11

El primer día de Mesore, Hatshepsut y su padre iniciaron su travesía. Era un glorioso día de invierno, cálido pero con una leve brisa; el cielo había perdido ese aspecto implacable y ardiente del verano y parecía saludarlos, diáfano, luminoso y azul. Los gallardetes azules y blancos flameaban alegremente en ambos mástiles y la proa dorada se apartó del muelle y hendió el agua.

Hatshepsut y el faraón permanecieron de pie, muy juntos, viendo alejarse la ciudad. A sus espaldas, el desayuno los aguardaba en la cabina cubierta, cuyos laterales de tela habían sido recogidos para que la pareja real pudiera disfrutar del panorama mientras comía; pero ninguno de los dos tenía todavía suficiente apetito como para abandonar la proa.

Hatshepsut lanzó un suspiro, un suspiro de puro gozo. Era la primera vez que salía de la ciudad, así que todo lo que veía era nuevo para ella. Se sentía excitada como una criatura frente a la perspectiva de lo que le depararían los días venideros: celebraciones y deleites informales, interminables horas junto a su padre contemplando ese Egipto que se deslizaba junto a ellos, observando las estrellas mientras la barca la mecía hasta adormecería.

Tutmés se sintió satisfecho al ver los labios entreabiertos de su hija, el brillo de sus ojos, sus manos bronceadas aferradas a la barandilla del barco. Él, por su parte, se encontraría libre por un tiempo de informes, abogados y disputas mezquinas en las Cortes de Justicia; Ineni y sus Visires serían quienes deberían sudar bajo el peso del gobierno. Afirmó bien los pies sobre cubierta y echó la cabeza hacia atrás, olisqueando el aroma de la brisa. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que abandonara Tebas para hacer la guerra o visitar sus monumentos. Estaba tan excitado como su hija, impaciente por mostrarle las incomparables delicias de esa tierra que era un verdadero regalo de los dioses. Cuando finalmente se dirigieron a la cabina para desayunar, ya la ciudad había quedado bien atrás y el río serpenteaba plácidamente por entre campos anegados y grandes extensiones de palmeras empapadas que se recortaban contra el cielo. Comieron con ganas, riendo alegremente por cosas sin importancia y reclinándose en sus almohadones para saborear el vino. Cuando volvieron a salir a cubierta para instalarse en las sillas ubicadas bajo el toldo, el río describía una gran curva hacia el este y los acantilados habían comenzado a alejarse de ellos y a perderse nuevamente en el desierto.

—Dentro de un día regresarán —le comentó Tutmés—. Nunca se apartan demasiado de nosotros y es bueno que así sea, pues esos riscos hacen las veces de muchas divisiones de soldados y nos protegen con gran eficacia de las tribus nómadas del desierto. En tres o cuatro días más llegaremos a Abydos, el más sacrosanto de los lugares, pero no deseo desembarcar allí. Echaremos anclas y tal vez pasaremos la noche, pero luego proseguiremos viaje.

Ella no respondió, concentrada como estaba en la contemplación del panorama de su reino que se desplegaba ante sus ojos como un colosal rollo de papiro.

Al atardecer del cuarto día llegaron a Abydos. El sol comenzaba a hundirse detrás de la pequeña aldea y Hatshepsut no alcanzó a distinguir gran cosa. Pero cuando Ra desapareció por completo y el firmamento se volvió azul oscuro, ataviado ahora con una luna alta y nacarada y algunas estrellas tempranas, pudo divisar los techos blanquecinos de los edificios ocultos tras las palmeras y, más allá, los pilones y columnas de un templo. Las construcciones pálidas y fantasmales y los brazos oscuros de los árboles que se interponían en el camino la hicieron sentir un poco sola.

—Ésta es la sacrosanta ciudad de Abydos, donde se encuentra la cabeza de Osiris —le dijo Tutmés—. Así como tu madre me amó, así amó Isis al Dios y se ocupo de reunir las distintas partes de su pobre cuerpo despedazado que habían sido diseminadas por los confines de la tierra. Yo he construido aquí pero no nos demoraremos en este sitio: Abydos no queda muy lejos de Tebas, así que ya tendrás oportunidad de conocerla mejor. Ahora me iré a la cama. Por la mañana llevaremos a cabo las ceremonias en honor a Osiris y luego zarparemos nuevamente.

Le besó la frente fresca y se alejó a grandes trancos, pero Hatshepsut todavía no había satisfecho su sed de embriagarse con la visión de la noche. Permaneció donde estaba, reclinada sobre la borda, contemplando los reflejos de las luces de popa que centelleaban sobre la superficie calma y aceitosa del agua. Se puso a reflexionar acerca del asesinato del Hijo del Dios Sol y la devoción de su amante esposa Isis, y luego hizo un recorrido circular por toda la cubierta, en cuyo transcurso oyó los ronquidos de su padre y el rumor apagado de conversación y de risas que flotaba sobre el río desde los esquifes de la servidumbre. Sólo cuando el silencio se hizo total, partió rumbo a su lecho.

En la mañana fresca del nuevo día, todos se congregaron en la orilla y ofrendaron un solemne sacrificio a Osiris. Pero el estado de ánimo reinante era alegre y cuando la ceremonia concluyó todos se apresuraron a embarcarse y reiniciar la travesía, felices de encontrarse nuevamente en camino. Hatshepsut había dormido profundamente, sin sueños, despertando con el canto de los pájaros y el aire fresco que fluía como vino por su camarote. Ella y Tutmés se sentaron frente a frente a la mesa y comenzaron a desayunar mientras los marineros empujaban con sus pértigas la embarcación hacia el medio del río y volvían a desplegar las velas. El viento era favorable y los paños lo engulleron como si se tratara de un pez. Desde popa se oyó una orden perentoria del capitán, y el golpeteo de pies descalzos que corrían por cubierta se fusionó armónicamente con el aroma a pescado fresco y a huevos de ganso calientes. Hatshepsut había notado la existencia de ruinas unos tres kilómetros al norte de la ciudad y se lo comentó a Tutmés, quien frunció el ceño.

—Eso fue antiguamente el Templo de Khentiamentiu, el Dios-Chacal de Abydos —gruñó—. Ahora yace abandonado, sin que haya quedado piedra sobre piedra, y los animales salvajes lo han convertido en su morada. ¡Asquerosos y deleznables hicsos! Han transcurrido muchos hentis desde que abandonaron Egipto, empujados hacia el norte por la santa ira de nuestros ilustres antepasados. Pero los estragos y los destrozos que causaron les sobreviven.

—Khentiamentiu —repitió Hatshepsut—. Sin duda fue un dios poderoso para la gente de Abydos. Reconstruiré el templo para ellos, creo, y también para él.

Tutmés la miró sorprendido.

—¿De veras? ¡Me alegro! Yo he hecho todo cuanto me ha sido posible, pero los santuarios vacíos pueblan Egipto por doquier como cáscaras huecas y la gente sigue lamentando su pérdida. Dentro de cinco días te mostraré otras ruinas, Hatshepsut. Pero allí será preciso que te aproximes a ellas para oír lo que esa diosa tiene que decirte. Se trata de Athor, y de su templo de Cusae no queda más que una maraña de yerbajos y arbustos secos.

Siguieron navegando, y el paisaje no cambió: una extensión de arena amarilla y enceguecedora entre las orillas y los acantilados y, de vez en cuando, algún camino solitario que corría hacia las colinas y se perdía en el ardiente desierto.

