8

No era del todo cierto que ella lo hubiera olvidado. En ocasiones, cuando pensaba en él, le preguntaba a Ineni cómo se desempeñaba su nuevo discípulo; y puesto que todo parecía marchar a las mil maravillas, no vio motivo alguno para interferir.

Dos años después del primer encuentro de ambos, por la época de la cosecha del mes de Payni, cuando la tierra estaba tan agostada y reseca que parecía a punto de estallar en llamaradas y el único verdor que se advertía era el que brotaba, con prodigalidad y exuberancia, dentro de los confines del palacio, Hatshepsut descubrió, con gran sorpresa, que se había convertido en mujer. Así pues, se iniciaron los ritos pertinentes. Am, su sacerdote, el mismo que tanto había llorado la desaparición de Neferu, le cortó su mechón infantil, y Nozme recogió sus juguetes, que, junto con los demás objetos y mobiliario del cuarto de los niños, guardó en el lugar donde permanecerían arrumbados hasta el día en que los sacerdotes los solicitaran para preparar el entierro de Hatshepsut. Ani quemó el mechón de cabello en un bol de plata mientras la princesa, con la mirada perdida, reflexionaba en la criatura que había sido dos años antes, cuando Neferu fue llevada a su tumba, y en cómo en un lapso tan breve ese recuerdo fue perdiendo fuerza y su hermana terminó por convertirse en algo perteneciente a una infancia que prácticamente había quedado atrás.

El humo acre del cabello quemado siguió flotando en su dormitorio durante ese último día en que lo ocupó, y el sudor le corrió por la espalda al pensar en las refrescantes aguas del lago del palacio. User-amun la esperaba allí, y también Hapuseneb, y Hatshepsut casi no pudo ocultar su impaciencia al ver que Am continuaba pronunciando con tono monótono las palabras del rito. Cuando por fin concluyó la ceremonia, la niña dirigió un discurso formal y prolongado de despedida a Nozme, quien a partir de ese momento cesaba en sus funciones de nodriza y debía mudarse a la casa construida para ella en las afueras de los terrenos del palacio, y en cuanto pudo echó a correr hacia los árboles, pues en ese momento la atracción que el agua ejercía sobre ella era mayor que la del deber. Pero más tarde lamentó haberse mostrado tan descortés y mandó llamar a la anciana mujer para excusarse.

A primera hora de la tarde fue escoltada hasta sus nuevos aposentos. No eran mucho más amplios que los anteriores y tampoco menos espartanos, pues todavía no había sido designada Heredera del Trono o Gran Esposa Real. La escuela continuaba, pero ya sin la mirada severa y vigilante de Nozme. A los doce años era, pues, relativamente libre. Sus nuevas criadas eran más respetuosas y fáciles de manejar, pero en cambio su padre se ocupaba más de ella: la buscaba, la mandaba llamar, llegaba inesperadamente a sus aposentos por la mañana antes de que ella partiera para la escuela; y era sin duda un guardián mucho más formidable de lo que pudo haber sido jamás Nozme. Los soldados que custodiaban su puerta eran miembros selectos del Ejército de Su Majestad, y eran pocas las veces que lograba eludir su vigilancia para visitar a Nebanum a escondidas o para alimentar los caballos.

Cierta tarde en que el aire de su habitación parecía tan denso como el almíbar caliente y había apilado almohadones en el suelo cerca de las ventanas superiores para poder dormir mejor, le anunciaron la llegada de su madre.

Hatshepsut había visto muy poco a Ahmose después de la ceremonia. Se habían encontrado a la hora de la cena y habían conversado sobre sus progresos en la escuela y su habilidad en el arte de arrojar la lanza corta. Habían bromeado sobre el futuro que podía tener una muchacha como conductora de carros de combate, pero Ahmose ni siquiera había mencionado su nueva posición de príncipe heredero; y el hecho de saber que su madre la desaprobaba había abierto una brecha entre ambas. Hatshepsut se sentía desconcertada y dolida. Todavía seguía siendo lo bastante joven para necesitar la seguridad, la comprensión y el apoyo moral que sólo su madre podía brindarle, y jamás se le ocurrió que la aparente frialdad de Ahmose se debía a la excesiva preocupación que sentía con respecto al futuro de la Flor de Egipto.

