10

El último día del mes de Apapa, cuando el Nilo se había convertido una vez más en un lago que cubría la tierra y reflejaba un cielo invernal, Tutmés mandó llamar a Hatshepsut. Habían concluido ya los festejos con que se celebraron sus quince años de vida y todo lo que prometía ser se estaba convirtiendo ya en una realidad. Seguía empecinadamente aferrada a los faldellines de su infancia pero, debajo de ellos, sus caderas insinuaban una suave curva y sus pechos, ocultos tras las joyas que tanto amaba, aparecían plenos y bien formados. Usaba el cabello suelto, desechando las innumerables pelucas que se cubrían de polvo en sus pedestales del dormitorio, pero tenía infinidad de coronas, argollas y bandas de oro, plata y oro argentífero con que se adornaba la cabeza. Cuando recibió el mensaje de su padre se encontraba conversando con Nozme acerca de su niñez y de su madre, compartiendo recuerdos con la anciana y jugando con sus gatos. Pero el tono del mensajero era solemne y Hatshepsut supo enseguida que no sería una audiencia común y corriente.

Soplaban vientos de cambio alrededor del faraón y en el palacio reinaba un clima de desasosiego. Era una mala estación: los mosquitos constituían una molestia permanente y diversas enfermedades acechaban a la numerosa población infantil. El faraón se perdía en cavilaciones y los criados encargados del cuidado de su cuerpo lo tocaban con cautela, pues no había sitio que no le doliera. Sólo el príncipe heredero representaba una fuente de alegría, y todos deseaban que estallara la tormenta de una vez para poder volver a respirar con tranquilidad.

Pero lo que Tutmés incubaba no era una tormenta. Saludó a Hatshepsut con amabilidad, la besó y la acercó a una mesa con vino caliente y pasteles. Pero ella se sentó en el borde de la silla con la mirada clavada en el rostro de su padre, y él permaneció parado a su lado, las manos apoyadas en las caderas.

—El Año Nuevo se aproxima —le dijo—, y con él, muchos cambios. Ya has sido príncipe heredero suficiente tiempo, Hatshepsut. Es un título para una criatura, y tú ya no lo eres. Yo me siento cansado y necesito la ayuda que sólo un regente puede darme. Tú y yo nos iremos de viaje, un viaje oficial. Por fin te mostraré tu reino y todas las glorias que encierra, para que puedas apreciar mejor el don que Dios te concede. Y cuando regresemos, te haré coronar Heredera.

—¿Tendrás que casarte conmigo, padre? ¿El hecho de que mi madre haya muerto hace que debas casarte con una mujer de linaje real para conservar el trono?

Tutmés estalló en carcajadas y Hatshepsut se contrarió.

—¡No me parece que la mía haya sido una pregunta tan desatinada! Se me ha repetido hasta el hartazgo que para ser faraón es preciso casarse con alguien que lleve sangre real y puesto que tú, querido padre, pareces realmente inmortal, supuse que te casarías conmigo.

—¿Crees que necesito otra esposa para legitimar mis derechos al trono? ¿Nada menos que yo, que he tenido a Egipto en un puño durante casi un henti? No, Hatshepsut querida, tal matrimonio no es necesario. Lo único que deseo es descargas en ti parte de mis tareas. Te he prometido la doble corona y la tendrás, pero con ella recibirás también una enorme cantidad de trabajo. ¿Estás preparada para afrontarlo?

—Hace meses que lo estoy —le respondió con la velocidad de un rayo, mientras el Poderoso faraón se consumía como una olla que no consigue alcanzar el punto de ebullición—. Pero jamás dudé de ti. Amón mismo me engendró para ello. Tú me lo dijiste y, en el fondo de mi ser, sé que es verdad. Y gobernaré bien. Eso también lo sé con certeza.

Tutmés se sentó junto a ella.

—Naciste para gobernar, Hatshepsut; del mismo modo que Ineni nació para dibujar y pen-Nekheb para combatir. Pero debo advertirte que no todos se alegrarán de que te nombre Heredera, y si yo muero pronto, es posible que tengas problemas con los legalistas.

—¡Bah! Esos viejos que viven inclinados sobre los libros y cuya sangre se les ha secado hace tiempo en las venas. El ejército es tuyo y, por consiguiente, mío; ¿a quién debo temer entonces?

—Me sorprendes. Desde luego que no tienes por qué temer al ejército. Los soldados tienen una excelente opinión de ti, un príncipe capaz de arrojar la lanza desde un carro que se bambolea y hacer centro. Pero ¿qué me dices de tu hermano Tutmés y de los sacerdotes de Amón?

—¿Qué ocurre con ellos? La ambición de Tutmés no supera a la de un mosquito, Basta proporcionarle mujeres y comida y quedará satisfecho. Y tú mismo expulsaste al artero Menena hace tiempo.