Al cabo de cinco días llegaron a un camino que parecía descender en línea recta hasta el río. El faraón ordenó echar anclas y bajar las literas. Mientras aguardaban, señaló hacia tierra adentro.

—Cusae está justo detrás de los acantilados —dijo—, y este camino solía ser utilizado por los lugareños para llegar al río. En la actualidad no es muy transitado, pero he estado pensando en apostar un destacamento de tropas allá arriba en las colinas, pues algunos bandoleros y hombres del desierto han comenzado a introducirse subrepticiamente hasta aquí, y la vida ya no es segura para los que siguen aquí.

El faraón y Hatshepsut se instalaron en sus respectivas literas y así se inició una marcha de más de seis kilómetros. Iban precedidos y seguidos por cuatro integrantes del Ejército de Su Majestad, cuya mirada escrutaba sin cesar las crestas de los acantilados para tratar de descubrir cualquier vestigio de movimiento; pero en el horizonte todo permaneció en calma, salvo por algunas aves que volaban en círculos a gran altura, demasiado lejos como para ser identificadas.

Durante el verano ese trayecto habría sido una verdadera tortura, pero en esa época del año constituía una excursión placentera. Muy pronto se encontraron avanzando sobre la roca, bajo una sombra profunda, y poco después pudieron contemplar la aldea de Cusae. No había mucho para ver: unas pocas chozas de barro de cuyos techos se elevaban perezosas espirales de humo; campos indómitos poblados por tortuosos arbustos espinosos, acacias atrofiadas y palmeras; ruinas de casas de piedra antiguamente habitadas por familias adineradas que habían abandonado el pueblo en las difíciles épocas de la ocupación. A una orden de Tutmés siguieron avanzando, pues al borde del poblado había un pequeño templo cuyos seis pilares arañaban el cielo azul con sus dedos delicados que la luz matinal teñía de un blanco resplandeciente. Las paredes del atrio exterior yacían en ruinas, y entre el pastizal mecido por el viento asomaban algunas piedras como los huesos rotos y desnudos de la tierra misma. Dentro de la línea de las paredes, Hatshepsut divisó lo que en algún momento había sido un jardín y estaba convertido en una colección de varas secas y una alfombra rojiza de césped seco.

—Te esperaré aquí —le dijo Tutmés y la procesión se detuvo—. Ve tú, pues ése es el templo de Athor, a quien debes rendirle homenaje.

Obedientemente, Hatshepsut se apeó de la litera y se alejó. El suelo de arena le quemaba los pies y le dificultó la marcha. Pero un poco más adelante se volvió más firme, lo cual le indicó que se encontraba transitando por lo que en un tiempo fue una avenida y luego quedó enterrada bajo la arena. Segundos después traspuso las puertas del patio exterior y entró en el atrio. Las piedras del suelo estaban llenas de grietas, arqueadas y desperdigadas y entre ellas asomaban los arbustos espinosos del desierto; por todas partes se veían columnas rotas, cuyos colores iban de un gris sucio hasta un amarillo barroso, astilladas y carcomidas por el paso de los años. Siguió avanzando hacia el santuario y sus pilares blancos pero, a medida que se fue acercando, descubrió que no eran más que una fachada, una grotesca y dolorosa parodia de lo que alguna vez fueron, pues al otro lado no había nada, sólo el desolado desierto que vibraba con los rayos del sol.

Se volvió, casi al borde del llanto, sintiendo en sus entrañas la infinita y patética soledad de ese lugar. De pronto alguien le rozó tímidamente una mano. Bajó la vista y se encontró con cuatro criaturas que la habían seguido y en ese momento la contemplaban, inmóviles, con esa mirada franca y abierta que sólo los niños poseen. Uno tenía en las manos un tosco arco fabricado con papiro, y otro, una lanza confeccionada con la rama de un arbusto espinoso, a la que le había adosado una punta de madera. Todos estaban muy flacos y de sus cuerpecitos asomaban los huesos casi como las piedras melladas que los rodeaban; el color de su tez se asemejaba mucho a ese marrón agostado e indescriptible de las plantas muertas sobre las que se apoyaban sus pies. La pequeña que la había tocado dio un paso atrás y se metió el dedo en su boca mugrienta. Hatshepsut estuvo en un tris de romper a reír, a pesar de sí misma.

—Decidme: ¿qué hacéis aquí? —les preguntó con tono severo—. ¿Acaso no sabéis que éste es un lugar sagrado?

Los cuatro siguieron mirándola con cara de no entender, hasta que uno de los varones habló.

—Venimos aquí a jugar —le respondió con aire desafiante—. Ésta es nuestra guarnición, y la estamos defendiendo con nuestras vidas para el faraón. ¿Has visto alguna vez al faraón? —preguntó, observando la tela lujosa que la cubría.

Antes de que Hatshepsut tuviera tiempo de contestar, la niña comenzó a tironearle del faldellín.

—Yo sé por qué estás aquí —susurró—. ¿Has venido a ver a la hermosa señora?

Hatshepsut buceó dentro de esos ojos inocentes abiertos de par en par y asintió.

—Sí, a eso he venido. ¿Querrías conducirme hasta ella?

La pequeña le tendió una mano cubierta de polvo y Hatshepsut la encerró en la suya. Caminaron juntas hacia el patio exterior. La niña se abrió camino con paso seguro por entre la maraña de piedras y arbustos y se detuvo por fin en un rincón donde una parte de la pared todavía seguía en pie.

—Allí la tienes —balbuceó y echó a correr junto a sus amigos.

Hatshepsut se agachó, sorprendida. A sus pies había un cesto tosco que contenía los restos de una ofrenda de alimentos: pan duro, fruta pasada, un capullo marchito de loto. Contra la pared, oculta por un trozo de mampostería caído, estaba la imagen de la diosa, ataviada todavía de azul, rojo y amarillo, contemplando sonriente los ojos de Hatshepsut; sus cuernos de vaca se elevaban como cetros, y uno se encontraba todavía recubierto de oro. Hatshepsut se volvió con rapidez, pero ya los chicos habían huido. Entonces se arrodilló y besó los pies de Athor, con el corazón lleno de afecto hacia la mujer que todavía acudía a rendirle homenaje a esa diosa sonriente y bondadosa y depositaba ante ella sus humildes ofrendas. Se sentó en cuclillas y comenzó a recitar sus oraciones, cuyas palabras le costaba bastante recordar, pues no le rezaba a Athor desde su niñez, cuando incluso abrigaba serias dudas de llegar algún día a convertirse en una mujer alta y hermosa. Le suplicó que le concediera paciencia y que bendijera su reinado. Athor, con su suave sonrisa bovina, parecía prohibirle toda clase de intranquilidades y preocupaciones.

—Hazme hermosa como tú, y te prometo que volveré a erigir tu templo. Y te devolveré tus sacerdotes y el incienso volverá a consumirse en tu honor —le aseguró Hatshepsut.

Luego se inclinó, le volvió a besar los pies, se incorporó y abandonó el patio, caminando deprisa.

Al otro lado de la puerta exterior la aguardaban los chicos, amontonados, y movida por un impulso Hatshepsut se detuvo.

—¿Os gustaría conocer al faraón? —les preguntó.

La miraron, anonadados, sin poder articular palabra. Hasta que uno de los varones habló.

