos planos.

Fueron a los aposentos de Senmut, donde Ta-kha’et dio la bienvenida a su ama y les ofreció vino tinto en jarros de alabastro, pequeñas copas de oro y una bandeja de plata con dátiles confitados y tortas de miel. Cuando Ta-kha’et terminó con sus tareas Senmut la despidió con aire ausente mientras buscaba sus rollos y sus anotadores de papiro, y antes de que las puertas se cerraran tras ella ya la había borrado de su mente.

—Esto es lo que tengo pensado —dijo, desplegando su trabajo sobre el escritorio.

Hatshepsut se inclinó sobre los dibujos, y su cabello y sus collares cayeron hacia adelante. A pesar de estar tan próximo a ella, Senmut no tenía ojos en ese momento para otra cosa que no fueras esas hojas amarillentas cubiertas por líneas negras y prolijas trazadas por él.

—Como podéis ver, Alteza, no he intentado realizar un proyecto de gran altura pues, como bien dijisteis, ninguna construcción podría competir con los acantilados de Gurnet. Por eso he pensado en una serie de terrazas, una encima de la otra, que partan del suelo del valle y conduzcan al santuario que deseáis hacer tallar en lo más profundo de la roca.

—Has hecho un buen comienzo —dijo Hatshepsut—, pero las terrazas deben ser más anchas y más largas para que no queden comprimidas contra el acantilado. ¡Dibújamelo! —Él obedientemente lo hizo y ella exclamó con satisfacción—: ¡Sí! Todo el templo debe ser etéreo y delicado, como yo.

—No habrá peldaños para llegar hasta él —dijo Senmut—; considero que lo mejor sería una extensa rampa que permita un ascenso gradual. Y debajo de la primera y segunda terraza, y a la entrada del santuario, debe haber pilares, bien espaciados y con mucho aire.

Y con unos pocos trazos rápidos se lo dibujó, y los ojos de Hatshepsut se iluminaron.

—Quiero que haya otras capillas, además de la reservada a mi culto —dijo ella—: una dedicada a Athor y otra a Anubis. Y, desde luego, todo el templo estará consagrado a mi Padre Amón, quien también debe tener su altar.

—¿En la roca? ¿Todos ellos?

—Así lo creo. Haz que tu ingeniero se gane su pan. Ahora sírveme un poco más de vino.

Senmut llenó las dos copas y ambos se enfrascaron en un cambio de ideas sobre el templo, mientras bebían juntos y olvidaban esa hora habitualmente dedicada al reposo.

—Quiero que la obra se inicie inmediatamente: mañana mismo —le dijo—. Llévate una cuadrilla de hombres para que despejen el lugar. Si lo deseas puedes utilizar lo que queda del templo de Mentuhotep.

—La operación de despeje tomará un buen tiempo, Alteza, pues existe una elevación natural del terreno al pie de los acantilados que es preciso nivelar.

—Eso es problema tuyo. Pide lo que te haga falta. Los sacerdotes han aprobado el emplazamiento; yo me ocupé personalmente de ello el mismo día que descubrí ese lugar sagrado, así que no hay nada que nos impida comenzar enseguida. ¡Ya verá mi hermano de lo que es capaz una reina!

De pronto pareció sumergirse en algún pensamiento lúgubre, que le hizo fruncir el ceño y dejar caer sobre las rodillas la mano que sostenía los rollos. Segundos después le lanzó una mirada escrutadora y fría, tan parecida a las de su padre que Senmut reprimió un estremecimiento.

—Dentro de dos días debo ir al templo para ser coronada regente de Egipto —le dijo, pero Senmut no le respondió—. Entonces mi vida cambiará, sacerdote. Muchos de los que hasta ahora se han inclinado con indulgencia ante mí y me han llamado alteza comenzarán a apartar los ojos del rey y a eliminarme de sus pensamientos. Debo comenzar a rodearme, con gran cuidado, de aquellas personas en las que puedo confiar. Personas en las que puedo confiar ciegamente —repitió con lentitud, con expresión meditabunda y con los ojos fijos en él—. ¿Qué te parecería convertirte en mayordomo de Amón?

Durante ese segundo interminable de conmoción y de sorpresa, Senmut recordó de pronto su primer día en Tebas y también al altanero y perfumado siervo de Dios que había escuchado con aire tan aburrido las ansiosas recomendaciones de su padre en su despacho blanco y dorado. Revivió la vergüenza y las ganas de salir corriendo de aquel día y el olor de la transpiración nerviosa de su padre.

