Senmut tenía dieciocho años y se sentía aburrido, sentimiento que lo había acompañado durante la mayor parte del año, desde que su maestro había dejado de trabajar en el despacho y partido a las colinas tebanas para emprender cierto proyecto vasto y secreto, llevándose consigo a Benya y a algunos otros ingenieros jóvenes. El primer par de semanas, Senmut se había entretenido haciendo planes grandiosos para su propia tumba futura, pero su entusiasmo no había durado demasiado y terminó por archivarlos. Ese año la inundación del Nilo había sido escasa y una atmósfera de ansiedad flotaba sobre Tebas.
Recibió una breve carta de su padre en la que le informaba que la siembra había sido buena pero que, debido al bajo nivel del río, gran parte del terreno no había sido cubierto por el agua y, por consiguiente, tampoco rendiría frutos. La carta proseguía solicitando a Senmut que, de ser posible, les enviara alguna ayuda pecuniaria puesto que, para colmo de males, su madre se encontraba enferma, su hermano se había roto un brazo al colocarle el yugo a un buey arisco y el futuro no parecía muy alentador. Senmut se preguntó cuáles serían las expectativas de su padre con respecto a él. Era cieno que vivía bien, a pesar de tener un sueldo escaso; pero suponía que su familia lo imaginaba convertido en un gran señor, un arquitecto famoso y solicitado. En realidad, todavía seguía siendo un aprendiz. Sabía que si Ineni se encontrara allí habría dispuesto enviar algún tipo de ayuda, cuanto menos uno o dos esclavos pero, tal como estaban las cosas, Senmut tuvo que contentarse con explicarle a su padre la situación, acompañando sus palabras con una serie de promesas para el futuro. Estaba preocupado, y es bien sabido que la preocupación y el tedio no son la mejor compañía.
Fue así como en ese día en particular, el tercero del mes de Paopi, se preparó un bolso que contenía pescado ahumado, un poco de pan y queso, un puñado de higos y una pequeña botella de vino y partió rumbo al río. Sentía en su cuerpo la necesidad de hacer ejercicio, cosa que no siempre le era posible; pero en esa mañana soleada y diáfana no encontró otra cosa mejor que hacer que caminar. Eligió un sendero que nacía en las afueras de la ciudad y bordeaba el río, rodeando los pantanos y serpenteando por entre cañaverales que casi eran más altos que él y hierbas acuáticas de un verde brillante. Para tener mayor libertad de movimientos se puso el faldellín corto y de tela basta de los campesinos, en lugar del habitual lienzo con ribetes dorados, largo hasta el suelo, así que le resultó muy agradable sentir la caricia del aire sobre sus piernas descubiertas. Tampoco llevaba sandalias, y sus pies descalzos se hundían en la tierra mojada y chapoteaban alegremente entre la hierba. Las palmeras, que crecían por doquier siguiendo los cursos de agua, se tratara de un canal o del río mismo, sacudían intermitentemente sus indómitas melenas y Senmut caminaba feliz, veteado por las sombras y con los ojos entreabiertos por el fuerte resplandor del sol.
Alrededor del mediodía ya se encontraba prácticamente al borde del río, flanqueado a derecha e izquierda por crujientes papiros y pantanos mientras, frente a él, se desplegaba el panorama del Nilo y de un grupo de chozas de barro en la otra orilla. Se instaló debajo de una palmera datilera y sacó las provisiones del bolso. La caminata le había despertado el apetito, así que comió con ganas, mientras por su cabeza desfilaba el recuerdo de la época en que —hacía tan poco, aunque parecían haber transcurrido varios hentis— solía escabullirse de su celda para hacer incursiones en las cocinas y robar el alimento destinado al Dios; por aquel entonces, el hambre que tenía era de tal magnitud que nada parecía saciarla. En la actualidad, en cambio, la vida más descansada que llevaba había contribuido a mitigar su apetito. Siguió comiendo gozosamente, arrojando migajas a las aves curiosas que se le acercaban a saltitos pero manteniéndose fuera de su alcance. Cuando terminó, se recostó con las manos cruzadas sobre el estómago y, medio adormilado, se puso a las ramas de palmera suspendidas sobre su cabeza. Pronto se le cerraron los ojos. Tenía tiempo de sobra para echarse un sueñecito y estar de regreso a sus aposentos antes de que oscureciera. Comenzó a dormitar.
De pronto, algo le golpeó el pecho con tanta fuerza que se encontró de pie, doblado en dos de dolor y jadeando para poder respirar. Cayó de rodillas, temblando, los brazos rígidos y la mente convertida en un confuso torbellino de sangre y color restallantes. Por un instante, presa de un absurdo acceso de pánico, pensó que se trataba de su propia sangre. Pero un momento después, cuando la cabeza se le despejó y el dolor en el pecho cedió un poco, descubrió que lo que tenía frente a los ojos era un pato muerto, cuyas plumas despedían reflejos verdosos y azulados al ser golpeadas por los rayos del sol y cuya cabeza era una masa fláccida de pulpa y sangre. Junto al ave había una lanza corta blanca y plateada cubierta de manchas pardas. Instintivamente la tomó con dedos temblorosos y se puso de pie, todavía un poco aturdido. Volvió a mirar al pato y en ese momento se oyó un murmullo entre los pastos altos. Antes de tener tiempo de volverse, el pastizal se entreabrió y apareció una muchacha, con una mano apoyada en el tallo de una caña doblada y la otra sobre su cadera.
Era esbelta, tan espigada como el arma que él tenía en la mano, y casi tan alta como él. Sus diminutos pies estaban calzados en unas sandalias de tiras finas como cordeles, adornadas de joyas azules. Tenía las uñas de los pies y de las manos pintadas de rojo, lo mismo que su generosa boca, en ese momento entreabierta por la sorpresa. Sus enormes ojos estaban rodeados de una capa negra de kohol que, esfumándose hacia las sienes, formaba un triángulo en el extremo de cada ojo. Entre el kohol y las cejas se advertía un leve toque de azul. El corte de su cabello era neto y preciso, y el flequillo que le cubría la frente le formaba una suerte de ribete negro azulado sobre los ojos, mientras que el resto, lacio, abundante y lustroso, era como una gran capa que se mecía entre sus orejas y sus hombros. Una gruesa banda de oro le ceñía la cabeza, y también en sus brazos había brillos dorados, pero sobre el pecho, cayendo como en cataratas hasta su ombligo chato y firme, llevaba una maraña de eslabones de oro argentífero tachonada en un aparente desorden con turquesas en bruto que centelleaban cada vez que ella respiraba. Vestía sólo un corto faldellín de muchachito, pero lo tenía sujeto a la cintura con un cinto de oro del cual colgaba una cruz egipcia. El pectoral le impedía a Senmut contemplar los pechos de la muchacha: sólo advertía un par de tenues protuberancias provocativas. Tenía el mentón levantado; esos ojos enormes y negros lo fulminaron desde su rostro de tez color bronce oscuro; las ventanas de su aristocrática nariz se ensancharon; los labios se apretaron con fuerza. Senmut estaba absolutamente encandilado; tanto que ni siquiera vio al esclavo que se situó prestamente junto a su ama ni al joven noble que la seguía y cuyo casco emplumado enmarcaba un rostro bondadoso que lo miraba con curiosidad.
—¡De rodillas! —le ordenó la visión en tono de sorprendida indignación y las rodillas de Senmut se doblaron.
Aferrando todavía la lanza corta se prosternó por completo, pero ahora sonreía. No pudo menos que reconocer esa voz, aunque se hubiese vuelto un poco más grave y melodiosa en los cuatro años transcurridos. Era ella, su pequeña benefactora, pero ¡qué cambiada estaba!
—Campesino, mi pato está a tus pies y mi lanza corta en tus manos. Sólo los nobles tienen el privilegio de aferrar esa arma. Suéltala.
Lentamente fue abriendo sus dedos acalambrados y el esclavo se inclinó y recogió el arma.
Sintió que con ella le daban unos golpecitos en la nuca.
—Y con respecto a mi pato —siguió diciendo ella—, ¿qué te proponías hacer con él? —Ahora el tono de voz era suave, casi un ronroneo—. ¿Cuánto tiempo hace que merodeas furtivamente por entre los cañaverales, aguardando una oportunidad para huir con mi presa? ¿Crees que debo permitirle hablar, Hapuseneb?
—Eso depende exclusivamente de ti, príncipe —replicó el joven con tono solemne—. Pero yo me preguntaría, más bien, cómo es que un campesino lleva en el brazo la insignia de arquitecto y tiene la cabeza rapada como un sacerdote.
A ese comentario siguió un prolongado silencio. Luego, con voz serena, ella dijo:
—Levántate, sacerdote. Eres tú, ¿no es verdad? ¡Por supuesto que sí! No conozco ningún otro sacerdote tan loco como para disfrazarse simultáneamente de arquitecto y de campesino.