La visita era toda una sorpresa y Hatshepsut se levantó de un salto del nido que había armado en el rincón y corrió a abrazar a su madre, que estaba vestida del color azul que a ella tanto le gustaba. Ahmose la ciñó con fuerza y despidió a la servidumbre, y ambas quedaron a solas. El palacio estaba en completo silencio. Ahmose sonrió con cierta vacilación y permaneció de pie, pero Hatshepsut se desplomó en una silla y cruzó las piernas.

—Estaba tratando de que llegara un poco de fresco —dijo—. Los abanicos me resultan muy molestos. El ruido que hacen al cortar el aire me impide dormir. ¿Cómo es que no estás durmiendo, madre?

—Tampoco yo podía dormir. Estoy preocupada por ti, Hatshepsut, y quería hablarte sobre tu vestimenta.

—¿Mi vestimenta?

Lo que se ponía o se dejaba de poner seguía careciendo de toda importancia para ella.

—Sí. Me parece que, puesto que ya eres casi una mujer, deberías usar una túnica o un velo en lugar de correr de aquí para allá cubierta sólo por un faldellín de varón, como si fueras un animal salvaje. Todas las muchachas comienzan a vestirse como mujeres en cuanto les cortan el mechón. Y particularmente tú, Hatshepsut, deberías fijarte más en lo que usas.

—Pero ¿por qué? Tal vez me falte poco para ser mujer, pero el hecho es que todavía no lo soy. Y si uso un velo estrecho y largo, no podré seguir trepando a los árboles ni hacer carreras con Menkh. ¿Lo consideras tan importante, noble madre?

—Sí lo es. —Ahmose lo dijo con una firmeza que en el fondo no sentía. Esa personita con piernas largas y tostadas y cintura espigada, que balanceaba un pie y la contemplaba con afectuosa condescendencia, prácticamente era una extraña para ella—. No es correcto que una princesa ande vestida de varón.

—Pero es que yo no soy una princesa. Soy el príncipe heredero. Mi padre lo dijo. Algún día seré faraón, y las mujeres no pueden serlo; por lo tanto, soy un príncipe —sus palabras se mezclaron con risas entrecortadas y Ahmose volvió a reconocer en ella a la chiquilla traviesa que ahora se ocultaba tras los signos de una floreciente femineidad. Hatshepsut se puso de pie—. Realmente no veo qué importancia tiene el que yo siga usando faldellín o me ponga un vestido largo. Todavía no quiero ser mujer. ¡Oh, madre querida! —exclamó con total sinceridad y enlazó la generosa cintura de Ahmose con aire zalamero—. ¿Cómo podría mantener el equilibrio con el traqueteo del carro de guerra, tensar el arco o arrojar la lanza, si todo el tiempo tuviera que estar pendiente de no enredarme en los pliegues de la túnica?

—De modo que ahora son el arco y la lanza, ¿no es así?

—Bueno, sí. Pen-Nekheb está satisfecho conmigo, y mi padre dio su permiso.

—¿Y Tutmés? ¿Sigue siendo discípulo de pen-Nekheb?

—Supongo que sí —dijo Hatshepsut sacudiendo la cabeza—. Ya no me dirige la palabra.

Esa novedad hizo que Ahmose se sobresaltara, aferrara con intensidad un brazo de su hija, la obligara a sentarse en el diván y le dijera:

—Escúchame, Hatshepsut. Yo he vivido sobre esta tierra muchos más años que tú y sé muy bien que entre desear una cosa y lograr que ésta se cumpla existe un verdadero abismo; y que ese abismo es oscuro y está poblado por las serpientes de la decepción y la desesperación.

Hatshepsut levantó los ojos y la miró azorada. Su madre le hablaba con tono autoritario y dominante y no se parecía en nada a la mujer dócil y apacible que conocía, famosa por su dulzura y su buen humor. Se irguió en el asiento mientras Ahmose continuaba con su perorata.