—Así es, pero muchos sacerdotes temerán que bajo el gobierno de una mujer el país se relaje, las fronteras vuelvan a ser asoladas y los keftiu, los kushitas y los Nueve Arqueros dejen de volcar sus tributos en las voraces arcas de los servidores de Dios. En cambio, no tendrían reparos en servir a Tutmés hasta que descubrieras que el calor y la sangre del campo de batalla le inspiran más temor que a cualquier mujer.

—¿Qué debo hacer entonces?

—Ser coronada por mí y trabajar a mi lado. Aprender lo más posible sobre el gobierno de una nación, así tal vez cuando yo muera tendrás suficiente ascendiente y poder como para aplastar los conatos de rebelión que sin duda se producirán.

Ella se puso de pie y comenzó a caminar alrededor de su padre.

—Entonces no será sencillo. Por fin comienzo a comprender los temores de Neferu, aunque ni en sus sueños más oscuros pudo haber imaginado jamás que yo llegaría a ocupar el Trono de Egipto. —Rió y extendió los brazos hacia adelante—. Seré reina. No, más que reina, ¡seré faraón!

—Sólo cuando yo vaya a reunirme con el Dios —le recordó Tutmés, divertido—. Y, para entonces, tal vez te sientas cansada del yugo del poder y busques a Tutmés, prefiriendo un mullido lecho matrimonial al duro trono real. —Se lo dijo en son de broma, pero ella le lanzó tal mirada de espanto que el faraón dejó de sonreír.

—¡Oh, padre mío! Preferiría acostarme con el último soldado del ejército antes que con Tutmés —dijo con un estremecimiento—. No soporto a los tontos.

—¡Cuidado! —la amonestó su padre con severidad—. ¡No sigas hablando así de tu hermano! A tu madre le asustaría la ligereza de tu lengua y cabe la posibilidad de que, a pesar de todas las disposiciones que he tomado, él posea algunas virtudes ocultas y termine sentándose en el Trono de Horus.

—Sólo cuando yo muera —dijo Hatshepsut mostrando los dientes—. Sólo entonces.

—Espero que así sea. Pasaremos el mes de Mesore recorriendo las antiguas maravillas de esta tierra, y es tu deber rendir homenaje a los dioses cuyos santuarios aguardan tu visita. Entonces regresaremos y recibirás la corona. Después de muchas consultas de los astrólogos, he decidido llevarlo a cabo el Día de Año Nuevo. Procura pasar el resto del mes preparándote para tal evento, Hatshepsut, pero no hables de ello con nadie, pues no tengo intenciones de hacer anuncio alguno hasta que regresemos. Examina también todas las dudas que puedas abrigar en tu corazón. Es preciso que estés segura de que eso es lo que realmente deseas. ¿Lo estás?

—No necesito explorar mi mente —respondió, ella con firmeza—. No tengo dudas ni las tendré jamás. Es un don que no depende sólo de ti concedérmelo, faraón, pues sé que desde siempre el Dios así lo dispuso para mí. No temas. Gobernaré bien.

—¡De eso no me cabe la menor duda! —replicó su padre sin vacilar—. Ahora regresa a tus gatos y tus flores y disfruta de los últimos días de verdadera libertad que te quedan.

—¡No digas eso! —exclamó después de besarlo en la mejilla y mientras flotaba hacia la puerta—. Siempre seré libre. Oh, padre mío, porque todo en mí está subordinado a mi voluntad. Así debería ser en todos los seres humanos. Pero como eso no ocurre, son los fuertes quienes prevalecen sobre los débiles, como Tutmés.

Desapareció bailoteando y el faraón ordenó que le llevaran sus mapas. No debían pasar por alto a ningún dios, y los puntos que indicaban los distintos santuarios orlaban ambas márgenes del Nilo en todo su noble recorrido.

Una semana más tarde Senmut recibió un rollo de manos de uno de los Mensajeros Reales. Se lo llevó inmediatamente a sus propios aposentos, pues en ese momento estaba comiendo con Benya en el despacho de los ingenieros. Enseguida advirtió que no se trataba de una carta toscamente escrita procedente de la aldea de su padre, y rompió el pesado sello con dedos temblorosos. Los renegridos jeroglíficos le golpearon los ojos.

Muy pronto me embarcaré con mi padre y realizaremos un viaje que me obligará a estar ausente de aquí durante todo el mes de Mesore. Te ruego que prosigas con la tarea que te he asignado, así en cuanto regrese podremos comenzar a construir. Te ofrezco a mi esclava Ta-kha’et, para que hagas con ella lo que mejor te plazca. No la tengas ociosa.

Estaba firmado por el Gran Escriba Real Anem mismo, en nombre de Hatshepsut. Cuando apenas terminaba de leer la misiva, Senmut oyó que llamaban a la puerta.