Senmut se puso de pie y se restregó las rodillas. Pero esta vez no apartó la vista sino que la miró directamente a los ojos. Ella le devolvió la sonrisa con un repentino fulgor de dientes blancos y, en un impulsivo gesto de afecto, se acercó a él.
—Parece que estamos destinados a encontramos en situaciones algo embarazosas, —dijo riendo—. ¿Jamás lograré yerme libre de ti? ¿Qué haces tan lejos de Tebas? El tono era burlón y, mientras ella le hablaba, el esclavo levantó el pato y regresó a su lugar.
—Necesitaba estirar las piernas —dijo por fin Senmut—, y después de descansar un momento y de comer, me quedé dormido. Vuestro pato, príncipe, se precipitó sobre mí como un relámpago del cielo —aclaró mientras, con cautela, se tanteaba los rasguños que tenía en el estómago.
—¿Y qué me dices de tus obligaciones? —preguntó ella.
—En este momento no tengo ninguna. El noble Ineni ha partido y no sé en qué ocupar mi tiempo.
Ella lanzó un suspiro.
—Por supuesto. Ineni está trabajando en un proyecto de mi padre. Muy bien, ¿te gustaría acompañarme entonces en nuestra partida de caza, sacerdote? Estoy segura de poder ofrecerte muchas maneras en qué ocupar tu tiempo. —Impulsivamente se volvió hacia el paciente Hapuseneb—. Éste es el sacerdote que en cierta ocasión me hizo un favor —le dijo—, y está visto que me sigue a todos lados como un cachorrito.
El brillo pícaro que apareció en sus ojos hablaba a las claras de un espíritu juguetón que la madurez no había logrado borrar y de lo mucho que seguía disfrutando de las bromas.
Senmut le hizo una solemne reverencia al hijo del Visir del Bajo Egipto, sintiéndose por un momento anonadado por estar entre personas tan importantes. Hapuseneb inclinó la cabeza.
Sólo un año mayor que Senmut, Hapuseneb, lo mismo que Menkh, ostentaba en su porte y en su manera de ser la arrogancia inconsciente de su posición social. Pero, a diferencia de Menkh, era un individuo metódico y con visión de futuro, capaz de asumir ya el cargo de su padre y de hacerlo con autoridad y eficiencia. Hatshepsut siempre había confiado en él, pues era un hombre de palabra. Con frecuencia habían jugado y cazado juntos, así como habían estudiado juntos en el aula, rivalizando mutuamente por la aprobación de Khaemwese, compitiendo luego en el manejo del arco o en carreras disputadas con los carros de guerra.
—Salud, sacerdote —le dijo—. No cabe duda de que eres afortunado si has podido hacer un servicio a la Esperanza de Egipto.
—¡La Esperanza de Egipto! —se burló Hatshepsut con una risa alegre—. ¡La Flor de Egipto! Vamos, regresemos de una vez a la embarcación pues el día sigue avanzando y un solo pato es un botín bastante lamentable.
Giró velozmente y desapareció entre las cañas, seguida por Hapuseneb. Senmut recogió la pequeña bolsa que había contenido su frugal comida y fue deprisa tras ellos, sin lograr desembarazarse del todo de la confusión que reinaba en su mente. Poco después los cañaverales cedieron paso a las aguas abiertas del río y a la visión de un pequeño esquife rojo y amarillo cuyas banderas azules y blancas flameaban con la brisa de la tarde. Los cortinajes ondulantes de damasco dorado que formaban las paredes de la cabina le permitieron a Senmut atisbar una serie de almohadones y una mesa baja sobre la cual había un botellón y una cesta con frutas. En la amura de proa estaba instalado un marinero, con una pértiga en la mano; delante de él, un pequeño mástil de oro con la vela cuidadosamente plegada y atada. A popa se había tendido un toldo, debajo del cual holgazaneaba un grupo de jóvenes y muchachas, ellas cubiertas por velos resplandecientes, tan delgados y finos como alas de abejas, similares a los que adornaban la flexible cintura de Hatshepsut.
Por encima de sus cabezas se mecían lentamente los abanicos de plumas de avestruz cuyo blanco velloso y aterciopelado contrastaba con el azul intenso del cielo. Una pequeña rampa descendía de la entrada de la cabina a la orilla donde un soldado aguardaba pacientemente.
El sonido de parloteo y risas llegó a oídos de Senmut mucho antes de que éste saliera de la alta vegetación existente junto al río, y de pronto deseó estar en alguna otra parte, en algún lugar protegido, tal vez en el despacho de Ineni, o dormitando todavía bajo la palmera. Allí se sentía como un pez fuera del agua y lo que menos deseaba era ser objeto del escrutinio y las miradas condescendientes de ese grupo de jóvenes nobles y lujosamente ataviados; pero ya era tarde para huir.
El guardia se cuadró, la conversación se convirtió en una burbuja espasmódica que repentinamente estalló y Hatshepsut ascendió la rampa corriendo hacia esa serie de cabezas inclinadas, mientras Hapuseneb la seguía con aire imperturbable. Senmut lo hizo en último término, dolorosamente consciente de su tosco atuendo campesino, su falta de peluca, sus rodillas sucias y su humilde bolso bajo el brazo. Sintió que la mirada del guardia se le clavaba en la espalda y un segundo después se encontraba al otro lado de la borda, caminando junto a la entrada de la cabina, hacia cuyas profundidades frescas y umbrosas le habría gustado huir y esconderse. Se armó de coraje para resistir la primera mirada hostil de los ojos helados que se volvieron para contemplarlo. A sus espaldas, dos servidores izaron la rampa, y Hatshepsut le hizo una señal con la mano al hombre que sostenía la pértiga. La embarcación se deslizó hacia la corriente y, para su sorpresa, Senmut sintió que Hapuseneb le tomaba del brazo y lo arrastraba bajo el toldo. Hatshepsut se había desplomado sobre los almohadones y bebía agua casi con furia, chasqueando los labios. Se hizo un silencio. Todos clavaron la vista en Senmut, tal como él había temido; tragó fuerte y les devolvió una mirada desafiante. Hapuseneb le apoyó una mano en la espalda.
—Éste es el sacerdote… ¿cómo te llamas? —le preguntó en voz baja.
—Soy Senmut, sacerdote de Amón y arquitecto bajo las órdenes del gran Ineni —dijo en voz alta.
Se dio cuenta de que prácticamente lo había gritado, y sus palabras llenaron la embarcación y retumbaron contra los árboles que parecían desplazarse a gran velocidad por la orilla.
Todos se incorporaron. Hapuseneb asintió con gesto de aprobación y Hatshepsut palmoteó los almohadones que había a su lado.
Senmut aceptó la invitación con cierta desconfianza, se sentó, cruzó las piernas y tomó la copa que ella le ofrecía. Mientras bebía, percibió algo así como la eclosión de un monumental suspiro, como si las cuerdas que mantenían tensa a la gente se hubiesen cortado de golpe. El parloteo se reinició, y Senmut sintió que varios hilos de sudor le corrían por las sienes. Por todos los dioses, pensó, ¿seré de veras yo el que está sentado aquí, rodeado de los satines más finos y lujosos, junto a la mujer más favorecida y poderosa de Egipto?
—Estuviste muy bien —dijo Hapuseneb con tono de aprobación—. Si algo me merece respeto es un hombre que sabe hacerse valer. Dime, Senmut, ¿cómo te sientes trabajando con Ineni? De chico siempre me inspiraba temor. Era muy amigo de dar palizas y cada vez que visitaba a mi padre, nos miraba como si fuéramos ayudantes de cocina y nos gritaba: «¡Fuera de aquí!», y mi padre reía.
Senmut lo miró con gratitud, sabiendo que le hablaba para tranquilizarlo y hacerlo sentir menos incómodo; así que procuró contestarle con el mayor cuidado. La expresión de Hapuseneb era abierta y cordial, y de inmediato Senmut tuvo la certeza de tener en él a un aliado, aunque sin saber muy bien por qué. El joven noble era bien parecido y tanto su mandíbula cuadrada como su mirada profunda invitaban a la confidencia. Senmut descubrió que las palabras fluían de su boca con la misma facilidad que el río en plena crecida pero, al mismo tiempo, una parte de su ser tomó cierta distancia y lo contempló con aire cauteloso, aconsejándole: «No digas nada demasiado importante, pues navegas en una barca de ensueño con seres inmortales, y tus palabras deben referirse a cosas sin trascendencia». En ese momento sintió que alguien le palmeaba el hombro. Giró la cabeza y se encontró con la mirada traviesa de un rostro oscuro y sonriente.
—¡Menkh! —exclamó, aliviado, y el muchacho se sentó junto a él.
—¡Vaya lugar tan extraño para encontrar a un humilde sacerdote we’eb! —dijo Menkh, mientras su sonrisa se ensanchaba aún más—. ¡Espera a que mi augusto padre se entere de esto! ¿Será acaso que está a punto de perder a su discípulo predilecto?
—¡Por supuesto que no! Y te aseguro que, puesto que soy un humilde sacerdote we’eb, me siento doblemente afortunado —respondió Senmut alegremente.