—Tu padre te ha nombrado príncipe heredero y, por tanto, eso eres. Supones que el futuro será para ti una interminable extensión de campo verde, tan vasto y colmado de delicias como el paraíso de los dioses. Pero, antes de que pasen muchos años, tu padre se irá al Dios y entonces tú estarás a merced de los sacerdotes… y de Tutmés.

La muchacha parpadeó y se agitó con inquietud.

—¿Tutmés? No es más que un muchacho tonto y endeble.

—Tal vez lo sea, pero es también el hijo real sobre cuya cabeza colocarán algún día la doble corona, no importa lo que haga tu padre en vida para impedirlo. Y tú tendrás que casarte con él, Hatshepsut. De eso no me cabe la menor duda.

—Pero los sacerdotes sirven a Amón, y yo soy la Encamación de Amón sobre la tierra, ¿qué puede hacer Tutmés frente a eso? —dijo levantando el mentón, mientras sus ojos echaban chispas.

—En el templo son muchos los que desearían tener un faraón débil y manejable a fin de poder incrementar sus riquezas. Además, nadie se mostrará dispuesto a creer que una muchacha joven e inexperta pueda estar en condiciones de soportar sobre sus hombros el peso de toda una nación, qué digo, de un imperio como éste, conquistado con guerras y mantenido por medio de una incesante vigilancia.

—Pero para cuando mi padre ascienda a la barca de Ra, yo ya no seré una muchacha inexperta: seré una mujer.

—Me pareció entender que no querías ser mujer —le replicó Ahmose con astucia.

A la muchacha se le fue el alma al suelo, pero le devolvió a su madre una sonrisa caprichosa mezclada con cierta dosis de desconsuelo.

—Me parece que lo que pasa es que sí quiero ser faraón —respondió—, pero no quiero ser mujer todavía.

—Pues de todos modos —dijo Ahmose con solemnidad— debes dejar de vestirte como una chiquilla y arreglarte como es debido, como corresponde a la posición que ocupas.

—¡No lo haré! —exclamó Hatshepsut poniéndose de pie de un salto—. ¡Me vestiré como me dé la gana!

Ahmose también se incorporó y, recogiendo con gran majestuosidad sus velos plegados, echó a andar hacia la puerta.

—Ya veo que Khaemwese se ha vuelto demasiado viejo para ser el preceptor de los hijos de la familia real. No te ha enseñado el respeto que le debes a tu madre. Por tanto, tendré que hablar del asunto con tu padre inmortal. Eres una criatura terca y malcriada, Hatshepsut, y es hora de que asumas las responsabilidades de tu posición. Ya veremos quien tiene la última palabra.

Ahmose abandonó sigilosamente la habitación, mientras detrás de sus tiesas espaldas flotaba el velo transparente de lino azul.

Hatshepsut hizo una mueca y volvió a desplomarse sobre sus almohadones con gesto rebelde. ¡Jamás!, pensó. Y, aunque la tarde se le hacía interminable y estaba cansada, no pudo dormir.

Tutmés no la obligó a cambiar de vestimenta. Cuando Ahmose sacó a relucir el tema, él le respondió bruscamente: «Deja que la chiquilla use lo que le plazca. Todavía no es tiempo de abrumaría con los atavíos de los adultos, y no quiero agregar ningún estorbo a sus estudios. He dicho». Así que Ahmose, desairada, se había retirado a sus aposentos con dolor de cabeza y no había implorado la ayuda de Isis. La diosa debía tener cosas más importantes que hacer, pues de lo contrario habría escuchado sus súplicas hacía mucho tiempo, pensó en ese momento.