—Alteza, no os comprendo —dijo.

—Yo creo que si —dijo Hatshepsut, sonriendo—. Desde el principio te has mostrado discreto. No has titubeado en defender la admiración y la lealtad que sientes por mí y por tu amigo frente al faraón mismo, y no creo que eso fuera nada sencillo. Te necesito en el templo, Senmut, como guardián mío. Amo al Dios, mi Padre, y rindo homenaje a sus servidores, pero no soy estúpida. Todavía soy joven para ser rey y no tengo experiencia. Muchos en el templo no cesarán de vigilarme y temerán perder la posición que ocupan. Te colocaré por encima de ellos, como mayordomo, y me servirás con eficiencia. Estoy segura de ello. ¿Ahora lo entiendes?

Si, lo entendía, pero no podía evitar seguir sumido en la visión de las espaldas de su padre, postrado ante ese hombre de albas y resplandecientes vestiduras, y sus propias manos temblorosas y ásperas por el trabajo en la tierra, extendidas como en una súplica.

—Ya os he dicho antes que sólo vivo para serviros —le respondió—, y eso es lo que haré. Sólo a Vos venero.

—Entonces es asunto arreglado. Haz una buena limpieza en el templo y quita de allí todos aquellos sacerdotes que no te merezcan confianza; y no temas a nadie más que a mí. Preséntame tu informe todos los días a la hora de las audiencias, y te daré un portador de insignias para anunciarte y escribas que te acompañen. Serás el superintendente de los campos, el jardín, las vacas, los siervos, los labradores y los graneros de Amón. ¡Y pobre del que se atreva a enfrentarse a ti!

Senmut siguió mirándola pero ya su mente se encontraba sumida en cavilaciones. La responsabilidad era pavorosa pero Hatshepsut, con su habitual perspicacia, había elegido tareas que él estaba en condiciones de llevar adelante gracias a su experiencia en las faenas del campo. Con respecto a sus obligaciones no explicitadas no tenía la misma certeza de ser competente, pero sabía que nadie en el templo se animaría a sembrar la discordia mientras él ocupara el cargo de mayordomo.

—Sigue viviendo en estos aposentos —le dijo ella— hasta que tomes conciencia de la importancia de tu nuevo cargo. Entonces haré construir un palacio para ti, y tendrás tu propio barco, tu propio carro y cualquier otra cosa que desees.

Senmut le estudió el rostro, pero vio que se lo decía en serio y en la penumbra fresca de la habitación tuvo la sensación de que ella, sin palabras, trataba de comunicarse con él, mientras su rostro seguía ostentando una expresión de serena e insondable búsqueda. Senmut supo entonces que intuitivamente, casi sin saberlo ella misma, necesitaba de aquel muchacho que la había sacado del lago por la fuerza, que había expresado sueños muy similares a los suyos, que como hombre seguía movido por el mismo impulso que lo había llevado a suplicar un lugar a los pies de Ineni. Deseaba decirle que la amaba, que ese templo no sólo sería el regalo de ella al Dios y a sí misma sino también un regalo de amor que él le ofrecía a ella, todo lo que un hombre inferior podía hacer por la mujer que anhelaba tener en sus brazos. Sus ojos sin duda le transmitieron algo de lo que habría deseado decirle, porque ella le sonrió con cierta añoranza.

—En tu interior posees una gran nobleza, Senmut. Te aprecio mucho. ¿Recuerdas cómo me enfurecí cuando me restregaste con aquella vieja frazada raída? ¿Y cómo me quedé dormida contra tu hombro?

—Sí, lo recuerdo, Alteza. Erais una muchachita muy hermosa. Y ahora sois una mujer hermosa.

Lo dijo con aire casual, pero las palabras quedaron flotando en el aire y Senmut se mordió los labios y se puso a contemplar el suelo.

—Yo soy Dios —dijo Hatshepsut con tono categórico, y el hechizo se rompió. Ella se puso de pie—. Ya casi es la hora de la cena. Acompáñame, y comeremos y conversaremos con Menkh y Hapuseneb. Tal vez User-amun se encuentre también allí. Quiero presentártelo. Tengo especial interés en que me digas lo que piensas acerca de todos mis amigos, pues muy pronto es posible que sean más que eso y tu opinión es inestimable para mí. También quiero que conozcas a Tutmés, mi hermano, que acaba de regresar del norte para mi coronación.