Y así siguieron avanzando, mientas el esquife surcaba las aguas tan silenciosamente como un cisne dorado y el sol refulgía sobre el caudal cada vez mayor del río. Hatshepsut se alejó con su arma hacia un costado del barco, se puso de rodillas y cada tanto sumergía una mano en el agua transparente, o se ponía a contemplar el sol.
Mientras hablaba, Senmut se descubrió mirándola con frecuencia, recorriendo con los ojos su cabello agitado por el viento, su perfil puro y armonioso. Se sentía atraído hacia ella; estaba a un tiempo fascinado y avergonzado por la pasión que bullía en él. Hatshepsut era un ser remoto, una diosa; no está bien que sintiera por ella lo mismo que experimentaría por cualquier esclava de un despacho de cerveza. Sin embargo, no era sólo eso. Entre ambos existía un afecto implícito, un reconocimiento de la intervención del destino en su relación, ese mismo destino que había sembrado dentro de él las semillas de la ambición y que las había cultivado durante los años de pesado trabajo en el templo. Comprendía que, como hijo de un campesino, no le correspondía estar en ese lugar. Pero también sabía que era el destino el que lo había colocado precisamente allí, a bordo de la Barca Real.
Sintió la mirada escrutadora de las mujeres, pero en cambio no percibió la admiración que suscitaba en ellas. No soñaba siquiera que pudieran verlo como un joven alto que poseía la gracia de la legendaria pantera y un rostro provocativamente sensual. Más aún: un hombre en cuya frente amplia y manos rápidas y hábiles se advertía el sello del poder.
Poco antes del atardecer, el paso del barco espantó a una bandada de gansos blancos que levantaron vuelo ruidosamente de los pantanos, y ella le entregó su lanza corta sin decirle una palabra. Era un desafío.
De pronto, por su mente cruzó como un relámpago el recuerdo de los años de infancia pasados en la granja de su padre, las peleas simuladas con su hermano Senmen, los dos resoplando bajo el peso de los enormes garrotes de madera. Esa suerte de arma de juguete que en ese momento tenía en las manos le resultaba ligera y equilibrada; la levantó, apuntó y la arrojó. Salió disparada en línea recta hacia su blanco, y el ave cayó pesadamente. Senmut oyó un murmullo de aprobación.
Menkh le palmeó la espalda y Hapuseneb arqueó las cejas.
—Tienes muy buena puntería para ser un sacerdote, sacerdote —dijo Hatshepsut, con los ojos entreabiertos.
Senmut se volvió hacia ella más bruscamente de lo que era su intención, destilando ira por todos los poros.
—Mi padre es campesino —afirmó—. Y no es precisamente con este tipo de armas que los campesinos enseñan a cazar a sus hijos.
—Ya lo sé —fue la simple respuesta de Hatshepsut, y la furia de Senmut se desvaneció.
El barco se arrimó a la orilla y los criados bajaron la rampa, pero ninguno de los dos se movió. Fue Menkh quien corrió a buscar el ave abatida y luego la presentó con una alborozada reverencia.
Hatshepsut acarició las plumas blancas.
—Llévatela —le dijo a Senmut—. Haz que los cocineros la preparen, y tal vez la comamos juntos.
Él la tomó con cautela, sin decir una palabra, pero entonces ella rompió a reír, sacudió la cabeza, y navegaron de vuelta a Tebas quietos uno junto al otro, en aquella tarde ventosa y dorada.
Cuando desembarcaron, lo envolvió un sentimiento que con frecuencia lo asaltaba durante la infancia, cuando acompañaba a su padre al mercado del pueblo para comerciar el maíz, el lino, los frijoles, los melones y las hortalizas: la felicidad y el cansancio de lo desconocido, lo inesperado, pero también la tristeza de cuando todo llegaba a su fin.
Se quedó parado en lo alto de las gradas del desembarcadero, frente a las columnas amarillas, azules y rojas salpicadas por el sol, sintiéndose perdido. Menkh y Hapuseneb se despidieron cordialmente de él y se embarcaron en sus respectivos esquifes, donde sus criados los aguardaban para llevarlos de regreso a sus casas. Los que habían formado parte del grupo echaron a andar por la avenida de sicomoros en dirección al palacio. Ya Ra estaba bajo en el cielo, desplazándose lentamente hacia el oeste, despojado de su abrasadora blancura y ataviado, en cambio, con un suave tono bronceado que lo teñía todo de oro. Senmut levantó la cara y cerró los ojos, en un gesto de súbito y sorpresivo amor hacia el Dios que le había regalado ese día.
—¿Te gustaría conocer a mi padre?
Sintió su voz muy próxima y giró la cabeza hacia ella con cierto desconcierto, imaginando por un instante que lo estaba invitando a navegar en la Barca Celestial. Su cutis cobrizo parecía encendido por el sol y su cabello lanzaba destellos luminosos. Estaba tan cerca de él que Senmut pudo percibir su perfume, el perfume sagrado, la mirra.
—Has estado muy callado hoy, sacerdote —siguió diciendo ella—. ¿Ha sido un día auspicioso para ti?
—No lo sé —respondió con cierta torpeza—, pero sin duda ha sido un día inolvidable.
Seguía aferrando el ganso, pero había perdido su bolso en alguna parte.
—Dame el ave —dijo Hatshepsut—; lo haré asar especialmente, y tú, yo y mi padre lo comeremos juntos. Ve y descansa un rato; te mandaré llamar. ¿O prefieres dejar las cosas como están y volver a sumergirte en tus planos de arquitectura?
Senmut sabía que ella se refería a algo más que a la cena con el faraón.
—No, Hermosa entre las Hermosas —dijo en voz baja—. Y gracias por este día.
—¿Un día de iniciación? Me alegro de que lo hayas disfrutado.
Él hizo una reverencia y Hatshepsut se alejó, seguida por su cortejo de mujeres que parecía un racimo de burbujas iridiscentes; entonces Senmut echó a andar con lentitud hacia la oficina de Ineni y su propio cuarto pequeño.
Lo fueron a buscar puntualmente a la hora de la cena y él siguió a la esclava por entre la penumbra. Los jardines se encontraban envueltos en una cálida oscuridad, pero en el palacio las lámparas ardían y los salones y atrios estaban saturados con el aroma de comida y el enérgico chasquido del incesante ir y venir de pies calzados con sandalias. La esclava lo dejó junto a las puertas dobles del salón de banquetes donde se encontraba el jefe de heraldos, listo para abrirlas y anunciarlo. Senmut comenzó a balbucear su nombre, pero el hombre levantó una mano, hizo girar las puertas en sus goznes y entonó en voz alta: «Senmut, sacerdote del Poderoso Amón, arquitecto», y él se encontró de pronto caminando hacia la multitud. El salón le pareció inmenso, tanto como el atrio exterior del templo, con un techo que se perdía en la oscuridad a pesar de los cientos de lámparas encendidas que colgaban de las cavernosas paredes. La gente deambulaba entre las elevadas y esbeltas columnas que se alzaban a lo largo del suelo de baldosas blancas o aguardaban en grupos, bebiendo vino y conversando. En el otro extremo, el salón se abría a una verdadera selva de columnas que desembocaban en la noche que inundaba los jardines. Una leve brisa le rozó la cara, mezclándose con el aroma de los perfumes y los aceites. Puesto que todavía era primavera, las diminutas mesas esparcidas aquí y allá como al azar a la espera de los comensales, estaban cubiertas con flores de los árboles: capullos blancos de sicómoro, anaranjados de granado, fragantes capullos de persea de color verde amarillento y, además, un verdadero mar de flores de loto celestes y rosadas diseminadas entre los almohadones.
Una pequeña esclava, desnuda y tímida, casi una criatura, se le acercó y, después de saludarlo con una reverencia, le colocó sobre la cabeza un cono de perfume. Inmediatamente apareció un esclavo, quien también le hizo una profunda reverencia.
—Os ruego me sigáis, noble Senmut —le dijo respetuosamente.
Senmut experimentó la súbita tentación de lanzar una carcajada al oír ese título inmerecido, pero lo siguió obedientemente.
Se abrieron camino entre la gente hasta llegar a un pequeño estrado, a mitad de camino entre la puerta y la columnata que daba al jardín. El criado indicó un grupo de cuatro pequeñas mesas de oro, cuya superficie estaba cubierta de flores y cuyas patas se hundían entre los almohadones. Cerca, alrededor de la tarima, había otras mesas semejantes pero el criado, al ver la vacilación de Senmut, le hizo seña de que subiera.
—Esta noche cenaréis con el faraón —le dijo y, cuando Senmut, un poco cohibido, ascendió los dos escalones y se quedó allí, indeciso, agregó—: ¿Deseáis un poco de vino?