Hatshepsut siguió corriendo, semidesnuda y desgreñada, por todo el palacio y los jardines, creciendo a la manera silvestre y exótica de las hermosas flores de loto azules que tanto amaba. En el aula, junto a Menkh, User-amun, Hapuseneb, Tutmés y el resto, comenzó a asimilar una serie de conocimientos. Pero en el campo de adiestramiento aprendió otras cosas: cómo dar en el blanco mientras mantenía el equilibrio en el carro en movimiento, cómo apuntar al corazón, cómo realizar una maniobra fingida para engañar al enemigo, cómo anticiparse a éste. Le fascinaba permanecer de pie debajo de su baldaquín, en medio de un calor abrasador y observar los ejercicios de adiestramiento: el polvo que se arremolinaba; las tropas con uniformes de cuero que respondían a las órdenes roncas y casi ladradas por el Comandante de Maniobras. Hacían una conversión girando sobre el flanco con sorprendente precisión, el sol que se reflejaba en las puntas de las lanzas, los escudos fileteados de oro. Participaba de tal manera de la escena, erguida y atenta con su diminuto faldellín y sus pies descalzos, que de lejos parecía, sin duda, un pequeño príncipe que pasaba revista a su hombres y con majestuosa solemnidad recibía el saludo de las lanzas en alto.

Cierta mañana del mes de Tot, en las frescas horas que preceden al alba, mientras se encontraba durmiendo, acurrucada debajo de sus frazadas y abrigada por el calor de los braseros, su padre la despertó. Sintió que su mano se le apoyaba en un hombro y la sacudía con suavidad, y despertó inmediatamente. Lo vio confusamente, como una enorme mole borrosa contra el débil resplandor de la luz de su lámpara de noche y se incorporó en el lecho, temblando. Él le apoyó el dedo sobre los labios y le hizo señas de que se levantara, y ella obedeció, con la mente todavía poblada de sueños agradables. Extrañamente, su esclava había desaparecido, así que tanteó en la penumbra tratando de encontrar algo para cubrirse. Su padre le tiró una gruesa capa de lana y un par de sandalias; ella se las calzó y se ató las tiras de cuero con los dedos ateridos y luego se envolvió con rapidez en la capa para protegerse del frío de la mañana. Él abandonó la habitación y ella lo siguió, preguntándose a qué se debería tanto misterio. Después de haber atravesado el pasaje prácticamente de puntillas y trasponer la puerta privada que daba al pequeño jardín cercado de Hatshepsut, su padre se detuvo. Las estrellas seguían brillando en el cielo oscuro y las palmeras que bordeaban el río, un poco más allá, sólo eran siluetas borrosas de un negro más intenso. El viento hurgó en su capa con sus dedos helados y curiosos, tratando de encontrar su piel, mientras ella aguardaba pacientemente recibir alguna explicación. El faraón se inclinó y le susurró al oído:

—Vamos a hacer un pequeño paseo: tú, yo, tu madre e Ineni; y nadie debe enterarse. Iremos al otro lado del río.

—¿Al país de los muertos?

—No, más allá de la Necrópolis. No queda demasiado lejos, pero tendremos que impulsar nosotros la embarcación y caminar sin la compañía de nuestros portadores de baldaquines, así que más vale que aprovechemos el fresco del amanecer y regresemos a última hora de la mañana.

Giró bruscamente, se abrió paso por entre los arbustos del sendero y ella lo siguió con el sigilo de un gato merodeador.

En una oportunidad les dieron el «quién vive» y Tutmés hizo a un lado con impaciencia la lanza que les cerraba el paso y se echó hacia atrás la capucha, dejando su cabeza al descubierto. El soldado, atolondrado, le hizo una reverencia y ellos siguieron avanzando sin hacer ruido. La avenida pronto describió un giro hacia la derecha y se encontraron frente a los peldaños del embarcadero, cubiertos por el agua que crecía y se mecía lenta y sedosamente iluminada por el resplandor mortecino de la luna. Dos figuras encapuchadas los aguardaban, inmóviles, ascendiendo y descendiendo junto con el pequeño bote amarrado allí. Tutmés alzó a Hatshepsut y, muy poco ceremoniosamente, arrojó a la niña por el aire hacia ellas. Ahmose la cogió al vuelo y la instaló sobre un tablón de madera que cruzaba la embarcación de lado a lado.

Parece que estoy destinada a tener aventuras en el agua, pensó Hatshepsut mientras Tutmés le arrancaba a Ineni la pértiga de las manos e impulsaba el bote con un fuerte envión. Se quitó la capa y la arrojó al suelo. Una vez más hundió la pértiga y repitió la operación, mientras Hatshepsut lo contemplaba maravillada, pues era la primera vez que veía a su padre hacer algo que por lo general era tarea de los esclavos. Oyó su respiración profunda y pareja y vio las contracciones rítmicas de sus músculos con un dejo de alarma.