También él se puso de pie y le hizo una reverencia.

—Alteza, acaba de ocurrírseme que Senmen, mi hermano, me sería de gran ayuda en mi nuevo trabajo. ¿Puedo mandarlo llamar, y quizá reemplazarlo en casa con un esclavo? Sé que mi padre lo necesita, pero yo creo necesitarlo aún más.

—No hace falta que me lo preguntes siquiera. Elige tú el equipo de colaboradores que convenga más a tus fines. ¿Aprecias a tu hermano?

—Sí. Hemos trabajado juntos con frecuencia.

—¡También yo he trabajado frecuentemente junto a mi hermano! —le respondió ella mientras pasaba caminando junto a él—, y debo confesar que lo encuentro soberanamente aburrido. Pero tal vez tú descubras alguna afinidad con él, pues le fascina hacer construir monumentos, y ya ha embellecido Egipto con unos cuantos.

Hatshepsut aguardó a que él se pusiera a la par y luego echaron a andar por entre las sombras azuladas mientras los criados los precedían con las lámparas. La noche se cerró alrededor de ellos con una dulzura e intensidad acrecentada por las estrellas que acababan de asomarse en el firmamento y que bordaban con diseños plateados el agua de los estanques de lilas, por la brisa cargada de fragancias, y por la proximidad de sus cuerpos.

El día de su coronación, Hatshepsut despertó con el sonido de trompetas y permaneció acostada escuchando esas notas estridentes de los cobres. Había dormido profundamente, sin sueños, y cuando las trompetas callaron, se levantó. La habitación estaba inundada de una luz rosada y cálida. Caminó desnuda hasta el cuarto de baño, donde su esclava ya había llenado la bañera de piedra con agua caliente y perfumada, y descendió los peldaños hasta quedar sumergida hasta el mentón.

—¿Cómo está el día? —le preguntó a la muchacha que se le acercó con jabón y toallas y, mientras la fregaban y le lavaban el cabello, se enteró de todas las novedades.

Era un día diáfano y caluroso, y ya los habitantes de Tebas flanqueaban el camino al templo, mientras los soldados con sus uniformes de gala ocupaban sus posiciones para custodiar la procesión real. Las banderas imperiales flameaban por toda la ciudad y embarcaciones procedentes de Menfis y Hermonthis, Asuán, y Nubia, Buto y Heliópolis, se apiñaban en los muelles con su carga de dignatarios y nobles. Todos los aposentos del palacio estaban ocupados por huéspedes. Los virreyes y gobernadores de las naciones conquistadas llenaban los salones con sus extrañas esclavas y pintorescos idiomas, y por todas partes flotaba un aire de expectativa al que nadie podía sustraerse.

Hatshepsut emergió del agua; permaneció de pie mientras la secaban con toallas y luego se recostó para que la untaran con aceites y la masajearan. Llegó entonces su mayordomo Amunhotpe con el desayuno y su informe matinal. Todo se estaba desarrollando según lo previsto. En la antecámara la aguardaban su peluquera y la doncella encargada de vestirla.

Su padre estaba siendo vestido en sus propios aposentos y, en los departamentos dedicados a las esposas subalternas y concubinas del faraón, Mutnefert revoloteaba de aquí para allá, comiendo nerviosamente, sus alhajas desparramadas sobre el lecho mientras trataba de decidir cuáles usaría. Ya se encontraba repuesta de su decepción. Incluso aunque ello no hubiese ocurrido, la celebración que tendría lugar ese día era de una magnitud tal como para que nadie importante quisiera perdérsela, y una vez más ella estaba dispuesta a hacer las paces. Tutmés, su hijo, se encontraba sentado en su propio departamento pequeño, hablándole a su escriba. Durante los meses de forzoso recorrido por el norte había tenido tiempo más que suficiente para meditar y decidió que no ganaría nada con enfurruñarse y sumirse en un silencio enconado. Él, como su madre, había depuesto su amargura; pero, a diferencia de ella, el joven Tutmés aguardaba su oportunidad. El viaje lo había cambiado. Esa sucesión de días ardientes, siempre en movimiento, lo había librado de buena parte de su gordura; y el hecho de estar alejado de su madre, sus mujeres y sus manjares exquisitos, le había permitido cultivar una peligrosa paciencia. Habían logrado bloquearle el camino, pero eso no volvería a ocurrir. Esperaría, durante años si fuera necesario, pero sería faraón. Su hermana no podría impedírselo. Cavilaba sobre todas estas cosas incluso ese día, el de la coronación de sus hermana. Pero si antes su rostro era un fiel espejo de sus sentimientos, en cambio ahora conversaba cortésmente con el escriba mientras sus pensamientos se encontraban en otra parte.