Senmut asintió y el criado se perdió entre la multitud. El calor de la noche y la tibieza del cuerpo de los asistentes ya estaban comenzando a derretir los conos pardos de cera que coronaban sus cabezas, y el perfume se les escurría por la nuca. Senmut, aguardando el vino con la boca seca y los nervios de punta, se sintió también rodeado por ese miasma espeso, pero no le resultó desagradable. Por fin llegó su vino, presentado en un botellón de oro batido tan delgado que le pareció ver a través de él el contorno de sus manos cuando lo tomó y se sirvió. Por el rabillo del ojo, y por encima del mar de cabezas que se movían sin cesar, observó que por fin las puertas se abrían de par en par y del otro lado, por entre la penumbra, hubo un centelleo de piedras preciosas. La conversación cesó y sólo se oyó el juguetear caprichoso de la brisa. El jefe de heraldos tomó aliento y levantó la voz.
—Horus, el Toro Poderoso, Amado de Maat, Señor de Nekhbet y Per-Uarchet, el que ostenta la Diadema con el Uraeus, El que da Vida a los Corazones, Hijo del Sol, Tutmés, que vivirá por siempre jamás. La Gran Esposa Real Ahmose, Señora de las Dos Tierras, Gran Dama, Hermana Real, Bienamada del faraón. El príncipe heredero Hatshepsut Khnum-amun, Bienamada de Amón, Hija de Amón.
Todos se arrodillaron, extendieron los brazos, inclinaron la frente y el suelo del salón se convirtió en un mar de cuerpos que se mecía como las olas de un lago.
Senmut, expuesto en el estrado, también se postró y cierto malestar comenzó a embargarlo. ¿Qué pasaría si no le caía bien al faraón? ¿O si decía algo fuera de lugar y se le ordenaba que abandonara el recinto? La perspectiva de una posible deshonra lo espantaba aún más que la idea de la muerte. Estos pensamientos desfilaron velozmente por su mente mientras apoyaba la cabeza sobre un almohadón y volvía a levantarla, y pronto estuvo nuevamente de pie, contemplando el cortejo real que se abría paso por entre ese mar de adoradores.
De cerca, el faraón transmitía una autoridad mucho más imponente que la de aquella figura rechoncha que Senmut había visto caminar por la avenida rumbo a Luxor. Sus hombros eran más anchos, sus piernas, más musculosas; su cabeza, más beligerante y de aspecto taurino; sus ojos, más penetrantes, observándolo todo, sin que nada se le pasara por alto. Esa noche sus vestiduras eran amarillas, uno de sus colores favoritos. Su faldellín era amarillo, salpicado con dorado, y sus sandalias tenían adornos de oro. Su pectoral consistía en dos manos de cristal, cuyos dedos dibujados en oro sostenían la turquesa azul que simbolizaba el Ojo de Horus, con incrustaciones de amatista y fina loza esmaltada azul de Faenza que su Visir del Bajo Egipto le había regalado esa misma tarde. El tocado de cuero de Tutmés era también amarillo y sus dos laterales le llegaban casi hasta la cintura, sobre su brillante frente se erguían la Cobra y el Buitre, cuyos ojos helados de cristal parecían contemplar a la multitud.
Senmut estudió a Ahmose con franco interés. Nunca había visto a la madre de Hatshepsut y se sintió un poco decepcionado, pues no las encontró nada parecidas. Era una mujer sonriente y regordeta, querida por todos por la dulzura de su carácter, pero sin rastros del fuego, la vivacidad y la chispa de su hija.
Finalmente, cuando el Portador del Abanico de la Mano Derecha del Rey y otros funcionarios que abrían un sendero entre la muchedumbre estuvieron prácticamente encima de él, Senmut vio a Hatshepsut. Seguía usando un atuendo de muchachito y su faldellín se balanceaba algunos centímetros por encima de sus rodillas, pero esa noche resultaba imposible que nadie se equivocara con respecto a su sexo. Los párpados que ocultaban sus ojos negros estaban cubiertos con una capa de verde intenso rodeada de refulgente kohol. Su boca generosa estaba pintada de rojo y en las trenzas de su cabello negro y lustroso se destacaban una serie de capullos blancos. Sobre la cabeza llevaba una corona de filigrana de plata tan delicada que parecía entretejida con su pelo. La plata le rodeaba asimismo el cuello y le acariciaba los hombros, y serpientes de plata le reptaban por ambos brazos, sus colas y cabezas chatas labradas en calcedonia. También su cinturón era de plata, lo mismo que sus sandalias, y si bien esa tarde había resplandecido y brillado con las tonalidades cálidas y doradas del mismísimo Sol, esa noche refulgía con la luz fría y pálida de la luna llena. Senmut se sintió completamente fuera de lugar y tuvo miedo.
Los emblemas del faraón fueron depositados al pie de la plataforma y los funcionarios desaparecieron. Tutmés ascendió pesadamente los escalones y se instaló en los almohadones. Ahmose se ubicó a su lado y Hatshepsut fue a sentarse junto a Senmut con la cara iluminada por una sonrisa. El faraón ordenó que se sirviera la comida y todos los asistentes tomaron asiento frente a sus mesas.
—Me alegro de que estés aquí —le dijo Hatshepsut a Senmut—. Y también tengo un hambre espantosa. Tu ganso aparecerá de un momento a otro, y entonces sabremos si tienes o no buen ojo para la carne tierna. Bueno —se inclinó por encima de su madre y dio unos golpecitos sobre la rodilla de Tutmés—: padre, éste es el sacerdote del que te he hablado. No te incorpores de nuevo, sacerdote; ya has hecho suficiente ejercicio por hoy.
Senmut se encontró atrapado en la mirada más escrutadora y penetrante que jamás había visto. La atenta evaluación a que Ineni lo había sometido no fue nada comparado con ese profundo sondeo. Los ojos de Tutmés lo acorralaron y procedieron a analizarlo centímetro a centímetro, y Senmut tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no desviar la mirada. Al cabo de un momento que le pareció eterno, el faraón lanzó un par de gruñidos.
—Eres un jovencito escurridizo —dijo con voz grave y áspera pero no exenta de bondad—. Durante muchas semanas mi inspector de Obras me ha hablado de ti, pero jamás he llegado a ver siquiera tu sombra. Ineni tiene una muy buena opinión de ti: afirma que tienes talento e imaginación. Mi hija te aprecia. Eres realmente afortunado. —Cuando su esclavo se inclinó para servirle el primer plato, Tutmés despejó la mesa con un movimiento del brazo y las flores fueron a dar sobre el amplio regazo de Ahmose—. ¿Ese zarrapastroso faldellín sacerdotal es todo lo que tienes que ponerte? ¿Dónde está tu peluca? ¿Y bien? ¿Tampoco tienes voz?
Hatshepsut contemplaba la escena mientras que en sus labios rondaba una sonrisa divertida.
Senmut contestó con la misma prudencia con que lo hizo cuando le presentaron Hapuseneb.
—No soy más que un aprendiz, Poderoso Toro, y un humilde sacerdote we’eb cuya misión es servir a todos los demás sacerdotes. No sería apropiado que luciera los mismos adornos que mis superiores.
Tutmés le lanzó una mirada penetrante por debajo de sus amenazadoras cejas.
—Bien dicho. Pero con los sentimientos no se compra comida, como dijo en cierta oportunidad el gran Imhotep.
—Yo estoy bien alimentado, Poderoso Faraón. Mi maestro me hace trabajar duro pero es un hombre justo.
—Eso lo sé mejor que tú. ¿Dónde vives?
—Tengo una pequeña habitación junto a la oficina de mi maestro.
—Hatshepsut, haz lo que quieras con él. Me gusta. Ahora comeremos. ¿Dónde están los músicos?
Bruscamente apartó su atención de Senmut, y éste lanzó un suspiro de alivio. Un esclavo aguardaba pacientemente junto a él con una bandeja llena de comida; ahora que la entrevista había concluido el joven descubrió que tenía un apetito voraz, así que con un gesto de asentimiento aceptó por fin los manjares que le ofrecían. Hatshepsut ya comía con entusiasmo, mientras sus ojos espiaban a todos los que la acompañaban. Senmut comió en silencio, y una vez que el apetito de Hatshepsut se vio satisfecho, ella comenzó a señalarle a algunos de los presentes y a susurrarle al oído toda clase de murmuraciones y habladurías, con un brillo travieso en los ojos.
—¿Ves allá, a la derecha de la quinta columna lotiforme, debajo de la lámpara? ¿Esa mujer gorda y cubierta de oro hasta las rodillas? Es la segunda esposa Mutnefert, la madre de mi hermano Tutmés; la que se encerró con llave en sus aposentos durante meses y le negó la entrada a mi padre cuando fui nombrada príncipe heredero. Se dice que hace el amor con el jefe de heraldos, pero yo no puedo creerlo. Si fuera cierto, mi padre la habría hecho matar hace mucho.
—Tutmés no se encuentra aquí —dijo, en respuesta a la pregunta que él no se había atrevido a formularle—. Mi padre lo envió con pen-Nekheb en una gira por las guarniciones del norte. Tiene la esperanza de que aprenda algo, pero sufrirá una decepción. Tutmés quiso llevarse a su concubina, y mi padre casi estalla de furia… ¿Ves? Allá, el que te saluda con la mano. ¡Es Menkh!