—¡Te burlas de nosotros! —protestó—. ¿Qué podría estar haciendo el faraón por estos lugares, lejos de su trono y de su corona?

—Sin embargo, está aquí —le replicó ella, aferrándolo de un brazo—. Acompáñame.

Después de una serie de miradas recelosas y de corrillos, la siguieron. Pocos minutos más tarde Tutmés vio a su hija caminar hacia él, seguida de un grupo de chiquillos campesinos. Bajó de la litera con un gruñido.

—Padre —le gritó Hatshepsut—, ¡aquí están los chicos de Cusae que quieren conocer al faraón!

Se acercó sonriendo y jadeando, con el cabello revuelto y el faldellín manchado. Detrás de ella, los pequeños espiaban con curiosidad a ese hombre bajo y fuerte con ojos negros y refulgentes y la cabeza hacia atrás, hasta que de pronto vieron que, en efecto, sobre el casco llevaba el flameante Uraeus de la realeza.

—¡Abajo! ¡De rodillas! —les susurró a los demás con tono imperativo el varoncito que llevaba la voz cantante—. ¡Es él!

Se pusieron de rodillas como solían hacerlo en sus juegos, vacilantes, sin saber bien qué hacer.

Hatshepsut se inclinó y les palmeó las cabecitas.

—Bueno, ya está bien. Levantaos. Éste es el faraón. ¡Hoy sí que tendréis algo que contar a vuestras familias!

Hatshepsut se sentía excitada y arrebatada.

Tutmés no pudo menos que soltar la carcajada.

—¡Te mando a buscar a la Diosa y apareces con una bandada de gansos del Nilo! —farfulló—. Y bien, chiquillos, ¿qué decís ahora? Vamos a ver, muchacho; muéstrame tu arco. —Con una sola zancada se acercó al niño y le quitó el arma de las manos—. ¿Lo hiciste tú mismo?

El varón tragó fuerte.

—Sí, Poderoso Señor.

—Ajá. ¿Y sabes usarlo?

—Bueno, tengo algunos problemas con él. No consigo la madera apropiada, y la flecha no vuela muy lejos.

Tutmés arrojó el arma al suelo.

—¡Kenamun! —ladró. Su capitán se apartó del grupo de soldados sonrientes y se aproximó con una reverencia—. Dale a este muchachito tu arco y tus flechas.

Así lo hizo, y los ojos del pequeño parecieron saltársele de las órbitas al tomar esos preciados objetos con manos temblorosas. El arco tenía su misma altura, pero tensó la cuerda y lo probó, y el arma dejó escapar un zumbido armonioso.

—¡Oh, gracias, Poderoso Horus, Majestad! —tartamudeó.

Tutmés sonrió.

—No olvides nunca este día —le dijo—; y cuando seas mayor, espero que lo uses en mi servicio. Ahora quiero almorzar —afirmó, y los portadores de literas se incorporaron de un salto—. Ven, Hatshepsut, antes de que la población entera se presente y despoje a mis hombres de todas sus pertenencias.

Volvieron a subirse a las literas y partieron. Cuando Hatshepsut miró hacia atrás algunos minutos después, los chicos seguían clavados en el mismo lugar en que los había dejado; cuatro puntos diminutos contra el vasto horizonte, a cuyas espaldas refulgían los blancos pilares de Athor.

—Hoy llegaremos a las grandes planicies de las pirámides —le informó Tutmés mientras permanecían de pie en la proa.

Atrás quedaban dos semanas de navegación casi constante. Para Hatshepsut, el viaje había comenzado a adquirir las características de un sueño placentero: un día tras otro dedicados a tomar el sol, comer y esporádicamente conversar, mientras el país se deslizaba frente a sus ojos; noches de profundo sopor, mecida por las suaves olas, en alguna bahía oculta y desierta. Si, su Egipto era, evidentemente, una tierra hermosa, una flor verde y fragante, una gema, mucho más hermosa de lo que ella había imaginado jamás. Si en ese momento hubiesen decidido regresar, se habría sentido satisfecha.

—Es precisamente esta planicie, más que cualquiera de las otras maravillas —siguió diciendo Tutmés—, lo que quiero que contemples, pues sólo entonces podrás tener una idea cabal de tu destino, Hatshepsut. Quedarás maravillada. Fueron tus antepasados los que construyeron en ella; pero no te diré más. Observa con atención la orilla izquierda del río, y verás cómo las colinas retroceden hasta hacerse invisibles.

La mañana fue transcurriendo y Hatshepsut estaba deseando ir a sentarse a la sombra, pero su padre permaneció inmóvil, con el rostro curiosamente impasible, mirando vigilante hacia adelante y hacia el oeste.

Hasta que ella se cansó de esperar y se volvió hacia él, solicitando que le alcanzaran una silla, pero en ese momento uno de los marineros lanzó un grito.

Tutmés hizo una inspiración profunda.

—¡Mira, allá lejos, hacia el oeste, casi sobre el horizonte! ¡Es la primera!

Ella miró. A lo lejos se vislumbraba una forma pequeña y remota de punta roma, a pesar de lo cual se erguía asombrosamente de la planicie que había comenzado a desplegarse frente a ellos. No había allí ningún cultivo, ningún poblado; sólo una lonja de verdes cañaverales separaba el río de la arena. La pirámide parecía una enorme piedra caída del cielo.

Los criados les acercaron sillas y parasoles, y ellos se sentaron pero permanecieron en silencio, lo mismo que los marineros y la servidumbre. La forma se fue acercando, fue haciéndose más precisa, hasta que ninguna otra cosa pareció tener importancia. Hatshepsut alcanzó a divisar que detrás de esa pirámide y más allá de ella se alzaban otras, borrosas, a muchos kilómetros de distancia, y su excitación se acrecentó. Ahora ya casi se encontraban al par de esa maravilla, y vio que estaba rodeada de caminos empedrados y secos y de piedras rotas; sin embargo, su cima chata y su base rechoncha eran como un desafío a los estragos que el tiempo y el hombre le habían infligido.

—No siempre tuvo ese aspecto —afirmó Tutmés mientras pasaban lentamente a su lado—. Hubo una época en que estaba recubierta de piedra caliza de un blanco purísimo, como el Sol en todo su esplendor. Nadie sabe a ciencia cierta qué dios se encuentra sepultado allí, pero se dice que Senefru descansa debajo de la piedra.

Otra pirámide se aproximaba a ellos, su cumbre aguzada elevándose hacia el cielo como una lanza. Hatshepsut contuvo el aliento. Le pareció imposible que hubiese sido construida por hombres, y el hecho de saber que quienes habían obrado semejante prodigio eran sus antepasados la conmovió profundamente. Recordó la pequeña pirámide de Mentuhotep-Ra, al lado de la cual las que ahora contemplaba eran moles gigantescas, de una fuerza infinita.

—Todavía faltan muchas —dijo Tutmés—. Lo que acabas de ver es sólo el comienzo. De aquí a Menfis, de la que nos separa una jornada de navegación sin prisa, el desierto está repleto de pirámides de distintos tamaños. Son todo un espectáculo, ¿no es verdad?

El faraón volvió su rostro complacido hacia Hatshepsut, pero ella ni siquiera había oído su comentario. Tenía los ojos fijos en el lento y majestuoso desfile de tumbas y su rostro permanecía inmóvil.