Hatshepsut estaba sentada, cubierta con una túnica suelta, mientras la peinaban y le estiraban el cabello hacia atrás y luego se lo apilaban sobre la cabeza para que la corona le encajara con facilidad. En realidad debería haber permitido que la afeitaran, como lo hacían todos los faraones, y recibir la corona con la cabeza rapada, pero se había negado a hacerlo y su padre había consentido en que conservara esas gruesas trenzas negro azabache que la peluquera en ese momento se enroscaba alrededor del brazo. Hatshepsut se contempló en el espejo de cobre bruñido mientras le aplicaban los afeites, y lo que vio la complació: una frente amplia y despejada; cejas rectas que estaban siendo extendidas con kohol hasta las sienes; ojos grandes y almendrados, con una expresión de profunda serenidad y sabiduría que le devolvían la mirada con aire crítico; una nariz delgada y recta; una boca sensual y voluble que siempre parecía a punto de sonreír. Pero el mentón la traicionaba: era un mentón cuadrado, enérgico, obstinado, inflexible, que denotaba la existencia de una voluntad indómita y una incontenible sed de poder. Cerró los ojos mientras se los rodeaban con kohol, y sus pensamientos volaron hacia sus antepasados y los dioses que la habían bendecido con el rostro más hermoso del mundo. No sonrió cuando volvió a abrir los ojos y vio la imagen reflejada, dorada por el cobre, oscura y misteriosa, con sus finos huesos puestos en evidencia ahora que le habían apartado el cabello de la cara. La imagen la contempló fijamente, y era la de una desconocida burlona y arrogante.

La transportaron al templo en una gran litera, sentada en un trono de respaldo alto; su portador de abanico, de pie junto a ella. Por sobre su exquisita cabeza se balanceaban las plumas de avestruz y la multitud, atónita, alcanzó a vislumbrar su cuerpo, recubierto de oro fundido, antes de postrarse sobre la polvorienta orilla del camino. Cuando se incorporaron, sólo alcanzaron a ver el brillo del sol sobre su cabello y el respaldo del trono. Detrás de ella avanzaban a pie los miembros más encumbrados de la nobleza: Ineni y su hijo; el visir del Norte y su hijo, el serio y augusto Hapuseneb; Tutmés, y el corpulento visir del Sur, conversando animadamente con el bromista User-amun. El joven Djehuty de Hermópolis caminaba con arrogancia, sin mirar a derecha ni a izquierda, y detrás de él Yamu-nefru de Nefrusi, envuelto con el manto de los nobles, un joven apuesto y orgulloso. Los adinerados terratenientes, los viejos y los nuevos ricos, desfilaban lentamente cubiertos de joyas y de telas costosas. Detrás de ellos caminaba Senmut, con una peluca larga y sus nuevas vestiduras hasta los tobillos. Ta-kha’et se había ocupado de adornarle cuidadosamente la cara con afeites y ungirle el cuerpo con aceite perfumado, pero todavía no ostentaba las insignias de su nuevo cargo y, por tanto, no era precedido por un portador de insignias. Aunque llevaba la cabeza echada hacia atrás mientras su mirada se perdía entre la gente, no sonreía, pues sus pensamientos estaban centrados en la Diosa fulgurante y pintada sentada sobre el trono elevado que avanzaba delante suyo. Tan grave y remota era la expresión de su rostro, que la plebe lo tomó por un noble.