En cuanto concluyó la cena y estaban a punto de comenzar los entretenimientos, el Visir y su hijo se pusieron de pie y se acercaron al estrado. Tutmés los alentó a hablar.
—¿Qué ocurre, mi amigo?
—Deseo que me excuséis, faraón, y me permitáis regresar a casa junto a mi esposa. Me siento muy cansado después del viaje.
—Entonces vete. Y llévate también a tu hijo, si lo deseas. Te espero mañana en la sala de audiencias una hora antes del alba para que me presentes tus informes.
Los despidió y, cuando se volvieron para irse, Hapuseneb intercambió una mirada de complicidad con Senmut y le dedicó una cálida sonrisa.
Los criados quitaron las mesas, quedó un espacio despejado y del otro extremo del salón se oyó el alegre sonido de las castañuelas y las panderetas. Ahmose dormía, recostada en sus almohadones, emitiendo cada tanto suaves ronquidos. Tutmés descendió del estrado y se instaló en una silla desocupada.
—Ahora veremos a las bailarinas —dijo Hatshepsut—. Sentémonos en el suelo junto a Menkh para poder observar así mejor los pies de las muchachas.
Se levantó de un salto de los almohadones y Senmut la siguió, llevándose el botellón de vino.
Siete bailarinas entraron corriendo en el recinto. Por su piel cetrina, su nariz aguileña y su cabello renegrido que les llegaba hasta las rodillas, Senmut juzgó que eran oriundas de Siria. Cada una llevaba una pandereta y cascabeles. Estaban todas desnudas, salvo por sus tintineantes pulseras de cobre y una multitud de anillos en los dedos de los pies, tenían los cuerpos brillantes por el aceite que fluía de sus conos de perfume. En sus ojos se adivinaba un temperamento indómito. Senmut recordó después poco de la danza en si misma, si es que así podía llamársela. Estaba embriagado por el vino, la intensidad de las fragancias y la proximidad de Hatshepsut. Con un murmullo de cascabeles y un rápido meneo de panderetas, las muchachas desparecieron del salón y fueron reemplazadas por los malabaristas, con sus esferas, argollas y varas de madera. Después le tocó el turno a un mago, que lanzó una lluvia de polvo dorado sobre la concurrencia y transformó flores en bolas de fuego.
El faraón estaba de un humor excelente: reía y bebía, palmeándose sus imponentes muslos y aplaudiendo con entusiasmo. Ahmose, en cambio, seguía dormitando. Por último, cuando en la clepsidra ya casi no quedaba agua y hacia el este el firmamento comenzaba a grisarse, Tutmés se puso de pie y vociferó:
—¡A la cama, todos! —y se precipitó pesadamente hacia la puerta.
La música cesó. Los criados comenzaron a transportar a aquellos invitados demasiado borrachos para caminar, y el resto comenzó a dirigirse perezosamente hacia los jardines, los embarcaderos o los corredores, como fantasmas fatigados y silenciosos.
Senmut parpadeó y se puso de pie, cansado y saciado, deseando encontrarse ya en su lecho y, a la vez, consumido por un extraño fuego. Hatshepsut, cubierta ahora con un manto con capucha, le tocó un brazo.
—Mañana ven antes del mediodía a la pista de entrenamiento, así puedes ganarte tu propia lanza corta antes de que salgamos nuevamente de caza —le dijo.
Mientras él todavía se encontraba inclinado haciéndole una reverencia, ella echó a andar hacia el claustro con columnas y el jardín en penumbras.
Senmut avanzó tambaleándose tras ella, pues desde el exterior del palacio le resultaba más fácil orientarse y encontrar sus aposentos, pero la misma esclava que lo había conducido hasta allí lo llamó por señas desde la puerta y él la siguió agradecido, empapado en perfume y sudor, sintiendo un agotamiento total en todo el cuerpo.
Ese mismo año, en pleno verano, cuando los seres humanos, los animales y las plantas eran agostados por la bochornosa furia de Ra, Ahmose falleció. Despertó en mitad de la noche sofocante implorando agua y Hetefras le dio de beber de la jarra de piedra que solían dejar en el vestíbulo para que se mantuviera fresca. Ahmose yació la copa y pidió más, quejándose del calor y de una molestia que sentía en los brazos, mientras se apretaba el corazón con una mano temblorosa. Luego había vuelto a dormirse pero al rato despertó una vez más, esta vez muy asustada y llamando a Tutmés. Hetefras la vio tan agitada que fue ella misma a despertar al faraón, quien en el camino mandó llamar al médico, pero al llegar a su lado la encontraron muerta.
Esa noche Hatshepsut dormía profundamente, sin que su sueño se viese turbado por ninguna premonición. Fueron a buscarla y ella recorrió los interminables pasillos y luego se quedó mirando a su madre como si todavía estuviese soñando. Ahmose parecía formar parte de ese sueño: en sus labios asomaba una leve sonrisa, su rostro era en la muerte tan bondadoso como lo había sido en vida, y la paz que se advertía en sus ojos opacos indicaba a las claras que el balance de su alma había sido favorable.
—De nuevo eres joven para siempre —dijo en voz baja Hatshepsut, citando las palabras del Rito fúnebre—. ¡Qué hermosa debió de haber sido, padre! No siento ningún pesar por ella. Gozó viviendo para todos nosotros y en este preciso instante transita ya por el bienaventurado reino de Osiris.
A Tutmés eso no le resultaba sorprendente, pues Ahmose le había dedicado más plegarias a la consorte de Osiris que al Poderoso Amón y, por consiguiente, sólo representaría una merecida recompensa por su devoción; lo que sí le maravillaba, en cambio, era la intuición de su hija.
—La tumba del valle ya está casi concluida —dijo el faraón—. Allí descansará sin ser molestada.
Como de costumbre, se reservaba para si sus propios pensamientos, ocultos tras la máscara de su dignidad real; permaneció tristemente sentado sobre la pequeña banqueta de Ahmose, la mirada fija sobre la forma inmóvil de su esposa, y al cabo de un rato Hatshepsut se fue a sus aposentos y lo dejó solo.
Durante los setenta días de duelo una enorme paz descendió sobre Tebas. Era como si Ahmose, como regalo póstumo le estuviera entregando su propia esencia a la ciudad que tanto amaba; y, así, extrañamente, desapareció de la superficie de Tebas todo rastro de encono y de rivalidad, y la vida se volvió más moderada, más serena. Tutmés siguió silenciosamente entregado a sus tareas y Hatshepsut pasó mucho tiempo con los animales y con Nebanum, como lo había hecho en ocasión de la muerte de su hermana. Pero en esta oportunidad la quietud del zoológico, la compañía de esos animales confiados y agradecidos y el afecto de Nebanum, parecían fundirse en una profunda y prolongada sensación de plenitud. Comprendió que últimamente había estado corriendo hacia sus quince años a un ritmo cada vez más vertiginoso, bebiéndose la vida a borbotones en lugar de paladearla como se hace con un bocado particularmente exquisito; y el hecho de verse privada de fiestas, bailes y carreras con el carro de combate no le resultó enojoso como habría ocurrido sólo pocas semanas antes. Cierta tarde sofocante y violeta en que se encontraba sentada en el techo, recordó de pronto aquel valle que tanto la había fascinado —su valle— y una idea comenzó a tomar forma en su mente. Un templo. Pero no un templo que intentara competir neciamente con los insuperables acantilados sino que, de alguna manera, los complementara y que a la vez expresara su propia inflexibilidad y belleza reales. Entornó los ojos para poder contemplar mejor esa visión, ciega al carmesí del sol poniente. Necesitaba un arquitecto, alguien que conociera bien sus pensamientos, sus sueños, las imágenes que se reflejaban en la superficie azogada de su imaginación; y no fue precisamente en Ineni en quien pensó. Se puso en pie de un salto, bajó rauda la escalera y envió a un guardia que acertó a pasar por allí en busca de Senmut.
Regresó al techo y esperó con impaciencia, con plena conciencia de que se había iniciado un largo crepúsculo. En cualquier momento debería verlo aparecer caminando por entre los árboles, siguiendo al soldado. Debió de haberse estado bañando, pues sólo llevaba puesto un escueto faldellín y en el brazo no tenía su insignia de arquitecto. Observó qué anchos eran sus hombros, qué largas y elásticas sus piernas, qué atractivo era su pecho para que una mano llena de afecto lo acariciara. El soldado señaló hacia arriba y cuando él levantó la vista, descubrió cierto anhelo en su rostro. Al cabo de un instante se encontraba ya frente a ella, inclinándose reverentemente, la cara que había expresado tanto gozo convertida en una máscara expectante y cortés, como correspondía a un servidor que ha sido llamado por su amo. Hatshepsut reparó en lo tostado de su tez, en la fuerza de sus pómulos y en lo sensual que era su boca. Cuando sus ojos se encontraron, ella apartó la mirada con brusquedad.