—¡Adelante! —exclamó y vio que Ta-kha’et se deslizaba dentro de la habitación, cerraba la puerta tras de sí y se postraba ante él—. ¡Levántate! —Ella se incorporó de un salto y permaneció de pie junto a él con los ojos bajos—. ¿Y qué se supone que debo hacer contigo? —le preguntó—. ¡Mírame!

De inmediato un par de ojos verdes lo contemplaron fijamente y en sus profundidades Senmut descubrió cierto aire de regocijo. Era evidente que disfrutaba de la broma.

—El príncipe heredero me ha encomendado a vuestro servicio para que no os expongáis al sol sin la protección de kohol —explicó. Tenía una voz aguda y melodiosa, con un pronunciado acento extranjero; cuando hablaba, se alcanzaban a entrever sus dientes blancos y pequeños. Su tez era pálida, casi blanca, y Senmut tuvo la certeza de que, cualquiera que fuese su nacionalidad, provenía de un país que estaba muy lejos de Egipto—. El príncipe heredero también dijo que debía entreteneros durante su ausencia y hacer que las noches de invierno os resultaran menos tediosas.

Senmut sonrió.

—¿De dónde vienes? —preguntó, y ella lo miró con expresión confundida—. ¿Dónde naciste?

—No lo sé, mi Señor —dijo encogiéndose de hombros—. Recuerdo un frío intenso y el mar, eso es todo. He estado mucho tiempo en la casa del hijo del Visir del Norte, como criada personal.

—¿Cómo llegaste entonces al palacio?

—El príncipe Hapuseneb me dio en ofrenda a Su Alteza por mi habilidad en la aplicación de afeites.

Senmut terminó por reír a carcajadas y ella le devolvió la sonrisa, mientras la comprensión entre ambos se acrecentaba.

—Supongo que tienes, además, otras habilidades.

Ella bajó la mirada y con sus dedos cubiertos de pecas se puso a juguetear con el faldellín.

—Vos, mi Señor, sois quien debe juzgarlo.

—Ya lo veremos. No cabe duda de que eres un regalo muy preciado.

—Así lo espero. El príncipe heredero me recomendó que os diera pruebas de mis virtudes tan pronto como fuera posible.

Senmut la despidió y se sentó un momento, sonriendo, junto a su lecho. Luego prosiguió con su trabajo y por la noche cenó con Benya. Pero cuando regresó a sus aposentos, envuelto en su capa pues las noches de invierno solían ser muy frías, encontró un brasero ardiendo en un rincón del dormitorio, las lámparas encendidas e incienso consumiéndose y exhalando un aroma dulzón frente a su pequeño altar dedicado a Amón.

Ta-kha’et lo saludó con una reverencia cuando él entró. La cubría un velo sutil que parecía rodear su pequeño cuerpo como un halo, o como el humo que se elevaba del incensario, y en el cabello llevaba intercaladas flores invernales de color verde y malva.

—¿Os gustaría beber un poco de vino caliente con especies para reconfortar vuestro cuerpo en esta noche fría? —le preguntó, pero sus ojos le hablaron de una droga más poderosa que el vino caliente, más sabrosa y aromática que tortas de miel recién horneadas.

Le resultó imposible hablar. Se acercó a ella, y Ta-kha’et tomó la capa que se deslizaba de los hombros de Senmut y la colgó en una banqueta ubicada a sus espaldas; luego se volvió hacia él y sus manos comenzaron a explorar esos hombros tensos. Él la rodeó con un brazo y la apretó contra su cuerpo, sintiendo la turgente redondez de sus pechos mientras sus labios encontraban la tibieza de su cuello. Ella rió muy bajito y lo condujo hacia el lecho. Las lámparas ya ardían con una llama diminuta que amenazaba con apagarse cuando él volvió a estar en condiciones de hablar.

Y así fue cómo Senmut, campesino, sacerdote y arquitecto, perdió finalmente su virginidad. Le cobró verdadero afecto a Ta-kha’et, aprendió a disfrutar de la parquedad de su ingenio, de sus cómodos silencios, de sus pasiones no expresadas con palabras. Descubrió que el hecho de saber que ella lo aguardaba en la intimidad de su pequeño dormitorio le permitía entregarse a sus tareas con la mente más despejada. Era evidente que el príncipe había tenido eso muy en cuenta, y comprendió entonces que la dedicación que Hatshepsut le exigía en su calidad de arquitecto no debía verse obstaculizada por las tensiones y luchas interiores que suelen acosar a un varón insatisfecho. ¡Qué sabia y astuta era! Y, al mismo tiempo, qué implacable en sus propósitos y en dar por sentado que con su mera voluntad lograría hacer que sus deseos se cumplieran. Senmut regresó a los planos con renovado vigor, y a su lecho con insaciable apetito.