Llegaron a Menfis al atardecer pero anclaron un poco más allá, río arriba, para pasar la noche. Para ese entonces había oscurecido y las sombras ocultaban las pirámides, pero Hatshepsut, recostada en el camarote, podía oír los rumores de la ciudad: el golpeteo de las embarcaciones contra los muelles, el murmullo incomprensible y apagado de voces humanas, la cacofonía de los sonidos de la noche; ruidos con los que no estaba familiarizada y que le impedían dormir. Su padre le había hablado poco de la ciudad, pero sabía que era muy hermosa y que en una época, cuando Buto, la más antigua y misteriosa de las ciudades, cayó en desgracia, Menfis se convirtió en capital de Egipto. Ese suave ronroneo desconocido la hizo extrañar un poco Tebas, sus frescos aposentos y los rostros que le eran tan familiares, y se agitó con desasosiego bajo la calidez de sus sábanas. De repente se preguntó cómo estarían Senmut y su esclava Ta-kha’et. Ese pensamiento le levantó el ánimo y la hizo sonreír en la oscuridad. De Senmut, sus pensamientos cruzaron el río y se instalaron en su querido valle, que sin duda yacía en silencio, iluminado por la luna. Todo lo visto durante el día parecía haberla agotado y despojado de ideas; lo que deseaba era dormir, pues al día siguiente debería volver a usar vestiduras reales y recibir el homenaje del Virrey. Pero no pudo conciliar el sueño.

Cuando despuntó el día, se envolvió en un manto, salió a cubierta y descubrió que estaba rodeada por una verdadera selva verde grisácea de palmeras datileras. Parpadeó, sorprendida, y caminó hasta la borda con los pies descalzos, pero no se trataba de un sueño: arrebujados en la niebla de las primeras horas de la mañana, no vio más que un árbol, y otro, y otro más, y así hasta el infinito. Mientras aspiraba a fondo ese olor vegetal húmedo y lleno de vida, el sol se sacudió sus velos de bruma y se elevó libremente en el cielo, reflejándose en algo blanco que Hatshepsut apenas alcanzó a adivinar en forma vaga por entre los árboles. Regresó temblando al camarote, cerró el faldón de tela detrás de ella, se introdujo de buena gana en la tina de agua caliente que su esclava le había preparado y dejó que ésta la bañara. Ese día había consentido en usar una túnica larga y estrecha, así que después del baño permaneció de pie, inmóvil, mientras la muchacha se la deslizaba sobre la cabeza y luego se la alisaba a lo largo de los muslos. Era de lino blanco, toda bordada con hojas doradas, y su ruedo ancho de oro laminado le rozaba los tobillos. Levantó los brazos y la criada le ciñó el cinturón, un cordel de oro con incrustaciones de grandes trozos de lapislázuli, terminado en borlas de hilo de oro. Luego se sentó para que la maquillaran: pintura dorada para los párpados, kohol alrededor de los ojos, alheña para los labios y las palmas de sus delicadas manos. Su esclava le cepilló el pelo y le colocó la pesada peluca ceremonial: un centenar de trenzas negras y largas que le llegaban a los hombros y le acariciaban la nuca. Movió la cabeza con incomodidad mientras le alcanzaban el alhajero. Lo abrió y se puso a reflexionar qué elegiría. Habría preferido usar algo bonito y no muy recargado como las cadenas de plata y las flores azules de loza de Faenza, pero se decidió en cambio por un pesado pectoral de oro, con dos halcones reales enfrentados que representaban a Horus y cuyas cabezas ostentaban la doble corona, unidos por serpientes enroscadas en un par de cruces egipcias idénticas, todo trabajado en feldespato y cornalina y que, al ponérselo, se apoyó pesadamente sobre sus pechos. En los brazos se colocó pulseras de oro argentífero y, en la cabeza, un pequeño casquete de tela de oro, bordado con turquesas formando un dibujo de plumas.

Cuando su esclava le colocó las sandalias, Hatshepsut fue en busca de su padre y encontró a Tutmés aguardándola, mientras el barco se acercaba al desembarcadero. También el faraón estaba ataviado con la pompa que la ceremonia requería, y la saludó con aire ausente, la mirada fija en la solemne asamblea de dignatarios que rodeaban las gradas que surgían del agua. Detrás de ellos, una amplia avenida conducía al blanco y resplandeciente muro que rodeaba la ciudad y a los portones de bronce, en ese momento abiertos de par en par. Tras ellos Hatshepsut pudo distinguir algunas casas y obeliscos y los jardines de un templo.

—Lo que ves es el famoso Muro Blanco de Menes —le dijo Tutmés— y, allá al fondo, los pilones de la morada de la esposa del dios Ptah. Esta mañana desayunaremos con el Sumo Sacerdote de Menfis, pero antes debemos ir al templo y rendir nuestro homenaje.

Llegaron, finalmente. Los marineros bajaron la plancha y desde el otro lado del muro resonaron las trompetas. Ella y el faraón descendieron lentamente en dirección a los sacerdotes congregados allá, quienes se encontraban con los rostros contra el suelo. Esperaron a que el Jefe de Heraldos de Tutmés anunciara los títulos del faraón, y luego el Sumo Sacerdote se arrastró hasta ellos y les besó los pies.

—Levántate, hombre afortunado —dijo Tutmés.

Así lo hizo el Sumo Sacerdote y, luego de dedicarles otra reverencia, les dio la bienvenida con expresión solemne.

Hatshepsut notó que era un hombre bastante joven, algo rechoncho, con nariz torcida y ojos vivarachos. Era obvio que se sentía muy nervioso, y el sudor se le agolpaba en la frente, bajo el tocado propio de su cargo.

—¡El de hoy es un día venturoso! —le respondió Tutmés—. Todo Egipto se regocija ante el paso de la Flor de Egipto, quien recorre su tierra para apreciar sus delicias. ¡Bienaventurada es la ciudad de Menfis, tan cara a Ptah!

Concluidas estas breves palabras, siguieron al Sumo Sacerdote y traspusieron con él las puertas de la ciudad, donde fueron objeto de un recibimiento alborozado de gritos, brazos en alto y gente de rodillas. Toda la ciudad parecía estar de fiesta. Su paso era precedido por un conjunto de niños que corrían y cubrían el camino con capullos de loto; y cuando Hatshepsut se agachó, tomó uno, aspiró su fragancia y lo conservó en la mano, la multitud lanzó un rugido ensordecedor. Para los habitantes de la ciudad era un evento absolutamente memorable. El Dios y su Hija pasarían dos días con ellos, y durante ese lapso los comercios y las escuelas permanecerían cerrados y todos se volcarían a las calles con la esperanza de poder contemplar, aunque fuera de lejos, a ese alto y flexible príncipe cuya belleza y arrogancia comentaba todo Egipto, y al hombre que se había convertido ya en una figura legendaria y amada para sus súbditos.

Los aposentos reales ubicados dentro del conjunto de edificios pertenecientes al templo se encontraban ya abiertos y listos, y en el salón de banquetes el sol se derramaba sobre las mesas, las flores, las alfombras, los almohadones y los cálices de vino. Los esclavos aguardaban con impaciencia el momento de servir la comida y el vapor se elevaba de los cuencos con agua caliente para enjuagarse los dedos. Se había encendido un brasero para contrarrestar el fresco de la noche previa y Hatshepsut, agradecida, se instaló con su almohadón justo al lado y extendió las manos sobre las llamas. No había querido cubrirse con un manto para que la gente la viera mejor, y sentía frío. Después de otra serie de discursos y reverencias, sonó una campanilla y se inició el desayuno. Hatshepsut quedó encantada al ver que le servían sus platos favoritos: pepinos rellenos con pescado, ganso asado con salsa y ensaladas varias. Felicitó al Sumo Sacerdote por su eficiencia.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Ptahmes, Alteza. Mi padre es Virrey del faraón y, en su honor, fue llamado también Tutmés.