—Salud, sacerdote. Todavía tienes los hombros mojados. ¿Te estabas bañando? Ven y siéntate junto a mí y contemplemos los últimos rayos del sol.
Obedientemente, él se sentó a su lado, mirando el cielo que se oscurecía. Había estado nadando en el Nilo, a favor y en contra de la comente, una y otra vez, un ejercicio que le había recomendado su instructor de tiro, y sentía un saludable cansancio en los brazos y las piernas.
Su cuerpo se había vuelto más musculoso desde la noche de la fiesta y su voz más grave. Pero también se había convertido en un ser callado y silencioso, y los criados que limpiaban y atendían las oficinas de Ineni comenzaron a temerle, aunque fuera todavía un muchachito.
Descansó junto a ella, los brazos cruzados sobre las rodillas. Miraba serenamente hacia adelante y su aspecto era tan introvertido, tan remoto, que por primera vez en su vida Hatshepsut deseó tener que romper ese silencio, pero la noche corría a su encuentro.
—Hoy estuve en los establos y le di al caballo oscuro, ése que tanto te gusta, un poco de avena. Lo encontré muy decaído por la falta de ejercicio —dijo ella.
—Los sirvientes deberían ejercitarlo un poco —respondió Senmut—. Para cuando la Gran Esposa Real sea llevada a su lugar de descanso, se habrá convertido en un animal arisco e ingobernable.
—Confieso que todavía no he llegado a extrañar mis prácticas de tiro. ¿Y tú?
—Tampoco.
—¿Estás contento de que haya dispuesto las cosas para que también tú practiques tiro y conduzcas los carros? ¿Estás satisfecho con tu vida?
—Sí, estoy contento; pero debo confesaros, príncipe, que extraño mis clases con Ineni. —Se agitó con cierto desasosiego—. No os he agradecido aún el pequeño departamento que me habéis asignado, ni los criados y los cereales que hicisteis enviar a mi familia.
—No te di oportunidad de hacerlo. Y luego murió mi madre, y yo me he dedicado a deambular de aquí para allá, sumida en mis propios pensamientos. ¿Cómo está tu familia?
—Muy bien, y os ofrece su eterna veneración. El brazo de mi hermano sanó y mi madre se está recuperando, aunque todavía se siente un poco débil. Alteza —dijo girando la cabeza para mirarla con expresión atribulada—: habéis sido extremadamente generosa conmigo, en una medida que supera con mucho el pago de una deuda de gratitud. ¿Puedo preguntaros por qué?
—Puedes preguntármelo —le replicó ella—, pero también es posible que no te conteste. Si quieres que te sea franca, no lo sé. Supongo que porque veo en ti lo que me gustaría ver en mi hermano, y eso me enfurece. ¿Por qué se considera natural que un inútil como él reciba los beneficios de la mejor educación e instrucción en todos los órdenes y, en cambio, alguien como tú esté condenado a servir para siempre en el templo mientras tu familia pasa hambre?
Lo dijo con una vehemencia desusada, y él no supo qué contestarle.
En el fondo, Hatshepsut temía a su hermano Tutmés y, al igual que Ahmose, comenzaba a preguntarse si cuando muriera su padre no terminaría casándose con él, a pesar de las protestas del faraón en sentido contrario. Estaba descubriendo que la muerte puede cambiar muchas cosas: que, en realidad, puede cambiarlo todo. Y se estaba volviendo cautelosa y prudente como una cabra de montaña que se encuentra en terreno desconocido.
Hatshepsut se encogió de hombros.
—Pues ya ves que no lo sé, y tú, mi buen amigo, no tienes derecho a preguntármelo. ¿Acaso un príncipe heredero no puede hacer lo que se le antoje? Pero te he llamado por otro motivo. Hay un lugar que quiero mostrarte, un lugar sagrado para mí. He tenido una visión de lo que quiero hacer allí, pero necesito tu ayuda. ¿Me acompañarás hasta allá?
—¡Desde luego, Alteza! ¿Dónde queda ese sitio?
Ella señaló hacia el oeste, al otro lado del río.
—Está allá, oculto. Es un valle, el lugar de descanso del gran Mentuhotep-hapet-Ra. No puedo decirte nada más hasta que lo hayas visto. Iremos mañana. Te espero en el desembarcadero una hora después del amanecer. Y trae tus sandalias, pues en algunos trechos el camino es rocoso.
—Allí estaré. Pero ¿por qué yo, Alteza? ¿De qué manera puedo ayudaros?
—Te contaré mi sueño y lo comprenderás. Ineni podría escucharme pero jamás lo entendería, por mucho que lo intentara. En cambio, tú y yo, sacerdote, nos hemos probado mutuamente, aunque no hayamos estado juntos ni diez veces. Tú me conoces bien. ¿No es así?
—Os reverencio, príncipe, pero no creo que nadie llegue jamás a conoceros. Creo que confiáis en mí, y que eso es lo que queréis decirme. No me teméis porque no soy nadie, sólo un humilde sacerdote we’eb.
—Dejaste de ser un humilde sacerdote we’eb en el preciso instante en que compareciste delante de Ineni —le replicó ella—. Pero ¿qué eres exactamente ahora?
Cuando sonaron las trompetas anunciando la cena, ella fue la primera en agitarse.
—Esta noche no tengo ganas de comer. Vete ahora, sacerdote; nos veremos mañana.
Era una orden. Senmut se puso de pie torpemente y la saludó con una reverencia, pero ella ya no lo miraba: escrutaba intensamente por encima de los jardines, como si con un esfuerzo de voluntad le fuera posible atravesar la oscuridad y contemplar su valle. Senmut bajó la escalera corriendo. Ya no se preguntaba cuál sería su destino: estaba listo para aceptarlo.
Al día siguiente se apresuró a acudir al muelle y la encontró esperándolo de pie en la cubierta de su pequeña embarcación de caza, con su portador de abanico junto a ella. Hatshepsut estaba envuelta en un manto de deslumbrante lino blanco para protegerse del calor, pero su portador de abanico era un nubio negro como la noche. Después de hacer la reverencia, Senmut trepó ágilmente a bordo y los sudorosos marineros hicieron avanzar la barca.
—Sentémonos debajo del toldo —dijo ella—. Ya hace demasiado calor. Mi padre me autorizó a ir pero me previno que no me internara en las colinas más de lo necesario. Pero con este calor, no sé siquiera si daré un paso —comentó, señalando una litera plegada a un costado del barco con el parasol apoyado sobre ella. Luego lo miró con aire crítico—. Deberías usar kohol para protegerte los ojos del resol. ¡Ta-kha’et!
De la cabina asomó una esclava que permaneció de pie, aguardando, con los ojos entornados por la fuerte luz solar.
—¡Trae la caja de cosméticos y los pinceles! —le ordenó Hatshepsut, y la muchacha echó a andar por la cubierta con un extraño movimiento cadencioso que cautivó la atención de Senmut—. Ésa es Ta-kha’et, mi esclava más reciente —comentó Hatshepsut al advertir la mirada aprobadora de Senmut—. Es dispuesta y obediente, pero también callada. —Cuando la muchacha regresó, le dijo—: Toma el kohol y unta a este sacerdote. —Eligió un pincel y se lo entregó a la esclava—. No le apliques demasiado y apresúrate. Ya casi hemos llegado a la Necrópolis.
Ta-kha’et se arrodilló delante de Senmut, abrió la caja de cosméticos y la apoyó sobre la cubierta. Su rostro estaba impasible, pero cuando mojó el pincel en el frasco negro, sonrió.
—Os lo ruego, Señor, cerrad los ojos —le dijo, y Senmut obedeció, y luego sintió el aleteo de sus manos cálidas sobre las mejillas y el pincel mojado y fresco que le recorría los párpados—. Ahora abridlos —dijo Ta-kha’et.
Su pequeño rostro ovalado, con ese par de ojos verdes y el flequillo pelirrojo, estaba tan cerca del suyo que, con un leve movimiento, sus narices habrían chocado. La contempló mientras llevaba a cabo su tarea, la punta de la lengua asomándole entre los dientes y su aliento exhalando un aroma a dulces y a semilla de anís. Cuando concluyó, se sentó hacia atrás apoyándose en los talones para examinar su obra y, tras una orden de Hatshepsut, se apresuró a cerrar la caja y a desaparecer con su andar armonioso. El esquife golpeó levemente contra la escalinata de los muertos y ambos se incorporaron.
—Ha hecho un buen trabajo —comentó Hatshepsut, mirándolo—. El kohol te favorece. Ahora debemos apresuramos, pues nos espera un camino largo. Creo que haré que me lleven. ¡Bajad la litera! —ordenó a los marineros.
Senmut la siguió hasta la orilla, donde desplegaron la litera. El nubio abrió el parasol, que arrojó un pequeño círculo de sombra sobre el suelo, y Hatshepsut se acomodó en la litera, apoyándose sobre un codo para poder conversar con Senmut mientras avanzaban.