¿Qué estamos haciendo aquí a esta hora, en medio del río que crece? ¿Qué habrá ocurrido de malo? ¿Estaremos huyendo? ¿Acaso Egipto ha sido invadido?

Pero sabía que, de ser así, Tutmés jamás habría huido sino que se encontraría al frente de sus tropas. Justo cuando comenzaba a adormilarse por el suave movimiento de vaivén y los susurros del agua, su padre saltó del bote y los ayudó a ascender por la escalinata de los Muertos. Allí había desembarcado Neferu, y también su abuela y los pequeños príncipes. Hatshepsut tuvo un estremecimiento supersticioso cuando su padre la alzó y la depositó sobre la piedra fría y gris. Luego la siguió su madre. Por último, Ineni le entregó su capa a Tutmés, descendió del bote y ató la soga del remolque al poste del amarradero. Luego, sin decir una palabra, tomó la delantera e iniciaron la marcha hacia el sur, siguiendo la línea de espuma blanca que se dibujaba junto a sus pies. Del otro lado del río se veían las luces de Tebas, cálidas y acogedoras, tendiéndose hacia ellos por sobre el caudaloso Nilo.

No miraron hacia la derecha. Tanto los templos como las cintas blanquecinas y desiertas de los caminos exudaban una atmósfera hostil de desolación, de advertencia, de atención, de triste cavilación, que les hizo apurar el paso y desviar la mirada. Cada tanto Ineni se detenía, estudiaba los acantilados y farfullaba algo para sí. Luego sacudía la cabeza y la comitiva reiniciaba la marcha, cada uno concentrado en sus propios pensamientos. Hatshepsut ya comenzaba a preguntarse si el Poderoso Toro no habría perdido el juicio, cuando Ineni se frenó de golpe con una exclamación de satisfacción y los demás se agruparon a su alrededor. El cielo estaba un poco más claro. Seguían sin poder verse bien las caras, pero los templos ya no se dispersaban entre ellos hacia el oeste y, aunque borrosamente, se podía distinguir el borde de los acantilados. Habían dejado atrás la ciudad al otro lado del río, pero una luz solitaria más al sur, proclamaba la existencia de Luxor y el otro hogar de Amón.

Ineni señaló hacia el suelo y luego hacia los acantilados del oeste.

—Éste es el sendero, Majestad —dijo en voz baja, como quien revela un secreto—. Debemos internarnos tierra adentro. La arena estará llena de rocas y las zonas escabrosas, así que tal vez convenga que el príncipe camine detrás de su madre y Tutmés asintió y reiniciaron la marcha.

Había realmente un sendero, algo así como una huella dejada por las cabras por entre las acacias atrofiadas y las higueras dispersas. Hatshepsut, ascendiendo a la retaguardia, comenzó a fijarse bien dónde pisaba. Abundaban las rocas filosas, algunas de las cuales estaban cubiertas por una capa fina de arena, y el sendero serpenteaba y viraba bruscamente como si hubiese sido trazado por el vacilante deambular de un borracho. Hatshepsut ya se sentía menos destemplada con la caminata y la sangre comenzó a fluir con mayor rapidez por sus venas. Cuando lentamente el día los encontró, ella canturreaba en voz baja, trotando detrás de Ahmose en pequeñas arremetidas; y cuando Tutmés ordenó hacer un alto para preguntarle si avanzaban demasiado rápido para ella, la niña sacudió la cabeza con vehemencia, jadeando, los ojos encendidos por la aventura que estaba viviendo. Igual redujeron un poco el ritmo de marcha por Ahmose. Cuando la luz chata y descolorida de Ra iluminó los alrededores con esa extraña claridad de las primeras horas del día, Hatshepsut quedó maravillada al comprobar qué lejos estaban del punto de partida. Más allá de la figura delgada y movediza de Ineni alcanzaba a ver el sendero sinuoso que trepaba hasta la cima de la colina y desaparecía bruscamente en un viraje hacia la izquierda, para luego perderse en esa mole perteneciente a las montañas que separaban Egipto del desierto. En el momento en que bajaba la vista para volver a concentrarse en el terreno que pisaba, Tutmés levantó una mano e Ineni se frenó en seco, como si le leyera los pensamientos. Las dos mujeres aguardaron.