—Sin duda debes de servir a la esposa de Ptah con diligencia, pues de lo contrario no habrías llegado a ser el Sumo Sacerdote.

La cara redondeada se tiñó de rubor y Ptahmes se inclinó.

—He hecho lo que es bueno a los ojos del Dios, y él me ha recompensado —fue su respuesta.

Estudiaba con franca curiosidad ese rostro que le habían descrito en forma tan detallada algunos amigos que tuvieron ocasión de viajar a Tebas. Al ver que esa boca generosa y roja le sonreía sin disimulo y esos ojos, más negros y exóticos que una noche de verano, se encontraban con los suyos, descubrió que ninguna de aquellas descripciones le había hecho justicia. Pues gran parte de su atractivo sólo podía apreciarse en sus movimientos: en la delicadeza con que levantaba una mano o inclinaba su majestuoso cuello. Además, el tono grave y armonioso de su voz hacía que uno tendiera a escuchar más la música que las palabras.

—Hace mucho que siento veneración por Sekhmet —le dijo Hatshepsut—, y fue para mí un verdadero placer presentarme esta mañana ante ella por primera vez en mi vida. No cabe duda de que Amón es poderoso, pero Sekhmet conoce el corazón de las mujeres, lo mismo que Athor.

Le hablaba inclinada hacia él, con el aire de quien hace una confidencia, y Ptahmes quedó conquistado por ella. Pues, en honor a la verdad, también le habían llegado de Tebas noticias sobre su obstinación, su vanidad, sus repentinos estallidos de cólera, y él había pasado la noche previa torturado por temor a acarrear la deshonra sobre sí y sobre su padre ante el príncipe y el faraón.

El resto del día estuvo dedicado a actos oficiales. Hatshepsut y Tutmés fueron al palacio del Virrey a visitar al padre de Ptahmes y almorzaron en los jardines con él, su tímida esposa y la hermana del Sumo Sacerdote. Luego regresaron a la embarcación para descansar un rato. Más tarde, cuando el sol avanzaba rumbo al oeste y se levantó fresco, Tutmés se dirigió al Tribunal de Justicia, con los atributos de la realeza en la mano, y escuchó los casos que debían resolverse, mientras Hatshepsut, sentada en un banquito a sus pies, no perdía palabra. Cuando volvieron a salir al exterior ya había caído la noche y fueron a comer a la barca, cuyas luces iluminaban la costa y se reflejaban hasta muy lejos, titilantes, sobre la superficie del agua. Ptahmes asistió a la cena, ya más tranquilo, y también estuvieron presentes su padre y el resto de la familia.

Cuando los invitados por fin regresaron a tierra, Hatshepsut bostezó.

—Ven. Acompáñame a beber un poco de vino antes de irte a la cama —le dijo Tutmés alcanzándole su copa, y ella se instaló a su lado mientas la servidumbre sigilosamente se encargaba de retirar y limpiar los restos del festín.

—¡Qué tranquilo está todo! —exclamó ella—. Esta paz me fascina.

—No falta mucho para el amanecer, momento en que debemos ir a visitar al Toro Sagrado —dijo el faraón—, así que descansa mientras puedas hacerlo. Por la tarde zarparemos nuevamente.

Antes de la salida del sol se encontraban ya caminando por la avenida rumbo al corral del Toro Sagrado de Menfis. Apis era venerado en todo Egipto como un símbolo de la fertilidad del hombre y de ese suelo tan vital para la vida del país, y Tutmés visitaba regularmente su santuario, pues también él mismo era un símbolo de la tierra, era Egipto honrando la Fertilidad. Esa mañana iban vestidos con la misma simplicidad de los criados: faldellines, sandalias y cascos, y estaban envueltos en capas, pues a esa hora la ciudad todavía dormía y nadie los vería.

Apis residía en un pequeño templo cerca del Muro Blanco, en el otro extremo de la ciudad. Cuando Hatshepsut y Tutmés pasaron bajo el pequeño pilón y llegaron al patio exterior, su olor los alcanzó; un olor punzante a ganado que ponía una nota áspera en el aire límpido de la mañana. Su sacerdote los aguardaba y les entregó guirnaldas para que con ellas adornaran al Dios. Lo oyeron bufar, moverse y resoplar en el santuario; pero cuando los vio acercarse se quedó muy quieto y lanzó un bramido que retumbo con violencia en los oídos de Hatshepsut. El sacerdote abrió de par en par la puerta del santuario, ambos entraron y estuvieron a punto de desmayarse por el fuerte olor animal que reinaba en el recinto. Pero cuando comenzaron a habituarse a la penumbra y a ese hedor particular, de pronto Hatshepsut sintió un estremecimiento en la nariz y su mente retrocedió vertiginosamente en el tiempo para evocar a Nebanum y a su adorado cervatillo. El cervatillo había crecido hacía ya mucho, y cierto día ella y Nebanum lo habían llevado al desierto para dejarlo en libertad. Esos recuerdos la embargaron cuando se arrodilló sobre el suelo cubierto de paja y comenzó a arrastrarse hacia adelante. Tutmés colocó incienso en el turíbulo y juntos comenzaron a entonar el monótono himno mientras la bestia los escuchaba inmóvil y la saliva le goteaba de la trompa grisácea y humedecía sus pezuñas recubiertas de oro. Cuando el rito concluyó, Hatshepsut dio un paso adelante para deslizarle las guirnaldas de flores por encima de los cuernos. En el momento en que ella se apoyaba sobre la barandilla de oro, el toro levantó la cabeza y le lamió un brazo. Encantada, ella se estiró más y lo rascó detrás de las orejas, y el animal cerró los ojos y dejó escapar un sonido grave, como de aprobación. El sacerdote comenzó a murmurar en voz baja, atónito, pues ese Apis tenía fama de realizar embestidas repentinas y más de un joven sacerdote, al intentar lavarlo, había terminado huyendo aterrado y lleno de moretones. Por último Hatshepsut le palmeó el lomo y se hizo a un lado para que Tutmés pudiera ofrecerle sus flores.

Una vez fuera del santuario, el sacerdote le hizo una reverencia a Hatshepsut.

—Mientras vos gobernéis, el país disfrutará de una gran prosperidad —le dijo—. Habéis recibido la señal. ¡Qué a Vuestra Majestad os sea concedida una vida larga y saludable!

Era la primera vez que le decían Majestad y ella, sorprendida, miró inmediatamente a su padre. También Tutmés había quedado impresionado por la forma en que había dominado al animal, y le dedicó una leve inclinación de cabeza. La tomó del brazo y la condujo hacia fuera. El sol apenas asomaba por el horizonte y toda la ciudad aparecía bañada por un resplandor rosado.

—Ahora rendiremos homenaje a Ptah, el Creador del Mundo —le dijo—, y luego a nuestros estómagos. ¿No te cansa todo esto, Hatshepsut?

—No. ¡Soy tan fuerte como tú, padre mío, y lo sabes mejor que yo! Pero, en cambio, sí me cansan los discursos.