Iniciaron la marcha y muy pronto ella se sumergió en el silencio con la mirada perdida hacia adelante y expresión meditabunda. Senmut, el nubio y los dos criados que portaban la litera comenzaron a transpirar profusamente con las oleadas de calor, que parecían brotar de la arena y de las rocas y hacían que todo bailoteara frente a sus ojos. Poco después el sendero viraba bruscamente hacia la derecha, pero Senmut observó, un poco más allá, otro camino, más nuevo y más amplio que arrancaba del que transitaban y continuaba en línea recta hasta perderse en el acantilado, donde las rocas rozaban con el desierto. Senmut advirtió también que estaba surcado por huellas de bueyes y hollado por el paso de muchos pies. Se sintió intrigado al respecto pero giró hacia la derecha cuando Hatshepsut así lo ordenó, y comenzaron el lento ascenso por la senda sinuosa.
Las piernas comenzaron a dolerle, pero siguieron subiendo. Justo cuando sentía que no podía dar ni un paso más a menos que tomara un poco de agua, se adentraron en la sombra del acantilado y Hatshepsut ordenó hacer un alto en la marcha. De algún lugar de la litera salió a relucir un botellón y todos bebieron. Hatshepsut ordenó que los marineros permanecieran allí y le indicó al nubio que los acompañara con la sombrilla.
—Es sordo —comentó descuidadamente—, así que podemos hablar con total libertad.
Ella, Senmut y el imponente negro reiniciaron la marcha. No habían avanzado mucho cuando de pronto se abrió delante de ellos un valle profundo y amplio, cuyo terreno se prolongaba, llano, hasta otro grupo de acantilados que lo rodeaban por sus tres lados. Se detuvieron al unísono y Hatshepsut suspiró.
—Mira, el sagrado lugar de descanso de Osiris Mentuhotep —dijo.
Permanecieron en silencio y, de pie bajo la sombra del parasol, Senmut se sintió anonadado. No cabía duda de que era un lugar sagrado; un lugar secreto y magnífico que lo hacía sentir un intruso, un ser insignificante y vacío. El sol se derramaba sobre el valle como de un recipiente inagotable y ardiente, sin que ningún sonido perturbara su sueño.
—Es aquí donde quiero construir —dijo Hatshepsut, con una voz tan tenue que apenas se alcanzó a oír en ese silencio oprimente—. Éste es mi valle sacrosanto, un monumento adecuado para mi Ser Sagrado. En los años venideros los hombres podrán venir aquí a rendirme culto. Pero ¿cómo construir un templo que me haga justicia? ¿Un monumento cuya belleza compita con la mía? No imagino en él una pirámide como la del poderoso Mentuhotep, pues, en mi opinión, la imponencia de los acantilados la hace parecer insignificante. Pero, entonces, ¿qué? ¿Crees que podremos planear juntos una joya adecuada para engarzarla en la corona de estas inmensas rocas?
Senmut no respondió. Ya su mente de arquitecto estaba atareada calculando distancias, evaluando proporciones, midiendo alturas. Sin darse cuenta comenzó a caminar hacia adelante. Hatshepsut y el nubio lo siguieron, avanzando lentamente por esa superficie arenosa. La pequeña pirámide pareció acercarse a ellos pero, incluso después de haber recorrido la mitad del trecho que los separaba de ella, seguía ofreciendo un aspecto pequeño, fuera de lugar. Senmut se detuvo, frunció el ceño y giró la cabeza en dirección a Hatshepsut, quien entonces se le acercó, envuelta en su manto, buscando con sus ojos negros su mirada.
—Aquí podría erigirse el templo más grandioso del mundo —dijo Senmut pausadamente—. Habéis elegido el lugar con gran acierto, Poderosa Alteza. Lo que yo imagino aquí es algo más bien etéreo y fresco, tal vez un conjunto de columnatas. Algunos ángulos, si, pero ningún pico pronunciado que compita con las rocas del fondo. Debo pensarlo mejor. ¿Me otorgáis vuestro permiso, Alteza, para venir aquí de nuevo a recorrer el lugar y meditar?
—Ven cuantas veces quieras —le respondió—. Y cuando tengas una idea más precisa o concreta, comenzaremos a construir. ¿Qué opinas de un santuario, enclavado en las raíces mismas del acantilado, donde mi efigie pueda reposar y escuchar las plegarias?
—Sería posible, pero necesitaría la ayuda de un buen ingeniero, uno que ame la roca y la conozca palmo a palmo.
Pensó inmediatamente en Benya; él sabría dónde practicar los cortes y qué profundidad darles; la tallaría con la total seguridad que le otorgaba su experiencia y la pasión que ponía en su trabajo. Pero sólo los dioses sabían dónde se encontraba, pues había partido con Ineni para participar en un proyecto secreto del faraón. Senmut le habló a Hatshepsut de Benya y la actitud de ella cambió.
—¿Es tu amigo? —preguntó—. ¿Es un buen ingeniero? Debe de serlo, pues de lo contrario no estaría trabajando con Ineni.
Levantó entonces la vista y miró hacia atrás, hacia el otro camino que serpenteaba hasta lo alto del acantilado y continuaba más allá.
Senmut intuyó cierto desasosiego en ella.
—¿Es preciso que sea él?
—Lo conozco bien, Alteza, y confío en su juicio. Trabajaremos muy bien juntos.
—Quizá sea imposible —replicó con brusquedad—. Tal vez no regrese.
Una vez más lanzó una mirada hacia la cima del acantilado.
Senmut se sintió invadido por un extraño temor, un temor que ella le transmitía y que la particular atmósfera de ese lugar intensificaba; pero supo que no debía preguntarle el porqué de sus palabras.
Ella se envolvió más en la túnica y cruzó los brazos. El nubio permanecía inmóvil como una estatua de piedra. Ambos se habían olvidado por completo de su existencia.
—Veré qué puedo hacer —dijo Hatshepsut ásperamente—, pero no te prometo nada. Sólo mi padre tiene en sus manos el poder de hacer regresar a ese tal Benya o dejar las cosas como están.
—Es un hombre sumamente valioso —se apresuró a añadir Senmut.
Ella sonrió y su expresión se iluminó.
—Como tú, Senmut —dijo en voz muy baja.
El inesperado empleo de su nombre de pila en labios de Hatshepsut le produjo una oleada de gozo.
—Yo os venero, Alteza —susurró él, sabiendo que era verdad—. Os serviré hasta la muerte.
Al percibir que esas palabras le habían brotado de lo más profundo de su corazón y no eran la lisonja fácil y hueca de un cortesano adulador, ella le tomó una mano y la sostuvo un momento entre las suyas.
—Hace mucho tiempo que lo sé —respondió—. Y también sé que, tanto si te colmo de favores como si te envío a prisión, tu corazón me pertenece. ¿No es así?
—Sí, así es —replicó con una sonrisa, y echaron a andar lentamente hacia la litera y los criados que los aguardaban medio sofocados y soñolientos por el calor.
La mañana siguiente fue llamado bien temprano para comparecer ante el faraón. Encontró a Tutmés en la oficina del Visir del Sur, caminando por el recinto en uno y otro sentido, con un revoltijo de papiros y despachos en las manos. Cuando anunciaron a Senmut, el faraón los arrojó sobre el escritorio mientras el padre de Useramun se despedía con una reverencia.
Tutmés parecía disgustado y Senmut aguardó con ansiedad, preguntándose qué habría hecho de malo. Esa mañana el Toro Poderoso le recordaba a su viejo maestro, y se quedó mirando esa espalda musculosa que se alejaba hasta el otro extremo de la habitación, giraba y luego el imponente torso marchaba hacia él. Finalmente Tutmés interrumpió sus recorridos.
—Así que quieres a Benya, el humano —ladró.
—Sí, Majestad.
—Elige a algún otro de mis ingenieros. ¡Por Seth! ¡Tengo suficientes Ingenieros Reales como para construir un templo por día durante los próximos mil hentis! Escoge uno. ¡El que se te antoje!
—Majestad, conozco a Benya desde hace muchísimo tiempo. Es un buen ingeniero y un buen hombre. Es a él a quien quiero.
—¿Qué sabes tú para juzgar si un hombre es bueno? —le gritó Tutmés—. ¡Nada menos que tú, que eres poco más que un imberbe!
—Creo que este año sé un poco más acerca del bien y del mal que el año pasado —respondió Senmut sin amilanarse, aunque tenía las palmas de las manos húmedas y le temblaban las rodillas—. Y conozco a un buen ingeniero que creo es, además, una buena persona.
Tutmés lanzó de pronto una risotada y rodeó los hombros de Senmut con su pesado brazo.