Las macizas puertas del templo se encontraban abiertas y el Sumo Sacerdote, revestido con una piel de leopardo y plumas, los aguardaba con sus acólitos. La litera se detuvo y, cuando Hatshepsut descendió de ella, cada movimiento suyo era una nube de destellos dorados. Mientras observaba acercarse a su padre, permaneció inmóvil como una piedra. Sobre ella se cernía la enorme estatua de su padre, y los sacerdotes se apiñaban más allá, en el patio exterior, mientras el humo de incienso se elevaba sin cesar del templo. Tutmés le ofreció el brazo, ella se lo tomó y entraron juntos al templo, precedidos por el Sumo Sacerdote, mientras detrás de ellos los nobles se arremolinaban y colmaban el patio interior.

Las puertas del santuario habían sido abiertas de par en par, y todos estiraban la cabeza para poder lograr un atisbo, por fugaz que fuera, del Poderoso Amón. El faraón se adelantó, caminó hacia el Dios, se postró sobre el suelo de oro y colocó las insignias reales a sus pies. Sus palabras resonaron con intensidad.

«Heme aquí en vuestra presencia, oh rey de todos los Dioses, postrado a vuestros pies. En recompensa por lo que he hecho por Vos, os suplico otorguéis Egipto y la Tierra Roja a mi hija, Hija del Sol, Maat-Ka-Ra, que vivirá por siempre, como lo habéis hecho conmigo».

Se puso de pie y se hizo a un lado, haciéndole una seña a Hatshepsut con los ojos.

Entonces fue ella quien se postró y avanzó hasta el Dios arrastrándose por el suelo. Las baldosas de oro martillado olían a incienso, a flores y a polvo. Pensó en el Dios, en su belleza, en su providencia y, a medida que se acercaba a sus pies comenzó a elevarle una plegaria en voz baja. El silencio de los nobles postrados y atentos era tan profundo que era posible escuchar la respiración de cada uno, incorporándose a esa atmósfera cargada de incienso. Por último, los dedos de Hatshepsut tantearon los pies del Dios y permaneció tendida boca abajo ante él, con la mejilla contra el suelo y los ojos cerrados hasta recuperar las fuerzas.

Levantó la vista con la misma zozobra de quien implora una gracia.

—¡Muéstrame tu beneplácito, oh Amón, rey del mundo entero! —exclamó, y su voz reverberó contra el techo de plata.

En el recinto se oyó un siseo grave, como solicitando silencio, y nadie se movió. Todas las miradas estaban fijas en Amón, mientras el humo de los turíbulos le envolvía el rostro.

Senmut quedó atrapado por la creciente excitación reinante. Desde el lugar que ocupaba, en el extremo posterior del atrio, sólo alcanzaba a vislumbrar la cabeza del faraón y la del Sumo Sacerdote. No veía a Hatshepsut pero sí al dios sentado en su trono, con expresión remota y algo fría, y Senmut no pudo apartar la mirada de su efigie dorada. Un temor supersticioso se apoderó de él, suscitado no tanto por la presencia del dios sino por la actitud hierática y expectante de la gente, y de pronto deseó encontrarse lejos de la influencia de un dios capaz de mantener a sus fieles inmóviles, en un estado de total estupidez, aguardando algún tipo de señal prodigiosa.

Súbitamente de las gargantas de todos surgió un clamor que fue creciendo al ver que Amón, lenta, majestuosamente, con infinita gracia, inclinaba su áurea cabeza. Senmut sintió que las palmas de las manos se le empapaban con un sudor pegajoso y un escalofrío le recorría la columna, pero ya todos los presentes se encontraban de pie, bailoteando de alegría. Por encima del alboroto, oyó el sonido de las castañuelas y los sistros. Cuando el ruido se fue acallando y los ánimos se tranquilizaron, trepó al pedestal de un pilar, lo cual le permitió encontrarse algunos centímetros por encima de los demás. Entonces la vio, parada, pálida y triunfante a los pies del Dios, mientras Tutmés gritaba:

«A esta hija mía que os venera, que está unida a Vos, mi bienamada, le habéis conferido el mundo, se lo habéis colocado en las manos. ¡La habéis elegido reina!».