—Ra surge hacia nosotros una vez más —dijo Tutmés—. Aquí nos detendremos un momento para rendirle homenaje.

Hatshepsut quedó como paralizada, sobrecogida por la solemne gloría de ese momento. Los minutos parecieron avanzar con mayor lentitud por el peso de las circunstancias y convertirse en una silenciosa vanguardia áurea que marchaba al frente del dios dorado.

De repente, cuando la quietud, la calma y la espera resultaban ya insoportables, las cumbres de los acantilados comenzaron a teñirse de rojo y los cuatro se pusieron de rodillas. De pronto Tutmés dejó escapar un grito, y Ra se elevó, trémulo, sobre el horizonte; rojo y grávido. La sangre de sus manos cayó sobre las rocas, que parecieron comenzar a brincar y a trocarse en un asombroso escarlata, y sus sombras se tiñeron de un violáceo intenso. A medida que el inmenso globo solar fue ascendiendo, el color se derramó sobre sus adoradores y cayó hacia el río, dejando en su camino una estela de chisporroteantes amarillos, verdes y azules. A lo lejos, la bruma de la noche seguía colgando sobre Tebas, aguardando que su soberano le diera permiso para partir.

Fue en ese momento, por primera vez en su vida, cuando Hatshepsut comprendió cabalmente qué se sentía al ser la Hija del Dios, su perfecta encamación. La pequeña se puso de pie y volvió, con los brazos extendidos hacia la ciudad y el río, el contorno de su silueta orlado con los colores del fuego, su cuerpo tenso por el arrobamiento. Su Padre Celestial seguía elevándose cada vez más, y el gran Sol y su pequeña hija se intercambiaron una sonrisa comprensiva.

Tutmés suspiró.

—Yo también me sentí así la mañana de mi coronación, de pie sobre las torres de Tebas, al ver elevarse al Poderoso Amón-Ra en los cielos con renovado vigor —dijo—. Y creo que no pasará mucho tiempo antes de que me una a él en su recorrido por la bóveda celeste. Prosigamos ahora con lo nuestro. Todavía es mucho lo que nos queda por hacer hoy, y acabamos de recibir la bendición del Dios.

No tardaron en llegar a esa parte del sendero que parecía perderse en el acantilado. Lo siguieron en su curva violenta hacia la izquierda y de pronto se encontraron a la sombra. A ambos lados se alzaban moles de piedra y el camino se volvió más rocoso. Pero después de girar hacia la derecha comenzó a desplegarse frente a ellos un valle cada vez más amplio y extenso.

Era un lugar de silencio total. El sol lo bañaba y no había nada en él que se moviera. El valle se prolongaba en línea recta hasta un imponente acantilado que se levantaba, casi a pico, hasta el cielo. Hacia la derecha y a izquierda las rocas se extendían hacia ellos y el sendero que debían seguir se enroscaba hacia la ladera norte, volviendo a desaparecer de la vista al llegar a la cumbre. Hacia el sur, sobre el terreno del valle y al abrigo del peñasco más lejano, se acurrucaba una pequeña pirámide, que parecía poseer ángulos demasiado agudos, ser demasiado afilada para pertenecer a esa atmósfera calma de suaves declives y curvas masivas y desmesuradas. Sus blancas facetas de piedra caliza relampagueaban al sol y en torno a la misma yacían escombros de gigantescos bloques de granito, de columnas derruidas cuyos tocones parecían dientes desparejos y cariados.

—Es el templo mortuorio de Osiris-Mentuhotep-hapet-Ra —dijo Tutmés con pesar—, hace mucho tiempo olvidado y que yace en ruinas en este lugar.

La atmósfera pareció resultarle oprimente, pues se encogió de hombros y, con un estremecimiento, regresó al sendero.