—¡Bien dicho! ¡Con las palabras que corresponden al hombre que pareces ser! No cabe duda de que mi hija es sabia, y también malcriada y testaruda. «Senmut será mi arquitecto, me dijo, con el mentón en alto. Y él desea trabajar con ese humano. Así que consíguemelo, padre mío, os lo suplico». —El faraón se serenó, se alejó de Senmut, se desplomó sobre la silla que se encontraba junto al escritorio del Visir y comenzó a tamborilear con sus dedos rechonchos sobre la superficie lustrada—. Y, sin embargo… —musitó para sí—. Y, sin embargo… sabrás, Senmut, que tu Benya debe morir dentro de tres días.
Senmut sintió que las paredes se desmoronaban y, a pesar de sí mismo, extendió una mano en busca de apoyo. Su corazón comenzó a palpitar con latidos lentos y rítmicos que le repercutían en la garganta. Sabía que tenía la cara blanca, pero Tutmés no lo miró.
—Dentro de tres días mi querida Ahmose irá camino a su sepultura, esa tumba cuya localización he ocultado celosamente a todos, salvo a mi hija y a Ineni. Al alba de ese día, todos los hombres que han trabajado en los lugares secretos perderán la vida. El humano conoce todos los secretos de la tumba: trabaja para Ineni en las profundidades de la tierra y, por consiguiente, no regresara.
Senmut comprendió entonces el motivo de la súbita ansiedad de Hatshepsut en el valle, y contestó al faraón con serenidad.
—Majestad, sé muy bien que este secreto debe ser guardado eternamente y, por tanto, los servidores deben ser sacrificados. Pero tal como Vos confiáis en el gran Ineni y permitís que viva, así confío yo en mi amigo. Si me lo concedéis, os garantizo con mi vida que sabrá guardar el secreto. A Benya no le interesan las posesiones materiales ni las recompensas; es imposible sobornarlo. Lo único que ama realmente es la piedra, y por eso me resulta tan imprescindible. La tarea que el príncipe heredero me ha confiado no es fácil, y sin Benya se volverá también muy lenta. Si, es cierto que podría trabajar con otro ingeniero; pero ¿cuánto tiempo tardaría en hacerle comprender cuáles son los deseos de la Flor de Egipto? En cambio, un hombre rescatado de la muerte trabajará con verdadero ahínco.
—Lo que dices no son más que tonterías —respondió, irritado, Tutmés, pero sus dedos quedaron inmóviles. Al cabo de un momento se puso de pie—. La senilidad se aproxima —dijo— y yo me vuelvo blando. Hace veinte años, tu amigo habría muerto y tú terminarías siendo azotado. ¡No vuelvas a abusar de tu suerte! —le gritó, agitando amenazadoramente un dedo al ver la sonrisa agradecida de Senmut—. ¡Si llego a escuchar el más leve rumor de las Cortes de Justicia, en el sentido de que mi bienamada ha sido molestada, te prometo que tu sangre cubrirá los suelos del templo! Ahora vete. Enviaré al Mensajero Real a las colinas y él te traerá a ese jovencito más que afortunado. Procura no servir tú a mi Hatshepsut con una lealtad tan insensata como la forma en que yo acabo de obrar.
Lo despidió con un ademán impaciente de la mano y volvió a enfrascarse en los papeles.
Senmut salió del recinto caminando hacia atrás y, en cuanto estuvo fuera del palacio, lanzó una exclamación de alegría y rompió a correr en dirección al templo. Por primera vez ofrecería un agradecimiento formal al Dios cuya Hija era capaz de obrar semejante milagro. Benya conservaría la vida.
Al amanecer del tercer día, mientras él y Benya permanecían sentados en silencio en el pequeño vestíbulo de Senmut, los valientes del Rey, armados con cuchillos, se abatían sobre la pequeña aldea de indefensos trabajadores en medio del desierto y los degollaban, mientras el escriba del capitán registraba cada muerte para asegurarse de que no escapara ninguno. Cuando la matanza llegó a su fin, enterraron los cuerpos juntos en la arena. El sacrificio a Amón había tenido lugar la mañana previa, y Benya fue muy afortunado al poder escapar de él.
Los dos jóvenes oyeron que en el jardín comenzaba a formarse el cortejo fúnebre y Senmut ordenó que le llevaran vino.
—Brindaremos por tu liberación —le dijo a Benya— y por la Bendita Gran Esposa Real Ahmose.
—¡Y también por tu asombrosa buena suerte! —acotó Benya con fervor—. De no haber sido por la intervención del pequeño príncipe heredero, en este momento yacería con la boca llena de arena.
Senmut rió.
—Te aseguro que ya no es tan pequeña —dijo—. Hace mucho que faltas de Tebas, Benya, y las criaturas crecen.
—Tienes razón, y me alegro de que así sea. Y, además, es muy hermosa, ¡por lo menos eso es lo que no cesas de repetirme!
—¿De veras? Ella es mi Señor. Todo parece indicar que me he convertido en su siervo pasando por encima del mismo faraón, aunque te confieso que no tengo la menor idea de cómo puede haber sucedido tal cosa.
Llegó el vino y los dos amigos brindaron.
—¡Charu, podría jurarlo! —exclamó Benya chasqueando los labios—. Por lo visto has escalado bastantes peldaños en este mundo. ¡Pensar que mientas yo me deslomaba allá arriba en las montañas, sudando de lo lindo, tú permanecías aquí sentado, paladeando el vino de los aristócratas!
Senmut lo contempló con afecto. No había cambiado nada. La amenaza de muerte apenas si lo había rozado transitoriamente, y ya era el mismo de siempre: fresco y juguetón.
—El príncipe te ha salvado la vida para que trabajes —le recordó.
—Ah, sí. Para este nuevo trabajo. ¿Qué se supone que debo hacer exactamente? ¿Tú serás mi amo en esta obra, Senmut?
—Nada de eso: trabajaremos juntos. ¡Entre nosotros no habrá amo ni servidor, pedazo de tonto!
Entonces Senmut le habló del valle y de su visión y del sueño del príncipe, y Benya lo escuchó atentamente, con auténtico interés.
—Por lo que me dices, parece tratarse del valle que vi en cierta oportunidad. Lo observé desde lo alto de las montañas.
De pronto se interrumpió, asustado.
—¡Basta, Benya! —exclamó Senmut, alarmado—. ¡Ni una palabra más! ¡Y más vale que controles un poco esa lengua, o acabarás por matarme!
Benya palideció.
—Perdóname, amigo mío —dijo humildemente—. De ahora en adelante jamás volveré a hablar de las cosas que he visto.
—Asegúrate de que así sea.
Bebieron más vino y, al rato, Benya dijo:
—El templo. Dibújame los planos y yo te diré qué tipo de piedra aguantará el peso y cuál no. Tengo la impresión de que preferirías emplear piedra arenisca, pero el granito es mucho más resistente.
—No quisiera que hubiera sensación de paredes, ni de nada demasiado pesado. En su parte posterior, la piedra debe fundirse con el acantilado para que, a primera vista, parezca formar parte de él.
—Pero ella desea un santuario de roca, bien incrustado en la montaña. ¿Cómo piensas equilibrar el conjunto?
—Eso es problema mío. Te sugiero que vayamos allá juntos lo antes posible y estudiemos el lugar a fondo. Después haré un bosquejo junto con Su Alteza. ¿Dónde te alojas?
—En mi antigua celda, junto al Inspector de Ingenieros.
—Eso queda demasiado lejos. Y debemos trabajar mucho juntos. Veré si puedo conseguirte un cuarto aquí.
Benya miró a su amigo con extrañeza, pero no dijo nada. Esa seguridad que advertía en él era nueva, como también lo eran los aposentos, la esclava, el confortable lecho en el pequeño dormitorio. Pero su mirada franca y penetrante no había cambiado y seguía teniendo la misma sonrisa curiosa y tímida. Benya se preguntó si no le esperaba una vida completamente nueva en más de un sentido.
Visitaron juntos el sitio elegido, estudiando atentamente la superficie de la roca, observando el valle desde todos los ángulos posibles, pero en la mente de Senmut todavía no se había formado del todo el plan de la obra, y no veía a Hatshepsut desde antes del funeral de su madre. Volvió al valle, solo, en otras dos oportunidades. Y se puso a deambular por él en busca de inspiración, y en una de esas ocasiones la vio allí, sentada sobre una roca con el mentón apoyado sobre las rodillas y abrazándose las piernas con los brazos, mientas el nubio sostenía el parasol sobre su cabeza. Pero, si lo vio, no dio ninguna señal de ello. Parecía sumergida en una lejana visión interior, así que Senmut se alejó sin hablarle, pues no deseaba molestarla. Ya habría tiempo de sobra para consultas y cambios de ideas. Sintió el sol en sus fuertes espaldas, la sangre fluyéndole por sus largas piernas. Ya habría tiempo para todo. Fue con frecuencia al campo de adiestramiento con la lanza y el arco, esperando que en cualquier momento apareciera ella y lo desafiara a una carrera alrededor de la pista en los carros de guerra. Su puntería mejoró notablemente y sus muñecas cobraron mayor fuerza, pero Hatshepsut no apareció.