Cuando Buto y Nekhbet, Diosas del Norte y del Sur, se adelantaron con andar silencioso llevando entre ambas la doble corona, Hatshepsut cerró los puños y las palabras de su padre la siguieron martillando en la cabeza. ¡El mundo! ¡El mundo! ¡El mundo!, pensó exultante, así que cuando las diosas le hablaron de la corona roja del Norte y de la corona blanca del Sur, ella casi no les prestó atención. A Vos, poderoso Amón, y a Vos, Poderoso Tutmés, Amado de Horus, os ofrezco mi gratitud, exclamó en su interior. Sintió entonces el peso de la doble corona sobre su frente y, al levantar una mano para sujetársela vio a Senmut, un poco más alto que los demás, abrazado a un pilar, y los ojos de ambos se encontraron y se fusionaron por un instante. Eso la sacudió y le permitió salir de su ensimismamiento y seguir el resto de la ceremonia con la debida atención, mientras trataba de sofocar el estallido de triunfo que la embargaba.

Desde las profundidades del santuario tronó la voz del dios; el segundo prodigio del día:

«¡He aquí a mi Hija Viviente, Hatshepsut! ¡Contempladla, amadla y regocijaos en ella!».

De nuevo Senmut se estremeció: no deseaba servir a ese dios sino sólo a la Hija de ese dios. Se bajó del pedestal y se sentó con la mirada fija en el suelo mientras la ceremonia se aproximaba a su fin.

Rociaron a Hatshepsut con agua, que le refrescó la cansada nuca y le cubrió de brillo los pies. Luego le colocaron sobre los hombros el pesado manto ceremonial bordado con piedras preciosas y Tutmés le entregó el Cayado y el Desgranador. Ella aferró esos símbolos reales con fuerza, casi con ferocidad, los nudillos blancos al apoyárselos contra el pecho.

Luego, Tutmés la condujo al trono, debajo del cual asomaban el Loto Azul del Sur y el Papiro del Norte, y Hatshepsut tomó asiento con mucho cuidado.

El jefe de heraldos comenzó a proclamar sus títulos: Divinidad de las Diademas, Favorita de las Diosas, Aquélla Cuya Frescura Jamás Se Marchita, Horus, Que Vivirá por siempre, Maat-Ka-Ra, que Ostenta la Vida Eterna. Y una vez más le repitió, uno por uno, los títulos de su madre que le habían sido conferidos en Heliópolis. Había concluido y estaba a punto de saludarla con una reverencia y alejarse, cuando Hatshepsut levantó una mano y se hizo un silencio cargado de alarma.

—Todos esos títulos me pertenecen por el derecho que me otorga mi nacimiento divino —afirmó, con voz clara y fría—. Pero deseo cambiar mi nombre. Hatshepsut, la principal entre las Mujeres Nobles, es adecuado para una princesa, pero ya soy una reina. De ahora en adelante me llamaré Hatshepsut, La Primera entre las Favoritas.

Senmut rió para sus adentros cuando ella inició su procesión ritual alrededor del santuario, con la espalda bien erguida y movimientos lentos por el peso de la corona y del manto que barría el suelo dorado. ¡Qué típico de ella, de su desafiante pequeña princesa, seguir proclamando su superioridad a los cuatro vientos y delante de los dioses!, pensó.

Se escabulló del atrio y partió en busca de Benya, quien había decidido irse a pescar, al dar por sentado que el río estaba desierto. Senmut tuvo la sensación de que éste sería su último día de libertad y, si bien le entusiasmaba la perspectiva de su nuevo trabajo, contemplaba con nostalgia una juventud a punto de concluir y todos los ratos libres de que había disfrutado, dones más preciosos que el oro.

Los festejos se prolongaron durante toda la noche. Los habitantes de la ciudad bailaban y bebían por las calles y entraban y salían sin cesar de sus casas y sus tiendas hasta el amanecer. En el palacio, el tropel de invitados colmaba los salones y se desbordaba a los jardines. De todos los árboles colgaban lámparas y sobre el césped se habían colocado sillas y almohadones para que todos pudieran disfrutar de ese cálido aire primaveral. Hatshepsut, Tutmés y los nobles que los visitaban se encontraban sentados en el estrado, rodeados de flores; Senmut fue colocado entre los hombres jóvenes: Menkh, Hapuseneb, User-amun, Djehuty y otros, quienes bebían, solicitaban canciones, aplaudían y gritaban exacerbadamente y comían sin cesar. Senmut terminó de comer pronto y se echó hacia atrás para contemplar a todos los presentes; y ese otro ser que habitaba en él quedó serenamente complacido al observar las bufonadas de cientos de otros comensales. Había caído en un estado de arrobamiento cuando Hapuseneb arrimó su silla.