—¡Pero si todavía no has pronunciado ninguno! —bromeó Tutmés y echaron a andar hacia el templo de Ptah.

Mientras Tutmés dialogaba con el Virrey, su hijo ofreció una litera a Hatshepsut y la acompañó a recorrer la ciudad. Le mostró el antiguo palacio real, sede del poder de Egipto durante varios siglos, y la hizo subir hasta lo más alto del Muro Blanco, desde donde la vista podía abarcar kilómetros y kilómetros sobre el mar de palmeras datileras, hasta los acantilados rojizos que en ese momento se encontraban a gran distancia, hacia el oeste. Visitaron los mercados, los edificios donde se recaudaban los tributos y el lugar donde se construían los barcos. Acerca de todo encontraba ella algo que decir, así que el Sumo Sacerdote, aliviado, no tuvo que esforzarse por superar incómodos silencios. A Hatshepsut le gustó la ciudad: parecía subsistir merced a sueños de glorias pasadas, pero no con amargura ni rencor sino con orgullosa satisfacción. Sus habitantes eran personas agradables y tranquilas. Si bien no lamentaba tener que despedirse de Menfis, por nada del mundo habría querido perderse esa visita y le prometió a Ptahmes que algún día regresaría.

—Cuando vengas a Tebas, yo te mostraré mi ciudad —le anunció, dejándolo exaltado por el triunfo y convertido en un ferviente admirador de sus encantos.

—Antes de partir, quiero hacer un pequeño viaje hacia el oeste de la ciudad —dijo Tutmés—. No se lo mencioné a la buena gente de Menfis, pues esta Necrópolis es algo que quiero que veas libre de la presencia de idiotas bienintencionados.

Y zarparon, dejando en la costa a sus anfitriones convertidos en lejanas figuras de blanco postradas para rendirles su homenaje de despedida. Pero después de girar en un recodo del río y quedar ocultos, volvieron a atracar en la margen occidental. Tutmés se apresuró a ordenar que bajaran las literas y una Hatshepsut cansada y gruñona emprendió viaje nuevamente, con un terrible dolor de cabeza y los ojos irritados por la falta de sueño. A esta hora del día, toda la gente sensata se mete en la cama para descansar, pensó, fastidiada. Mi padre bien podría tener en cuenta que ya he hecho demasiado por hoy. Lanzó una mirada fulminante a la cabeza absorta del faraón y reprendió con irritación a uno de los portadores de su litera cuando tropezó con una roca y la sacudió.

Al cabo de una hora de marcha, durante la cual la furia de Hatshepsut siguió creciendo y la llevó a viajar sentada bien erguida en la litera como un gato agraviado, Tutmés ordenó finalmente que hicieran un alto. Se apeó y le ofreció la mano su hija, pero ésta la apartó con un gesto de fastidio y se puso de pie sin su ayuda, alisándose luego el faldellín con una serie de palmadas rápidas y bruscas.

El faraón, a pesar de notar su expresión enfurruñada y sus ojos hinchados, no dijo nada; se limitó a tomarla del brazo y la condujo hacia adelante.

—Contempla las ruinas de la Ciudad de los Muertos, la Necrópolis de la Antigua Menfis —le dijo—. Tienes delante de tus ojos nada menos que las obras del Gran Dios Imhotep mismo.

Hatshepsut se protegió los ojos con una mano y su furia se desvaneció. La planicie parecía prolongarse hasta el infinito. Estaba veteada por algunas palmeras aísla das, pero sobre la arena se erguía Saqqara, la ciudad del polvo: una profusión de torres y caminos empedrados secos como huesos viejos, pirámides, muros y pasadizo que no conducían a ninguna parte. Era un paraje inquietante y a Hatshepsut, a pesar de encontrarse rodeada de la resplandeciente luz del día, le pareció oír el lamento de huesos resecos, el sollozo de muertos profanados. El lugar conservaba su magnificencia entre esas ruinas caóticas y, mientras lo recorría con la mirada, su mano buscó a tientas la de su padre.

—Todo esto que ves fue obra de Imhotep, Dios y genio —dijo Tutmés en yo baja. Luego levantó un brazo y Hatshepsut vio un muro lóbrego, cuadrado y grueso con un hueco que se asemejaba a un portal. Al otro lado había una pirámide de paredes escalonadas, como una imponente escalinata que conducía a un techo hace mucho inexistente—. Ésta es la tumba de Zoser, Rey y guerrero poderoso, construida por las manos del mismo Imhotep. Sobre su efigie el Rey hizo tallar la siguiente inscripción: «Canciller del Rey del Bajo Egipto, el Primero después del Rey del Alto Egipto, Administrador del Gran Palacio, Príncipe Hereditario, Sumo Sacerdote de Heliópolis, Imhotep, constructor, escultor». ¿Qué ha sido de su palacio, de sus jardines impregnados de fragancias? Observa y aprende, Hatshepsut.

Ella se estremeció.

—Sin duda es un sitio sagrado, pero me produce desasosiego —dijo ella—. Mira, mira allá, ¡qué hermosura esos pilares lotiformes! Pero ¿dónde están los ojos para los que fueron erigidos?

Se sentía perturbada, y eso hacía que aferrara con más fuerza la mano de su padre.

—También esto forma parte de tu herencia —dijo Tutmés, volviéndose—. Es bueno que un rey recuerde que, en última instancia, lo único que permanece es la piedra.

Antes de regresar a la barca se dirigieron a la capilla de Imhotep, visitada desde siempre por infinidad de enfermos, y permanecieron de pie un momento contemplando el rostro intenso e inteligente del hombre a quien todo Egipto veneraba por sus curaciones milagrosas. Hatshepsut pensó en las ruinas que acababa de conocer y en el enorme gasto de inteligencia y de músculos que debió significar el traslado de esas moles de piedra. Zoser fue sin duda un rey poderoso, pero sin su arquitectura no habría podido lograr esas maravillas. Una vez más sus pensamientos volaron hacia Senmut y se preguntó qué estaría haciendo. Jugando con Ta-kha’et, quizás, o sumergido en sus planos y esperando su aprobación.

Finalmente abandonaron la capilla y se recostaron en sus respectivas literas, agotados por las emociones vividas. Mientras los marineros llevaban nuevamente la barca hacia aguas profundas y ellos dormían, exhaustos, ese conjunto de ruinas que era Saqqara se fue hundiendo lentamente en el horizonte.

En Gizeh, al norte de Menfis, otra vez treparon a sus literas y fueron transportados ocho kilómetros tierra adentro, atravesando cultivos y bajo la protección de una cantidad infinita de palmeras, para contemplar lo que Tutmés describía como la prueba concluyente de la naturaleza divina de sus antepasados.

Ahora Hatshepsut lo observaba todo con enorme atención, con plena conciencia de lo que había visto hasta ese momento y lo que le quedaba por ver era para ella más importante que cualquier otra cosa en la vida. Anhelaba construir para si el monumento más grandioso de todos los tiempos, y las pirámides y los templos que acababa de conocer sólo habían servido para estimular aún más una ambición de gloria que era ya casi insaciable. Su padre había edificado monumentos, y también el padre de su padre lo había hecho antes que él, pero ella en cambio todavía no había concretado nada y continuaba aferrada a su ambición, sus visiones y sus sueños. Mientras seguían avanzando, se puso a pensar en su valle, y una vez más sintió la presencia del destino, la muda súplica de esos acantilados incompletos. No en vano he sido engendrada por el Dios para gobernar esta tierra, pensó con una mezcla de impetuosidad y de espíritu protector. Lo que ese viaje le había permitido conocer había despertado en ella un amor cada vez más profundo por la tierra y la gente; ese pueblo alegre y de sonrisa fácil.