Ineni y Ahmose lo siguieron, un poco rezagados, pero Hatshepsut no podía arrancarse de esa ensoñadora quietud. Se sentía invadida por una sensación de predestinación y se quedó contemplando las paredes de roca, la pequeña pirámide, la arena amarilla y grisácea que corría desde sus pies hasta la falda del acantilado.

Este valle es tuyo, se dijo. Estás en un lugar sagrado. Sus ojos recorrieron de nuevo lentamente la magnífica elevación del acantilado hasta llegar al azul intenso que lo coronaba. Sé que construiré algo aquí algún día, siguió reflexionando, pero me pregunto qué será. No lo sé todavía. Lo único que sé es que aquí reina la paz y es un lugar apropiado para la Hija de Amón. Y tuvo la sensación de haber sido consagrada, como si el Dios se hubiese apresurado a asentir con ella.

Cuando su madre la llamó con voz preocupada, a Hatshepsut le pareció que ella misma se había convertido en piedra y le costó alejarse de allí. Pero en su interior quedó grabada la magia de aquel lugar.

Pronto llegaron a la cumbre de la colina y el sendero siguió durante un trecho avanzando por la cresta hasta descender súbitamente en el sinuoso y prolongado desfiladero que aparecía frente a ellos. Cuando bajaron hasta el fondo, descubrieron que habían llegado finalmente al destino elegido por Ineni.

—Éste es el lugar del que os he hablado —le dijo a Tutmés—. Sólo los viajeros muy curiosos osarían aventurarse hasta aquí y, como podéis ver, se podrían tallar no menos de cien tumbas reales a lo largo del desfiladero, y su entrada quedaría oculta para siempre a los ojos de todos por las enormes rocas diseminadas por doquier.

Tutmés tomó ánimo y se ajustó el cinto.

—Ven, Ineni, muéstrame cuál es exactamente el lugar que has elegido. Ahmose, Hatshepsut, quedaos aquí. Buscad algún refugio entre las rocas para protegeros del sol —partió junto a Ineni por el valle, y poco después había desaparecido de la vista.

El silencio era opresivo. Ahmose se había tendido sobre la tierra y tenía los ojos cerrados. Parecía muy cansada y jadeaba con suavidad. Al cabo de un rato Hatshepsut se puso a observar los alrededores, pero no había mucho que ver, sólo roca. Se alegró mucho de ver reaparecer a su padre y a Ineni, ambos sudorosos y sedientos.

—Apruebo el lugar —dijo Tutmés—, y te sugiero, Hatshepsut, que también tú aceptes la tumba que Ineni ha escogido para ti, bastante más arriba del lugar en que nos encontramos. Es un sitio adecuado para que en él descanse una reina.

—¿O un faraón?

Tutmés no sonrió. Estaba cansado, y ahora que todo había llegado a feliz término, lo único que deseaba era su vino y su desayuno.

—Si a mí me satisface, entonces supongo que también les resultará satisfactorio a los demás —le contestó con severidad—. Ineni, tendrás que construir el alojamiento para los trabajadores en el desierto y nivelar y ampliar todo lo posible este maldito sendero de ovejas. Elige a tus ingenieros con gran cuidado y no contrates a demasiados hombres. Esta vez todos deben morir cuando el trabajo esté concluido. Quiero descansar a salvo de los profanadores de tumbas, y lo mismo deseo para mi familia. El primero en morir será ofrecido a Amón como prenda del agradecimiento de su obediente Hijo. Vámonos, ahora. El silencio tiene oídos y estoy muy intranquilo.

Como si sus palabras hubiesen desencadenado en cada uno las puertas del pánico, todos se apresuraron a salir del valle y a echar, cada tanto, una mirada temerosa por encima del hombro. Sintieron un enorme alivio cuando llegaron al fondo del soleado valle de Hatshepsut y, de allí hasta el río, sólo fueron pocos minutos de marcha sostenida. El bote se mecía, las aguas centelleaban y, en la otra orilla, las insignias de la ciudad imperial flameaban alegre y gallardamente con la brisa. Treparon a bordo e iniciaron el cruce, mientras Hatshepsut seguía soñando con su valle y las fragancias de las flores se extendían hacia ellos sobre el río.