Estaba muy perfumado, pues su cono se había derretido y le había untado el ancho pecho con un reluciente y aromático aceite, pero no estaba bebido. Sus ojos serenos y grisáceos miraron a Senmut con expresión cordial.

—Me he enterado de que ocupas un nuevo cargo, Senmut —le dijo.

Senmut hizo un leve gesto de asentimiento. Todavía no se sentía del todo cómodo junto a ese muchacho calmo y controlado, así que se intranquilizó y se puso a la defensiva, sin saber cuáles serían sus siguientes palabras.

—Tú y yo debemos acostumbrarnos a trabajar en estrecha colaboración —siguió diciendo Hapuseneb en voz baja—, pues también yo sirvo a la reina con devoción y le he ofrendado mi vida. Mi padre está muy enfermo y le queda poco tiempo de vida —dijo, y Senmut no pudo evitar que su mirada se dirigiera fugazmente a la mesa instalada sobre el estrado, donde el noble mandatario bebía copiosamente—. Muy pronto yo deberé asumir el cargo de visir del Norte, lo cual significa que tendré que viajar casi constantemente para el faraón y no siempre me encontraré cerca si mi presencia llegara a ser necesaria.

Este hombre sabe algo que yo ignoro, pensó Senmut, preocupado. Hapuseneb seguía mirándolo y sonriendo, pero Senmut sabía que estaba siendo evaluado con mucha atención.

—El joven Tutmés ha comenzado a cartearse con Menena, el que fue expulsado de su cargo por el faraón. No estoy demasiado seguro de lo que ello significa; el tiempo lo dirá. Pero a ti, bienamado de la reina, te ofrezco mi servidumbre, mis mensajeros y mis espías, a fin de que si yo me encontrara ausente hagas uso de sus servicios como lo haría yo mismo. —Levantó la vista y contempló a Hatshepsut, sonriente con su doble corona, y luego su mirada volvió a Senmut—. Mientras el faraón esté con vida, ella está a salvo. ¿Necesito decirte más?

Senmut sacudió la cabeza con vehemencia y se preguntó si a ese joven aristócrata le habría costado mucho confiarse a él y hacerle semejante ofrecimiento. Hapuseneb no aguardó su respuesta sino que disimuladamente alejó su silla y comenzó a conversar con User-amun. Senmut tuvo la inquietante premonición de que muy pronto su vida estaría llena de complicaciones y que tendría que moverse con enorme cautela. De pronto se sintió muy cansado, anhelando su cama y la calidez del cuerpo de Ta-kha’et, así que abandonó el salón antes de que la fiesta hubiese terminado.

Hatshepsut lo vio alejarse, pero en ese momento aparecieron las bailarinas keftianas, que habían sido especialmente invitadas a agasajar a los presentes, y eso le impidió ir tras él.

Fue así como Hatshepsut se convirtió en reina. Tutmés acariciaba la ilusión de pasar los últimos años de su vida conversando sobre los viejos tiempos y jugando a las damas bajo los árboles del jardín con pen-Nekheb, su viejo camarada de tantas campañas militares. También deseaba hacer inscribir en sus monumentos los últimos mandatos de su reinado, para legarlos a la posteridad. No le atraía en absoluto la posibilidad de prolongar su vida terrenal. Se sentía cansado, magullado por viejas batallas y desgastado por el peso de tantos años de gobierno. Sólo deseaba comparecer en paz ante el Dios. Si tenía algún remordimiento de conciencia al pensar en la muerte de su hija mayor, por cierto que no lo demostraba y tampoco se preocupaba demasiado por el hijo varón que le quedaba. Se tranquilizó diciéndose que había hecho todo cuanto estaba en su poder para asegurar el futuro de su país dejándolo en las hábiles manos de su hija, y que Tutmés el Joven se contentaría sin duda dedicándose a satisfacer su sed de placeres.

Durante varios meses Hatshepsut acompañó a su padre todas las mañanas a rendirle homenaje a Amón y, más tarde, a la sala de audiencias, donde el faraón recibía informes, impartía instrucciones a los gobernadores, solucionaba desacuerdos. Su coronación pareció liberar un torrente de fuerza en Hatshepsut, quien pasaba incansablemente de una tarea a la otra con la velocidad de un rayo y mostraba una exigencia fanática para consigo misma y los que la servían, haciendo que la aureola de poder que la rodeaba se convirtiera en algo casi tangible.