—Siéntate y observa —le gritó Tutmés—. Allí tienes las tres coronas de Egipto.

Repentinamente el horizonte quedó ocupado por ellas: tres formas colosales, tan blancas que le lastimaron los ojos. Mucho antes de que la litera se detuviera y ella se apeara, con el corazón golpeándole fuertemente en el pecho, las pirámides acapararon sus sentidos y sus pensamientos. Cuando finalmente pudo comenzar a avanzar hacia ellas, se tambaleó y habría caído al suelo si no la hubiese sujetado el brazo veloz de su esclavo; tan extasiada se encontraba. Se recostó contra la piedra caliza caliente, se estiró hacia arriba para ver mejor y miró a Tutmés sacudiendo la cabeza, incapaz de hablar. Cuando logró sobreponerse comenzó a caminar, con la intención de rodear cada una de ellas, mientras tocaba la piedra de vez en cuando y mantenía la vista clavada en la cima. Pero después de completar el recorrido del perímetro de la primera se dio por vencida y, maravillada, se acercó a Tutmés.

—¡No es posible que esto sea obra de hombres! —exclamó—. ¡Deben de haber sido los dioses quienes las colocaron aquí como un homenaje a su propia gloria!

La simetría de las pirámides la fascinaba, lo mismo que el ascenso veloz de esos planos inclinados hacia el vértice de su cima. Desde su emplazamiento, en medio de una explanada lisa y arenosa, parecían limpias y sencillas, tan filosas como los dientes de Seth, autosuficientes, totalmente seguras en su majestuosa superioridad.

—Pues no cabe duda de que son obra de los hombres —le respondió Tutmés—. Durante medio henti, muchos miles de esclavos trabajaron aquí para construir las tumbas de los reyes. Keops, Kefrén y Mycerino descansan aquí. Las pirámides constituyen una cobertura adecuada para sus cuerpos sagrados. Ven y observa otra maravilla.

La condujo hacia el sur, al otro lado de la pirámide, y Hatshepsut se encontró entre dos gigantescas garras de león.

—Ésta es la efigie del Rey Kefrén —le informó Tutmés—, quien custodia para siempre la entrada a su tumba. En el pecho se hizo grabar palabras llenas de magia y de poder. Este monumento fue tallado directamente sobre el acantilado que se erguía en este lugar; y aquí permanece agazapado, siempre vigilante, con su cuerpo real de león listo para saltar sobre los hombres indignos.

¿Me considerará digna a mí?, pensó Hatshepsut casi sin aliento, paralizada y empequeñecida por la vastedad de ese cuerpo y la severa advertencia que lanzaba ese colosal rostro de piedra, el más inmenso que jamás había visto. Se quedó allí un buen rato mientras la sombra que se proyectaba entre esas dos garras crecía, jugueteando con el desierto y con las tumbas silenciosas.

Permaneció en Gizeh durante el resto de ese día hasta bien entrada la noche, encaramándose sobre las ruinas de las mastabas de los cortesanos muertos, recorriendo las amplias avenidas, sintiéndose en carne viva. Pero su mirada volvía sin cesar a las tres gigantescas tumbas y a su guardián agazapado.

Tutmés la observaba instalado en lo alto de una roca achatada: Hatshepsut no era más que una figura diminuta que revoloteaba de aquí para allá como una polilla al anochecer, desapareciendo de su vista y volviendo a aparecer, su faldellín blanco, un manchón impreciso y más claro entre la penumbra. Sabía lo que su hija pensaba y sentía en ese momento pues también él, cuando contempló por primera vez los prodigios de sus antepasados, se vio enfrentado con un desafío y dudó de su capacidad para responder a él. Su respuesta a los dioses fue guerrear por su país, pero no imaginaba cuál sería la de Hatshepsut. Tenía la certeza de que también ella pondría todo su empeño, sudaría y se enfrentaría con ese desafío con lo mejor de sí misma, pero sólo ella podía encontrar su camino para hacerlo. Finalmente, cuando Tutmés ya no pudo divisarla en la oscuridad, envió a Kenamun en su busca y el soldado la encontró sentada sobre una de las patas del Dios Sol, el mentón apoyado en una mano, escrutando la noche con expresión preocupada.

—¿Cómo es posible igualar todo esto? —preguntó, más a si misma que al soldado—. ¿Cómo?

Su pregunta quedó sin respuesta. Kenamun se limitó a inclinarse frente a ella y Hatshepsut se dejó caer cansinamente al suelo y lo siguió. Nunca antes se había sentido tan llena de orgullo por sus antepasados ni con tal peso en el alma. Luego, al ver por entre la bruma del cansancio las luces de la barca que iba a su encuentro, se sintió una vez más agobiada por la intensidad de sus sueños, pasados y presentes. Por eso, representó un inmenso alivio para ella que su esclava la bañara para quitarle la arena del desierto y le colocara un faldellín limpio. Cuando se sentó en su silla debajo de las lámparas, con una copa de vino en la mano, los sueños se alejaron y tuvo la cabal sensación de que un nuevo cambio se había operado en ella, de que acababa de perder otra piel de su niñez y la había dejado a los pies de Kefrén como una ofrenda y una promesa.

Sólo medio día de travesía separaba a Gizeh de Heliópolis, el verdadero corazón de Egipto, y llegaron a la ciudad a mediodía. Los dignatarios subieron a bordo y se arrastraron sobre cubierta para ofrecerles la bienvenida, pero la pareja real no desembarcó, pues era allí donde Hatshepsut habría de recibir su primera corona en el templo del Sol. Cuando ellos le besaron los pies, ella estaba sentada en su pequeña silla, con los pensamientos muy lejos de allí, observando por encima de sus cabezas las relucientes torres de la ciudad. A sus espaldas, en la orilla occidental del río, había otra cantidad de pirámides que parecían rodear su propia cabeza como una corona que le confería poder y la hacía invencible. La comitiva oficial partió y Tutmés fue a acostarse un rato. Pero Hatshepsut hizo que le colocaran la silla donde pudiera mirar río abajo, hacia Tebas, y se quedó meditando sobre su destino.

Permaneció allí hasta el atardecer, sin comer ni beber nada, y Tutmés no quiso molestarla y la dejó sola.

Cuando al día siguiente el sol se elevó en el horizonte, ella ya se encontraba en cubierta, sentada de nuevo en la sillita. Su esclava se le acercó y le pidió que regresara al camarote para prepararse para la ceremonia, y ella la siguió dócilmente y en silencio. Salió una hora más tarde, envuelta en un manto blanco y con la cabeza descubierta.

Tutmés enarcó las cejas y la interrogó con la mirada, mientras los sacerdotes aguardaban en la orilla, inmóviles y con aire solemne.

Ella le dedicó una tenue sonrisa.

—Estoy lista —dijo.