Cierta tarde, el padre de Hapuseneb murió en el curso de una partida de caza, y éste fue nombrado visir del Norte y abandonó Tebas inmediatamente para realizar una gira por sus provincias. Senmut estaba más que atareado con sus nuevas responsabilidades en el templo, que debía repartir con viajes apresurados al valle, donde ciertos esclavos realizaban su pesada faena, y Benya sudaba y maldecía bajo el sol abrasador, mientras el hueco en la superficie de la montaña se hacía cada vez más grande: era el primer santuario.

Hatshepsut asistió a la ceremonia de Tensión de la Cuerda. Sostuvo entre sus manos una soga pintada de blanco mientras se medían y marcaban los límites de su monumento y se colocaba la primera piedra. En ese primer año frenético no olvidó su promesa a Athor y a los demás dioses cuyos templos en ruinas había contemplado en ocasión de su viaje río arriba, y encomendó a Ineni que se ocupara de su reconstrucción. Cuando Hapuseneb —que tiempo antes había sido también arquitecto— regresó del Norte, Hatshepsut le pidió que excavara otra tumba para ella en el valle de los reyes, pues la de pequeñas dimensiones que su padre le había asignado ya no estaría acorde con su dignidad de reina.

Pero dejó en manos de Senmut todas las obras de su valle. Cada vez que podía escapar del palacio cruzaba el río y, sentada en lo alto de las rocas, bajo el baldaquín, se quedaba contemplando a esos hombres que se deslomaban como hormigas gigantescas y que, poco a poco, levantaron la primera pared de la primera terraza: el Muro Negro de Athor. Por la noche soñaba que la obra había sido completada y que ella dormía en sus recintos misteriosos bajo un sol blanco y resplandeciente.

Sabía que no había nadie como ella en todo el mundo, y su majestuoso aislamiento espiritual llenaba de temor reverente a todos los que la servían. Al verla florecer, su padre se sintió invadido por una soñolienta satisfacción y muy pronto dejó que Hatshepsut se ocupase sola del gobierno, si bien con frecuencia ella le solicitaba consejo, para lo cual se le acercaba caminando por el césped aprovechando el frescor de la tarde, se sentaba a sus pies y se ponían a conversar de cosas inconexas. A menudo ella invitaba a Senmut a que la acompañara y Tutmés, que tenía muy buena opinión de ese joven arrogante, siempre le ofrecía una cordial bienvenida.

Ahora que era reina, Hatshepsut se negó, casi histéricamente, a ocupar los aposentos que pertenecieron a Neferu. Y también rechazó los de su madre. Así que se estaba haciendo edificar un nuevo palacio, comunicado con el viejo por medio de muchas avenidas amplias y atrios. También ordenó que redecoraran los aposentos de Neferu para poder tener a Senmut más cerca.

Senmen llegó del campo, cohibido y tímido, con su atuendo de lienzo tosco y su tonada provinciana. Senmut lo alojó en sus antiguos aposentos, donde cayó desplomado como un zorro del desierto, atónito al ver que su hermano se había vuelto tan hermoso y poderoso como un dios. Senmen permaneció allí hasta lograr habituarse al palacio.

Hatshepsut vio como su padre engordaba y se aletargaba, a pesar de que sus ojos retuvieran aún aquel antiguo brillo que tanto temor suscitaba en todos. Solía emplear el tiempo en que no dormitaba en partidas de damas con pen-Nekheb, en las que por lo general salía vencedor, y en pequeñas caminatas, para luego volver a comer, beber y dormir. Hatshepsut también observaba con atención a su hermano Tutmés. Convertido ya en un hombre tranquilo y rechoncho, parecía estar volviéndose más fuerte, como si le chupara la vida a su padre. No era que Tutmés fuese un gato que de pronto se transformara en un leopardo. Externamente seguía siendo el muchacho perezoso y afable que reaccionaba con irritación instantánea frente a las pullas de su hermana. Pero parecía estar en todas partes: en el templo, en las festividades, recorriendo la ciudad conducido en su carro. Hatshepsut no entendía por qué todo eso le provocaba tanta aprensión, sobre todo cada vez que lo descubría mirándola fijamente con ojos inexpresivos y una leve sonrisa en los labios. Pero redobló sus esfuerzos por aprender, por comprender, por saber todo lo que ocurría en su reino.