La condujeron al templo atravesando calles flanqueadas por gente silenciosa, pues todos sabían de qué ocasión se trataba. Al llegar, Hatshepsut ascendió los escalones y esperó a que le abrieran las puertas. Dentro del templo se había congregado toda la jerarquía de Heliópolis, ansiosa de echarle una mirada a esa figura prominente que terminó siendo sólo una muchacha pálida con labios tensos. Avanzó con lentitud por entre las hileras de hombres hasta llegar finalmente ante la Piedra Sacrosanta. Se quedó un momento mirándola, abstraída de la multitud que se encontraba a sus espaldas, perdida en una muda admiración, pues de esa piedra —ahora encastrada en un pilar de oro— había surgido el primer sol el primer día de la Creación, y tuvo plena conciencia de encontrarse en un lugar sagrado. Entonces giró, levantó la barbilla y se enfrentó con arrogancia a esos rostros desconocidos y expectantes. Con un movimiento rápido dejó caer el manto blanco de lino al suelo y un formidable suspiro estremeció el templo como la brisa sacude las palmeras, pues el vestido que llevaba debajo era de oro macizo con incrustaciones de piedras preciosas, y sólo su cabeza carecía de adornos.

Se postró delante de la imagen de Amón-Ra, que ocupaba su trono junto a la Piedra Sacrosanta y hubo una conmoción cuando los demás dioses se acercaron, entre nubes de incienso. Al volver a ponerse de pie allí estaban todos: Tot, con su cabeza de ibis; Horus, con sus ojos relampagueantes de halcón; su amada Sekhmet, con su cabeza de leona, y Seth el frío, Seth el feroz, con extremidades grisáceas y aspecto lobuno. Todavía experimentaba la extraña sensación de estar muy lejos de todo eso y su respiración era muy superficial, pero cuando Tutmés se acercó para abrazarla, ella levantó los brazos y se arrojó contra él, enterrando la cabeza en el grueso cuello de su padre. Hatshepsut sabía que, más que en todas las solemnes ceremonias que se llevarían a cabo en Tebas, era en ese lugar y en ese momento que Tutmés le ofrecía su último regalo, el de su trono, y ella lloró, sin avergonzarse por ello, mientras los presentes lanzaban exclamaciones de júbilo y su clamor reverberaba en el techo que los cubría allá en lo alto. Tutmés la sostuvo fuertemente con un brazo, mientras con el otro solicitaba silencio.

—¡Bendita Criatura! —musitó en su cabello. Y luego repitió con voz clamorosa—: Bendita Criatura, a quien tomo entre mis brazos. ¡Te nombro mi heredera, a ti y nada más que a ti!

Luego la hizo avanzar hacia adelante, y las lágrimas surcaron el rostro de Hatshepsut, pero no intentó ocultarlas ni enjugárselas y prácticamente no pudo oír el resto de las palabras que constituían el rito.

De pronto sintió que le colocaban sobre la cabeza la hermosa corona incrustada en piedras preciosas que había pertenecido a su madre y, antes todavía, a todas las demás reinas: la Cobra, la Señora de la Vida. El Sumo Sacerdote comenzó a recitar los títulos que habían pertenecido a Ahmose, pero su monótona letanía se perdió cuando Hatshepsut levantó los brazos en actitud triunfal y todos los presentes estallaron en una cacofonía de aplausos y alabanzas.

Tutmés volvió a abrazarla y entonces se dirigió a los asistentes, y su poderosa voz se elevó como un trueno sobre el alboroto reinante.

—Ésta es mi hija, Hatshepsut, mi Bienamada: la pongo en mi lugar. Que de ahora en adelante sea ella quien os guíe. ¡El que la obedezca vivirá, pero el que alce su voz contra ella, morirá!

Iniciaron la marcha hacia la salida del templo, pero sólo pudieron hacerlo con gran lentitud, pues a su paso todos caían de rodillas e intentaban tocarle los pies. Cuando por fin lograron llegar al exterior y avanzar hacia las calles, ya era plena mañana y, a pesar de la solemnidad del momento, Hatshepsut sentía hambre.

En la orilla del río se habían levantado enormes tiendas y se había preparado un festín. Hatshepsut y Tutmés se agasajaron mutuamente mientras los nobles de Heliópolis comían y bebían a la salud de su nuevo soberano. No todos estaban contentos: algunos abrigaban ciertas dudas con respecto a la salud mental del faraón, otros miraban el rostro pequeño y sonriente del Regente y sus dedos delicados, y temían por la seguridad de Egipto y rogaban a los dioses que Tutmés pudiera seguir reinando algunos años más.

A Tutmés no se le pasaban por alto esas dudas: las leyó en sus rostros, pero no dijo nada y paseó sus ojos negros e impávidos por todos ellos, embargado de pronto por unos celos incontrolables y protectores con respecto a Hatshepsut, su bienamada. Ella estaba embarcada en una conversación con Kenamun y asentía de vez en cuando con la cabeza mientras comía; mientras él gesticulaba por encima de los platos y las copas. Hatshepsut lo observaba con gran atención, como si sus palabras le interesaran sobremanera, y cuando Tutmés alcanzó a oír un trozo de su conversación, se dio media vuelta con una enorme sonrisa y pidió a gritos que le sirvieran vino.

—Yo soy partidaria de tenerlos a rienda corta y con freno duro —decía ella—, pues de lo contrario, ¿cómo es posible dominar después a un caballo en el fragor de la batalla, si no se lo acostumbra desde el principio a obedecer de esa manera?

Tutmés yació su copa y se lamió los labios con fruición.

Durante tres días fueron agasajados por los habitantes de Heliópolis y, al cuarto día, levaron anclas y salieron a relucir los remos.

—Oh, Tebas, mi hermosa Tebas —suspiró Hatshepsut—. Padre mío: he disfrutado enormemente de este viaje pero me alegro de regresar a casa. —La Cobra centelleaba en su frente cuando giró la cabeza para mirarlo—. Mi cuerpo necesita con urgencia reanudar las prácticas en el campo de adiestramiento, y estoy impaciente por comenzar a erigir mi templo.

—¿Así que ya sabes lo que deseas construir?

—Así lo creo, pero no puedo hablar de ello hasta haber consultado a Senmut.

—Ah, sí. El joven y apuesto arquitecto. Sin duda debe de estar muy atareado en este momento, pues Ineni ha sido nombrado Alcalde de Tebas y no creo que le quede mucho tiempo libre para dedicarlo a sus preciosas construcciones.

Hatshepsut estaba atónita.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Me avisaron anoche. También los heraldos surcan el río, como nosotros.

—¡Qué hermoso ha sido todo! —dijo ella con un suspiro de satisfacción—. ¡Mi madre se habría sentido tan feliz de yerme coronada en el templo!

—No lo creo —le replicó Tutmés con afecto—. Siempre le preocupó mucho tu futuro, y la corona que ahora llevas no es nada comparada con la que recibirás el Día de Año Nuevo —dijo con una sonrisa llena de ternura—. No, me parece que no lo habría aprobado en absoluto.

—Supongo que tienes razón. Y ahora soy yo quien lleva los títulos que fueron de ella. Gran Esposa Real. ¡Qué extraño me suena! Recuerdo haber oído esas palabras en labios de tantas personas, desde que nací. ¡Cuánto la amaba el pueblo de Egipto!

Se preguntó entonces si también la amarían a ella, pero luego decidió que eso no tenía ninguna importancia. Lo único importante era el poder; el poder para obligar a sus súbditos a cumplir su voluntad por su propio bien. Y ese poder ya casi se encontraba al alcance de su mano.